JOSÉ MÁRMOL | Antonio Fernández Spencer: el Ulises sin retorno
No recuerdo bien cuándo le conocí; aunque retuve
los detalles de la escena, acontecida hace más de diez años. Fue en la Cafetería
El Conde, frente al parque Colón. Conversaba con Ramón Lacay Polanco, y más que
un tribuno –que a los superficiales ojos de tantos eso fue–, me pareció un sofista
de nuevo cuño, que en honor al viejo y sabio Protágoras, blandía sus argumentos
con la destreza de un duelista sangrando por la herida de su honor intelectual.
Desde esa ocasión empecé a tratarle, con timidez y admiración, hasta que nos despedimos
en conversación telefónica de febrero último, subrayando la posibilidad de reencontrarnos,
pues, quedaba pendiente una entrevista que sobre su vida y obra yo le haría, para
obtener informaciones necesarias a mi intención de complacerle en lo que no sabía
iba a ser, con respecto a mí, su último deseo: escribir el prólogo al conjunto de
obras poéticas que completa su decurso hasta 1993.
Su último gran gesto para nuestra amistad fue
la entrega, a través del exquisito poeta Lupo Hernández Rueda, del volumen titulado
Obras Poéticas, que recoge su producción en este orden entre 1937 y 1975,
editado por la Colección Orfeo de la Biblioteca Nacional, en 1986, cuando el escritor
Cándido Gerón era su director titular. El mismo Fernández Spencer le había enviado
a Venezuela, lugar de encuentro en un evento literario internacional, y en mis propias
manos, un ejemplar de esta publicación al gran poeta argentino Roberto Juarroz,
que yo entregué complacido con sentido de religiosidad. El creador de Poesía vertical
tenía referencias de nuestro poeta y crítico; hablamos en el lobby de nuestro hotel,
en Mérida, sobre él.
Años después me entregó el volumen con la siguiente
dedicatoria, ante la cual me inclinaré siempre, agradecido y humilde: “A José Mármol,
poeta y ensayista de mi predilección”. Y más abajo agregó, con trazo de grafito:
“Recuerda, José, aquella observación de Azorín: ‘El arte no vale si no lleva ínsito
un átomo de misterio’”. Su caligrafía era ágil, como su voz, su pensamiento, su
facilidad de palabras y su entera personalidad.
Ahora que yo, como Joseph Brodsky con respecto
a su maestro y amigo, el gran poeta de habla inglesa Wystan Hugh Auden (“la mente
más privilegiada del siglo XX”, según el poeta y ensayista ruso), debo escribir
para “complacer a una sombra”, recupero una afirmación de Brodsky proveniente de
una situación anecdótica. Cuenta este último que en julio de 1973, última vez en
la que vio al autor de los inigualables poemas “In Memory of W. B. Yeats”
y“September 1, 1939” , en una cena en casa de un amigo, en Londres, Auden
estaba sentado disertando largamente sobre un tema culinario. Como la silla era
demasiado baja, la anfitriona había colocado debajo del poeta dos tomos maltrechos
del prestigioso Oxford English Dictionary. “Pensé entonces –confiesa Brodsky–,
que estaba viendo al único hombre que tenía derecho a utilizar aquellos volúmenes
como asiento”. (Menos que uno, Ed. Versal, España, 1987, pp.97-122).
Alguna vez, en su despacho de la Biblioteca
Nacional, Fernández Spencer no me habló muy bien del Diccionario de la Real Academia
de la Lengua, como tampoco se sintió a gusto con lo que el Pequeño Larousse
Ilustrado dice sobre él, muy a pesar del privilegio de ser el único humanista
criollo que acompaña a Pedro Henríquez Ureña en esa importante publicación de consulta.
Digo, pues, en su favor, muy a pesar de no haber podido, hasta ahora, comprobar
la mención suya en el Larousse, que nuestro poeta podía criticar esas fuentes,
y si lo hubiere deseado o necesitado, sentarse sobre ellas. Debido a su estatura
intelectual y su condición de humanista, después de Henríquez Ureña, sólo él hubiera
tenido derecho a hacerlo.
También yo complazco a una sombra, pues escribo
estas palabras, que hubiera deseado Fernández Spencer leyera, y como era de esperar,
observara aún fuera en alguna de sus debilidades, las escribo, digo con inconsolable
pesar, cuando ya el misterio de la muerte, ese al que tanto cantó a lo largo de
su vida, lo ha apartado de nosotros, convirtiéndolo en un Ulises que no regresará.
La publicación de este volumen Obras poéticas
(1937-1993), gracias a la iniciativa de la Universidad Interamericana, y
a la atinada elección del poeta Lupo Hernández Rueda, nos permite efectuar un trazado
sobre la obra poética de Antonio Fernández Spencer, más abarcador que el que llevábamos
a cabo a partir del volumen Obras poéticas (1937-1975), publicado
por la Biblioteca Nacional en su Colección Orfeo, en 1986, el cual daba a conocer
doce obras más, de un total de diecinueve que el poeta contaba en su haber, hasta
ese entonces. Expongo el aserto no sólo por el hecho de que con este último se alcanza
una cronología más vasta, sino porque, además, el presente volumen permitió al autor
una revisión crítica de aspectos importantes a su propio quehacer.
Me parece pertinente que establezcamos algunas
comparaciones entre los dos volúmenes, en aras de sentar sus características intrínsecas
y poder pasar luego a hablar acerca de la obra poética, en conjunto, de nuestro
poeta y pensador.
Veamos los títulos que integran las Obras
poéticas (1937-1975), a saber: Vasija de la vida (Primeros poemas), fechado
en 1937, y publicado por vez primera en este volumen de 1986; Hechizos, con fecha
de 1938, y también dado a conocer en 1986; País de la noche, fechado entre
1939 y 1940, y publicado por vez primera en este volumen; Canciones de pena,
fechado entre 1940 y 1944, habiéndose mantenido inédito hasta 1986. A este libro
le sigue el tituladoNoche infinita, que se fecha entre 1945 y 1967, publicándose
por primera vez en 1967; luego prosigue Rutas, fechado en 1940 y que se mantuvo
inédito hasta 1986; continúa conVendaval interior, fechado en 1941, y el
cual se publica por vez primera en la Colección “El Desvelado Solitario”, ediciones
“La Poesía Soprendida” (Santo Domingo), en 1944.
En la aurora es el libro que sigue, se fecha en 1942, y su primera edición data de 1986
(Santo Domingo), primero en volumen suelto y en ese mismo año reaparece en el cuerpo
de la edición compilativa; más adelante figura Ladrón del fuego, obra fechada
en 1943, y dada a conocer en 1986; luego Testimonios del viento, fechada
en 1944 e inédito hasta 1986; le sigue Bajo la luz del día, obra fechada
entre 1945 y 1952, con ésta el poeta obtiene, por vez primera para un poeta hispanoamericano,
el prestigioso Premio Adonais, en 1952, publicándose la obra un año más tarde, en
Madrid, y efectuándose en 1957 una segunda edición, en nuestro país. A este título
le sigue, en la citada primera reunión de obras, Epigramas a Lesbia (Homenaje
a Catulo), fechada entre 1955 y 1956, y dada a luz en 1986; le sigue Diario
del mundo, poemario fechado entre 1952 y 1967, con el cual obtiene el Premio
Leopoldo Panero en 1969, y cuya primera edición se realiza en Madrid, en 1970.
El volumen continúa con Tengo palabras,
obra fechada entre 1965 y 1976, de la cual se hace una primera edición en 1980 (Santo
Domingo). El regreso de Ulises es la obra inmediatamente posterior, fechada
entre 1968-1970, con la que obtiene el Premio Nacional de Poesía 1985, publicándose
en ese mismo año; le sigue Otra vez en la tierra, que data de 1972, y se
da a conocer en 1986; continúa con Sortilegios del mar, fechada en 1973;
luego Leyendo la noche, que data de un año después, y Cantos a Nurys,
poemario de 1975 dedicado a su compañera, madre de su último hijo, que al igual
que los dos que le preceden, no se conocerá sino hasta la edición del conjunto de
la obra en 1986.
Es menester señalar, muy a pesar de que Fernández
Spencer, por razones muy personales no lo recogió en su Obras poéticas (1937-1975)
ni en esta edición, que en las Ediciones Brigadas Dominicanas, Colección Baluarte,
se publicó con el número 2 el poemario Los Testigos, en 1962. Este texto,
según alegatos del autor, quedó fundido en Diario del mundo, y de ahí que
perdiera su individuación.
Por otra parte, el corpus de Obras poéticas
(1937-1993) queda compuesto por las siguientes obras: Vasija de la vida (Primeros
poemas), Vendaval interior, Cantos a Nurys, que esta vez se fecha
entre 1975 y 1976, siendo estos los únicos textos publicados en forma íntegra del
presente volumen; le siguen La señora Daloway (1977), Para tocar la vida
(1978), En la orilla(1979), Digno es decir (1980), Poemas para
buscar la tarde (1982-1983), Razón del poema(1984-1985), Ruta de veleros
(1986-1987), En la red de los días (1988), Cuando pasan los soles
(1989), Sonetos bárbaros (1991-1992) y Ese tiempo de todos (1993).
En la edición correspondiente al domingo 25
de noviembre de 1990 del Suplemento Cultural “Aquí” del diario La Noticia, bajo
la dirección del poeta Mateo Morrison, se publican unos textos en prosa (‘Juego
de naipes’, ‘Ritual de la noche’ y ‘El mar está lejos’) que pertenecen a un libro,
que no figura en ninguno de los citados volúmenes de compendio, titulado Abismos,
fechado, según la publicación de referencia, entre 1941 y 1942. Este volumen contentivo
de, dicho vallejianamente, versos prosados, conjuntamente con tres poemas que figuran
en el libro titulado Rutas (1940), serían los únicos de esta estirpe de la
autoría de Fernández Spencer.
En la edición de 1986 que reúne la poesía de
Fernández Spencer desde 1937 a 1975 aparece el poemario denominado Vasija de
la vida (Primeros poemas), de 1937. De los veintiún textos contenidos en aquel
volumen, sólo tres pasan a esta nueva versión de las Obras poéticas, quedando
el libro reducido a seis textos en éste . Esos tres poemas son: ‘Mito del gallo’,
‘En el secreto del mar’ y ‘No quiero esa rosa’. Textos como ‘Barco del sueño (Pensando
en Coleridge)’, ‘Eslovona, mi novia de hielo’ y ‘Monólogo de la leedora de taza’,
si bien se fechan todos en 1937 no habían, sin embargo, aparecido como parte de
sus primeros poemas.
El texto relacionado con el gran poeta inglés,
Coleridge (1772-1834), es sintomático del reclamo que, todavía meses antes de su
sorpresiva muerte, en marzo de 1995, Fernández Spencer hacía con relación a la influencia
recibida, desde sus primeras lecturas, de poetas ingleses clásicos, incluyendo en
relieve al místico y prerromántico William Blake (1757-1827), cuando la crítica
veía en su poesía sólo una marcada presencia de autores españoles. Haber saldado
una deuda de pensamiento con Coleridge, desde 1937, ponía de manifiesto su temprana
cercanía a la literatura inglesa; además, ponía en aviso a los críticos sobre su
probable y propio yerro.
En lo que respecta al libro Vendaval interior,
publicado, como hemos dicho, por vez primera en 1944, en Ediciones de La Poesía
Sorprendida, debe precisarse que en ésta contó con apenas siete poemas. En el volumen
de 1986 este libro, con el cual el autor había sentado sus reales en el grupo de
La Poesía Sorprendida y en la poesía criolla, reaparecerá con cinco textos agregados.
En este volumen reaparece con un total de treinta textos, incluidos aquellos siete
originales, dos de los cuales sufren ligeros cambios en sus respectivos títulos.
El otro poemario que reaparece en este volumen,
que va desde 1937 hasta 1993, es el que responde al título de Cantos a Nurys,
primero fechado en 1975 y luego extendido hasta 1976, y que constituye, en efecto,
el botón de cierre de aquel primer volumen de las Obras poéticasde 1986.
Hoy día figuran en él veinticuatro textos, abarcando los nueve dados a conocer en
la anterior edición de compendio.
No por casualidad, ya que tampoco por linealidad
cronológica, esos tres libros citados recién ocupan las primeras páginas de la presente
publicación. El poeta quiso ofrecer de ellos sus versiones más acabadas. En nuestras
conversaciones, me lo repetía con insistencia, resaltaba el hecho de haber perdido
o extraviado originales, que al parecer, reencontraba, y por qué no, reinventaba
mucho tiempo después.
Al comparar los dos volúmenes de las Obras
poéticas de Antonio Fernández Spencer descubrimos cómo a medida que iba publicando
libros de poemas, admitamos prima facie que muy escasamente, seguía siendo,
en el fondo, cada vez más un vastísimo poeta inédito, dado su portentosa capacidad
escritural. De los poetas pertenecientes a La Poesía Sorprendida, Freddy Gatón Arce
(1920-1994) y Fernández Spencer (1922-1995) fueron los de más extensa producción
poética. Ambos se mantuvieron en actitud creativa casi hasta el día en que les llegó
la muerte.
El tiempo, que es, muy a pesar nuestro, el crítico
más sagaz y certero en materia de arte, podrá revelarnos en su decurso cuánto material
más queda aún inédito de Antonio Fernández Spencer, tanto en poesía como en ensayo.
Al publicar este volumen de Obras poéticas
(1937-1993), la Universidad Interamericana, que dignamente otorgó semanas antes
de su fallecimiento el título de Doctor Honoris Causa a Fernández Spencer, convirtiéndose
esta en su última comparecencia pública, premia a los lectores de habla hispana,
y en particular, a las nuevas generaciones de lectores criollos, entregándoles la
producción poética complementaria de una de las voces más encumbradas de nuestra
lírica; su testimonio, su palabra esencial, que lo convirtió tempranamente en un
poeta constante más allá de la muerte, como aquel amor constante de Quevedo.
Por la vastedad de la obra poética de Fernández
Spencer –con todo, menos extensa aún que su obra ensayística– y porque no es intención
de este prólogo llevar a cabo un estudio pormenorizado de cada título, nos limitaremos
a ofrecer algunas características generales de la poesía del autor en cuestión.
En la obra De literatura dominicana siglo
veinte (Col. Contemporáneos, UCMM, 2da. Edic., 1973), el eminente escritor Héctor
Incháustegui Cabral, en el marco de sus “Cartas a Sergio”, argumenta, para cerrar,
que Fernández Spencer pertenece a un grupo de “poetas dedicados al supremo goce
de la belleza pura”.
Como es harto sabido, nuestro poeta se da a
conocer, siendo muy joven aún, con su ingreso a La Poesía Sorprendida, movimiento
literario en el cual militó junto a sus epígonos, y cuya revista, que había cesado
en su número XXI (de abril a mayo) de 1947, él logró rescatar a partir de agosto
de ese mismo año, con el nuevo título de “Entre las soledades”, de la cual sólo
se publicaron cuatro números; es decir, que duró hasta noviembre de 1947.
Breve tiempo después, el autor de Vendaval
interior decide irse, por espacio de seis años, a España, donde funda, con los
auspicios del Gobierno español, La Tertulia Hispanoamericana, donde se dieron cita
las más relevantes figuras de las letras y el pensamiento iberoamericanos. Allí
obtiene, en 1952 y con su libro Bajo la luz del día, el Premio Adonais, bajo
veredicto de un jurado presidido por el gran poeta español Vicente Aleixandre. Era
la primera vez que un hispanoamericano merecía ese galardón.
Por si fuera poco, en 1969 obtiene, nueva vez
desde España, el Premio Leopoldo Panero, con su libro Diario del mundo, en
el cual recoge sus textos poéticos de 1952 a 1967, a partir del volumen Los testigos.
Estando en España, además, publica una antología
de la poesía dominicana, en la que figuran nueve poetas importantes, a partir del
Postumismo y Moreno Jimenes, con obras publicadas antes de 1950. Se trata de Nueva
poesía dominicana, cuya primera edición se realiza en Madrid, en 1953, con un
prólogo del mismo Fernández Spencer, el cual establece, con sobrado rigor y ponderación
analíticos, el criterio de antologación. Con esta obra, se difunde por vez primera
en el viejo continente la poesía contemporánea de nuestro país.
La afirmación de Incháustegui resulta interesante
debido a que el estigma de purista ha de entenderse como extrema preocupación por
el cuidado del lenguaje como característica fundamental en la obra poética de Fernández
Spencer. Ningún compromiso puede superar a éste en la misión creadora de un poeta.
La economía de términos, la claridad y precisión morfosintáctica, la transparencia
en sus imágenes, la agudeza en el empleo de recursos retóricos diversos y el acierto
de hacer de la poesía un lenguaje de síntesis de sentimientos y pensamientos son
rasgos inconfundibles en la escritura de este poeta, a pesar de los cambios estructurales
y de tendencias poéticas detectables en su obra.
En su Antología panorámica de la poesía dominicana
contemporánea (1912-1962), (Col. Contemporáneos, UCMM, Santiago, 1972), Manuel
Rueda y Lupo Hernández Rueda sustentan, a propósito de Fernández Spencer, que pocos
“poetas como éste han tenido un proceso tan variado y enriquecedor de su estilo,
que partiendo del suprarrealismo ha desembocado en su equilibrada poesía de hoy,
síntesis espléndida de elementos diversos”. Este proceso no hubiera sido posible
sin una clarísima convicción y necesidad de entronque de su quehacer intelectual
y artístico con la vasta y sólida tradición cultural de todo Occidente. El terreno
propicio a ese entronque lo brindó la filosofía, a cuyo estudio se entregó el poeta
desde temprana juventud.
Es, como señala el escritor chileno Alberto
Baeza Flores (La poesía dominicana en el siglo XX, Co. Estudios, UCMM, Santiago,
Vol.II, 1977), la obra de Vicente Huidobro la que, conjuntamente con la corriente
surrealista francesa y la poesía de César Vallejo, entre otros poetas latinoamericanos,
parece regir los intereses estéticos del poeta dominicano desde sus inicios.
Su obra posterior, sobre todo a partir de Bajo
la luz del día, con la que obtiene en 1952 el Premio Adonais, va a poner de
manifiesto su compenetración con la tradición poética española, así como con varios
de sus poetas contemporáneos más importantes. De hecho, anduvo muy de cerca con
los ultraístas. El crítico José Alcántara Almánzar (Estudios de poesía dominicana,
Alfa y Omega, Sto. Dgo., 1979) refiere esta presencia de lo español enBajo la
luz del día, subrayándolo más como un hecho desfavorable a la obra, por cuanto
“sacrifica” referencias a la sociedad dominicana. Creo, por el contrario, que el
localismo no es, en modo alguno, una virtud en la obra de arte.
El hambre de espacio y la sed de cielo –como
sintió Rubén Darío– es lo que, en efecto, imprime un carácter diverso, rico y de
múltiples espectros composicionales a la obra poética de Fernández Spencer. De ahí
que incursione en estructuras formales clásicas, ajustándose a la prosodia de la
métrica castellana, cuando lo requiere el caso. Daysy Cocco-DeFilippis (Estudios
semióticos de poesía dominicana, Taller, Sto. Dgo., 1984) enfatiza el uso de
formas poéticas tradicionales en nuestro creador, entendiendo el hecho como una
singular manera de militar en La Poesía Sorprendida. O bien, al poema de verso libre,
donde se explaya al ritmo de la modernidad.
La vida, el amor y la muerte son, como en todo
poeta de alto vuelo lírico y de hondo pensar, los temas que predominan en toda su
obra poética. Hay que resaltar, empero, el hecho de que la muerte es una constante
que goza, en Fernández Spencer, de un tratamiento en extremo singular. La encontraremos,
en ocasiones, ornada con elementos propios de la mitología grecolatina, la cual
hurgó con pasión, y en otras ocasiones teñida del más dramático, descarnado y cercano
realismo. La metaescritura es, por supuesto, otro tema de interés en varios de los
títulos de este poeta. Y como es de esperar en un humanista de su talla, también
el pensamiento como misterio de la abstracción y los pensadores mismos tienen su
lugar en la poesía.
En Antonio Fernández Spencer tenemos, pues,
a una de las figuras preponderantes de la poesía dominicana contemporánea. Invito
al lector a detenerse en esta vasta, y a la vez, singular obra poética.
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§ Conexão Hispânica §
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Fortaleza CE Brasil 2021
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