segunda-feira, 28 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Eugenio Montejo

FRANCISCO JOSÉ CRUZ | Entrevistando Eugenio Montejo

 


FJC | Tu poesía desarrolla una concepción del tiempo que cuestiona su linealidad. El tiempo se hace maleable; no hay fronteras entre el presente, el pasado y el futuro. Así, vivos y muertos se reúnen en el espacio activo de la memoria, y vida y muerte empiezan a ser realidades borrosas, casi indistinguibles. ¿Es este planteamiento un modo rebelde de expresar la impotencia de no parar el tiempo o supone la intuición de fondo de que, en verdad, es más reversible de lo que lo vivimos? ¿Qué nos devuelve un poema?

 

EM | En la psicología de nuestras gentes suelen manifestarse corrientemente, además de la concepción lineal del tiempo, tan cara al pensamiento europeo, otras nociones de origen amerindio o africano, según las cuales el tiempo es percibido desde una perspectiva circular, menos parcelada, donde coexisten los instantes del pasado y del presente. Quizá sea éste el origen de esa propensión a abolir en mi poesía las fronteras a que te has referido. En la escuela se nos habla del tiempo como de una continuidad no espacial, en la cual los acontecimientos ocurren en una sucesión aparentemente irreversible a partir del pasado, a través del presente y en dirección al futuro. Tal es la concepción del tiempo que tiende a representarlo como una flecha indetenible, como la famosa hilera de velas del poema de Cavafy, o bien como se expresa en el conocido verso machadiano, según el cual “ayer es nunca jamás”. Para ilustrar esta otra concepción incorporada a nuestra cultura mestiza, si hemos de atenernos a la representación espacial del tiempo, me valdría de la misma flecha, pero añadiría que en vez de una dirección fija, ésta puede apuntar hacia cualquiera de los infinitos puntos de una esfera, vale decir, hacia los seis horizontes posibles con sus inabarcables variaciones. De acuerdo con tal representación, los instantes pueden venir hacia nosotros o alejársenos, dirigirse a un lado u otro, hacia arriba o hacia abajo, cada uno guiado por su imprevista meta. Desde tal perspectiva ya no es posible afirmar que “ayer es nunca jamás”, pues nada en definitiva se percibe de un modo radicalmente conclusivo. Para decirlo gramaticalmente, moramos, de acuerdo con esto, en la tierra del gerundio perpetuo.

Por otra parte, no sabría decir si ello encubre un sentimiento de mera impotencia rebelde que debo cargar a mi cuenta. Diría que cuanto he tratado de escribir hasta ahora se relaciona, de modo más o menos consciente, con esa noción del tiempo, dialoga sensiblemente con ella. “El tiempo es redondo y atormenta”, anoté en un poema escrito hace más de treinta años. Añadiría, por último, que si a la poesía se llega, cuando se llega, por una dádiva de gracia, la precisión de su atmósfera depende enteramente de la noción del tiempo común al poeta.

 

FJC | Al abolir el tiempo, nuestros muertos nos habitan: somos en la medida en que viven en nosotros. Ellos nos conforman. ¿Qué nos revela este sentido de la identidad compartida? ¿Es un modo de nostalgia o, más bien, la denuncia de la soledad actual del hombre, de su desorientación e insuficiencia para autorreconocerse como individuo?

 

EM | Digamos que el tiempo ciertamente no ha sido abolido, sino que se lo percibe de modo diferente, a la manera, por cierto, de algunas concepciones antiguas que a la luz de esta visión resultan actuales. Así para el tiempo como para otras ideas que resultan afines. Según algunos viejos principios de sabiduría china, por ejemplo, el cuerpo de un hombre es un templo a la memoria de sus padres, la parte material donde puede de algún modo reencontrarlos. Se trata, como ves, de una identidad compartida, una identidad que se cuida de no ocultar sus raíces. Ahora bien, examinadas a la luz de nuestra época, puede suponerse que tales ideas denuncian la creciente soledad del hombre contemporáneo, la del hombre que hoy ha sido devuelto a la soledad de su platónica caverna, no obstante encontrarse paradójicamente en el centro de una formidable revolución de las comunicaciones.

Por lo demás, puede haber de mi parte, aunque no deje de contradecirme, algún resto de nostalgia ante lo irreversible. Digo esto porque nunca me pareció fecunda la abolición absoluta que de la nostalgia proclamaron algunos teóricos europeos de los movimientos vanguardistas, como tampoco nunca me ha parecido fértil en el campo artístico el abuso del sentimiento nostálgico.

 

FJC | Esta idea totalizadora del tiempo conlleva una noción del espacio asimismo abarcadora: el lugar en que se está remite de inmediato al lugar en que no se está. El calor del trópico, su exhuberancia echan de menos la nieve y sus paisajes desnudos. Si los tiempos desbaratan sus límites, los espacios los remarcan, expresando así el deseo insatisfecho: “Islandia y lo lejos que nos queda,/con sus brumas heladas y sus fiordos/donde se hablan dialectos de hielo/[...] ¿Habrá algo más fatal que este deseo/de irme a Islandia y recitar sus sagas,/de recorrer sus nieblas?/[...] Es este sol de mi país/que tanto quema/el que me hace soñar con sus inviernos.” (“Islandia”, Algunas palabras, 1976). La nostalgia por la nieve en tu poesía, ¿es ante todo una manera de no alentar el tópico tropical del paraíso? Háblame de tu inclinación por la nieve.

 

EM | La dirección multiforme del tiempo termina por invadir la del espacio, como sagazmente observas. El espacio nos transmite así una relación mutante. Nada de esto, sobra decirlo, comporta una suma de conceptos a partir de los cuales se elabora el intento de escritura poética, sino que se trata más bien de formas que convida la imaginación artística sin demasiado cálculo previo, formas que, por lo demás, emplean también algunos otros poetas. El caso es que, si el pasado y el futuro se mezclan, también lo cercano y lo lejano, la presencia y la ausencia se confunden e interpenetran. Quizá en el fondo de esta noción espacial se encuentre la observación del viejo Blas Coll –ya hablaremos de él– según la cual “la materia reposa en la nada como el hielo en el agua”. Las antinomias del tiempo y del espacio vienen a ser, cuando las convalida el ritmo y la precisión de las palabras, sutiles recursos de la expresión poética, formas inéditas de su retórica, dicho sea en el buen sentido del término. Por eso, cuando nuestro tórrido paisaje es el motivo del poema, no es de extrañar que, a veces, las puertas se atasquen en la nieve, como digo en un poema reciente, a causa de “tanta nieve no caída/que siempre sigue no cayendo/hasta que todo este calor se vuelve frío”. En “Islandia, el poema que citas, se hace bastante explícita “la contradicción ecuatorial/de buscar una nieve/que preserve en el fondo su calor”...

Ahora bien, la visión arcádica de nuestro paisaje, que comienza con la relación de Cristóbal Colón en el tercero de sus viajes, cuando llega a la desembocadura del Orinoco y cree localizar allí nada menos que el Paraíso, es la que prevalece en muchos cronistas, siempre propensos a encontrar en el trópico un lugar paradisíaco. Sin embargo, nuestra geografía es, a pesar de su belleza, a menudo hostil e indomeñable. La variación de temperatura a que está expuesto el hombre en algunas zonas puede ir desde más de 40° a la sombra durante el día hasta 17° en la madrugada. Un paisaje a menudo feraz, pero indómito y peligroso, muy diferente de la pintura idílica que predomina en las páginas de los cronistas, dados a reproducir mediante una sintaxis algo delirante las arrebatadas sensaciones que lo desconocido imprimía en sus ánimos. En cuanto a la nieve, creo que su añoranza es compartida por no pocos escritores de la región tropical. En mi caso, lo he dicho antes, tal vez constituya un modo de evocar la harina de “el taller blanco”, como he llamado a la vieja panadería de mi padre. En fin, sin deseos de representarme en ella lo virginal a toda costa, lo exactamente puro, en el primer poema de Partitura de la cigarra anoto a modo de conjetura que “nuestro viejo ateísmo caluroso/y su divagación impráctica/quizá provengan de su ausencia”...

 

FJC | Si la obra de Vicente Gerbasi, uno de los padres de la poesía venezolana contemporánea, nace de la mirada atenta del paisaje natal, y su meditación gira en torno de esa mirada minuciosa, llena de matices y relieves –la sinestesia es uno de sus recursos frecuentes-, el paisaje en tu escritura se entrevera en la meditación, no es el origen o el motivo central de ella. No se trata ya de nombrar todo: se da por hecho. Tu poesía recoge sólo aquellos elementos del paisaje que cada poema necesita para materializar su pensamiento y hacerlo habitable. Compartes con Gerbasi la conciencia del paisaje propio. Sin embargo, tu poesía, al contrario que la suya, lo interioriza más. Esto lleva consigo, a su vez, una mayor concisión expresiva. ¿En qué aspecto la obra de Gerbasi influye en la tuya y cómo reaccionas ante esa influencia? Considerando la poesía de algunos de tu generación –Juan Calzadilla, Rafael Cadenas, Ramón Palomares...-, ¿es la tuya, junto a la de Palomares, la que en un principio está más cerca de Gerbasi y la que, al contrario de lo que le ocurre a la obra de Palomares, más se aleja?

 

EM | A partir de la generación poética venezolana de 1918, que es anterior a Gerbasi, se hace más evidente la incorporación de nuestro paisaje a la poesía. Antes hubo sin duda intentos esporádicos, de intención acaso menos unánime, y las más de las veces sólo se manifestaba un paisaje más bien literario, asimilado a través de lecturas. En Gerbasi se da en plenitud la representación del paisaje como fundamento de su poesía. Toda su obra gira en torno a un ámbito mítico, que tiene su arraigo en Canoabo, su aldea nativa, donde se radicaron sus padres a comienzos del siglo XX, cuando llegaron de Italia. La de Gerbasi es una palabra encantada, que se manifiesta tempranamente a través de un tono parasurrealista y mágico, de una naturalidad convincente. Estimo mucho su obra, sin embargo, no creo haber internalizado su influencia. Quienes integramos la generación de 1958, a la que pertenecen Cadenas, Calzadilla, Palomares, Guillermo Sucre, Ludovico Silva, Miyó Vestrini, Francisco Pérez Perdomo y varios otros entre los que me cuento, encontramos en la obra de Gerbasi –como en la de Ramos Sucre, un poeta anterior y, como se sabe, muy distinto– referencias memorables. No hubo por parte de sus integrantes un acuerdo de propósitos definidos, sino las comunes coincidencias de quienes tratan de sintonizar el espíritu de una época. Tanto las coincidencias como las diferencias de intenciones no dejaron de mostrarse desde el comienzo.

 

FJC | La importancia de tu obra, al menos leída hoy, sobrepasa con creces los límites de la historia de la poesía contemporánea venezolana y es ya un punto de referencia de la poesía hispanoamericana de las últimas décadas. Por esto, su sobriedad, su precisión, la búsqueda de las palabras justas, su huida del alarde y del adorno, la estructura del poema como una urdimbre –no como un despliegue– suponen una toma de postura frente a una corriente muy hispanoamericana, desmelenada, caótica, enumerativa, proliferante. Háblame de tu actitud creadora sobre cuanto te comento y qué autores, poemas o reflexiones ajenas orientaron tu búsqueda propia.

 

EM | Esta pregunta manifiesta de tu parte una lectura muy generosa de mis poemas que no puedo menos que agradecer. En cuanto a la inclinación irrefrenada y caótica que atribuyes a los poetas hispanoamericanos, creo que se trata de un fenómeno más amplio, que puede ubicarse en todo el espacio de la lengua, a la vez que, en distintas épocas, acaso como una consecuencia de la falta de crítica. Ahora bien, para referirnos sólo a nuestro continente, durante la última mitad de siglo, cuando ya se superaba la fatigante polémica del arte comprometido, en ciertos casoS el empleo un tanto obvio y mecánico de los procedimientos surrealistas, por un lado, y por otro la adopción imperita de los postulados de Pound –sin sopesar en tal ocasión las diferencias estructurales de nuestra lengua con respecto al inglés– muchas veces produjeron resultados fallidos.

Por mi parte, desde el principio traté de situarme ante las nuevas corrientes sin sacrificar el diálogo con la tradición poética de nuestra lengua. Siempre procuré identificar en la nueva palabra poética algún eco de las voces antiguas, las voces que conforman su magnífica tradición, optando dentro de ésta, naturalmente, por la parte que a mi sensibilidad resultara más afín. La veta lírica que he sentido más cercana procede del Romancero o de más lejos, pasa por algunos anónimos populares y se concreta hermosamente en Manrique y Fray Luis de León. Señalaría luego a Quevedo, el descubridor de Fray Luis, un verdadero océano de placeres precisos, y luego –para decirlo muy resumidamente– la línea americana que parte de Vallejo, es decir, de la relectura poética tan personalizada que de Quevedo logra el poeta peruano. Todo ello, claro está, junto a la búsqueda de una entonación específicamente latinoamericana, en la que también hemos de prestar oídos a la poesía brasileña. Hay poetas que infortunadamente no fueron suficientemente leídos en su momento. La obra de José Asunción Silva, difundida en su integridad sólo tardíamente, habría proporcionado un tono de melodiosa intimidad que no fue frecuente en el modernismo. La del peruano José María Eguren, un explorador de relaciones sonoras semejante al francés Paul Jean Toulet, que sólo vino a divulgarse en el ámbito del idioma en décadas recientes, mucho después de sus invenciones rítmicas. En fin, para volver a tu pregunta, procuré siempre que la nueva palabra no me apartara demasiado de la antigua. Deseché la ironía deliberada por lo que comporta de procedimiento mental, y porque aparta la voz de la naturalidad que le modela el sentimiento. Me atrajeron la gracia y prontitud expresiva del primer Carlos Pellicer, la personal visión del trópico en la obra de Álvaro Mutis –un trópico con sus radicalismos vitales-, la sabiduría verbal de Eliseo Diego, las aportaciones rítmicas de Gonzalo Rojas, junto a los textos teóricos de Octavio Paz, Guillermo Sucre, entre varios otros, sin dejar de lado a los brasileños. A este respecto, no deja de resultarme extraño que las reflexiones sobre poética contemporánea de Cassiano Ricardo, aparecidas hace casi medio siglo, aún no estén traducidas a nuestro idioma.

 

FJC | A lo largo de los años has creado varios heterónimos. Desde Blas Coll –extravagante y solitario teórico de la lengua– hasta Tomás Linden –sonetista de origen sueco-, pasando por Sergio Sandoval, que hace coplas populares. ¿Qué te hace recurrir a la tradición heteronímica? ¿En qué momento reconoces que aquello que deseas escribir no te pertenece a ti firmarlo? ¿Creas antes al personaje que a su escritura o un estilo te da su perfil humano? ¿Cómo vives estos desdoblamientos?

 

EM | La escritura apócrifa o heteronímica se incorpora de la mano de grandes poetas y constituye una característica del siglo XX, sobre todo en sus comienzos. Fernando Pessoa y Antonio Machado acometen la creación de poetas apócrifos, a quienes atribuyen rasgos biográficos y un corpus literario autónomo, como es el caso de Alberto Caeiro o de Juan de Mairena. Otros poetas de renombre, como el alemán Gottfried Benn o –varios años antes que Pessoa– el francés Valery Larbaud, contribuyen de modo notable a enriquecer esta tendencia. Es de notar que la época en que se manifiesta esta constelación de heterónimos coincide con el nacimiento del cine mudo, la divulgación de las teorías psicoanalíticas, la formulación de la teoría de la relatividad, etc. Parejamente, en muchas partes se intuye la necesidad de ceder la palabra a tales caracteres. El procedimiento de despersonalización proyectiva no ofrece por sí solo, sobra decirlo, garantía alguna de logro cierto. En el caso de Valery Larbaud, Pessoa y Machado, se trata de grandes poetas cuyo genio presta su lumbre al de sus entes apócrifos. En mi caso, guardando toda distancia con estos célebres maestros, di a publicación El cuaderno de Blas Coll, las divagaciones fragmentarias de un tipógrafo y políglota algo chiflado, que emprende la tentativa delirante de modificar la lengua y termina hablando por señas. Es un fou du langage, como llaman los franceses a quienes sufren esta clase de manía. Coll afirma que el castellano, como idioma que se consolida bajo la hegemonía del cristianismo, es un idioma penitencial, creado para que el hablante, el penitente, se castigue con sus palabras y, sobre todo, con las pesadas estructuras gramaticales. Quienes a diario se reúnen en su tipografía terminan por convertirse en sus discípulos, son los llamados colígrafos, de los cuales hasta ahora he publicado los sonetos de Tomás Linden, las coplas de Sergio Sandoval –un místico que reivindica para la copla popular la misma dignidad espiritual del haiku-, así como a Eduardo Polo, de cuya obra sólo sobrevivió un conjunto de rimas infantiles, etc. Creo que la opción de la escritura oblicua, como la he llamado, proporciona la ocasión de desembarazarse de la tiranía del yo y acceder a nuevas perspectivas creadoras. Como fenómeno literario, su práctica se concreta con mayor intensidad a principios del siglo veinte, con los autores antes mencionados, luego la tendencia tiende a replegarse. No obstante, aun en tiempos recientes se cuentan algunos ejemplos relevantes, como el Horacio Martín de Félix Grande, de logros inequívocos, aparte del famoso Maqroll, el gaviero de Álvaro Mutis. Creo que al recurrir a un heterónimo, el poeta se vale, más que del yo, de lo que convendría llamar el poliyó, un ente más complejo y proteico que, si nos paramos a pensar, se semeja al ratón del ordenador.

 

FJC | Casi todos tus poemas basan su ritmo en la combinación de versos blancos de siete, nueve, diez, once y doce sílabas. Sin embargo, hay un soneto, “Caballo real”, perteneciente a tu segundo libro Muerte y memoria, que siempre incluyes en las varias antologías que has hecho de tu obra. Sólo mucho más tarde, que yo sepa, vuelves al soneto a través de Tomás Linden con su colección El hacha de seda. Algunos de estos sonetos podrían estar firmados por ti, ya que forman parte de tu mundo expresivo y temático. ¿Es tu convencimiento de que el poeta moderno rara vez logra autenticidad empleando formas clásicas el que te lleva a ampararte en heterónimos para volver a ella?

 

EM | El soneto a que te refieres data de abril de 1967 y fue escrito, por cierto, en muy corto tiempo. Lo incluí en mi segundo libro, no obstante que, para aquel entonces, pocos eran los poemas rimados y medidos que se publicaban en Hispanoamérica. La abolición del soneto, en especial, constituía casi un punto de honor para muchos jóvenes poetas de nuestro continente. Era aquella una reacción natural en contra del abuso cometido por anteriores generaciones poéticas que reiteraron, con más pena que gloria, las fórmulas clásicas. Se achacaba al soneto lo que sólo debía atribuirse al menguado talento de algunos creadores. No se reparaba en que algunos poemas significativos de este tiempo, como “Piedra negra sobre una piedra blanca, de César Vallejo, eran sonetos, con el particular tono del autor de Los heraldos negros, pero sonetos, al fin y al cabo: un dispositivo verbal de 154 sílabas, de las cuales 14 eran homófonas. En fin, mucho más tarde publiqué El hacha de seda, concebido más bien como un homenaje al Siglo de Oro. Ahora bien, pienso que la autenticidad poética, cuando es verdaderamente tal, termina por trascender y abrirse camino, sea a través de un poema de formato clásico, sea a través de otro de formato más o menos libre. Creo que en esto la entonación del primer verso –el verso que dictan los dioses, según afirma Paul Valéry– es la brújula para indicarnos de qué forma ha de vestirse y qué tratamiento debe darse al poema. En mi caso, como dices, suelo emplear normalmente un verso de pocas variaciones, guiado por el uso de la palabra diaria y por el ritmo que origine el poema. En los poemas de Papiros amorosos, un conjunto reciente que aún se halla inédito, todo está dictado por el ritmo, sin una rigurosa sujeción métrica. El ritmo, sin embargo, gobierna con no menor sujeción la forma de la frase poética. Ya se sabe que no hay verso enteramente libre, que sólo existen, como decía Eliot, “versos buenos, versos malos y el caos”. En todo caso, lo importante será siempre conseguir en la escritura de un texto esa “voluntaria suspensión momentánea de la incredulidad, que constituye la fe poética”, según afirma insuperablemente S. T. Coleridge.

 

FJC | Tu poesía oscila entre el descreimiento y la necesidad de trascendencia, trascendencia que tiene que ver con cierta comprensión mítica del mundo. El poema desea recuperar esa relación armónica del hombre con la naturaleza, supuestamente perdida desde no se sabe cuándo, y lo logra a duras penas, dotando de conciencia a los árboles y a los pájaros, pero sin entenderlos del todo. El poema casi siempre establece una pugna entre la lucidez desarraigada de un solitario y su anhelo de integración en el ritmo terrestre. Georges Steiner, en Presencias reales, conecta la aspiración trascendental con las grandes obras artísticas, de modo que la falta de esta aspiración es, para él, la causa de la decadencia del arte actual. ¿Es la poesía el último refugio espiritual del hombre, su única salida? Háblame de cuanto te comento.

 

EM | Descreimiento y necesidad de trascendencia, de nuevo una tensión antinómica, esta vez concretada no en un aspecto formal expresivo, sino en el campo de las ideas, y de ideas que mucho importan. En la pugna que observas entre la lucidez sin arraigo y el anhelo de armonía, muchas veces procurado en mi caso a través de una comprensión mítica del mundo. “Cuando más sufro –dice Ungaretti– es cuando no estoy en armonía”. Alguna vez escribí que la poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario, quizá porque creo que ella resulta próxima a cierta forma de oración en su diálogo con el misterio. El caso es que en nuestros días encarna la última religión que nos queda, a fin de cuentas, la única que podemos contraponer a la omnipresente religión del dinero. Sin embargo, al reconocerla próxima a la oración es necesario aclarar que me refiero a una oración desnuda, monológica y nada común, muy distante del político ritualismo de las iglesias. Se trata de una oración dicha a un Dios que sólo existe mientras dure la oración. La única que se precisa, en fin, para inventar la cantidad de Dios que cada uno niega diariamente. La afirmación de Steiner me parece sugestiva en más de un sentido. Al pie del Autorretrato pintado por Alberto Durero a los 27 años, está escrito de su puño y letra: “todo lo que he hecho proviene como yo de allá arriba” (cito de memoria). Bajo la imperante religión del dinero es muy difícil crear algo tan valioso como La Pietá, de Miguel Ángel, La pasión según San Mateo, de Bach, o los poemas de San Juan, de W.B. Yeats o de Whitman. Algo más que dinero es imprescindible para llegar a esto. ¿Qué faltaría en verdad? Ese sentimiento trascendente al que alude Fausto en el jardín de Marta, cuando le aclara a Margarita que puede llamarlo Dios, Felicidad, Amor etc., el nombre en verdad no importa, pero sí su presencia, sí la embriaguez que proporciona, pues “ese sentimiento es todo”.

 

FJC | Tanto tus ensayos como tu poesía muestran tu trato cordial, incluso afectivo, con el lenguaje. Tu obra nos recuerda que el lenguaje forma parte del hombre y que no es sólo uno de sus instrumentos. Aunque para que resulte eficaz, hay que vigilarlo estrictamente, colocando las expresiones justas en el sitio adecuado, su realidad es una vivencia interna, una dimensión orgánica del espíritu humano. Sin embargo, “Contramúsica”, poema de Partitura de la cigarra, tu último libro publicado hasta hoy, nos da una visión casi darwiniana de las palabras, visión inesperada para los que estamos habituados a la entrañable acogida de tu poesía: “En vano busco la prosodia beatífica,/la quietud de la nieve silábica./Tan pronto llegan, las palabras se retan,/se baten, se combaten, no cesan,/viven en guerra como los átomos del mundo,/como los glóbulos de la sangre.” ¿Qué significa este poema en tu trayectoria creadora?

 

EM | Creo que el lenguaje nos determina mucho más que cualquiera de nuestros sentidos. Con los años se refuerza nuestra creencia en su fuerza autónoma, al punto que, como afirma Octavio Paz, terminamos por convencernos de que es el verdadero autor de un determinado poema. Su armonía, su naturalidad, provienen de la destreza del poeta para hacer posible que hable a través de sí. Y la conquista de su armonía supone rupturas que permitan luego acceder a nuevos estados de habla, a más sutiles realidades de la sensibilidad. En “Contramúsica” está presente esa ruptura constante que las palabras suscitan antes de orquestar su tensión armónica, cuando finalmente ésta se alcanza, si se alcanza. El poema sorprende un tanto porque muestra la raíz de la música, la tensión oculta sustentadora de la flor melódica que celebramos al reconocerla. El poeta rumano Lucian Blaga afirma que la raíz posee siempre una apariencia demoníaca, por oposición al resto de la planta que trasmite una visión más plácida. La raíz, en tanto que órgano de sustento y lucha, adquiere tal forma, sin duda por la tensión a que ciegamente está sometida. Pues bien, ese poema parece acercarse a las palabras por el lado raigal de éstas, por la demoníaca apariencia de opuestos que incesantemente se combaten. El poema, junto con algunos otros del mismo libro, concreta a su modo una cierta exploración en las paradojas que confrontamos a diario. Pero ello no supone un juego de ironías, aunque a veces el guiño del humor no esté demasiado lejos. En “El adiós de Jorge Silvestre”, que pertenece al mismo libro, se lee: “Adiós al ruego nocturno de mi lámpara/a mis poemas que siempre dicen lo contrario”...

 

FJC | Durante varios años has sido consejero cultural de Venezuela en Portugal y has escrito poemas de homenaje a Lisboa. Has tratado con poetas portugueses, entre ellos a Ramos Rosas y José Bento, a quienes has traducido. ¿Qué te ha aportado esta relación y en qué sentido ha afectado a tu concepción creadora?

 

EM | Viví en Lisboa cerca de siete años. Anteriormente la había visitado varias veces en mi juventud, antes de la caída de la dictadura. Un amigo portugués ya fallecido, Rui de Carvalho, médico residenciado en Caracas a principios de los sesenta, me indujo a visitarla y me dio a conocer muy tempranamente a Pessoa. Conservo un imborrable afecto por su tierra y sus gentes, así como una firme admiración por su literatura. Siempre he creído que la escuela poética portuguesa es de una continuidad invariable, por oposición a la de nuestra lengua que unas veces anda por las cumbres y otras se vuelve subterránea. La creciente fama de Pessoa –el caso Pessoa– ha atraído con intensidad la atención europea hacia sus letras, pero se olvida que Pessoa no viene de la nada: son reconocibles sus maestros dentro de su lengua, sin dejar de mencionar como su especial precipitante a Mario de Sá-Carneiro, ese poeta muerto a los 26 años que, según el mismo Pessoa, “no tuvo biografía, sino genio”. Guardo un hondo recuerdo por la amistad de Antonio Ramos Rosa y José Bento, así como por otros poetas con quienes pude relacionarme, como Pedro Tamen, Eugenio de Andrade, Nuno Júdice, Fernando Echavarría y los ya idos Fernando Assis Pacheco y Al Berto. Conversé fugazmente un par de veces con Saramago, antes de que obtuviera el Premio Nobel, pero no se me ocurrió preguntarle entonces cuál era el heterónimo pessoano que prefería, ya que él había novelado los días finales de Ricardo Reis. Se trata de una pregunta que Proust, de vivir hoy, tal vez habría incorporado a su famoso cuestionario. Más tarde leí en algún lugar que alguien se la formuló a Octavio Paz y éste respondió sin titubear: Alberto Caeiro. Cuando le preguntaron por qué lo prefería, añadió simplemente: porque no lo comprendo.

 


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§ Conexão Hispânica §

Curadoria & design: Floriano Martins

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Fortaleza CE Brasil 2021



 

  

 

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