ADRIANO CORRALES ARIAS | La polifonía dramática en El tránsito de fuego, de Eunice Odio
Hace cinco años el Dr. Jorge Chen y la profesora Rima
de Vallbona, invitaron a una serie de académicos latinoamericanos a reflexionar
sobre la poesía odiana. (a pesar de que es analogía con poesía nerudiana u otras
similares, sin embargo, en este caso por su paralelismo con el término comun “odio”
no parece una forma comunicativa adecuada para referirse a la poesía de Eunice Odio.
Sugiero utilizar toda la expresión “poesía de Eunice Odio”), Fruto de ese esfuerzo
son 15 trabajos sobre su poesía y su narrativa con investigadores de diversas nacionalidades,
titulado La palabra innumerable: Eunice Odio ante la crítica (Rodríguez:
2000) y publicado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica y el Instituto
Literario y Cultural Hispanoamericano (2001). Entre ellos, cabe destacar, que cinco
se dedican al análisis de El tránsito de fuego desde diferentas perspectivas
teóricas, problematizando, básicamente, las relaciones entre filosofía y poesía.
Conscientes de ese vivo interés, ya no solo de la crítica
nacional sino americana y de más allá, nos interesa contribuir un poco al develamiento
de la poesía de Eunice Odio, tratando de acercarnos al monumental poemario El
Tránsito de fuego (finalizado en 1954 y publicado en El Salvador en 1957)
desde la perspectiva bajtiniana de la polifonía y la heteroglosia.
Es ésta una obra eminentemente conceptual - metafísica tal y como la considera la
crítica tradicional – con prefiguraciones míticas, por tanto compleja en la polisemia
y plurivalencia de sus imágenes y sus envolventes metáforas, acentuadas por su magnífica
adjetivación y su disposición espacial. Su estructura interna está signada por la
interacción de variadas voces que le otorgan la atmósfera, ya no de una sinfonía,
intentando la analogía con las producciones musicales, sino de una cantata. Para
ser más exactos: de una puesta en escena. En ese sentido intentaremos dialogar,
sobre todo, con la lectura que hace Peggy Von Mayer y su “interpretación semántica”,
la cual considero monológica en tanto presupuesto (a priori) que fuerza el texto
poético (discurso) para ser leído como religioso, o de orientación religiosa.
El punto de arranque de Mijail Bajtin (Oreol, Rusia
1895-1975), o de El Círculo Bajtin, como denomina Iris Zavala a sus colaboradores
ante la ambigüedad de autoría de los textos bajtinianos, “es el contenido conceptual
y el complejo entramado espiritual de la dialogía mediante la cual estructura
una nueva imagen del ser humano” (Zavala: 1991, 40). Se trata de la naturaleza dialógica
de la conciencia (la alteridad y la pluralidad - los “ojos del otro o ve con
los ojos del otro”- de “la voz interna”) y de la vida social (“la voz externa”).
Desde el terreno de la dialogía se plantea el discurso poético, el discurso narrativo
y los problemas de autor, narrador, memoria del género y sus raíces en la épica,
la sátira menipea y la tradición carnavalesca. La palabra siempre es polifónica
y pluriacentuada porque el enunciado es por naturaleza de origen social.
Es un enfoque totalizador que plantea el papel activo del “otro” en el proceso de
la comunicación discursiva. Se trata de una “poética social”, o de la heteroglosia
como lucha ideológica dentro del lenguaje concebido como una red donde los protagonistas
se disputan la legitimidad de las palabras.
Para el análisis nos interesa el “discurso interior”,
dejando constancia, claro está, de su necesario diálogo con el “exterior”, pero
sin desplegar esa interacción verbal con otros textos, o con su contexto, debido
a los límites que nos impone este breve ensayo introductorio, por ello necesariamente
incompleto. Captar la dialogía (la poliglosia, la heteroglosia) significa desafiar
un lenguaje único. La dialogía es un andamiaje de interacción y parte de una discusión
ideológica a gran escala. Ese diálogo es lo que le confiere materialidad a un poema,
o a una novela. En un texto se encuentran las “voces ajenas” de textos pasados y
futuros. En ese sentido concebimos la “obra abierta”, como lo señala Umberto Eco,
y por ello consideramos este trabajo como un modesto acercamiento a una investigación
que deberá profundizarse en el futuro.
Ya casi nadie discute que El Tránsito de fuego
sea el mejor libro de la poeta y uno de los mayores logros de la lírica americana
y de las letras españolas del siglo XX. Obviamente sus dos anteriores libros, Los
elementos terrestres y Zona en territorio del alba, son importantes elaboraciones
poéticas, si se toma en consideración la juventud de Eunice en el momento de escribirlos.
Especialmente Los elementos terrestres, que anticipa esa gran aventura creadora
de El Tránsito de fuego, pues allí se incuban el argumento y la estructura
de éste. Las imágenes insólitas y la metaforización arriesgada, a veces se deslizan
por un surrealismo propio y sugerente, premonitorio de la amplitud de registros
de El Tránsito de fuego. La adjetivación es certera y fundamental.
Incluso la versificación será la misma: endecasílabos y alejandrinos conjugados
con versos libres eludiendo rimas y asonancias.
Los elementos terrestres es un canto a la incesante búsqueda del amado que siempre
retorna, pero para alejarse nuevamente. La presencia bíblica es patente, al igual
que la presencia de los clásicos grecolatinos, lo que nos indica la sólida formación
literaria de Eunice a temprana edad. Recordemos que este libro lo escribió cuando
contaba con 23 ó 24 años. Se respira un erotismo delicado y un ansia de posesión
ecuménica. La sublimación de la maternidad en la creación poética potenciará, de
alguna manera, la sinfonía y potente cantata de El Tránsito de fuego.
Este poemario es la lucha denodada del creador por arrebatarle
el fuego, no ya a los dioses, sino a sí mismo invocándose desde su nacimiento, para
entregarlo a los demás. Ese fuego/palabra, o ese juego de voces, es la emanación
primordial que hacen posibles la comunidad y el mundo. La palabra es un objeto,
una tecnología diríamos hoy, que objetiviza la realidad en tanto la poetiza, de
allí su necesidad de adjetivar con el elemento justo a manera de síntesis para no
abundar en elementos simbólicos. A través de la palabra somos, nos posibilitamos,
pero, además, dialogamos con los otros, nuestros antepasados y nuestros descendientes.
Sin la palabra dejaremos de ser. Desaparecemos. Por ello la muerte, en la cosmogonía
de Eunice Odio, es la ausencia de palabras: el silencio, el vacío.
En esa posición, la búsqueda interior y solitaria de
Eunice por el arduo camino de la palabra, nos deja infinitas enseñanzas. La principal
es su acendrada postura ética respecto de la creación artística (que se profundiza
en sus últimos diez años de vida en la soledad de su apartamento en la Calle Neva
del DF, en México), la cual nos sugiere y propone que, para llegar a concebirse
como poeta, primero se debe ser humano, y un buen ser humano: “Se puede decir
que lo único que quiero en este mundo, es realizarme humanamente, para lograr realizarme
en la poesía tal como la entiendo” (Liscano: 1975, 87-88).
Dicho con otras palabras: el poeta solamente puede realizarse
imbuido en la humanidad, sabiéndose prójimo de todos los hombres y padeciendo sus
fracasos y sus dolores más profundos, así como sus triunfos y sus días felices.
“El poeta anda buscando a Dios y sólo lo encuentra en el fondo de todos los hombres.
Y sólo es poeta cuando sabe lo de todos los hombres posibles; y lo sabe sólo cuando
los ama inmensa y apasionadamente. ‘El amor es el perfecto conocimiento’ creo que
así dijo Da Vinci. Pero no puede amarlos desde lejos” (Ibíd., 84).
La poeta tenía muy clara su misión como creadora y dadora
de vida a través de la palabra. Por eso insiste en la humildad que ha de tener el
poeta ante la egolatría mundana, o la búsqueda de un nirvana personal que
aísla al creador de su sociedad. “Los poetas tenemos que ser más humildes y sacrificar
ESO; detenernos menos en nosotros y mirar atentamente todo lo que nos circunda…
Si el Nirvana está en el camino de la poesía, el poeta lo halla sin buscarlo”
(Ibíd., 90).
Para contagiarnos de humanidad debemos estar atentos,
vigilantes. Convertirnos en un combatiente cotidiano alerta ante las cosas visibles
e invisibles. En un guerrero de la luz. Solamente así podremos sintonizar la “Gran
Balada” del mundo. Y eso exactamente fue Eunice: una guerrera de amor como su
Miguel Arcángel, personaje tutelar del último tramo de su vida. Más aún: una vidente
que, como el poeta inglés William Blake (1757-1827), podía escuchar “las otras voces”,
percibir el cosmos desde su ventana, la otra luz de su lámpara, el renacer de la
vida en las legumbres y verduras conservadas en su refrigeradora. Y todo ello con
mucho amor, con apasionado amor por los hombres. Por eso sin saberlo, o tal vez
teniendo plena conciencia de ello, trocó su apellido en su contrario como bien lo
saben los gnósticos o los herméticos: Eunice Amor.
Dividido en cuatro partes, este libro es un hito en
la poesía americana. Algunos, como Juan Liscano, lo han comparado con El paraíso
perdido (Liscano: 1975, 36). Su formato dramático y polifónico, que recuerda
en mucho la tragedia griega con sus personajes y el coro, está repleto de historia,
mitología, antropología, magia, esoterismo y metafísica. Es el intento de poetizar
la génesis poética, o la empresa creativa del poeta, en un mundo que al final lo
excluye. El poeta (Ión) se crea a sí mismo al decirse, mientras crea a los demás
con el verbo. De ese modo, el creador es un proyecto de sí mismo en su propia poesía.
Dicho de otra manera, la poesía es el potens que posibilita la parición,
el autoengendramiento, del poeta a través de la palabra. Dialéctica de la creación,
o mejor dicho, dialogía de la creación, para utilizar el término de Mijail
Bajtin.
No es difícil encontrar en el texto odiano, los intertextos,
o genotextos, de El Génesis bíblico, El Paraíso perdido de John Milton
(1608-1674), como ya se ha señalado, y de otras cosmogonías orientales y precolombinas,
donde el “Logos” (la palabra), que se encarna posteriormente en un ser que
nos trae “la buena nueva” (Jesucristo en la tradición judeocristiana), crea al hombre
y a las cosas ordenando el caos primigenio. Incluso podríamos recordar las tesis
creacionistas del poeta francés Pierre Reverdy (1889-1960) y del chileno Vicente
Huidobro (1893-1948), quien afirmaba que “el poeta es un pequeño dios” (“Adán”,
1916: Céspedes: 1976). Esta última, según mi criterio, es la más cercana a la concepción
del Poeta creador (Ión) que nos presenta y elabora el hablante lírico de El
Tránsito de Fuego, además de la utilización de un “escenario” con tendencia
a lo geométrico, como un misterioso prisma o un espacio multidimensional. Habrá
que colocar en situación de diálogo, en su momento, a El Tránsito de Fuego
con Altazor (1931).
Para Peggy Von Mayer (1996, 22-23) el poema está basado,
o inspirado, en el Prólogo al Evangelio de San Juan. Lo mismo sugiere Cida
Chase en el libro compilado por Jorge Chen y Rima de Vallbona (Rodríguez: 2000).
La investigadora costarricense distingue tres secuencias básicas: “el Ser crístico,
que define el carácter divino del Dios-verbo; el hacer, que habla de la creación
del mundo y los seres con sólo el poder de la Palabra; y el repudio, ya que Dios
se encarnó y habitó entre los hombres, pero éstos no lo conocieron” (Ibid: 23).
El texto de Juan indica que antes de crearse ninguna cosa el “Logos” era ya junto
a Dios, y era él mismo y Dios, por lo que es un concepto atemporal, preexistente.
De esa manera Von Mayer establece un paralelismo entre
Jesús-Cristo e Ión, pero no haciendo dialogar los textos sino insinuando sus similitudes
al subrayar que Cristo es un “ser histórico y divino” (sic) mientras que Ión un
“ente ficcional”. Sin entrar a discutir esas afirmaciones, la propuesta de Von Mayer
no deja de ser interesante, pero lo sería más si concibiera el Prólogo del Evangelio
de San Juan como genotexto de El Tránsito de Fuego, y no como un texto
divino, el primero, y como “estatuto autónomo e independiente”, el segundo, obviando
la dialogía entre los textos; es decir, no considera ni especifica el diálogo que
la poetisa establece con ese posible texto “divino” y la necesaria heteroglosia
o polifonía que nos permite escuchar el rumor de las voces anteriores y de las utopías
latentes. Recordemos que para Bajtin la historia es un diálogo de voces y el sujeto
una “intersección” de voces (Voloshinov-Zavala: 1992,17).
En el poema de Eunice, Ión es la palabra hecha carne,
la cual se autogesta al decirse (“Proyecto de mí mismo”); en otros términos,
es la metáfora del Poeta-Dios que se autogenera y se autoengendra a partir de su
propia palabra: digo ergo soy, y soy porque digo. Ión es la acción de El verbo.
El es su propio padre, su hijo y su abuelo, la verdadera identidad del Uno
(Odio: III Tomo, 73), creador de hombres y cosas con solo nombrarlas. Ciertamente
los atributos de Ión son los de un dios: eterno, omnipresente, luminoso, trinitario,
infinito. Los mismos involucran sentidos que expresan verticalidad, ascensión, infinitud,
planos simbólicos de la divinidad donde el espacio cosmogónico es inconmensurable,
infinito. Pero Ión es el Poeta, el creador por antonomasia, no un dios, por eso
El Verbo es lo humano, lo terrestre. Su palabra es sagrada (mágica) y crea
porque es dadora de vida, y destruye porque el verbo es lo primordial (por eso le
“perdona” la vida a Dédalo). De esa manera el Poeta en posesión de El Verbo
es el mediador entre Dios y los hombres, así como el lenguaje es el mediador entre
el sujeto y el objeto.
Ión a su vez funda un Templo (en realidad tres: el primero
de piedra confiado a Archos (en griego fundador o constructor), pero los hombres
no están preparados aún para él; el segundo descrito como una catedral gótica, del
“art goth”, argot, que es como una cábala hablada (donde las analogías entre voz
y creación, voces-diálogo creativo, así como cuerpo-templo donde el lenguaje es
la mediación, son harto sugerentes) pero la muerte se instala en el templo y por
eso Ión ordena demolerlo; por ello se construye el tercero, el “templo cósmico”,
la Catedral, mediante el sacrificio, o la palingenesia, como en el mito de el eterno
retorno según Mircea Eliade (citado por Von Mayer), donde la muerte precede a la
vida, es decir, constituye una comunidad, erige un espacio para comunicarse con
lo sagrado, analogía de la institución de la iglesia cristiana, según Von Mayer.
Esa fundación de la Catedral se celebrará con una gran fiesta donde se convoca “apenas
los que tengan la lengua innumerable…los que no tienen fruto que viva por su boca
(…) esos no vendrán” (Odio: II tomo, 251-252).
Al final del poema viene el repudio porque los hombres,
siquiera sus hermanos o la madre, no reconocen en Ión al creador de todos, al constructor
del templo, al dador de vida. Es condenado a salir de la ciudad Apátrida y desnudo,
/ sin rostro y sin consuelo… (Odio: II tomo 388). Ión se aleja entonces del
ámbito humano pero su obra, como el mismo poema odiano (lo indicado anteriormente),
permanece abierto a posibles lecturas pues no da por concluida la actividad de Ion,
sino que la deja en suspenso, latente, Vigilando, / velando / a las puertas de
la tierra. (Odio: II tomo, 392).
Como lo hemos expuesto, la estructura del texto de El
Tránsito de fuego es dramática, o sea, el poema está concebido como un texto
para ser representado, puesto en escena, pues tiene todos los ingredientes formales
de la dramaturgia: diálogos, personajes, conflictos, coros (como en el drama antiguo
griego o el misterio medieval). En ese sentido lo interpretamos como un poema dramático,
o como una puesta en verso del drama humano del poeta, para ser más exactos. Esa
estructura, ya de por sí, nos ofrece una forma dialógica por excelencia, pues el
entramado de voces es el soporte sobre el cual se despliegan la trama y el argumento
como fuerza poética del texto: el poema es un diálogo de variadas voces, una polifonía
semejante a la cantata, o a la ópera, si se prefiere.
El personaje central del poema es Ión, el Poeta, que
podría ser “la sustancia electrolítica, el rapsoda del diálogo platónico o una representación
de la misma poeta”, según Humberto Díaz-Casanueva (Liscano: 1975, 10), quien no
solamente se autoengendra y da vida a los demás personajes, sino que también se
inmola o se sacrifica para perpetuar esa vida y su obra (la Catedral). En mucho,
Ión es el dramaturgo y el director de escena al mismo tiempo: él “crea” sus personajes
y dispone de ellos desplegándolos y pluriacentúandolos de acuerdo con su interés
e intención dramática. De él surgen otros personajes simbólicos o alegóricos como
Dédalo (alter ego de Ión), El Guardián, el Caballo, la Abeja, la Expansión, la Altura,
Arkhos, Odón (evoca a Odín, divinidad escandinava) Om (tradición mística hindú:
mantra sagrado con el cual, a partir de su repetición, se logra el trance y la revelación),
Tiara, La Madre, Shed, Efrit, Beherit (de evidentes resonancias bíblicas), Thauma,
Orfón (¿de Orfeo?) Hibrys, Elíado, Erebos, Demón, Logos, Cerberus (de resonancias
grecolatinas) y cantidad de personajes “menores” como “los hombres”, “los hermanos”,
y siempre el Coro como respuesta de grupo a los personajes que interactúan.
Como hemos visto los nombres de los personajes - casi
todos ideados por la autora a partir de otros personajes arquetípicos, mitológicos
o alegóricos, o reminiscencias de ellos - proceden de formaciones discursivas de
diversa procedencia cultural, lo que los configura como una “totalidad humana”,
o “humanidad abstracta”, arquetípica, claro está. Ello amplifica mucho más la dialogía
del texto y nos enfrenta a una polivalencia de voces procedentes de variadas tradiciones
culturales, algunas de ellas disímiles, lo que, sin duda, lo enriquece mucho más
y le otorga una perspectiva plural e intertextual más amplia ante la lectura religiosa
(judeocristiana) unívoca, y por tanto monológica, de Von Mayer.
El diálogo es el elemento fundador y fundamental de
la trama poética. Sin diálogo, sin alternancia de voces, no hay poema posible. Y
solamente desde, y con esa dialogía, se puede intentar, construir y asumir
el Gran Poema (la Catedral), aunque los hombres no lo reconozcan y se burlen, desconozcan
y exilien al Poeta (lo que nos recuerda el poema del poeta francés Charles Baudelaire
(1821-1867) El Albatros). Porque el Poeta sabe que sin los otros, sin la
“voz ajena”, es imposible construir y ensanchar el Poema. La creación poética, al
igual que la producción escénica, se proyecta, así, de manera colectiva: son las
voces de todos las que hacen posible al texto y su puesta en manifiesto (aktualisace,
foregrounding: Mukarovsky) o en texto (Culler, 1993).
En la concepción de la poeta el hombre es un ser inacabado,
entre vísceras, líquidos y sueños, es un “ángel inválido”. Para restituirlo hay
que darle la otra mitad: la palabra. Es con la palabra, o a partir y a través de
la palabra, que se crea y se potencia al hombre; por esa razón, la acción dramática
en el poema es despersonalizada e insuflada por la dinámica propia de la palabra
y no por acciones espacio-temporales. Dicho de otra manera, los personajes “actúan”
con su verbo, a partir de y con sus propias palabras; la dinámica escénica descansa
sobre las palabras y no sobre las acciones físicas. La performatividad está en el
discurso mismo, es la palabra en acto donde los actos preformativos encuentran su
razón de ser. De allí la preeminencia de diálogos animados o de formas monologales
ante los recitativos, especialmente de Ion (Proyecto de mí mismo). Los personajes
discuten, se confiesan, se identifican, exponen ideas y sentimientos trascendentes
y describen las obras y los sucesos a partir y a través del diálogo. Como en el
mejor teatro, el carácter de los personajes se define y se colige en los mismos
diálogos.
La relación de El Tránsito de fuego con el teatro,
no solamente le otorga cierta intriga y componente conflictivo-dramático al texto,
sino que, por ello mismo, lo coloca al margen de otras producciones poéticas de
su época como Trilce (1922) de César Vallejo, Residencia en la tierra
(1925-1931) y Canto general (1950) de Pablo Neruda, o Altazor (1931)
de Vicente Huidobro, a pesar de sus cercanías, pero también de sus diferencias en
tanto proyectos estéticos desde la poesía. El argumento, en ese sentido, posee mayor
coherencia y va ganando en intensidad desde el prólogo donde ya el elemento constructor
es el diálogo con la aparición, hacia el final, de Airo y Aira, conjuntamente con
el Coro (Infancia de los padres). Luego viene la fábula de la Abeja donde
aparece Ion que interactúa con El Guardián, La Expansión, Dardo y la Abeja. En la
segunda parte (Proyecto de mí mismo) Ion se nace a sí mismo e inicia su acción
creadora. La tercera parte (Proyecto de los frutos y Sueños contrarios)
refiere los actos de la creación. Cumplidas las obras de los creadores (así en plural)
viene la celebración dionisíaca (La alegría de los creadores) ante la derrota
de lo invisible, de la muerte, que adquiere un carácter dramático contrapuntístico
sui generis: el cadáver es llevado por cuatro hombres nocturnos a la acción de regresarle
la vida. Como señala Juan Liscano (1975, 44), es patente aquí la proximidad con
el teatro surrealista de Federico García Lorca, no solo por la presencia de la muerte,
sino por la forma intensa y monologante de los diálogos, en los que cada parlante
persigue el hilo de una visión onírica. Además, en algunas escenas hay actos de
magia propiciatoria que recuerdan al García Lorca haciendo uso de los ritos populares
de encantamiento.
Finalmente las tres últimas partes de la Alegría
de los creadores muestran el regreso de Ion al hogar donde sufre el repudio
de los hermanos, el exilio interior y cumple el sino del aislamiento, de la negación
por parte de quienes dignificó con su gestión creadora. Se cierra así el poema,
en forma de círculo (acá lleva razón Von Mayer al señalar la presencia del mito
de El eterno retorno) al volver sobre los temas del principio (cantos al
desterrado, al apátrida, regreso al origen) la gesta triunfante de Ion (el Poeta),
héroe solar y terrenal al mismo tiempo. Justamente esa circularidad le otorga al
poema una apertura que lo diferencia de la linealidad “histórica” de la vida de
Jesús-Cristo según el Evangelio de San Juan. La génesis, el hacer y el rechazo de
los hombres hasta su resurrección, es, como en la épica, ahistórica, atemporal,
por su carácter de infinitud, de eternidad “hasta el fin de los tiempos”. El
tránsito de fuego deja abierta la posibilidad al eterno retorno del Poeta-Creador
para dignificar la vida de los hombres con su labor (en el sentido que le da Nietzche
a Heráclito: todo cambia y regresa), la cual siempre será considerada como trabajo
de todos, porque, a pesar de la vigilante soledad del poeta, la poesía se engendra
con las “voces ajenas”.
Uno estaría tentado a identificar el texto (discurso)
de El tránsito de fuego con la agitada y trágica vida de Eunice Odio, en
tanto que buscaba a Dios “en el fondo de todos los hombres”. Ella misma encarna
a Ion como creadora que es repudiada por los hombres, por ello se exilia y se “sacrifica”
en íngrima vigilia. Pero, más allá de la casualidad, o de los designios teosóficos
que la poetisa practicaba consciente y constantemente, la vida de la autora no nos
autoriza para interpretar su obra, a pesar de que ella misma dio testimonio de la
intención de la misma, alejada de una visión religiosa tradicional: “Se puede
decir que lo único que quiero en este mundo, es realizarme humanamente, para lograr
realizarme en la poesía tal como la entiendo”.
Nos interesa más bien señalar la arquitectura polifónica
de El tránsito de fuego, poemario que supera en mucho las lecturas tradicionales
y monológicas que pretenden encasillarlo en la doxa judeocristiana, sustrayendo
sus posibilidades refractarias y de difracción de la realidad social, cultural e
histórica en diálogo constante con el texto. La interpretación semántica de Peggy
Von Mayer (y de Cida Chase) es nominalista porque concibe el lenguaje como reflejo
divino. El (feno)texto de Eunice Odio está “contaminado” por el discurso bíblico
(el genotexto), pero su propuesta ideológica (condiciones de posibilidad) va más
allá de la diégesis del mismo. La poetisa debate con su entorno a nombre de la libertad
artística. Recordemos que llevó adelante una aguda polémica con los intelectuales
de izquierda y contra el marxismo militante, por considerar que se limitaba la libertad
del creador artístico. En ese sentido su propuesta es una concepción idealista (metafísica)
de la estética (un neoplatonismo frente al marxismo que se desarrollaba en Centroamérica,
tal y como lo detalla Rafael Lara Martínez), la cual debía tener una dimensión aurática
como lo sugería Walter Benjamin y como lo apunta Francisco Rodríguez en su texto
(2000). Frente a aquella interpretación ideológica proponemos, además, la comprensión
ideológica como una descripción de la coherencia interna de la estructura.
En esa perspectiva, y a contrapelo de la intención de
la autora, nos interesa subrayar la capacidad refractaria y connotativa (la polisemia,
la bidireccionalidad) de la palabra al poner el texto en escena. En El tránsito
de fuego se evidencia su carácter dialógico al estar desplegado en un diálogo
dramático permanente donde las voces de la colectividad (la voz ajena) construyen
y desconstruyen la creación poética. Frente a la univocidad ideológica (religiosa)
la poesía contrapone la polisemia estética. Por eso la palabra es pluriacentuada,
multiacentuada, en el diálogo de todos que constituye y restituye el diálogo social.
El sujeto así, se torna colectivo, porque como lo plantea Bajtin, la conciencia
es diálogo. El fundamento de la poesía es la polifonía.
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Curadoria & design: Floriano Martins
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Fortaleza CE Brasil 2021
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