MIGUEL MÁRQUEZ | Celsa Acosta, un cuenco los trae a su fondo
CELSA ACOSTA
¿Por
qué me sale al paso este libro (Otro lugar, antología poética, 1991-2007.
Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2008) de Celsa Acosta (nacida en Coro, 1964)?
¿Qué quiere decir?, ¿de qué lugares se trata?, ¿a qué otro lugar se refiere?, ¿cuál
es la diferencia entre uno y otro? El poema
del enganche es este:
Como
un dardo
clavas
tu horizonte
Surges
de los laberintos
horadando
lo intenso
que
nos fluye
Naufragio
de mi aliento
buscas
reposar tus grutas
penetrando
la quietud de la luz
Así le puedo decir el poema
para acercarlo: como un dardo que clava en este cuerpo un horizonte. Y escucho que
la poeta le dice al poema: surges de los laberintos, es decir, de aquello que no
sabemos qué es, que no sabemos precisar y que pone en marcha, en movimiento hacia
la luz y las sombras, eso que nos fluye, que nos lleva horadando lo intenso y toca
tierra en el naufragio –donde eso busca reposar haciendo espacio en la quietud de
la luz. Acercarnos, entonces, por el lado de un poema sobre la poesía y el poeta,
sobre la escritura y el escritor, los procesos artísticos y la interioridad, el
alma y las palabras. Una poesía reflexiva que hace constancia en el camino hacia
el poema, que hace demora, tiempo en condición de sustancia para entenderlo, para
que pueda dejar un poco de sí sobre nosotros a cambio de entrega y atención sensible,
porque el mundo entra aquí por los poros abiertos de los sentidos y se resuelve
en versos, en pájaros, en objetos, en ceremonias. Entonces, este dardo a lo mejor
me saca una carta para llamar al entrecruce del poema con la vida, para darle vueltas
a ese “otro lugar” que nos separa, que nos distancia, que nos mueve del primer lugar,
de los naufragios, de lo enmarañado, “de la ausencia sonora/ donde me agravo” (dirá)
y se abre una especie de horizonte como lugar que difiere, como horizonte nuevo
o novedoso o renovado.
La antología reúne poemas
de los siguientes libros: De otro lugar (1991), que a su vez está dividido
en dos: “Del cuerpo” y “De las manos”; Labio ebrio y otros textos (1998);
Hendidura de agua (2004), dividido en dos secciones, una de las cuales está
referida a “Una lectura personal del I Ching”; y Voces (2005-2007),
que es el poemario con el que concluye.
Es interesante ver que en
este índice se anuncia algo que apunta en dirección al cuerpo, referido como tal
y en tanto que manos, labios, voces, hablas; como también teniendo como premisa
que quien habla de cuerpo habla de afectos, sentimientos, pasiones, y sin olvidar
que el cuerpo es una dimensión configuradora, hacedora y portadora de los conflictos
agudos que también nos acompañan en la elaboración de la subjetividad. Piel de pieles.
Comienzo de este modo pensando
en lo que parecía asomarse con el poema que sale al encuentro: lo que parecía ubicar
la mirada de lector en torno al alma y las palabras, se desliza, hacia la dimensión
corporal. En este sentido, corrige lo imaginado. Por otro lado, la presencia del
I Ching es importante, ya que no solo es el “antiquísimo Libro de las
mutaciones” (D. G. Vogelmann, traductor al español), sino una vía para conocer
un poco más lo que consideraba C. G. Jung: “un método de exploración del inconsciente…
de insólita sabiduría”. Lo que a su vez se convierte en camino para acceder a “La
mente china [sigue Jung, ya que] parece preocuparse exclusivamente por el aspecto
casual de los acontecimientos. Lo que nosotros llamamos coincidencia [en Occidente]
parece constituir el interés principal de esta mente peculiar, y aquello que reverenciamos
como causalidad casi no se toma en cuenta”.
Si antes de ir abriendo
los poemas, reúno lo que ha surgido acá, veo que es posible que el cuerpo tenga
espacio de privilegio en su acercamiento verbal al mundo que configura a partir
del recorrido de lo físico con los sentidos –como la vista, el tacto, el oído, prioritariamente–,
el camino de la percepción, el papel protagónico del poema ante la nada. Y también
de algún modo creo que estos textos de Celsa Acosta nos llaman a tener en cuenta
el Libro de las mutaciones como una posible lectura a la naciente investigación
sobre el Yo en algunas filosofías de Asia.
El primer poema dice así
y marca un sendero:
Todas
las claves rompieron el gesto
El
vestido cortado para cumplir
el
tránsito del asombro a la huida
quedó
guardado en la columna del espejo.
Estoy
exhausta de tanto paisaje oscuro.
Oigo
la voz
y
el aleteo de unas manos
que
sabían de la caricia
en
el beso.
Callo
la ausencia sonora
donde
me agravo.
Y lo leo desde la visión
bifronte de aquello ido, huido, arrojado, que no cesa de manifestarse, de romper
gestos y de agotar la perspectiva hasta solo escucharse aquello que nos llama desde
hace tanto, aquello perdido y vuelto “ausencia sonora” para hacer de lo grave un
tiempo muy especial, el tiempo donde lo grave agrava, es decir, pega, duele, hace
contacto y agota, vence, reina y muele en lo oscuro. El poema, sin embargo, apunta
hacia esa ausencia. Los ecos son una fuente en cuya melodía pareciera que escuchamos
algo que nos interpela y nos lleva por un lado a la escritura y por otro a una presencia
invisible acariciada por el tacto de la espiritualidad, para el seguimiento paulatino,
para el teje y desteje, para el asombro y el combate.
Escribe enseguida:
De
la cabeza a los pies
he
sentido manar el último
estallido
del cuerpo transido.
Escucho
cómo
los pájaros
pían
el verbo distante.
Mis
manos proclaman
la
imagen
de
la inicial caída.
Conozco
el húmedo color
del
aliento,
recibo
la luz
como
temblor.
El “cuerpo transido”, ¿el
cuerpo tomado, avasallado, entristecido? Y me pregunto también lo siguiente: ¿Qué
jovialidad contradictoriamente secreta anima lo que ocurre en estos versos que me
contagia equilibrio? ¿Cómo se vuelve sonido la interrogación por el ser de la escritura
y por esa dimensión trascendente que se materializa en las cosas? ¿Cómo se hace
pájaro una pregunta? ¿Será algo cercano a la serenidad lo que me gusta de este tono
en mitad incluso de lo más angustiante? Por su parte, las manos introducen el momento
simbólico de la caída (“la imagen/ de la final caída”): fin de la inocencia, fin
del mito, adiós al paraíso, y también comienzo de una búsqueda de pistas (“recibo
la luz/ como temblor”) para saber cómo pasó lo que pasó, dónde fue el tajazo, por
qué, y cuál es la consecuencia que nos marca. Jovialidad para la linterna, podría
ser. Para las palabras. Para el oído. Para la ausencia. Lo de los pájaros y el verbo
distante del que aquí se habla también introduce un diálogo entre elementos que
parecen dejarnos de lado, como si ni siquiera pudiéramos acercarnos de verdad al
mundo del lenguaje, ya que de alguna manera los pájaros son los encargados de hacer
contacto con ese mundo que nos queda distante, y nos coloca en el punto de la máxima
enajenación: en la mudez del invitado de piedra como riesgo mayor, como pesadilla.
Así escribe en el tercero:
El
espacio cerrado que una vez
ocupó
la lámpara y el espejo
tiene
la lentitud gestual
de
mi cuerpo.
Cómo
entreabrir el verso
y
asistir a la misteriosa movilidad
de
un territorio guardado.
La
memoria
máscara
de la sonrisa,
nada
nos ayuda.
Persistimos
en lo finito necesario.
Lo primero la belleza del
poema, escribir acá de nuevo la primera estrofa para subrayar que la poesía es la
poesía y todo acercamiento una lectura arbitraria que arma y desarma desde sus intereses,
es decir, que hay algo que se sustrae de la interpretación, que se conserva en sí
como en su mejor estado. Cito esa estrofa de nuevo para disfrutarla más: “El espacio
cerrado que una vez/ ocupó la lámpara y el espejo/ tiene la lentitud gestual/ de
mi cuerpo”. De nuevo hay algo cerrado, oculto,
tapado, que hace más difícil, riesgosa, trabajosa, la búsqueda en un encuentro con
las sombras del espejo y la lámpara, como si se tratara de encontrar tierra entre
tanto fantasma, especulación, cosas vaporosas que no se resuelven en algo, y de
paso, esa nebulosa se parece al cuerpo que la observa, al cuerpo cerrado, clausurado,
lento. Se puede decir que la poeta quiere ajustar su mirada, su lenguaje, y confirma
presencia y equivalencia entre dos mundos para saber que es por ahí que va la cosa
a ver si la destranca (“cómo entreabrir el verso”). Luego se pregunta cómo la escritura
puede mostrar en su interior esa “misteriosa movilidad” de un terreno que no se
sabe dónde anda y se percibe, se capta, en esa derivación de un lugar a otro, de
un sitio a otro, entre lo que está presente en la despedida, y lo que está ausente
por necesidad. Formas de querer atrapar lo imposible, lo que no se deja, lo que
no nos ha sido dado y continuamente está allí para renovar el pacto con esa huella,
donde incluso, la memoria “nada nos ayuda”. Como si se sumara al olvido lo que rubendarianamente
diríamos que persigue una forma que no encuentra el estilo. Y ante esto, lo que
queda, parece decirnos, es insistir en “lo finito necesario”, lo contingente, lo
no seguro, lo probable que únicamente sabe que está en tránsito hacia lo inevitable
(“el tránsito del asombro a la huida”).
Dice en el quinto:
Sentada
frente al pequeño
hueco
de esta mesa
multiplico
el
rostro del vacío.
De
pronto
siento
a un niño respirar.
Recorro
con mis manos
el
turbulento espacio
donde
fuimos conchas de otro cielo.
Renazco
en la envoltura
de
la sombra.
Aguardo
el primer
y
último camino.
Acá parece que el olvido,
lo perdido, lo negado, adquiere otros nombres. Hay gente que nace y respira en algún
lado, y con los dedos se recorren las líneas de conchas que estaban, conchas que
no pueden ser más que presencias sagradas de un mito fundador al que nos aproximamos
a veces en el sueño, a veces en el poema. casi siempre con un suspiro. Momentos
de reconciliación con lo que no existe por la vía del ensueño (“donde fuimos conchas
de otro cielo”), más allá de la errancia infinita, y se nace y se encuentra en esta
vida que le toca (“Renazco en la envoltura/ de la sombra”).
El poema con el que pasa
a la otra sección de este primer libro dice así:
Callado,
el
cuerpo arroja diezmos
a
su sombra.
No
da cuenta del instante
en
que el sonido de las piedras
reviste
el rostro de migajas.
Y esto es importante, el
subrayado de la humildad sobre la arrogancia de ciertos cuerpos que se pierden en
los gestos, por un lado; y por otro, esto como que impide darse cuenta de que eso
que suena ahí, como al desgaste, como en balde, “reviste el rostro de migajas”,
esas que solo la humildad es capaz de reconocer en un bautizo semejante a rostros
inundados de lo pequeño al margen, de lo que parece que no suma ni cuenta. Es ver
lo que otros no perciben, ese rostro de un otro que no atiende ni sabe. Esas migajas
son palabras que iluminan el camino como restos de un cuerpo que perseguimos y continuamente
olvidamos. Un cuerpo de fragmentos, de detalles, de esbozos, de anotaciones al margen.
Esta es la humildad que encuentro acá, la de ver desde ese lugar donde la poesía
es la que contempla, donde la poesía es la que ilumina con señales que solo el alma,
solo la vida en tensión hacia lo claroscuro puede escribir en la libreta. No lo
unido sino lo desperdigado; no el ser sino lo que se encuentra en pedazos; no el
Yo ni el Ego, sino aquello que hace acto de presencia desde una pequeña nada. En
este sentido, esta es una poesía ritual en su acercamiento ceremonioso, no pocas
veces celebrativo y más matérico de lo que se supone en una lectura al vuelo, pues
aquí la territorialidad está a tono con los cuerpos, con lo que se deja ver, con
lo que se esconde. Es una poesía donde lo magnético (atracciones, corrientes, repulsiones,
rechazos) tiene imán de nombre, es decir, de permitirse los que se dice y lo que
se calla. Y para complicar el panorama, también pudiera tratarse de algo menos atractivo,
y lo que viene a ser presencia en este poema es el cuerpo del ultraje, el que arroja
diezmos a su sombra, y recibe migajas, pocas, mínimas cosas a cambio, porque el
intercambio es miserable, en el sentido de no estar en capacidad de tonos mayores,
más generosos y vitales.
Ante esto se pregunta:
¿Quién
suspende el acorde
de
las manos?
Asustadas
entran al sueño.
Dentro
la
oración arranca
sus
silencios.
Sola,
en
la brevedad de este espacio,
toda
inmóvil,
espero
el día.
Qué bien dicha está esa
quietud, esta detención insomne, este carácter trancado al amanecer. ¿Quién al leer
estos versos no sabe que a esta navegación profunda lo que la funda es el poema?
¿Quién deja pasar invitación semejante a lo que son los movimientos inestables del
alma y a las fuerzas que nos mantienen con los ojos abiertos y con el corazón pilas,
listo, despabilado? Este es el magnetismo, esa intuición para cazar las fuerzas
confrontadas, atascadas, confundidas, hartas, para tratar de animar lo inanimado,
para soplarlas y encenderlas, para entender con palabras los grandes mares y los
grandes ríos del alma y sus desiertos. “¿Quién suspende el acorde/ de las manos?”,
pregunta, quién le da susto y la mantiene inmóvil. Es como estar en presencia de
la pérdida en lo más inmediato y en el temor de quedar con nada, como si lo quieto
salvara, no pusiera el acento en la denuncia o en la alarma. Es el acecho, la persecución.
Quizás la culpa. Quizás lo que no nos quita los ojos de encima.
El segundo libro comienza
diciendo:
Después
de la tristeza
adviene
una claridad en movimiento.
La
palabra, relámpago amarillo,
es
como un sol a mediodía
que
pronto declina y mengua
como
luna llena.
A
veces se está lleno
y
se está vacío
todo
crece y decrece.
Se
habita la desventura
tiene
ojos la sombra.
Celsa lo dice en el subtítulo
de esta “Primera hendidura”, se trata de “Una lectura personal del I Ching”.
Lo más evidente: el atesoramiento en el principio sapiencial de los contrarios en
un clima de frescura metafórica. Y lo que me luce prioritario es el juego de equivalencias
dentro de una lectura del mundo que coloca el punto de interés en cierta astrología
poética para leer la cara y el envés, lo exterior y lo interior, la casa y la calle.
Después, dejarse hacer lo suyo es lo que viene a cuento: las palabras estremecidas,
las palabras unidas por una luz sonora, la claridad después de la tristeza (esta
que me hace preguntas: ¿la tristeza como vía de acceso, como premisa?, ¿cuál es
el papel de este sentimiento en ese punto introductorio, rito de pasaje, condición
necesaria de la claridad?), el color de los símbolos (sus símbolos, sus amarillos,
su linaje), el sol de la luna y viceversa, o la luna que versa sobre el sol, o el
verso montado sobre la luna, y en todo caso, lo lleno que no es más que lo vacío
o esa desventura habitable que nos mira como si fuera una sombra. ¿Claves esotéricas?
Probablemente, y especialmente si se tienen, como ella tiene, alma de sacerdotisa
y cuerpo de poeta. Aunque tal vez son palabras menos extrañas de lo que suponemos,
pues son su manera de decir, de dibujar, de describir cómo pone al mundo, su mundo,
en movimiento, cómo lo saca del lugar de la quietud que borra, de la quietud que
mata y de la que debe salir (de este modo lo leemos en otros versos: “Parada en
esta puerta abierta/ camino súbitamente/ hasta romper el freno de los pasos”… el
freno: esa parálisis. También lo dice de otra dura y gráfica manera: “Los muros
que he levantado/ en mi cuerpo… Trazan huidizos bosques/ para esquivar la red que
los apresa”. Y no puedo hacer más que dejar oír esta pregunta: “¿Cómo dejar de ser/
mustio oleaje?”. Y de anotar esta estrofa que me gusta tanto porque, además, da
tanta idea:
En
el fulgor de la ausencia
recreo
el acorde
de
un canto.
Hay que continuar escuchándola
y que cada quien haga lo que le corresponde:
Ella
tiene el vigor de los maderos.
Sus
aguas abrazan al viejo almendrón
ascienden
sus retoños.
Una
gracia le viene serena
le
brotan flores
el
árbol ha subido por el lago
quizás
sea desventura.
Una
muchacha
las
recoge como un ramo
va
al encuentro de la semilla.
Un
hombre arde en sus sueños.
Momento de enunciación por
lo femenino, la fertilidad, la creación, la intuición, la mañana, la vida. Y es
curioso que un poema que atraviesa con esmero los versos de la feminidad concluya
sorpresivamente con ese hombre que arde en sueños como pudiera hacerlo en la fiebre
o en el delirio. El hombre que se ha ido, tal vez, el que no está. Lo que arbitrariamente
me sugiere a María Magdalena, a la madre de Cristo, a los enamorados de Chagall
en el campo con sus colores (sus creencias). Imágenes contradictorias, entre el
abandono y la plenitud del afecto, el dolor y lo sublime, lo terrible y la esperanza.
Me parece que en esta poesía con insistencia de cuerpo (de escribir en relación
a la manera en que siente, en que se vincula por la piel con aquello que cancela,
que posterga, que postra, y también eso que abunda en detalles, en esa irrupción
de la alegría en el entorno más cercano), sería deseable leerla desde esa forma
“femenina” de ver y recrear el mundo en lo que tiene de luminoso y de opacidad extraña
(enmarañada), pues hay algo acá muy delicado y sensorial que llamo de ese modo y
que, junto a la manera de orar, de mirar hacia el cielo, es muy probable que pueda
llevarnos a descubrir muchas cosas más allá o de los sexos. O sea, estos poemas
me generan interrogantes sobre eso femenino que dibuja en lo sereno hasta lo más
terrible y es algo delicado en el registro sensorial, algo que capta en los intersticios
de la piel con mirada aguda, con sentimientos, con luminosidad, meditación y belleza.
Creo que por ahí es lo que también toca a la puerta.
Antes de continuar anoto
dos epígrafes de esta parte, uno de Ungaretti que dice:
Después
de tanta/ niebla/ una / a/ una
se
descubren las estrellas
El otro es de Verhesen:
Aquí
ninguna sombra enceguece los rostros
Ningún
día desvanece a los días
En estos epígrafes creo
que se puede leer esa disposición, esa creencia, es fe, en que hay algo que está
siempre más allá del luto, la pena, la tristeza, el engaño, los muros, lo duro,
lo pesado, lo que detiene, lo que frena, lo que enrarece, lo que continuamente padecemos
(ella lo dice así: “volver a lo que nos despoja// a la orfandad de la carne/ al
desencuentro mudo/ en que el inmóvil destino/ huye de su ausencia”), y simultáneamente
a esto nos recuerda que: “Ningún día desvanece a los días”. Esto no es hablar de
la esperanza, esto es vivir esperanzado. Una puerta abierta de luz en el desasosiego,
en lo terrible.
En la estrofa de un poema
de Celsa podemos leer esto:
Cargo
entre mis manos
los
ojos de un dios
soy
agua
y
en mis puños
un
ardor se crispa.
La cercanía, el presentimiento
y el encuentro con otra esfera en este mundo, con otro lugar, se hace sentir con
fuerza y belleza. Este asunto de un camino de apertura, iniciación, otredad, requiere
de un estudio mayor. Me limito a señalar su presencia benéfica, su aire fresco,
tan fresco como el modo en que esta poesía renace clara en el vacío. Pienso que
por esta senda se presenta algo así como la dialéctica de los elementos, la combinatoria
tensa que da lugar a una simultaneidad que nos aleja de lo unitario, de lo idéntico,
de lo quieto, detenido, para entrar en un mundo de contrarios que está en disonancia
con la poesía que guarda o mantiene un acuerdo previo de significación entre las
cosas (cuando se escribe como quien da cuenta de algo, mientras aquí la poesía se
escribe para darse cuenta de las palabras que confluyen imantadas por los cuencos
del fondo y las fuerzas del decir). Ese pacto previo con los lugares comunes del
sentido, acá no solo está suspendido sino también roto, y lo está en tanto se abre
a otra forma de considerar, meditar, escribir, estructurada a partir de la simultaneidad,
del desdoblamiento, y más todavía: del modo en que alguien va uniendo las cosas
que le interesan teniendo de modelo eso mismo que surge entre sus dedos (en este
trabajo sobre Otro lugar me surgen con frecuencia imágenes de la cerámica,
el barro, la tierra que unas manos trabajan con destreza, cariño, placer, ¿será
que estos versos me acercan a la artesanía como una vía táctil de darle forma al
desarraigo?), y de acuerdo a una física intransferible: la de sus acentos, pausas,
movimientos, voces. Las palabras entonces pudieran ser: darse cancha, pista, lengua,
curso y discurso, letra y poema, taza y tinta, en una búsqueda incesante que va
encontrando señales por aquí, por allá, lejos siempre de lo que ahoga, cansa y disminuye
(en el poema “Escritos del habla” leemos: “buscó la otra orilla/ sin descanso/ bajo
el peso del hambre y el desamparo/ bajo el miedo de huesos y carne”).
El libro con el que concluye
esta antología lleva por título Voces, y aquí me parece se puede contemplar
muy bien un eje de esta escritura: la disyuntiva, la circunstancia, la complejidad
entre el cuerpo y vamos a decirle el alma, entre el sujeto y el contexto, entre
el cuerpo y la ausencia, la vigilia y el sueño, lo interno y lo externo, la luz
y lo oscuro. Es decir, todo un viaje a través de esa dinámica no pocas veces adolorida,
temblorosa, estremecida y casi siempre interrogante en geografías, espacios, terrenos
ganados por la reflexión, el misterio, lo onírico. En esto el libro entero es de
una gran riqueza, señalo apenas algunas huellas que encontré en esta parte y me
hubiera gustado desarrollar a través de afinidades con poemas anteriores:
“Más allá de la rosa y la raíz/ algo vacía los cuerpos/ lo terrible entra por los
pies”; “dónde el mar que me detiene/ desamparo del sentido”; “¿dónde estará lo grande?/
¿dónde permanecer?”; “Por qué/ a esa hora el sueño se derrumba”; “el hueco en la
pared/ lo ha tapado un clavo/ el hueco en la mesa/ lo ha tapado el otro que conversa
conmigo”; el largo y precioso poema “Quién soy… Quién eres” es un ejemplo perfecto
de lo que quiero decir, al igual que el poema (“Voces”) que le da título a esta
sección de textos inéditos (para la fecha de su publicación en Monte Ávila, luego
fue editado de forma individual por Ediciones Imaginaria, el año 2013) con los que
da término a la antología, acentuando los temas del sitio, la errancia y el lugar:
encaramada en el ventisquero, dándole forma al desarraigo.
Ahora, con la introducción
de cierta brusquedad me despido de esta querida lectura. Le pongo pausa con el fragmento
que sigue, en el propósito también de convocar a leer esta ofrenda poética que,
en mi caso, vino a señalarme varias cosas que agradezco por la interlocución, compañía,
enseñanza, movilización de intereses.
Escribe en un poema:
Al
paso de la memoria
los
pies encuentran calma.
Un
cuenco
los
trae a su fondo.
Entonces,
el
silencio abre el vacío.
Asimismo, abro al azar,
como debe ser, el I Ching, y aparece el hexagrama número 50. “Ting / El caldero”.
En el comentario sobre la imagen podemos leer:
Sobre
la madera hay fuego: la imagen del caldero. Así el noble, rectificando su posición,
afirma el destino.
Lo que me recuerda el fragmento
de un poema de Celsa que quiero colocar acá para confirmar los canales secretos
y “coincidentes” de la poesía, el sueño y la imaginación:
Si
apareciera una raíz
llevaría
las vasijas
los
cuencos, los potes
hasta
las crecientes del río.
§§§§§
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§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Felicidades, muy buen post.
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