SANTIAGO ESPINOSA | Algunas reflexiones sobre la poesía de Gabriel Chávez Casazola
[…] Koyu Abe no conoce a Van Gogh,
mas pinta girasoles con su pala.
Koyu abe, cuya mirada divisa,
en lontanza, los perfiles grisáceos de los silos nucleares.
A la vera de Fukushima se
levantan los jardines del templo de Genji
y es preciso purificar el
cielo, purificar las aguas, purificar el suelo, purificar los soles sembrando
girasoles.
Koyu Abe es un personaje real,
el monje japonés que siembra girasoles contra la radiación de Fukujima. Pero
también es un recuerdo de Van Gogh y la cultura en general. La cultura, que es
casi siempre la respuesta de los frágiles para tratar de conjurar el tiempo. El
final del poema es muy sugestivo:
[…] Y Koyu Abe me extiende una
bolsa de semillas
de cáscara repletas de
diminuta luz.
La enorme regadera anaranjada
me la acerca Van Gogh.
Existe en el poema una
declaración. Entre esta jarra y las semillas está el puente entre la vida y la
cultura, y yo diría que toda la poesía de Gabriel Chávez Casazola, de pronto el
poeta boliviano más importante de las últimas generaciones. Es muy grande la
devastación. En cada segundo agotamos el tiempo de los que sobreviven. Pero hay
quien encuentre en la mitad de la vida unas semillas que antes no estaba en el
mundo, poemas o girasoles. En la cultura una forma de regarlos, multiplicando
su luz entre los días. A propósito de Van Gogh decía Antonin Artaud en su
legendario ensayo que este pintor “restituyó el agua de la pintura a la
naturaleza”. La vida y la cultura. Necesitamos de las dos para salvar la tierra
en las palabras, pareciera decirnos Chávez Casazola.
Pero aun hablando de estas
cosas sus poemas no pierden la sencillez del que descubre algo en ellos. Cuando
hablamos de la vida hablamos de todas las vidas, un burócrata o Ulises, no hay
jerarquías. Y cuando hablamos de la cultura hablamos de toda la cultura, no
importa si esta venga de lo culto y de lo popular. Su poesía es tan eficaz
cuando hace “Llanto por los años 50”, con sus “neones” y sus “fuentes de soda”,
como cuando habla de la Odisea o de los evangelios. Es tan vital en los mitos
griegos como frente al tatuaje de una muchacha. En uno de sus poemas más
conocidos, “1972”, nos recuerda que nació en el mismo año en que “Nixon visitó
a la China” o que estrenaron “Solaris”, todo junto, que Bobby Fischer derrotó
Spassky o que murieron Ezra Pound y Alejandra Pizarnik.
Y uno piensa que así ha sido
en realidad la historia. Que estos poemas hablan de un mundo abierto y
condensado, atravesado de lecturas y vivencias, no apto para lectores
agorafóbicos. Y sin embargo este poeta es capaz de encontrar en lo pequeño la
perdida integridad. Un punto de contacto con los otros o el pasado. En otro de
sus poemas, “Alivios”, el poeta nos recuerda que en la infancia “aliviaba
cierto dolor” “atesorando piedras de cuarzo/recogidas en las calles de tierra”,
“piedras/ comunes pero tocadas por alguna veta mágica…”, nos dice. Y que ahora,
en la madurez, sigue buscando en el lenguaje esas piedras comunes pero
“surcadas por una veta mágica”:
[…] su sólo estar ahí bastaba
para aliviar el mundo,
para transfigurarlo
para poner en los ojos un
destello
y así elevar la piedra y
aproximar el mármol
haciendo el mundo ligeramente
más bello
y acaso
también
menos
cruel.
Gabriel Chávez Casazola se ha
tomado muy en serio las lecciones de la Anti-poesía. “Los poetas bajaron del
olimpo”, decía Nicanor Parra. Quien escribe es fundamentalmente un individuo de
la calle, un hijo de vecino. Y, sin embargo –a lo mejor esta sea la razón
porque se le lea y se le imite tanto– sus poemas nos recuerdan que esos hombres
sencillos también son capaces de imaginar un mapa para poder orientarse. Que en
sus pequeñas memorias también habita la inmensidad. Imago mundi, le llamaban los cosmógrafos del siglo XV. Un libro que
reuniera en la brevedad la complejidad del cosmos, capaz de abarcar lo disperso
en sus contradicciones y ambivalencias. Aún con las limitaciones de nuestro
propio lenguaje. Con nuestras propias limitaciones. Se nos dice con algo de
humor en el poema “Vuelo Nocturno, Arte poética 2”:
El eje del mundo se ha movido
hoy diez centímetros
a la izquierda o a la derecha
quién lo sabe
pero los poetas esta noche
andan revueltos
y se descalzan
y entran al río
y se ponen
a atrapar
el resplandor
de las estrellas
a atraparlas
con las manos
en el agua.
No conozco a un poeta
latinoamericano, o al menos no es así en las generaciones más recientes, donde
se viva con mayor intensidad nuestro contacto con los antepasados y con la
herencia en general. Hablo de una memoria histórica, pero también familiar, doméstica.
En uno de ellos, “De paso”, se nos recuerda que el abuelo regresa con las voces
del viento. En otro de ellos, “Los patios son para la lluvia”, “volvemos a ser
niños que oyen llover”, “cuando cae la lluvia sobre los patios”. Más que la
nostalgia lo que ocurre en los poemas es un vivo testimonio. Una conciencia de
que es en las palabras donde encuentran su sitio los fantasmas. En ellas el
tiempo se condensa y fluye. Y entonces el poeta se pregunta por su hija Lucía,
que a los cuatro años ha tomado conciencia de la muerte. Por el momento en que
ese mismo poema sea leído por su hija y las hijas de su hija. Y el poeta, como
las madres de antes, es el teje un gran bordado de luces y silencios. O como lo
dice el propio Chávez Casazola en uno de sus poemas más recordados, “La canción
de la sopa”:
[…] Entonces pensó en los tiempos
de su abuelo o del mío
o del tuyo, cuando las
familias eran grandes
vivían en grandes casas
–grandes o chicas, pero grandes
inclusive diminutas, pero
grandes–
y veían sucederse a los hijos
y a los nietos
en un ininterrumpido y gran
bordado
con enormes hilos invisibles
abrazándolos a todos en
el aire.
Un bordado de hilos
invisibles. Esto es a veces la poesía. Digamos que esta casa está poblada de
muchos elementos, o de un Dios que está “en todos los elementos”, como se nos
dice el poema “Elemental”. Cada poema abre una puerta distinta, y el otro abre
otra puerta distinta hasta llegar al principio. Y aceptamos este juego
precisamente porque en lo divino y lo mundano, en lo breve como en lo prosaico,
todas estas cosas siguen siendo Gabriel Chávez. Esta poesía es la posibilidad
de la integridad, al tiempo en que otros poetas, especialmente en las
academias, siguen hablando de lenguajes separados y rupturas, desconfiando de
todos los discursos como si fueran una sustancia tóxica.
Ahora, como no ocurría hace
unas décadas, el fin del mundo se ha convertido en un rasgo que atraviesa las
estéticas. Y a veces tenemos la tendencia de pensar en ese mundo sin nosotros.
Incluso de asociar con esa ausencia un raro sentimiento de belleza. A contra
marcha de ellos, Gabriel Chávez representa el linaje de los poetas que residen
en la tierra. Y nos recuerda sin pudor: “que la belleza no está en el mundo por
sí misma y para sí, /la belleza del mundo está en los ojos/de los habitantes
del mundo, /en la mente de los habitantes del mundo, / en la mente de los
habitantes del mundo, en todos los sentidos/de los habitantes del mundo”. Por
una extraña razón, azar o destino, hay vida inteligente sobre la tierra. Si
desaparecemos nosotros tampoco habrá testigos de esta abundante diversidad.
Quizás por su fatalidad
geográfica, “mediterránea”, le llama Gabriel Chávez en sus entrevistas, los
poetas bolivianos son muy conscientes de la totalidad del terreno. Están todos
muy lejos de la certeza unánime del mar, lo que los hace buscar rutas de escape
en todas partes. Son en cierta manera una mirada equidistante, especialmente
dotados para la ambigüedad. “Con un pie en la luz y el otro en la sombra”, como
ocurre con la Eurídice del poema de Gabriel Chávez Casazola.
Creo que la poesía boliviana
es el secreto mejor guardado de nuestro idioma. Y detrás de Jaime Sanz y Oscar
Cerruto, Blanca Wiethüchter y Eduardo Mitre, detrás de todos ellos está la
poesía de Gabriel Chávez Casazola. No porque haya continuidad en los temas y en
los estilos. Es la amplitud de la mirada lo que nos interesa. Su misteriosa
capacidad para moverse entre los reinos. Nos dice nuevamente Gabriel Chávez
Casazola: “He nacido en los cofines de un imperio inasible/rodeado por líneas
imaginarias y huidizas. / Desde niño quise conocer el corazón de la comarca,
/acudir a su norte que era también su centro…”
Si tuviera que escoger una
palabra que encerrara esta poesía en una sola imagen, así sepamos que es imposible
resumir a una obra en una imagen, y más la de un poeta como Gabriel Chávez
Casazola que trabaja por acumulación de imágenes, quizás me inclinaría por la ambivalencia. Su contraste de luces y de
sombras. Su cruce de emoción e inteligencia. Esto se vive especialmente en sus
tres últimos libros, El agua iluminada (2010),
La mañana se llenará de jardineros (2013),
Multiplicación del sol (2017). A
veces el recorrido, como lo dijera Hugo Mujica, nos recuerda “que estamos
hechos de crisis y de nacimiento, como un corazón”. Y un día le dice Chávez
Casazola a su hija que “la mañana se llenará de jardineros”, y otro día nos
dice renegando de todo lo anterior: “es mentira/todo hombre es una /isla/ sueña
el cielo y /lleva el mar/ que le rodea /dentro suyo”. Y se muestra oscuro y
hundido, y protesta contra el lenguaje. Hasta piensa en otra cosa, la luz del
erotismo o el humor de la amistad, comprendiendo el equilibrio. “Lo que nos
llena es lo que nos vacía/lo que nos pone en movimiento es lo que
contemplamos”, nos dice en “Sueño”, uno de sus últimos poemas.
Decía Juan Gelman en una de
sus poéticas: “habría un par de cosas que decir/que nadie la lee mucho/que esos
nadie son pocos/que todo el mundo está con el asunto de la crisis mundial/ y
con el asunto de comer cada día…Lo lindo está en que uno puede cantar pio-pio/
en las más raras circunstancias.” Y yo no sé si hoy lea menos o más poesía que
antes. Si esos poco sean nadie. Pero sí sé que hay poetas, Gabriel Chávez
Casazola entre ellos, capaces de encontrar la poesía donde menos lo esperamos.
Alguna vez escuché a Gabriel
Chávez que, en su bodega de recuerdos, al lado de esas piedras de cuarzo y de
los libros firmados, guardaba un cigarrillo que arrojó Juan Gelman a la calle,
poco antes de morir. Es sólo un trozo de alquitrán y de papel, pero digamos que
allí respiró una persona. Y detrás de estas personas otras muchas personas,
especialmente si hablamos de un poeta como Juan Gelman, que hizo de nuestro
idioma un lugar más libre. Mientras existan poetas como Chávez Casazola,
pensamos, alguien podrá imaginar en los escombros las rutas del humo, poblando
el mundo de fantasmas. Y nos dirá que esos fantasmas viajan más rápido o más
lento según la edad en la que mueren, los muertos jóvenes “muy lentamente”,
“los que han muerto viejos llevan los pies livianos”. Y un cigarrillo arrojado
a la calle será mucho más que un cigarrillo arrojado a la calle.
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