JOSÉ MÁRMOL | Armando Almánzar Botello: celebración de la escritura
Al disponerse uno a leer una obra hay que estar
más o menos consciente de que podría terminar mudándose, desterritorializándose,
migrando, dice Paul Ricoeur, de un mundo propio a uno extraño, último que deriva
de la plasmación de un vestigio de vocablos sobre una superficie en blanco, pero
que, extrañamente, termina resultando también propio, y a veces íntimo.
Cuando llegó a mis manos, amigablemente entregado
por las suyas, Cazador de agua y otros textos mutantes, una antología poética
de Armando Almánzar Botello que recoge textos de entre los años 1977 y 2002, bellamente
editada en la colección literaria El Barco Ebrio, perteneciente a la Editora Nacional,
que hoy dirige, con notables frutos, el poeta Alexis Gómez Rosa, el primer pensamiento,
casi temor que me asaltó fue el de cómo había de ataviarme, de pertrecharme yo para
emprender el extraordinario viaje que implicaría adentrarme en las páginas de un
libro que yo estimulé, sin inmediato logro, pero que esperé, pacientemente durante
más de dos décadas. ¿Acaso habría de adentrarme en el libro desnudo y sin ningún
precepto o poscepto?
Una revisión, incluso capciosa, si alguna mente
perversa quisiera así efectuarla, de las fechas con que el autor calza la mayoría
de los textos aquí antologados no me dejaría desamparado. Porque, con respecto al
autor de esta obra, es bueno decirlo desde ahora, nos encontramos ante, no sólo
un extraordinario y agudo lector, sino además, ante un escritor de depuradísimo
oficio, un dilatado artista y pensador de la palabra, de fisiológico-estilística
raigambre flaubertiana, cuya aparente renuencia neurótica a la escritura,
según propia confesión, no es otra cosa que humilde y sabia postura, por un lado,
y por el otro, consciente proceso de acrisolamiento y fraguado del pensamiento y
la palabra. Este hecho coloca a nuestro autor al margen de los aspavientos y el
narcisismo publicitarios que tipifican hoy tantos engendros y esperpentos editoriales,
que exhiben, a simple vista, y con un alarmante dejo de ignorancia disfrazada de
sagacidad, que partieron de la equívoca premisa de haber sido publicados sin antes
ser escritos.
La de Armando Almánzar Botello es una escritura
que manifiesta, con creces, la ostensibilidad de la creación textual sin límites
lógicos ni estéticos, que trasciende los paradigmas del saber y del sentir, a veces
a lomos de una impulsiva gramática del habla y otras veces sobre la envergadura
de una elaborada gramática del texto inventivo. De hecho, su prosa poética y su
verso prosado, que es granítica compacidad expresiva del buen dominio del idioma,
resultan una síntesis superadora de los abismos entre la ciencia y el arte, aventura
con la cual nuestro autor concretiza el sueño pensado por Paul Feyerabend y por
Gaston Bachelard, entre otros.
Esta antología revela la escritura como si se
tratase de correr el velo de malla schopenhaueriano. La escritura como espejística
pantalla del delirio de Derrida, donde el instinto de concreción o vida de la palabra
se hace instinto de deconstrucción, tachadura, disolución o muerte del lenguaje
mismo. La escritura como una imborrable herida lacaniana. La escritura asumida como
la filosofía en Nietzsche, es decir, como un designio de sangre y fuego. La escritura
como un rizomático asombro deleuziano. La escritura comoautoexpropiación,
como desgaste y despojo carnales del ser en la palabra, según el deseo de Bataille.
La escritura que no abusa de la palabra, sino que la eleva hasta convertirla en
superficie del silencio.
Es al abate Dinouart, a quien remite este último
aserto, porque en su praxis escritural Almánzar Botello está muy próximo a seguir,
mediante un justo equilibrio entre una semiótica del signo y una semiótica del silencio,
es decir, entre el verbo y el espacio en blanco rastreable en cada página, aquella
máxima que el abate Dinouart hace estandarte de su obrita de 1771, El arte de
callar, principalmente en materia de religión (1776), que reza: “Sólo se
debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio”.
La publicación de esta antología constituye
una suerte de iniciación, por parte de su autor, por cuanto, a excepción de esporádicas
publicaciones en revistas y la presentación de enjundiosas y siempre esclarecedoras
ponencias en simposios y seminarios sobre arte y literatura, se hizo esperar por
largos años este su primer volumen, que lleva la adjetivación de lo poético, pero
que, a mi ver, se encuentra en él la profundidad y certeza de un ensayista de fuste,
capaz de articular la relación entre imagen poética, concepto filosófico y teoría
de la escritura o metaescritura en un tejido textual de singular originalidad y
acierto.
En el poema-ensayo titulado “Escribir/publicar”,
el poeta pensador, luego de declarar su sueño o deseo de una prosa poética y
clara de ritmo tan ligero y sutil como el de finos pecesillos moviéndose en el rubor
del agua más diáfana, pero capaz también de respirar poderosamente buceando en las
zonas abisales del ser, habla acerca del hurto que de su inscripción en la escritura
creativa hace el propio escritor, lo cual se traduce en negativa a publicar lo
ya escrito (ps.117-118). Esta disyuntiva sólo puede ser rebasada, salvada por
una actitud que enfrenta el ser a su existencia por medio de la escritura misma.
Se trata, pues, de la ética del escritor,
la cual exige una correspondencia oblicua entre lo que dice y lo que vive,
entre la vida y la obra. Esta ética tiene por eje el compromiso, más allá del bien
y del mal, del escritor, del pensador poeta con el lenguaje y con la obra que a
partir de la naturaleza simbólica de este se erige en testimonio y en superación
verbal de la realidad circundante y de su interpretación convencional.
En el poema titulado “Río suelto” aparece un
epígrafe no gratuito. Rescata palabras de Harold Bloom que dicen: “Todo poema
es una angustia lograda”. Es el propio Bloom quien acuña una expresión feliz
sobre la relación entre un autor y sus lecturas predilectas, por supuesto, rastreables
de alguna forma en el ejercicio de la escritura. Esa expresión o concepto es el
de la angustia de las influencias. Intentar aproximarse a las probables influencias
en la obra de Armando Almánzar Botello es una empresa harto compleja. Sólo me atrevería
a esbozar algunos nombres con los que el recurso de la intertextualidad ha permitido
un juego de notables hallazgos rítmicos, metafóricos y estilísticos. A saber, Beckett,
Lacan, Derrida, Paz, Deleuze, Sade, Nietzsche, Rorty, Barthes, Lao Tse, Basho, Cacciari,
Meschonnic, Diderot, Foucault, Dalí, Van Gohg, Blanchot, Lyotard, entre otros tantos
que no podría enumerar. No obstante, se puede decir sin remilgos de Almánzar Botello
lo que una vez se dijo de Rubén Darío, destacando en el nicaragüense la enorme cantidad
de poetas que lo habían influenciado, y acotando, sin embargo, que era todos ellos
y ninguno a la vez.
Podría sugerir otras tantas claves para la lectura
de este significativo libro. Sin embargo, no es este el momento para hacerlo, y
prefiero, por ahora, retar al lector a que las encuentre. Quisiera terminar afirmando
que la lectura de Cazador de agua y otros textos mutantes, de mi admirado
amigo Armando Almánzar Botello, es para mí una revelación, un síntoma de cuánto
podría este libro cambiar, tornar interesante y fértil, quiero decir, el panorama
poético, no sólo de la República Dominicana, sino en Hispanoamérica. Invito, pues,
a su disfrute, a su lectura, a que haga el lector ese viaje del que habla su texto
“La máquina mutante”, en el cual, durante la travesía va uno descubriéndose en su
otro, renaciendo y reinventándose.
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