FILOTEO SAMANIEGO | Estudio sobre Gonzalo Escudero
América Latina, continente
sin rumbo, ha pasado el siglo XIX consolidando su independencia de las antiguas
colonias españolas y portuguesas, en el primer cuarto de la centuria, pero todavía
uno de esos países, Cuba, no ha logrado independizarse sino dos años antes del siglo
XX. Ya para entonces se establecen distancias insalvables entre el desarrollo de
los Estados Unidos y el resto del continente.
En general, los estados
independientes aún son repúblicas inciertas, llenas de conflictos internos, con
territorios en discusión, zarpazos de unos a otros, una situación económica desastrosa
que nace de las deudas provenientes de las luchas libertarias, lo que significa
que todo posible desarrollo económico está vigilado y entorpecido por los países
acreedores, Inglaterra y Francia, principalmente, que han garantizado los pagos
de las deudas pendientes con bloqueos de aduanas y de rentas, hipotecas de territorios
y fijación de precios de los productos básicos, limitados éstos, generalmente, a
monocultivos incipientes.
Por otro lado, si los
americanos han tomado las riendas del poder civil y expulsado a los colonizadores,
nada ha cambiado en la estructura social y económica de cada cual. Cada país mantiene
las riquezas en poder de unos pocos, el sistema feudal permanece intacto y las grandes
mayorías populares, ante todo campesinas, siguen al servicio de los nuevos amos,
ahora fortalecidos con el control político del país.
En lo que toca al Ecuador,
todos estos factores se presentan agravados: la deuda de la independencia, el feudalismo
de las clases pudientes, el analfabetismo, la incomunicación.
Dividida absurdamente
por los dos ramales de la Cordillera de los andes, de norte a sur, ha debido adaptar
la vida nacional a esta forzosa disposición topográfica en la que sobreviven, aisladas,
las tres regiones del país: la costa tropical, productora de los únicos productos
exportables, - cacao, tagua, sombreros de paja toquilla; el primero de éstos, el
cacao, se convierte en casi absoluto monocultivo y única fuente de recursos financieros
extremos-; la Sierra, alta y fría, empobrecida por la erosión, entregada en manos
de veinte familias terratenientes, perpetuadas en el poder económico desde hace
tres siglos; y en fin, el enorme Oriente Amazónico, selva virgen extendida en las
orillas de los afluentes del Gran Río.
Se ha dicho, con justeza,
que la independencia fue “el último día de despotismo y el primero de lo mismo”.
En este panorama sombrío aparecen raras luces de gobernantes ilustrados: Vicente
Rocafuerte, de ideas ampliamente liberales y de recia personalidad; Urbina, que
suprime la existencia legal de la esclavitud; el tirano Gabriel García Moreno, consolidador
de la nación ecuatoriana, preocupado por dotar al país de caminos, educación y ciencia,
pero obcecado por un fanatismo limitado, causa de su final asesinato.
El fin de siglo llega,
de ese modo y en esas circunstancias; mas ya, consecuencia de la lucha contra la
tiranía garciana, comienzan las primeras intentonas de sublevación liberal, las
que seguirán hasta la guerra civil. Un personaje de enormes dimensiones continentales,
Eloy Alfaro, será el caudillo de tal transformación en el Ecuador, y su recia personalidad
influirá en Colombia, Venezuela y en toda Centroamérica. Fue su voz la primera en
reclamar a España la independencia de Cuba. Lanzó sus tropas de montubios costeños
contra el gobierno conservador y contó con el apoyo de la nueva oligarquía, la de
los exportadores de Guayaquil, para iniciar una lucha de poder contra la oligarquía
terrateniente de la Sierra. Triunfaron, en fin, sus tropas en 1895, y con él se
inició el cambio del Estado conservador en Estado laico.
Pero las transformaciones
tomaron todavía dos o tres lustros para consolidarse en la legislación y en la vida
del país. Y esos lustros se enlutaron con las luchas internas sostenidas por los
liberales de diferentes fracciones, hasta que, derrotado el caudillo, terminó también
asesinado y arrastrado por las calles de Quito. Alfaro, que había impulsado el ferrocarril
hasta la capital del Ecuador, que había logrado, por primera vez, una comunicación
definitiva entre la Costa y la Sierra, no pudo contemplar su obra acabada y dejó
un Ecuador radicalizado, dividido hasta en sus últimas consecuencias entre un anticlericalismo
liberal y ateo, sostenido por la plutocracia comercial y financiera del puerto y
un subsistente y poderoso conservadorismo gamonal y clerical. Los “curuchupas” (lamecuras),
serán la expresión del antiguo pensamiento, mientras el liberalismo proclamará la
división entre la Iglesia y el Estado, expropiará los bienes del clero, instaurará
el matrimonio civil y la educación laica. Mas, ya en el poder, la oligarquía económica
costeña no tendrá la menor preocupación por reformas, recuperación del campesinado,
salud o educación de las grandes mayorías; una enorme población indígena, preponderante
en el esquema demográfico del país, no recibirá ninguna atención de las clases exportadoras
fortalecidas por la revolución liberal y por el mercado internacional, casi exclusivo,
del cacao.
El país entero iba a
continuar, pues, en una total contradicción agravada por la batalla ideológica y
política de comienzos de siglo. En cada ciudad y en cada familia se presentaban
situaciones de irreconciliable adversidad, causa fundamental del desconcierto político
y mental.
***
América, en general, y a pesar de este
panorama negativo, comienza a hablar con voz propia. En este primer siglo, libre
de tutorías coloniales, escritores y artistas han tratado de romper una estructura
espiritual circunscrita, casi exclusivamente, al servicio de la Corte española y
la religión de la Metrópoli.
Un fuerte movimiento
nacionalista, civilista, romántico, ha dado lugar a la aparición de novelistas,
pintores y poetas más humanistas. Toda la influencia de la Europa romántica y naturalista
ha llegado, aún con mucho retardo a las bibliotecas y a las escuelas de arte. Y
aunque con manifiesto sabor en influencia de franceses, ingleses o norteamericanos,
los escritores de América son ya de cuño diferente: José Martí, Jorge Isaac, Juan
Montalvo, Juan León Mera y tantos otros, tienen ya un lenguaje propio y los unos
y los otros se leen se comentan, se imitan, se critican.
Para los albores de
nuestro siglo ya, y con fuerza determinante, han llegado los libros de simbolistas
y parnasianos. “Los Americanos” como mantiene Guillermo de Torre en su “Estudio
preliminar a la poesía de Reissig”, ya intentan ser los primeros en las nuevas formas
del lenguaje castellano: “cuando, por fin, se efectúa el transplante simbolista
a nuestra lengua, no toma el camino peninsular, se hace por una ruta americana”.
Gustan los nuevos escritores, del “concepto de poesía pura, aislada voluntad de
expresión original visible, rebuscas idiomáticas”, según el mismo de Torre. Mas,
aun cuando es evidente esa atracción, tiene menos peso y poder de influencia. España
comenta entusiasmada la obra de Rubén Darío, Amado Nervo, Enrique González Martínez,
Leopoldo Lugones, y la de los que los seguirán en esta transformación novedosa,
sonora y rica, que América impone en la lengua castellana. Julio Herrera y Reissig,
Carlos Sabat Ercasty, Porfirio Barba Jacob, José Asunción Silva, serán algunos de
los símbolos de las nuevas tendencias. Sin embargo, para el propio Torre, no gusta
la denominación de simbolistas, por lo que nuestros poetas prefieren llamarse modernistas
pues su salto es audaz y violento, del romanticismo del siglo XIX a las formas novedosas
y libres de los finales de esta centuria y al espíritu del siglo XX.
El Ecuador no estuvo
aislado de esta transformación. Mezclados al cambio filosófico que significa el
liberalismo, y fuertemente impresionados por los simbolistas franceses y los modernistas
americanos, jóvenes deseosos de llegar a los nuevos conceptos y a las nuevas costumbres
sigue, fielmente, lo que predican Moreas, Baudelaire, Varlaine, Rimbaud. Raúl Andrade
los bautizó como “generación decapitada”, y con esto quiso significar no sólo los
caminos de la poesía de Ernesto Noboa, Humberto Fierro, Arturo Borja y Medardo Ángel
Silva, sino que daba a entender que aquella brillante generación sufrió del desencanto
por el pasado y de que su decisión de abrir caminos hacia el futuro terminó en una
lamentable frustración espiritual.
***
El siglo XX se inaugura, para el Ecuador,
al menos, con esta voluntad transformadora en todos los campos de vida.
Escudero nace en 1903
y un año, antes o después, llegan, le anteceden o siguen, Augusto Arias, Jorge Carrera
Andrade, Alfredo Gangotena, Miguel Ángel León, Abel Romero Castillo, Eduardo Samaniego,
César Andrade y Cordero. Como acertadamente cita Benjamín Carrión, “todos esos nuevos
escritores eran los anunciadores de una nueva sensibilidad”. Esa sensibilidad tenía
que ser, por contagio, por ambiente, radicalmente opuesta a cualquier forma que
recordase el pasado.
Escudero nació de familia
liberal. Su padre fue militante activo de ese partido, y además ateo y radical.
Manuel Eduardo Escudero y toda su familia se identificaron, por tradición, dentro
del camino anticlerical, y la influencia de la madre cristiana no cambió nada: las
ideas y la formación de este núcleo familiar se fortalecieron y completaron con
otros auténticos y probados liberales, amigos y miembros de la familia, los Andrade,
los Moscoso, los Moncayo. He de insistir en este aspecto y señalarlo, porque, luego,
en un análisis posterior del desarrollo de la vida y de la poesía de Gonzalo Escudero,
se repetirá, acaso como contrapunto de grandeza, la presencia de Dios, hasta el
extremo de creer que, en el poeta, esta idea de ser supremo nunca llegó a suprimirse
y que de él hizo una constante inalterada, tal vez hasta necesidad filosófica, hasta
sus últimos momentos de vida. Por lo pronto me quedaré con el joven que crece dentro
del ambiente familiar ya descrito.
Gonzalo Escudero cursó
sus primeros años en un establecimiento cuyo director, el padre Pedro Pablo Borja,
fraile notable por su inteligencia, autoridad y dureza disciplinaria, enseñó las
primeras letras a muchos de los que serían después notables personajes en la vida
del país. En sus métodos de educación se incluían azotainas, palmetas y canceles,
como formas normales de castigo.
Habría que preguntarse
por qué el padre liberal puso al hijo en manos del riguroso clérigo y la respuesta
sería la de la cercanía de la casa familiar y de la escuela, apenas a unos 150 metros
de distancia. Situada en una de las más tradicionales calles del Quito antiguo,
de aquellas que trepan por la “Cuesta del Suspiro” hacia la loma de San Juan, la
vieja casona de familia incluía patio amplio, gradas de piedra, desniveles propios
de la accidentada topografía quiteña, corredores asoleados, ventanas panorámicas
sobre la totalidad de Quito colonial, árboles de magnolias, macetas de geranios
y techos de teja rojiza. “El patio de tu casa/piedra y candela blanca/, sol inquilino
y árbol” (“Carta a mi padre muerto” – “Altanoche”). En ella crecieron los seis hijos
de don Manuel Escudero y Doña Elina Moscoso.
Cuántos notables personajes
circularon por esa casa: los nombres de Abelardo y Julio Moncayo; de Roberto, Julio
y Carlos Andrade; de Enrique Escudero, serían suficientes como para conformar una
nómina activa del levantamiento civil anticonservador, en la Capital ecuatoriana,
y de los nuevos rumbos de la patria liberal.
Para la secundaria Escudero
ingresará al Colegio Nacional Mejía, brillante institución en la que actuaban, como
profesores, los más importantes librepensadores de la época. Además, ese plantel
era como el frente de choque, opuesto a la educación, igualmente de calidad, del
colegio de los Jesuitas. Los estudiantes aprendían, en uno u otros planteles, a
luchas por caminos diferentes, ya que los preceptores y maestros preparaban, en
cada uno, a los hombres públicos del futuro y sembraban ideas radicalmente distintas,
hasta el extremo de inventarse motes despectivos o insultantes: curuchupas, comecuras,
masones, eran los calificativos de la vida cotidiana y representaban posiciones
irreconciliables y rígidas.
En 1920, Escudero pasa,
una vez graduado de bachiller, a la Universidad Central; ingresa a la Facultad de
Jurisprudencia, Abogado y Licenciado en Ciencias Sociales. Ya para entonces, cumplida
su preparación, Escudero inicia una carrera pública brillante: Subsecretario de
Gobierno, Secretario de la cámara del Senado; Profesor de Lógica y Teoría del Conocimiento
en la Facultar de Pedagogía y Letras; de Filosofía e Historia del Derecho, y de
Derecho Internacional Público. Desde 1931 parte su carrera diplomática y actúa como
Primer Secretario y Encargado de Negocios en Francia, Estados Unidos, Panamá y Argentina.
Asciende a Ministro, con misiones en México y Uruguay y en 1945 es nombrado Embajador
Extraordinario y Plenipotenciario: en Perú, por dos ocasiones, en Francia y la Organización
de Estados Americanos, Argentina, Colombia, Brasil y Bélgica. También actúa como
Representante Permanente ante la UNESCO. A esta actividad se suma la concurrencia
a más de una veintena de conferencias internacionales y a misiones y comisiones
especiales, innumerables, hasta cuando, en 1964, es nombrado Ministro de Relaciones
Exteriores del Ecuador.
También figura en la
vida interna del país y es diputado en la Asamblea Constitucional de 1928 y como
Primer Senador Suplente, en 1930. abundan, en fin, condecoraciones y membresías:
miembro de la Academia Ecuatoriana de Derecho Internacional, de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos, de la Sociedad Jurídico Literaria; fundador de la casa de la
Cultura Ecuatoriana y del Grupo América, y, en fin, miembro de Número de la Academia
Ecuatoriana de la Lengua.
***
Muchos se preguntarán ¿En qué momento Escudero
pudo haber entrado en los caminos de la poesía? Desde su primera juventud el sentimiento
poético le fue congénito, arraigado. El propio poeta dice: “Cuando he escrito poesía
y aquello me aconteció desde mi remota infancia, con frecuencia olvidé, sin saberlo,
a la razón lógica en el desván de las cosas inútiles y me entregué al estremecido
oleaje de la palabra, tan sólo seducido por la sorpresa del hallazgo o deslumbrado
por el destello de la invención”. “Más nunca pude saber, a pesar de la lupa de aumento
con que miraba y examinaba el poema acabado, qué brújula infatigable me había conducido
en esta pequeña y grande odisea”. Sus amigos se sintieron atraídos y embelesados
por la poesía y toda esa generación espléndida de intelectuales ecuatorianos, cada
cual, en distintas profesiones, médicos, ingenieros, juristas, matemáticos, agricultores
o simples burócratas, dedicó lo mejor de su vida a la creación estética.
En el Ecuador, como
en el resto de América Latina, el hombre, el ciudadano, están obligados a repartir
su tiempo y sus posibilidades y a servir al país en diversos campos, porque la juventud,
y más aún la juventud de principios de siglo, estaba destinada a dirigir todos los
aspectos de la vida nacional. No cabía, ni cabe aún ahora, una excesiva especialización.
A veces, un profesional tiene que ejercer funciones extrañas a su oficio; pero no
hay otro remedio porque aquellos que, entonces, llegaban a culminar una carrera,
eran pocos, indispensables, necesarios y los gobiernos los ubicaban en cuanta área
emprendían y en cuanto plan de desarrollo dictaban.
Fue ésa, también, la
suerte del poeta; además, nadie podía vivir de la literatura, y menos aún de la
poesía. Decía, este infatigable impulsador de culturas que fue Benjamín Carrión,
y no hace muchos años, que en el Ecuador todos somos inéditos. En efecto, los periódicos
circulaban en unos pocos miles de ejemplares y los libros se hacían en ediciones
de 200 o 300. Ser publicado era un simple honor o suerte o gasto del interesado,
y aparecer en u diario constituía una generosa actitud del Director y no un trabajo
intelectual al que correspondían derechos de autor o contratos permanentes. Vale
la pena mencionar esta circunstancia y recordar la vida incierta de Gangotena, metido
en los campos de las matemáticas; de Jorge Carrera Andrade, sin profesión alguna;
del propio Escudero, diplomático de larga carrera, y de tantos oros que hacen poesía
sin haber tenido tiempo para dedicarse enteramente a ella.
***
Por otro lado, el Ecuador de la primera
mitad del siglo XX continúa por un camino tortuoso e incierto: el liberalismo inicial
no tuvo camino fácil y a poco de instalado en el poder, entró en luchas intestinas
de inusitada violencia dentro de las que las fracciones y divisiones internas no
estuvieron exentas de traiciones, rencores y crímenes. Si bien se había consolidado,
el poder liberal no encontró la fórmula apropiada de la unidad. A pesar de ello,
de las luchas fratricidas, en cinco lustros logró transformar la legislación y las
costumbres correspondientes a un estado laico. Para conseguir esos objetivos iniciales,
los liberales debieron pasar por combates sangrientos, como aquellos de Huigra,
Naranjito y Yaguachi. Siguieron a estas batallas circunstancias de trágicas consecuencias
en todos los aspectos: el martirio político del General Eloy Alfaro y de sus más
próximos asistentes y familiares; el asesinato de Julio Andrade; la revolución montonera
del General Concha, hechos que se agravan con la acción destructora de una enfermedad,
la “escoba de la bruja”, que terminó con las plantaciones y el monocultivo cacaotero
y acentuó el ya intenso regionalismo, el aislamiento de las regiones, la íngrima
pobreza del país, el analfabetismo dominante y mayoritario, que dieron razón lógica
a la iniciación del socialismo y del sindicalismo ecuatorianos, en cuyos primeros
pasos se llegó incuso hasta al sacrificio popular en las calles de guayaquil, en
Noviembre de 1922.
***
Desde este panorama es fácil comprender
cómo la juventud laica y liberal pasó a aceptar, sin intermediarios filosóficos,
las ideas socialistas y a hablar en nombre de la humanidad y de la solidaridad proletaria:
al mismo tiempo, y desde los años 20, los escritores se pusieron, en su mayoría
del lado del obrero y del campesino, en especial el grupo de la llamada “generación
del año 30”, acaso la que, con mayor peso, va a imponer un pensamiento literario
capaz de salir de las fronteras provincianas del Ecuador: precedidos por Fernando
Chávez y Luis a. Martínez, el cuento y la novela indigenista se imponen como el
grupo de escritores más brillantes, actuando de unísono o por líneas paralelas.
Leopoldo Benítez, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Alfredo Pareja Diezcanseco,
Demetrio Aguilera Malta, en Guayaquil; Manuel María Muñoz, César Andrade Cordero
y Alfonso cuesta, en Cuenca; Jorge Icaza, Humberto Salvador, Jorge Fernández, en
Quito; son los nombres fundamentales a los que seguirán, posteriormente, Ángel Felicísimo
Rojas, Pedro Jorge Vera, Pablo Palacio, Alejandro Carrión, Arturo Montesinos, José
Alfredo Llerena, Adalberto Ortiz. Todos ellos están emparentados por el mismo objetivo
de denuncia de la explotación de los campesinos en Costa y Sierra. Por primera vez,
y ciertamente favorecidos por los movimientos de solidaridad socialista en el mundo,
aparecen del éxito internacional de la novela “Huasipungo”, de Jorge Icaza. En esta
situación conflictiva del país, sacudido en todos sus niveles sociales y humanos,
cuando ya el obrero, el campesino, el intelectual y el artista actúan, por decirlo
así, en la calle, redactan manifiestos, exhiben carteles y participan, sin tregua
en un activismo incontenible; cuando el periodista pasa a ser orientador de las
ideas que defiende y el político debe pelear a rajatabla para lograr la aprobación
del Código del Trabajo, la creación del Seguro Social, la reivindicación permanente
de los derechos laborales, cabe preguntarse ¿qué hacía una poesía esteticista y
puramente formal dentro de un ambiente tan convulsionado que hasta la pintura entra
sin análisis y resueltamente en la intención de protestas y reclamo?
Y he de responder que
el poeta, los poetas del Ecuador, no han terminado aún la búsqueda de un nuevo lenguaje:
los tres exponentes fundamentales de la generación de comienzos de siglo, intentan
una poesía todavía entusiasmada por la transformación formal, por el lenguaje musical,
por la profundidad filosófica ; su lucha es contra los restos del romanticismo,
contra un clasicismo poderoso, todavía atado a la gran literatura del siglo XXI
y a sus máximos exponentes: Olmedo Rocafuerte, Mera y Montalvo; y en fin, por la
ola simbolista de la “generación de los decapitados”. En la nueva línea están: la
exaltación verbal del verso de escudero; el preciosismo lírico, repleto de juegos
metafóricos, de Jorge Carrera Andrade, y el pensamiento hondo; cartesiano y deslumbrante
de Alfredo Gangotena. Distintos caminos seguirán estas tres cumbres de nuestro modernismo
y en sus obras aparecerán, claras, las huellas de los estudios y actividades que
orientaron a cada cual; mas es idéntica la disposición anímica que los conduce por
los caminos plásticos de la poesía pura: Carrera Andrade buscará los signos de la
naturaleza, exaltará las cosas mínimas, entrará en la esencia del país y de los
mundos que ha de visitar. Su enorme estructura de samurai se confundía con un rostro
y una manera asiáticos en los que fácilmente se reconocía la raigambre mestiza americana.
Andaba cercano a Reverdi, a Juan Ramón Jiménez, a los “Aikay” japoneses. Por su
parte, el ingeniero Gangotena preferirá una poesía sabia, científica, encuadrada
en expresiones de admirable grandeza. Este espíritu racionalista y su pasión por
las matemáticas y la física, se expresarán en un “lenguaje de campanas”, como lo
definía Max Jacob, en el que estarán presentes lo telúrico de los Andes, la voz
de los ancestros y una angustia existencial que da, a su masa poética, fuerza de
canto y epopeya.
Escudero, en cambio,
tratará de hacer del idioma, y más exactamente, de la palabra, el gran material
de su poesía. Confiesa así que nació poeta, y que, desde sus mocedades, 11 a 12
años, ya estaban presentes en él, Fray Luis de Góngora, Valery y Mallarmé como sus
metas ideales. Esta pasión formal no le alejaba del juego filosófico y de temas
concretos y obsesivos como la mujer, dios, la muerte, el poder telúrico.
Los tres personajes
respondían, sin embargo, a características propias y a comportamientos individuales
definidos. Hubo, sobre todo en Escudero y Carrera Andrade, cierta voluntad de penetrar
al ambiente americano y las circunstancias político sociales que lo rodeaban. Además,
obligados viajeros ambos, por su oficio diplomático, tratarán de contagiarse con
el mundo. Aunque aquello fuese en forma pasajera, esporádica, y se concentrase,
en Escudero, fundamentalmente, en dos de sus libros: “Hélices de Huracán y de sol”
y “Altanoche”, no significa una tendencia permanente sino un compromiso ocasional
y temporal. En el primero de los libros mencionados, el poeta busca una definición
plástica de la geografía americana: es franca y poderosa la expresión, a la vez
que altisonante y desatada, la de su poema “Hombre de América”, y acaso le cabe,
a éste, el título de libro total. Es poema de creación, de violencia natural y bastan
unas pocas expresiones para decirnos lo que quiso el poeta:
¡Hombre de América!,
Hombre torrente y cataclismo,
con una mordedura de
llamas en el pecho.
¡Naciste de una piedra que
rodaba al abismo
y eres un ventisquero
con dos garras de helecho!
***
Hombre vertical, hombre
fahir, dolmen y grito,
arrebol, piedra, flama
seísmos, vórtice y ola,
si tú puedes hacer piafar
al infinito
con las bengalas ígneas
de una mirada sol.
En la misma línea están
sus poemas “Pleamar de piedras” y “Los Huracanes”:
Tierra mía eres lo que yo soy,
Agua, metal y flama.
Lo que yo soy
***
El seísmo,
carrusel de la muerte concéntrica.
En cambio, en “Altanoche”,
ya ve el drama de la conquista y del mestizaje y mira al indio, dueño auténtico
de los páramos y de las tierras frías, acosado por las presiones del mestizaje,
del proceso colonial y de la todavía actual tristeza del habitante autóctono:
¡América, tierra negra con alas!
***
Naufragio de los bosques pretéritos
que oyeron el primer arcabuzazo
a los hombres blancos.
***
El rondador, el rondador
es el viento
la raza
la distancia
la desgarradura de la cordillera
el zodíaco del sol ebrio.
***
“Altanoche”, su libro de 1947 es casi una crónica
vital. El viaje vuelve motivo de poemas alusivos, de impresiones resumidas en metáforas.
Escudero, que mantiene la intención puramente formal, escoge, esta vez, temas de
viaje, realidades concretas, expresiones de rebeldía política, aproximaciones a
la poesía urbana, presencias de personajes universales, elementos del a vida actual,
sitios geográficos, para llegar, al fin, al poema coloquial y doméstico en sus “Cartas
a mi padre muerto” y “Romance del hijo”. Emplea preferentemente el romance, pero
ensaya, asimismo, el verso libre. Escribe este espléndido poemario en París, Nueva
York, Quito, Buenos Aires y Montevideo y se ve claramente que esta obra es la del
viajero por muchos caminos del mundo. Alusiones a los sitios visitados:
¿Quién dijo que en Nueva
York hay estrellas?
Esta es mi cordillera.
Riscos de rascacielos.
Manhattan hembra
Entre los brazos líquidos
De dos ríos grumetes
Y el ombligo púrpura de Broadway.
***
Dientes exploradores
en el Congo de tus cabellos.
***
Cataratas del Niágara
de tu grito en el viento
(poema “Cuaderno de
Nueva York en llamas”)
***
¿En cuántas Groenlandias
se congelaron nuestros
deseos?
Hay tantos golfos en
las mozas.
Por otro lado, se aproxima
a las sorpresas de la técnica contemporánea y habla de trimotores, autogiros, grúas,
bicicletas, sismógrafos, fonógrafos, fútbol y limusina. Quiere ser, por decir así,
testigo fiel de lo que ha visto y de los asombros que cada día nos depara la técnica,
más aún teniendo en cuenta que la preparación de “Altanoche” es simultánea con el
desarrollo de la segunda gran guerra y su inaudito proceso destructor.
Los biógrafos y críticos
de Escudero aportan algo más a los datos oficiales que trae la adjunta hoja de servicios,
cuyo carácter referencial algo añade a los elementos de ubicación de Escudero y
su poesía.
Es normal que se conozcan
las múltiples actividades del escritor como las de diplomático, catedrático, estudioso
internacionalista, que fue este iluster poeta. Franklin y Leonardo Barriga, así
como Hernán Rodríguez Castelló completan estos detalles que no dejan de ser interesantes.
Señalan los Barriga la pertenencia de Escudero al Partido Socialista Ecuatoriano,
su trabajo de periodista en “El día” y “La tierra”; Rodríguez Castello va más allá
y nos cuenta que escribió sus primeros poemas a los nueve años; que en 1916 realizó
su primera aventura editorial, la revista “Crepúsculo”, en cooperación con Augusto
Arias y Jorge Carrera Andrade; que luego, en el instituto nacional mejía, participó
en la publicación de otra revista, “La Idea”, entre 1917 y 1920; que sus “Poemas
del Arte” ganaron, en 1918, un certamen intercolegial y que luego “Las Parábolas
Olímpicas”, fueron premiadas en unos Juegos Florales Universitarios. Añadiría que
colaboró activamente, allá por 1921, en la revista “Vida intelectual” en la que
intervinieron importantes escritores ecuatorianos. En esta revista se incluyen poemas
menos conocidos como “Pentecostés”, “Claridad”, “Desnudez, “Inmovilidad”, “El Éxodo”,
y como presentación de los mismo, el comentario que, sobre el joven ecuatoriano
expresa el mexicano Adriano Mendoza. En este corto prefacio confiesa el crítico
que encuentra “un colorido hipnótico de expresión”; que Escudero “rasga el velo
de la mediocridad con su maravillosa fuerza lírica”, y que hay en “sus diecisiete
primaveras, – estamos en 1921 – vibraciones – de un horizonte complejo”.
Mendoza transcribe el
examen que, sobre la personalidad del Quiteño hace J. J. Pino Ycaza, quien anticipa
que “la figura diabólica de este altísimo poeta… cuyos fulgores medianos apagan
una claridad difusa que viene de otros cielos y que trae en su seno empalidecida
luz de múltiples estrellas que habrán de esmaltar su nuevo zodíaco en un día muy
lejano que se anuncia”.
En fin, vale la pena
mencionar lo que dice, de Escudero, Alejandro Carrión, en su presentación de “Poesía”,
editada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana: “los que lo conocemos de toda la
vida sabemos que él es, principalmente, un poeta no “nada menos que un poeta” –
que ya es tanto –, sino por sobre todo, un poeta”. Valga la pena, en fin, citar
la mínima biografía que logra realizar Carrión, en su presentación de “Poesía”,
editada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana: “los que lo conocemos de toda la
vida sabemos que él es, principalmente un poeta, no “nada más que un poeta” – que
ya es tanto – sino por sobre todo, un poeta”. Valga la pena, en fin, citar la mínima
biografía que logra realizar Carrión y que, sin entrar en el detalle de lo cotidiano,
del acontecer histórico, o de la precisión cronológica, resume admirablemente la
personalidad y la obra que se estudia: “EL Escudero cambiante, que va desde la violencia
de las páginas de “Hélices de Huracán y de Sol” hasta las serenas y limpias, sabias
páginas de “Materia del Ángel” y “Autorretrato” no es un Escudero nuevo a cada libro
sino el mismo Escudero de siempre, detenido al borde de la eternidad, de pie en
el umbral de la muerte, en contacto con las fuerzas profundas de la vida. Su periplo
en la conquista total de la palabra no muda su esencia. Su viaje a la pureza, hacia
la serenidad, desde la adolescencia huracanada, hasta esa madurez de mármol griego,
dentro de cuya armonía de medidas inefables arde la llama de la pasión humana, ha
sido cumplido mientras conquistaba y domaba la palabra, convirtiéndola de ama suya
que era en la sierva que es hoy: pero su esencia, allá dentro, sigue siendo la misma”.
En el fondo, los claroscuros
de la vida personal no alteran la unidad del hombre que, desde la infancia misma,
hasta el día de la muerte súbita se mantiene leal a su camino poético y llega al
final de la vida terrena con el último papel, los últimos versos y los últimos hálitos
y pensamientos.
Más importante y definitiva
es, por supuesto, la correlación que el propio Escudero hace de su oficio, cuando
en uno de sus ensayos (“Ars Poética” – Autoexégesis”) afirma que el poeta es el
hombre hecho para la suprema peripecia porque su sola e inmaterial herramienta es
la palabra desecha de su envoltura profana y liberada, por tanto, de los grilletes
que le imponen sus habituales carceleros”. “En el hombre - añade - por axiomático
designio, su caudal de expresión es a la vez su patrimonio conciencial con todo
el laberinto de sus vivencias inextricables. Admite que, en el menester de la poesía
“Hay cierto sabor a narcisismo” y hace esta confesión al revisar la propia obra.
Comprueba, tras esta revisión: “nunca se puede saber, a pesar de la lupa de aumento
con que miraba y examinaba el poema acabado, qué brújula infalible me había conducido
en esta pequeña grande odisea, ni por qué cedía al capricho de escoger esta ruta
y no otra”.
La escogió y creyó en
la necesidad de encuadrarla dentro de líneas formales, de exaltación fundamental
de la palabra, y hay que reconocer, alejándose, en la mayoría de los casos, de los
problemas sociales y humanos de su tiempo, así como de cualquier intención racionalista:
“los franceses, dice, dominados por una geométrica mente cartesiana, no son grandes
poetas por el exceso de su razón, a diferencia de los ingleses menos racionalistas…
pero mejores poetas por obra de una superioridad emocional y afectiva”. Y para situarse,
sin lugar a dudas, en su ubicación, y luego de enaltecer, sin embargo, a “dos magnos
poetas franceses, verdaderamente tales como lo fueron Villon y Baudelaire, en toda
su grandeza insular y solitaria”. Parte de una excepcional reafirmación de si “linaje
poético” y dice que la poesía es “consanguínea”, como lo ha manifestado reiteradamente
la crítica ajena, en ciertas fisonomías, con la de tres poetas a los que profesa
“una honda admiración: el libérrimo y grande Luis de Góngora y Argote que, desde
el cielo bruñido por la luz meridiana del siglo de oro español, inventa fórmulas
esotéricas de poesía pura que son válidas para todo tiempo y toda latitud geográfica;
Stephane Mallarmé, en cuya poesía de niebla se contiene la entraña cabalística del
simbolismo y el prometeico Paul Valery que roba a los dioses la centella del firmamento
en busca de lo inasible: el ideal apolínico de una belleza a la par clásica por
el equilibrio y la mesura con la que está forjada, y a la par insurgente, en cuanto
se rebela contra su propia perfección, devorada por una fáustica sed de vencimiento
y perennidad”.
Alto aprecio demuestra,
en esta confesión, de su poesía y sus fórmulas de expresión estética, y no tiene
reparo en confesar su vanidad, aunque pida, por ello comprensión a los demás: “Al
insinuar este triple parentesco reconocido por la opinión de los demás, reclamo
la indulgencia de quienes me leyeran en todo lo que ello podría parecer, sin serlo,
un pecado real de inmodestia”. El citado ensayo de autocrítica da, además, a conocer
las recetas de una poesía deleitosa, hasta “madurar una forma peculiar extraída
de la gloriosa e inagotable cantera de la lengua castellana, exhumando en algunas
ocasiones los vestigios sepultados de las voces arcaicas, o llegando al extremo
febril del neologismo de propia factura o agotando el inventario de los modelos
métricos que circularon como deslumbrantes monedas en la poesía del siglo de oro
español”.
Admirable recuento,
el que hace luego, de su largo camino en el arte, tan largo casi como la vida del
poeta, y en el que cree que es “fácil advertir que el último libro proviene en derecha
genealogía del primero, y aún más, se podría afirmar que el último no ha abolido
esa como litúrgica pasión de la forma que se enseñorea en aquel; para terminar,
luego de este estricto y hondo análisis, con el reconocimiento de que la poesía
le ha sido base de perpetuo desasosiego y de angustia, de inapetencia, de desesperada
voluntad de llegar a comprobar que queda todo por hacerse: “contemplando mi obra
desde mi actual perspectiva, puedo afirmar con cierto escepticismo melancólico que
toda poesía es un perpetuo recomienzo de algo que no nunca está ni acabado ni saciado”.
Ha situado ahí la historia de una obra, la ha definido con mayor claridad, la ha
encuadrado en el marco de una vida que se dedica totalmente al quehacer poético,
pero haciendo de esa biografía noble el relato de una existencia total que se inicia
en la génesis y el nacimiento pasa por el amor y la exaltación, y llega, en lento
proceso de preparación, a la seguridad y fatalidad de la muerte. Afirma escudero
que su poesía “es el presagio en la linde agónica que es mitad vida y mitad muerte”,
y que encuentra en algunos de sus poemas “un reflujo de aguas agoreras”: “La voz
se ha adelgazado como el arpegio muriente de una melodía y todo mi arte poético
se ha ensombrecido en la umbría de un lamento que es a la vez remembranza del deleite
compungido”. “Introducción a la muerte” parece ser y “es, por antonomasia, suyo
(mío) con todo el privilegio de su (mi) afección”. Numerosa y espléndida es la respuesta
que la crítica dio a la obra de Escudero. Cada cual, por camino diferente, legó
a la esencia de la intención, a la exaltación de los prodigios verbales del artista,
y aun convencimiento general de que, difícilmente, en la lengua castellana, se habían
conseguido logros plásticos comparables a los del poeta ecuatoriano. Isaac Barrera,
Galo René Pérez, Miguel Sánchez Astudillo, Francisco Granizo, ponderaron el “sibaritismo
verbal”, la “liturgia en un nirvana de belleza” (Sánchez Astudillo) hasta llegar
a un solo y final resultado: “sonido; antes de palabra y de verbo, sonido ¡música!
Música antes de la sílaba, música viniendo del sonido genético…, música de la tierra,
del todo, del uno” (Granizo). Unanimidad de juicios que sólo se comprende porque
la obra no admite otra manera de verla y oírla, como la vemos y oímos, en la primera
lectura o en la última revisión de esos portentosos cincuenta años de poesía.
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