FRANCISCO JOSÉ CRUZ | Entrevistando Eugenio Montejo
EM | En la
psicología de nuestras gentes suelen manifestarse corrientemente, además de la concepción
lineal del tiempo, tan cara al pensamiento europeo, otras nociones de origen amerindio
o africano, según las cuales el tiempo es percibido desde una perspectiva circular,
menos parcelada, donde coexisten los instantes del pasado y del presente. Quizá
sea éste el origen de esa propensión a abolir en mi poesía las fronteras a que te
has referido. En la escuela se nos habla del tiempo como de una continuidad no espacial,
en la cual los acontecimientos ocurren en una sucesión aparentemente irreversible
a partir del pasado, a través del presente y en dirección al futuro. Tal es la concepción
del tiempo que tiende a representarlo como una flecha indetenible, como la famosa
hilera de velas del poema de Cavafy, o bien como se expresa en el conocido verso
machadiano, según el cual “ayer es nunca jamás”. Para ilustrar esta otra concepción
incorporada a nuestra cultura mestiza, si hemos de atenernos a la representación
espacial del tiempo, me valdría de la misma flecha, pero añadiría que en vez de
una dirección fija, ésta puede apuntar hacia cualquiera de los infinitos puntos
de una esfera, vale decir, hacia los seis horizontes posibles con sus inabarcables
variaciones. De acuerdo con tal representación, los instantes pueden venir hacia
nosotros o alejársenos, dirigirse a un lado u otro, hacia arriba o hacia abajo,
cada uno guiado por su imprevista meta. Desde tal perspectiva ya no es posible afirmar
que “ayer es nunca jamás”, pues nada en definitiva se percibe de un modo radicalmente
conclusivo. Para decirlo gramaticalmente, moramos, de acuerdo con esto, en la tierra
del gerundio perpetuo.
Por
otra parte, no sabría decir si ello encubre un sentimiento de mera impotencia rebelde
que debo cargar a mi cuenta. Diría que cuanto he tratado de escribir hasta ahora
se relaciona, de modo más o menos consciente, con esa noción del tiempo, dialoga
sensiblemente con ella. “El tiempo es redondo y atormenta”, anoté en un poema escrito
hace más de treinta años. Añadiría, por último, que si a la poesía se llega, cuando
se llega, por una dádiva de gracia, la precisión de su atmósfera depende enteramente
de la noción del tiempo común al poeta.
FJC | Al abolir el tiempo, nuestros muertos nos habitan: somos
en la medida en que viven en nosotros. Ellos nos conforman. ¿Qué nos revela este
sentido de la identidad compartida? ¿Es un modo de nostalgia o, más bien, la denuncia
de la soledad actual del hombre, de su desorientación e insuficiencia para autorreconocerse
como individuo?
EM | Digamos
que el tiempo ciertamente no ha sido abolido, sino que se lo percibe de modo diferente,
a la manera, por cierto, de algunas concepciones antiguas que a la luz de esta visión
resultan actuales. Así para el tiempo como para otras ideas que resultan afines.
Según algunos viejos principios de sabiduría china, por ejemplo, el cuerpo de un
hombre es un templo a la memoria de sus padres, la parte material donde puede de
algún modo reencontrarlos. Se trata, como ves, de una identidad compartida, una
identidad que se cuida de no ocultar sus raíces. Ahora bien, examinadas a la luz
de nuestra época, puede suponerse que tales ideas denuncian la creciente soledad
del hombre contemporáneo, la del hombre que hoy ha sido devuelto a la soledad de
su platónica caverna, no obstante encontrarse paradójicamente en el centro de una
formidable revolución de las comunicaciones.
Por
lo demás, puede haber de mi parte, aunque no deje de contradecirme, algún resto
de nostalgia ante lo irreversible. Digo esto porque nunca me pareció fecunda la
abolición absoluta que de la nostalgia proclamaron algunos teóricos europeos de
los movimientos vanguardistas, como tampoco nunca me ha parecido fértil en el campo
artístico el abuso del sentimiento nostálgico.
FJC | Esta idea totalizadora del tiempo conlleva una noción
del espacio asimismo abarcadora: el lugar en que se está remite de inmediato al
lugar en que no se está. El calor del trópico, su exhuberancia echan de menos la
nieve y sus paisajes desnudos. Si los tiempos desbaratan sus límites, los espacios
los remarcan, expresando así el deseo insatisfecho: “Islandia y lo lejos que nos
queda,/con sus brumas heladas y sus fiordos/donde se hablan dialectos de hielo/[...]
¿Habrá algo más fatal que este deseo/de irme a Islandia y recitar sus sagas,/de
recorrer sus nieblas?/[...] Es este sol de mi país/que tanto quema/el que me hace
soñar con sus inviernos.” (“Islandia”, Algunas palabras, 1976). La nostalgia
por la nieve en tu poesía, ¿es ante todo una manera de no alentar el tópico tropical
del paraíso? Háblame de tu inclinación por la nieve.
EM | La dirección
multiforme del tiempo termina por invadir la del espacio, como sagazmente observas.
El espacio nos transmite así una relación mutante. Nada de esto, sobra decirlo,
comporta una suma de conceptos a partir de los cuales se elabora el intento de escritura
poética, sino que se trata más bien de formas que convida la imaginación artística
sin demasiado cálculo previo, formas que, por lo demás, emplean también algunos
otros poetas. El caso es que, si el pasado y el futuro se mezclan, también lo cercano
y lo lejano, la presencia y la ausencia se confunden e interpenetran. Quizá en el
fondo de esta noción espacial se encuentre la observación del viejo Blas Coll –ya
hablaremos de él– según la cual “la materia reposa en la nada como el hielo en el
agua”. Las antinomias del tiempo y del espacio vienen a ser, cuando las convalida
el ritmo y la precisión de las palabras, sutiles recursos de la expresión poética,
formas inéditas de su retórica, dicho sea en el buen sentido del término. Por eso,
cuando nuestro tórrido paisaje es el motivo del poema, no es de extrañar que, a
veces, las puertas se atasquen en la nieve, como digo en un poema reciente, a causa
de “tanta nieve no caída/que siempre sigue no cayendo/hasta que todo este calor
se vuelve frío”. En “Islandia”, el poema que citas, se hace bastante explícita
“la contradicción ecuatorial/de buscar una nieve/que preserve en el fondo su calor”...
Ahora
bien, la visión arcádica de nuestro paisaje, que comienza con la relación de Cristóbal
Colón en el tercero de sus viajes, cuando llega a la desembocadura del Orinoco y
cree localizar allí nada menos que el Paraíso, es la que prevalece en muchos cronistas,
siempre propensos a encontrar en el trópico un lugar paradisíaco. Sin embargo, nuestra
geografía es, a pesar de su belleza, a menudo hostil e indomeñable. La variación
de temperatura a que está expuesto el hombre en algunas zonas puede ir desde más
de 40° a la sombra durante el día hasta 17° en la madrugada. Un paisaje a menudo
feraz, pero indómito y peligroso, muy diferente de la pintura idílica que predomina
en las páginas de los cronistas, dados a reproducir mediante una sintaxis algo delirante
las arrebatadas sensaciones que lo desconocido imprimía en sus ánimos. En cuanto
a la nieve, creo que su añoranza es compartida por no pocos escritores de la región
tropical. En mi caso, lo he dicho antes, tal vez constituya un modo de evocar la
harina de “el taller blanco”, como he llamado a la vieja panadería de mi padre.
En fin, sin deseos de representarme en ella lo virginal a toda costa, lo exactamente
puro, en el primer poema de Partitura de la cigarra anoto a modo de conjetura
que “nuestro viejo ateísmo caluroso/y su divagación impráctica/quizá provengan de
su ausencia”...
FJC | Si la obra de Vicente Gerbasi, uno de los padres de la
poesía venezolana contemporánea, nace de la mirada atenta del paisaje natal, y su
meditación gira en torno de esa mirada minuciosa, llena de matices y relieves –la
sinestesia es uno de sus recursos frecuentes-, el paisaje en tu escritura se entrevera
en la meditación, no es el origen o el motivo central de ella. No se trata ya de
nombrar todo: se da por hecho. Tu poesía recoge sólo aquellos elementos del paisaje
que cada poema necesita para materializar su pensamiento y hacerlo habitable. Compartes
con Gerbasi la conciencia del paisaje propio. Sin embargo, tu poesía, al contrario
que la suya, lo interioriza más. Esto lleva consigo, a su vez, una mayor concisión
expresiva. ¿En qué aspecto la obra de Gerbasi influye en la tuya y cómo reaccionas
ante esa influencia? Considerando la poesía de algunos de tu generación –Juan Calzadilla,
Rafael Cadenas, Ramón Palomares...-, ¿es la tuya, junto a la de Palomares, la que
en un principio está más cerca de Gerbasi y la que, al contrario de lo que le ocurre
a la obra de Palomares, más se aleja?
EM | A partir
de la generación poética venezolana de 1918, que es anterior a Gerbasi, se hace
más evidente la incorporación de nuestro paisaje a la poesía. Antes hubo sin duda
intentos esporádicos, de intención acaso menos unánime, y las más de las veces sólo
se manifestaba un paisaje más bien literario, asimilado a través de lecturas. En
Gerbasi se da en plenitud la representación del paisaje como fundamento de su poesía.
Toda su obra gira en torno a un ámbito mítico, que tiene su arraigo en Canoabo,
su aldea nativa, donde se radicaron sus padres a comienzos del siglo XX, cuando
llegaron de Italia. La de Gerbasi es una palabra encantada, que se manifiesta tempranamente
a través de un tono parasurrealista y mágico, de una naturalidad convincente. Estimo
mucho su obra, sin embargo, no creo haber internalizado su influencia. Quienes integramos
la generación de 1958, a la que pertenecen Cadenas, Calzadilla, Palomares, Guillermo
Sucre, Ludovico Silva, Miyó Vestrini, Francisco Pérez Perdomo y varios otros entre
los que me cuento, encontramos en la obra de Gerbasi –como en la de Ramos Sucre,
un poeta anterior y, como se sabe, muy distinto– referencias memorables. No hubo
por parte de sus integrantes un acuerdo de propósitos definidos, sino las comunes
coincidencias de quienes tratan de sintonizar el espíritu de una época. Tanto las
coincidencias como las diferencias de intenciones no dejaron de mostrarse desde
el comienzo.
FJC | La importancia de tu obra, al menos leída hoy, sobrepasa
con creces los límites de la historia de la poesía contemporánea venezolana y es
ya un punto de referencia de la poesía hispanoamericana de las últimas décadas.
Por esto, su sobriedad, su precisión, la búsqueda de las palabras justas, su huida
del alarde y del adorno, la estructura del poema como una urdimbre –no como un despliegue–
suponen una toma de postura frente a una corriente muy hispanoamericana, desmelenada,
caótica, enumerativa, proliferante. Háblame de tu actitud creadora sobre cuanto
te comento y qué autores, poemas o reflexiones ajenas orientaron tu búsqueda propia.
EM | Esta
pregunta manifiesta de tu parte una lectura muy generosa de mis poemas que no puedo
menos que agradecer. En cuanto a la inclinación irrefrenada y caótica que atribuyes
a los poetas hispanoamericanos, creo que se trata de un fenómeno más amplio, que
puede ubicarse en todo el espacio de la lengua, a la vez que, en distintas épocas,
acaso como una consecuencia de la falta de crítica. Ahora bien, para referirnos
sólo a nuestro continente, durante la última mitad de siglo, cuando ya se superaba
la fatigante polémica del arte comprometido, en ciertos casoS el empleo un tanto
obvio y mecánico de los procedimientos surrealistas, por un lado, y por otro la
adopción imperita de los postulados de Pound –sin sopesar en tal ocasión las diferencias
estructurales de nuestra lengua con respecto al inglés– muchas veces produjeron
resultados fallidos.
Por
mi parte, desde el principio traté de situarme ante las nuevas corrientes sin sacrificar
el diálogo con la tradición poética de nuestra lengua. Siempre procuré identificar
en la nueva palabra poética algún eco de las voces antiguas, las voces que conforman
su magnífica tradición, optando dentro de ésta, naturalmente, por la parte que a
mi sensibilidad resultara más afín. La veta lírica que he sentido más cercana procede
del Romancero o de más lejos, pasa por algunos anónimos populares y se concreta
hermosamente en Manrique y Fray Luis de León. Señalaría luego a Quevedo, el descubridor
de Fray Luis, un verdadero océano de placeres precisos, y luego –para decirlo muy
resumidamente– la línea americana que parte de Vallejo, es decir, de la relectura
poética tan personalizada que de Quevedo logra el poeta peruano. Todo ello, claro
está, junto a la búsqueda de una entonación específicamente latinoamericana, en
la que también hemos de prestar oídos a la poesía brasileña. Hay poetas que infortunadamente
no fueron suficientemente leídos en su momento. La obra de José Asunción Silva,
difundida en su integridad sólo tardíamente, habría proporcionado un tono de melodiosa
intimidad que no fue frecuente en el modernismo. La del peruano José María Eguren,
un explorador de relaciones sonoras semejante al francés Paul Jean Toulet, que sólo
vino a divulgarse en el ámbito del idioma en décadas recientes, mucho después de
sus invenciones rítmicas. En fin, para volver a tu pregunta, procuré siempre que
la nueva palabra no me apartara demasiado de la antigua. Deseché la ironía deliberada
por lo que comporta de procedimiento mental, y porque aparta la voz de la naturalidad
que le modela el sentimiento. Me atrajeron la gracia y prontitud expresiva del primer
Carlos Pellicer, la personal visión del trópico en la obra de Álvaro Mutis –un trópico
con sus radicalismos vitales-, la sabiduría verbal de Eliseo Diego, las aportaciones
rítmicas de Gonzalo Rojas, junto a los textos teóricos de Octavio Paz, Guillermo
Sucre, entre varios otros, sin dejar de lado a los brasileños. A este respecto,
no deja de resultarme extraño que las reflexiones sobre poética contemporánea de
Cassiano Ricardo, aparecidas hace casi medio siglo, aún no estén traducidas a nuestro
idioma.
FJC | A lo largo de los años has creado varios heterónimos.
Desde Blas Coll –extravagante y solitario teórico de la lengua– hasta Tomás Linden
–sonetista de origen sueco-, pasando por Sergio Sandoval, que hace coplas populares.
¿Qué te hace recurrir a la tradición heteronímica? ¿En qué momento reconoces que
aquello que deseas escribir no te pertenece a ti firmarlo? ¿Creas antes al personaje
que a su escritura o un estilo te da su perfil humano? ¿Cómo vives estos desdoblamientos?
EM | La escritura
apócrifa o heteronímica se incorpora de la mano de grandes poetas y constituye una
característica del siglo XX, sobre todo en sus comienzos. Fernando Pessoa y Antonio
Machado acometen la creación de poetas apócrifos, a quienes atribuyen rasgos biográficos
y un corpus literario autónomo, como es el caso de Alberto Caeiro o de Juan de Mairena.
Otros poetas de renombre, como el alemán Gottfried Benn o –varios años antes que
Pessoa– el francés Valery Larbaud, contribuyen de modo notable a enriquecer esta
tendencia. Es de notar que la época en que se manifiesta esta constelación de heterónimos
coincide con el nacimiento del cine mudo, la divulgación de las teorías psicoanalíticas,
la formulación de la teoría de la relatividad, etc. Parejamente, en muchas partes
se intuye la necesidad de ceder la palabra a tales caracteres. El procedimiento
de despersonalización proyectiva no ofrece por sí solo, sobra decirlo, garantía
alguna de logro cierto. En el caso de Valery Larbaud, Pessoa y Machado, se trata
de grandes poetas cuyo genio presta su lumbre al de sus entes apócrifos. En mi caso,
guardando toda distancia con estos célebres maestros, di a publicación El cuaderno
de Blas Coll, las divagaciones fragmentarias de un tipógrafo y políglota
algo chiflado, que emprende la tentativa delirante de modificar la lengua y termina
hablando por señas. Es un fou du langage, como llaman los franceses a quienes
sufren esta clase de manía. Coll afirma que el castellano, como idioma que se consolida
bajo la hegemonía del cristianismo, es un idioma penitencial, creado para que el
hablante, el penitente, se castigue con sus palabras y, sobre todo, con las pesadas
estructuras gramaticales. Quienes a diario se reúnen en su tipografía terminan por
convertirse en sus discípulos, son los llamados colígrafos, de los cuales
hasta ahora he publicado los sonetos de Tomás Linden, las coplas de Sergio Sandoval
–un místico que reivindica para la copla popular la misma dignidad espiritual del
haiku-, así como a Eduardo Polo, de cuya obra sólo sobrevivió un conjunto de rimas
infantiles, etc. Creo que la opción de la escritura oblicua, como la he llamado,
proporciona la ocasión de desembarazarse de la tiranía del yo y acceder a nuevas
perspectivas creadoras. Como fenómeno literario, su práctica se concreta con mayor
intensidad a principios del siglo veinte, con los autores antes mencionados, luego
la tendencia tiende a replegarse. No obstante, aun en tiempos recientes se cuentan
algunos ejemplos relevantes, como el Horacio Martín de Félix Grande, de logros inequívocos,
aparte del famoso Maqroll, el gaviero de Álvaro Mutis. Creo que al recurrir a un
heterónimo, el poeta se vale, más que del yo, de lo que convendría llamar el poliyó,
un ente más complejo y proteico que, si nos paramos a pensar, se semeja al ratón
del ordenador.
FJC | Casi todos tus poemas basan su ritmo en la combinación
de versos blancos de siete, nueve, diez, once y doce sílabas. Sin embargo, hay un
soneto, “Caballo real”, perteneciente a tu segundo libro Muerte y memoria,
que siempre incluyes en las varias antologías que has hecho de tu obra. Sólo mucho
más tarde, que yo sepa, vuelves al soneto a través de Tomás Linden con su colección
El hacha de seda. Algunos de estos sonetos podrían estar firmados por ti,
ya que forman parte de tu mundo expresivo y temático. ¿Es tu convencimiento de que
el poeta moderno rara vez logra autenticidad empleando formas clásicas el que te
lleva a ampararte en heterónimos para volver a ella?
EM | El soneto
a que te refieres data de abril de 1967 y fue escrito, por cierto, en muy corto
tiempo. Lo incluí en mi segundo libro, no obstante que, para aquel entonces, pocos
eran los poemas rimados y medidos que se publicaban en Hispanoamérica. La abolición
del soneto, en especial, constituía casi un punto de honor para muchos jóvenes poetas
de nuestro continente. Era aquella una reacción natural en contra del abuso cometido
por anteriores generaciones poéticas que reiteraron, con más pena que gloria, las
fórmulas clásicas. Se achacaba al soneto lo que sólo debía atribuirse al menguado
talento de algunos creadores. No se reparaba en que algunos poemas significativos
de este tiempo, como “Piedra negra sobre una piedra blanca”, de César Vallejo,
eran sonetos, con el particular tono del autor de Los heraldos negros, pero
sonetos, al fin y al cabo: un dispositivo verbal de 154 sílabas, de las cuales 14
eran homófonas. En fin, mucho más tarde publiqué El hacha de seda, concebido
más bien como un homenaje al Siglo de Oro. Ahora bien, pienso que la autenticidad
poética, cuando es verdaderamente tal, termina por trascender y abrirse camino,
sea a través de un poema de formato clásico, sea a través de otro de formato más
o menos libre. Creo que en esto la entonación del primer verso –el verso que dictan
los dioses, según afirma Paul Valéry– es la brújula para indicarnos de qué forma
ha de vestirse y qué tratamiento debe darse al poema. En mi caso, como dices, suelo
emplear normalmente un verso de pocas variaciones, guiado por el uso de la palabra
diaria y por el ritmo que origine el poema. En los poemas de Papiros amorosos,
un conjunto reciente que aún se halla inédito, todo está dictado por el ritmo, sin
una rigurosa sujeción métrica. El ritmo, sin embargo, gobierna con no menor sujeción
la forma de la frase poética. Ya se sabe que no hay verso enteramente libre, que
sólo existen, como decía Eliot, “versos buenos, versos malos y el caos”. En todo
caso, lo importante será siempre conseguir en la escritura de un texto esa “voluntaria
suspensión momentánea de la incredulidad, que constituye la fe poética”, según afirma
insuperablemente S. T. Coleridge.
FJC | Tu poesía oscila entre el descreimiento y la necesidad
de trascendencia, trascendencia que tiene que ver con cierta comprensión mítica
del mundo. El poema desea recuperar esa relación armónica del hombre con la naturaleza,
supuestamente perdida desde no se sabe cuándo, y lo logra a duras penas, dotando
de conciencia a los árboles y a los pájaros, pero sin entenderlos del todo. El poema
casi siempre establece una pugna entre la lucidez desarraigada de un solitario y
su anhelo de integración en el ritmo terrestre. Georges Steiner, en Presencias
reales, conecta la aspiración trascendental con las grandes obras artísticas,
de modo que la falta de esta aspiración es, para él, la causa de la decadencia del
arte actual. ¿Es la poesía el último refugio espiritual del hombre, su única salida?
Háblame de cuanto te comento.
EM | Descreimiento
y necesidad de trascendencia, de nuevo una tensión antinómica, esta vez concretada
no en un aspecto formal expresivo, sino en el campo de las ideas, y de ideas que
mucho importan. En la pugna que observas entre la lucidez sin arraigo y el anhelo
de armonía, muchas veces procurado en mi caso a través de una comprensión mítica
del mundo. “Cuando más sufro –dice Ungaretti– es cuando no estoy en armonía”. Alguna
vez escribí que la poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario,
quizá porque creo que ella resulta próxima a cierta forma de oración en su diálogo
con el misterio. El caso es que en nuestros días encarna la última religión que
nos queda, a fin de cuentas, la única que podemos contraponer a la omnipresente
religión del dinero. Sin embargo, al reconocerla próxima a la oración es necesario
aclarar que me refiero a una oración desnuda, monológica y nada común, muy distante
del político ritualismo de las iglesias. Se trata de una oración dicha a un Dios
que sólo existe mientras dure la oración. La única que se precisa, en fin, para
inventar la cantidad de Dios que cada uno niega diariamente. La afirmación de Steiner
me parece sugestiva en más de un sentido. Al pie del Autorretrato pintado
por Alberto Durero a los 27 años, está escrito de su puño y letra: “todo lo que
he hecho proviene como yo de allá arriba” (cito de memoria). Bajo la imperante religión
del dinero es muy difícil crear algo tan valioso como La Pietá, de Miguel
Ángel, La pasión según San Mateo, de Bach, o los poemas de San Juan, de W.B.
Yeats o de Whitman. Algo más que dinero es imprescindible para llegar a esto. ¿Qué
faltaría en verdad? Ese sentimiento trascendente al que alude Fausto en el jardín
de Marta, cuando le aclara a Margarita que puede llamarlo Dios, Felicidad, Amor
etc., el nombre en verdad no importa, pero sí su presencia, sí la embriaguez que
proporciona, pues “ese sentimiento es todo”.
FJC | Tanto tus ensayos como tu poesía muestran tu trato cordial,
incluso afectivo, con el lenguaje. Tu obra nos recuerda que el lenguaje forma parte
del hombre y que no es sólo uno de sus instrumentos. Aunque para que resulte eficaz,
hay que vigilarlo estrictamente, colocando las expresiones justas en el sitio adecuado,
su realidad es una vivencia interna, una dimensión orgánica del espíritu humano.
Sin embargo, “Contramúsica”, poema de Partitura de la cigarra, tu último
libro publicado hasta hoy, nos da una visión casi darwiniana de las palabras, visión
inesperada para los que estamos habituados a la entrañable acogida de tu poesía:
“En vano busco la prosodia beatífica,/la quietud de la nieve silábica./Tan pronto
llegan, las palabras se retan,/se baten, se combaten, no cesan,/viven en guerra
como los átomos del mundo,/como los glóbulos de la sangre.” ¿Qué significa este
poema en tu trayectoria creadora?
EM | Creo
que el lenguaje nos determina mucho más que cualquiera de nuestros sentidos. Con
los años se refuerza nuestra creencia en su fuerza autónoma, al punto que, como
afirma Octavio Paz, terminamos por convencernos de que es el verdadero autor de
un determinado poema. Su armonía, su naturalidad, provienen de la destreza del poeta
para hacer posible que hable a través de sí. Y la conquista de su armonía supone
rupturas que permitan luego acceder a nuevos estados de habla, a más sutiles realidades
de la sensibilidad. En “Contramúsica” está presente esa ruptura constante que las
palabras suscitan antes de orquestar su tensión armónica, cuando finalmente ésta
se alcanza, si se alcanza. El poema sorprende un tanto porque muestra la raíz de
la música, la tensión oculta sustentadora de la flor melódica que celebramos al
reconocerla. El poeta rumano Lucian Blaga afirma que la raíz posee siempre una apariencia
demoníaca, por oposición al resto de la planta que trasmite una visión más plácida.
La raíz, en tanto que órgano de sustento y lucha, adquiere tal forma, sin duda por
la tensión a que ciegamente está sometida. Pues bien, ese poema parece acercarse
a las palabras por el lado raigal de éstas, por la demoníaca apariencia de opuestos
que incesantemente se combaten. El poema, junto con algunos otros del mismo libro,
concreta a su modo una cierta exploración en las paradojas que confrontamos a diario.
Pero ello no supone un juego de ironías, aunque a veces el guiño del humor no esté
demasiado lejos. En “El adiós de Jorge Silvestre”, que pertenece al mismo
libro, se lee: “Adiós al ruego nocturno de mi lámpara/a mis poemas que siempre dicen
lo contrario”...
FJC | Durante varios años has sido consejero cultural de Venezuela
en Portugal y has escrito poemas de homenaje a Lisboa. Has tratado con poetas portugueses,
entre ellos a Ramos Rosas y José Bento, a quienes has traducido. ¿Qué te ha aportado
esta relación y en qué sentido ha afectado a tu concepción creadora?
EM | Viví
en Lisboa cerca de siete años. Anteriormente la había visitado varias veces en mi
juventud, antes de la caída de la dictadura. Un amigo portugués ya fallecido, Rui
de Carvalho, médico residenciado en Caracas a principios de los sesenta, me indujo
a visitarla y me dio a conocer muy tempranamente a Pessoa. Conservo un imborrable
afecto por su tierra y sus gentes, así como una firme admiración por su literatura.
Siempre he creído que la escuela poética portuguesa es de una continuidad invariable,
por oposición a la de nuestra lengua que unas veces anda por las cumbres y otras
se vuelve subterránea. La creciente fama de Pessoa –el caso Pessoa– ha atraído con
intensidad la atención europea hacia sus letras, pero se olvida que Pessoa no viene
de la nada: son reconocibles sus maestros dentro de su lengua, sin dejar de mencionar
como su especial precipitante a Mario de Sá-Carneiro, ese poeta muerto a
los 26 años que, según el mismo Pessoa, “no tuvo biografía, sino genio”. Guardo
un hondo recuerdo por la amistad de Antonio Ramos Rosa y José Bento, así como por
otros poetas con quienes pude relacionarme, como Pedro Tamen, Eugenio de Andrade,
Nuno Júdice, Fernando Echavarría y los ya idos Fernando Assis Pacheco y Al Berto.
Conversé fugazmente un par de veces con Saramago, antes de que obtuviera el Premio
Nobel, pero no se me ocurrió preguntarle entonces cuál era el heterónimo pessoano
que prefería, ya que él había novelado los días finales de Ricardo Reis. Se trata
de una pregunta que Proust, de vivir hoy, tal vez habría incorporado a su famoso
cuestionario. Más tarde leí en algún lugar que alguien se la formuló a Octavio Paz
y éste respondió sin titubear: Alberto Caeiro. Cuando le preguntaron por qué lo
prefería, añadió simplemente: porque no lo comprendo.
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§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
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