MIGUEL MÁRQUEZ | Y de pronto parece que la muerte alumbra, de Antonia Palacios
Paradójica situación la del poeta, pues sólo
a partir de la conciencia de la muerte, de ceñirse a lo inevitable, es posible que
su voz se alce con el canto, que dé con el tono que encante a los hombres y a las
bestias. Es por ello que el Carpe diem, en lugar de la ramplona exaltación
hedonista, es sobre todo una poética, un anhelo de la forma vivaz e imperecedera
en un mundo destinado al fracaso, a la constante desintegración.
Renacimiento, porque el mundo muere a cada instante
y a cada instante renace. Pero este suceder es soslayado por una mirada que intenta
aplanar una topografía irregular, terrible y hermosa, inocente y trágica. La homogeneidad
es una evasión que sirve de amparo y de consuelo; puebla de lugares comunes la vasta
extensión de lo real, y desde ese refugio, desde esa óptica vanamente domesticadora,
se siente fuera de peligro.
Así, dentro del orden regular y predecible,
dominado por un hacer inconsciente pero mensurable, la muerte no es otra cosa que
el mero cese de la actividad. Así, tal cual, de pobre. Esta es la real mendicidad:
ser incapaces de vivir desde nuestra originaria condición, desde la agonía que nos
sustenta, que nos da rostro, humano, y memoria colectiva.
La poesía, incluso la más formalista, es una
puesta en escena de la desposesión. Quien habla de palabras, habla del vacío que
lo lleva. Ser poeta es ser expuesto, es estar ubicado en el lugar donde no hay lugar,
en el vacío que suena. Quien escribe, arma una trama verbal donde el fulgor de la
vida permanezca y resuenen los ecos de las cosas perdidas. Fulgor y eco, imagen
y ritmo, figuras y sonidos, muestran sus perfiles cuando son percibidos desde ese
punto cero que recibe al mundo con asombro; como si se tratara de rescatarlo a partir
de una óptica más desamparada, más limpia de prejuicios y de juicios, para así poder
captar esa sonoridad en fuga, apenas decible, que deja su leve huella en el cuerpo
psíquico de quien, finalizada toda autonomía, se ha convertido en instrumento.
Antonia Palacios, en la literatura venezolana,
ha sido considerada por Orlando Araujo como una de nuestras escritoras “más sensibles,
más agónicamente sensibles, al tiempo y al paso de las cosas”. Su obra literaria
es testimonio de esa reflexión poética, existencial y metafísica cuyo eje es el
devenir, la transitoriedad y la fragilidad de la vida. Y creo que esta reflexión,
ya no tomando en cuenta sus libros de relatos, ha alcanzado una mayor profundidad
visionaria y acústica en sus dos últimos poemarios: Un largo viento de memorias
y Ese oscuro animal del sueño. Si bien Textos del desalojo fue recibido
justamente como un libro de excepción –Humberto Díaz Casanueva dijo de ellos que
eran “de los más valiosos poemas en prosa publicados en escritura española”; me
parece que en aquellos dos libros la experiencia poética se radicaliza, llega a
los límites, ya sin lucha con la muerte, como ocurre en Textos del desalojo,
y atendiendo a los designios (a las imágenes) del desamparo y a sus dones. En Textos
del desalojo la primera persona registra hasta el detalle cómo se lleva a cabo
la expropiación y se vive a sí misma como cuerpo vulnerado, convertido en despojo:
“Estoy aquí en lo oscuro de espaldas a la luz, olvidando el comienzo, la eternidad
del día. Estoy aquí ignorada, el perfil de mi rostro perdido entre la sombra. Estoy
aquí disminuida, apenas una línea, un punto sin relieve. Estoy aquí inclinada dejando
que la noche me pase por encima”. La muerte aquí, además de poder absoluto, que
consume, que doblega al Yo, y cuyo imperio (cuya sombra) desgaja, desgasta y nadifica,
en su devastación va dejando abiertas las puertas a una geometrización del espacio
que le imprime el aire hermético al libro, y que pudiera entenderse como último
residuo de la materia pulverizada –estructura que subyace al fondo de lo real–,
o a manera de salvación, de redención por la forma, o también, ¿por qué no?, como
un modo de evadir el resentimiento: “La resaca me abandona a la curva, a su recodo
inmerso, círculo sin alcance. La resaca me confina a la curva, me arrastra a sus
descensos, sus duros espirales me llenan de serpientes”.
En Ese oscuro animal del sueño, aquella
sombra no deseada y evadida encuentra acá su “anhelado refugio”. Es un lugar “que
guarda remotos signos de tiempos vencidos y está siempre replegando sus bordes,
defendiendo su ojo abierto con un inmenso párpado nocturno”. Aquí vuelve el cuerpo
a la sensorialidad olvidada y se entrega como fértil campo, como abono, a favorecer
el renacimiento de lo que se ha ido. Ya no se trata de atender al herido narcisismo,
sino a lo que nos trasciende. Hacer silencio para que el mundo hable: “Hoy estoy
aguzando el oído para escuchar de nuevo aquellas
secretas palabras que aún no había descubierto”. En lugar del vaciamiento,
el alma se puebla, se ramifica e ilumina lo que a su paso encuentra. Mundo interior
y exterior unidos en la sabia aceptación de la muerte y la pervivencia de un gusto
suntuoso por la vida que es proverbial en Antonia Palacios: “Descubre las esencias,
las fragancias ocultas. Enciende la lámpara que otros apagaron. Qué importa que
te quede sólo un levísimo respiro. Vivir es infinito”.
Libro luminoso, donde la muerte alumbra, y en
el cual recibimos el milagro de la vida como en comunión con la hostia laica del
poema.
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