JORGE DÁVILA VÁZQUEZ | De gracia y de misterio: David Ledesma Vázquez, primera lectura
LA PERDIDA LAMPARA DEL SUEÑO
“De pronto, / como cortado o incompleto,
/ como un silencio nada más, / desciendo, / como una sequedad en la garganta,/ como
una pausa en que vacila el aire./ Amor mío… Amor mío…/ ¿Qué cosa puedo darte?/ Tú
me has dado tan solo tu presencia, / tu sonrisa y a veces tu aliento, / una proximidad
y nada más./ Yo te regalo un muerto. Cuídalo bien./ Es tuyo. / Solamente recuérdalo,
/ cierta fecha de octubre/ porque donde tú naces yo termino./ / Y mientras tú me
pienses, viviré./”
¿Quién era el autor de este desgarrado poema
de adiós, encontrado en su camisa de suicida, un día nefasto de marzo, hace casi
treinta años? ¿Quién tenía esa capacidad inmensa para hablar de la muerte y de la
vida, del ocaso de una existencia y de la aurora de otra, con una lengua poética
de una estremecedora intensidad, y un fluir tan terso, como si estuviera conversando
con su pequeña hija, justo cuando tenía ya un pie en eso que familiarmente llamamos
“la otra orilla”?
Era David Ledesma Vázquez, a quien estarán dedicadas
las páginas siguientes, que son apenas la primera lectura de su poesía, que espero
tenga en el futuro muchas, variadas y profundas aproximaciones; pues si hay una
obra lírica que merece ser descubierta por el mayor número de lectores, y que por
sus calidades, su hondura humana y sus aportes a la poesía actual del Ecuador, es
digna de la admiración de todos sus compatriotas y más largamente de todos los hispanohablantes,
es precisamente esta.
Dice Ileana Espinel, en la introducción al número
dedicado al escritor en la Colección La Rosa de Papel, que David Ledesma Vázquez:
“Nació en Guayaquil el 17 de diciembre de 1934
y falleció por su propia mano el 30 de marzo de 1961. Fue poeta, narrador, actor
de teatro y radioteatro. Viajó por Argentina, Bolivia y Perú, casi adolescente,
en giras de difusión artístico-teatral. Dos meses antes de su deceso voluntario,
visitó Cuba invitado por el Gobierno Revolucionario del Comandante Fidel Castro
. En 1954 fundó el “Club 7 de Poesía”, integrado además por los poetas de la Generación
del 50: Carlos Benavides Vega (Alvaro San Félix), Ileana Espinel Cedeño, Gastón
Hidalgo Ortega y Segio Román Armendáriz, con quienes publicó CLUB 7, selección personal
del Grupo, a inicios de ese año.” [01]
Vemos claramente, que la personalidad de nuestro
autor se caracteriza por su precocidad, riqueza, y por los múltiples caminos que
tomó su talento creativo.
Podemos también afirmar de entrada, que la poesía
de Ledesma estuvo marcada por su experiencia del teatro: es ágil, dialogal, se presta
para la lectura o la recitación.
En 1953 aparece su “folleto primigenio” CRISTAL,
que recoge una docena de poemas, escritos, parece, alrededor de los quince años
de edad. De él ha dicho Espinel: “leve, matinal, visiblemente influenciado por el
Fakir de “Espacio me has vencido”. [02] Parece natural que una sensibilidad
poética como la de Ledesma, privilegiada y perceptiva, acogiera de modo intenso
la mayor y más luminosa de las obras de la lírica ecuatoriana, publicadas apenas
unos años antes de su surgimiento en el terreno de la producción poética (Espacio
aparece en el 46, la impronta es no solo profunda, sino consciente, y se nota que
Ledesma andaba en pos de una línea poética que lo había marcado: la Nueva canción
del caminante trae un epígrafe del célebre Poema numero 1 de Dávila,
que es de 1947).
Dice Rodríguez Castelo: “-de entonces fue el
precoz Cristal, que más tarde desdeñara el poeta-. Pero pronto la muerte
y la soledad de la vida se le revelaron. Desde entonces (1954) el tema dominante
de su canto sería la condición humana desolada, agónica.” [03]
Rodríguez no cita la fuente de ese desdén del
autor por su obra primogénita, pero suponemos se refiere a la frase citada por los
editores de Gris: “Cristal, libro que según su autor contiene ‘poemas
que no son poemas’”; [04] aspecto en el que también hay una proximidad con
Dávila Andrade, que sabemos abjuró de su primera y extraordinaria obra lírica. [05]
En los poemas de la adolescencia, apenas empieza
a percibirse ese dolor tan intenso en lo personal y en lo humano, que va a marcar
la obra de Ledesma:
“Oh, los duros caminos/ y las noches errantes / y mi canto perdido” (La
eterna canción).
Ese canto que busca en el mar, en el recuerdo,
en los besos, se pregunta si no estará: “¿En el hondo dolor de la vida,/ de esta
vida que cansa y asfixia?”. Es una expresión que remite a la desgarrada posición
vital de los modernistas, con absoluta seguridad, parte de sus lecturas poéticas
primeras.
Pero, asimismo, en casi todos estos textos hay todavía una percepción luminosa
de la existencia: un cierto sentido agridulce de la realidad, una frescura juvenil.
Así, en Aquamarina, su visión de la divinidad
es plácida, muy diferente de la que encontraremos en poemas posteriores:
“Y Dios, amable, sosegado y tierno/ dormitando
una siesta bajo el agua”.
Es un ambiente de luminosa utopía:
“Y paz… y paz… y solo este silencio,/ claro
como un cristal fino y sencillo;/ puro como una lámpara de aceite…”
Cristal es, sin duda, el testimonio de una época anterior a la caída, en tiempo
idílico, en el cual el poeta parece haber sido feliz al “Sentir el alma (…) delgada,
breve, limpia.” (Tranquila soledad ).
Lo agridulce de que hablamos aparece concretamente
en Aritmética, ese poemita en que se dibuja la silueta espiritual del David
idealista, ajeno a los cálculos y a las exigencias de lo pragmático, que nunca aprendió
que “Hay que saber que dos y dos son cuatro/ para poder vivir”, y que termina confesando
su despojamiento, pero también un entusiasmo vital que parece ser más genuino que
sus vagas tristezas modernistas, más literarias que reales:
“Y no aprendí las tablas de aritmética. / Ni
he logrado el futuro, ni el coche, ni el amigo;/ pero he tomado todos los dones
de la Vida,/ gozándolos intensa y plenamente.”
Mas, como la sierpe en el paraíso, algo acechaba
al jovencísimo David en sus años tan cortos, y su mordisco clausuró para siempre
su Isla de infancia, a la que termina evocando con una tenue, pero honda
melancolía al final del folleto:
“Allí mora la luz/ que ya no miro,/ y la perdida
lámpara / del sueño.”
EL FRUTO AMARGO Y LA CAÍDA FRENTE
En 1954, apenas cumplidos los 20 años, publica Club 7, en unión de
los antes mencionados cuatro compañeros de generación. De ellos, Carlos Benavides
Vega, con el seudónimo de Alvaro San Félix (1931), alcanzará un prestigio bastante
aceptable para el medio -y que duró hasta su muerte ocurrida en 1999-, como actor,
autor teatral y locutor, pero no volverá a publicar poesía; Ileana Espinel Cedeño
(1933), permanecerá ligada al trabajo lírico hasta la fecha, como la figura femenina
más importante de la poesía ecuatoriana de su generación; Gastón Hidalgo Ortega
(1929), el mayor del grupo, sobrevivirá once años a Ledesma, pero sin escribir,
o al menos publicar gran cosa, y Sergio Román Armendariz (1934), oscilando entre
el teatro y la poesía -para la que estaba especialmente dotado, como se aprecia
claramente en su Arte de amar-, se afincará en Costa Rica, con eventuales
visitas a su patria.
Esta aproximación inicial a la obra poética
de Ledesma -que pecará, sin duda de superficial y tentativa, pero que, repito, aspiro
a que abra las puertas al conocimiento, difusión y análisis del trabajo de un gran
poeta, cuyo proyecto lírico quedó, desgraciadamente, trunco- tratará de desentrañar
algunos de los motivos fundamentales que la nutren: el dolor, en sus diversas
manifestaciones, en las varias etapas que registra la producción del autor, pese
a la brevedad de su vida; el amor oscuro, en imagen tomada de Federico García
Lorca, esa pasión que, desterrándolo del paraíso utópico de la niñez y la adolescencia,
lo consumió a lo largo de sus pocos años, hasta aniquilarlo; la incomunicación,
expresada constantemente en la clara percepción que tuvo, en todo momento, Ledesma,
de que no podía entrar en contacto con los demás, pese a los esfuerzos que hacía,
incansable, en ese sentido; y la conciencia de la diversidad, que aparece
muy tímidamente al principio y que luego se va consolidando, hasta llegar a esa
especie de declaración de principios en este sentido, que es el extraordinario poema
Distinto.
Quedarán, por supuesto, muchas cuestiones como
simples planteamientos, muchos caminos esbozados para llegar al fondo de una poesía
tan hermosa y dura, como leve y trágica, y es mejor que sea así, pues esto generará
un diálogo extenso e intenso en nuestras letras, del cual este abordaje no habrá
sido más que una modesta motivación.
En Club 7 el segmento dedicado a Ledesma
lo integran ocho poemas:
Arte poética (de 1952), Lugar de Angustia, Conocimiento de la muerte, El
deshabitado (de 1953), Visita, Melancoly Rhapsody, Film
y El espejo (de 1954).
Los textos son frutos tempranos, escritos, como
se puede observar, entre los dieciocho y los veinte años, pero valiosos, mucho más
personales que los de Cristal, más sólidos desde el punto de vista de la
construcción de la obra lírica, y revelan claramente dos cuestiones fundamentales:
a) Que el novísimo poeta está imbuido desde
siempre de un profundo -y ya desde este título-, desgarrado sentido de lo lírico;
y
b) Que posee una noción clara de que la poesía
no es una casualidad, el fruto de una improvisación, sino el resultado de un trabajo
sobre la palabra y en torno a las ideas y a la vida.
A medida que se iba haciendo un gran artista,
en una madurez que suponemos empezó ya hacia los veintitrés años y que no duraría
más de cuatro, Ledesma supo extraer los mayores valores expresivos de su propia,
atormentada y corta existencia.
Las del libro que nos ocupa son breves piezas,
que están como sacudidas internamente por esa especie de ramalazo de dolor que toca
a cuanto Ledesma escribirá en adelante:
“Todo se quiebra aquí. Todo se trunca”, se queja en Lugar de Angustia,
afirmando que “Es tiempo de llorar la soledad, / el fruto amargo y la caída frente”,
y en una especie de relámpago profético: “Es tiempo de quebrarme yo también.”
Y otra vez hallamos ese aire como de vaticinio
en El deshabitado: “Porque nada me habita ni me vive: / soy extranjero ya
sobre la tierra…” Uno se pregunta, sin remedio, si esta suerte de desprendimiento
del existir era ya vivencial, o si se trataba todavía de una especie de pose juvenil
y literaria, como la que asalta al poeta adolescente, personaje principal de la
única gran novela de Milan Kundera, La vida está en otra parte. Porque si
el autor estaba, casi desde el inicio mismo de su producción poética, asaeteado
como un nuevo San Sebastián, por un dolor vital tan intenso, se podría pensar en
él como en el último de los decapitados, por su afinidad sensitiva y por su prematura
percepción de la muerte. [06] Esta le pone también, sin duda, en contacto
con el Dávila Andrade profundo, que aparece y reaparece en sus textos, como un fantasma
querido, pero, ciertamente peligroso, para una sensibilidad tan aguda como la suya,
pues si bien el poeta cuencano le sobrevive unos años, la huella de su oscura inclinación
suicida debió encontrar ecos y enraizarse profundamente en el corazón juvenil de
Ledesma.
El conocimiento de la obra escueta e intensa
que nos ha quedado del poeta, nos pondrá sobre la pista verdadera en torno al primer
planteamiento de esta aproximación.
A veces, preciso es reconocerlo, estamos frente
a poemas bastante menores como Visita, pero incluso en este hallamos esa
imagen de honda melancolía post-post-modernista. Ante el recuerdo, el poeta dice:
“Y nos vamos sembrando de nostalgia. /Y no decimos nada.”
La incomunicación -ese cerrarse sobre sí mismo,
ese silencio agobiante- hace aquí una de sus primeras apariciones.
Melancoly Rhapsody es una composición excepcionalmente delicada.
Ledesma evoca en ella, siempre a la manera de los modernistas, un amor que yo llamaría
casi infantil, el de Lily, pero lo hace en un tono de hombre mayor de lo que él
fuera nunca. Escribe: “Hablo de los antiguos barrios. De las casas donde viví hace
tiempo.”
Y eso hace que nos planteemos, una vez más,
si en este conjunto poético, que bien puede considerarse precoz, no estaremos enfrentados
a unos textos en los que impera lo literario más que lo experiencial y hondo de
David, el hombre. Incluso hay una frase “y llueve en la ventana. Y en los ojos”,
que tiene un corte típico de Medardo Angel Silva.
Pero otras expresiones del pequeño canto a la
memoria de esa niña: “mitad ángel; la otra mitad, caricia”, como esa imagen animizada
de la nostalgia: “perro callado”, esa casi inmediatez de la descripción física de
algo abstracto: “con su pelambre espesa de recuerdos. / Y el rabo entre las patas…
Desolado”, nos ponen ante una nueva manera del decir poético, ante un discurso que
si bien se emparienta con el pasado de la lírica ecuatoriana, sin embargo, comienza
a caminar por otros rumbos expresivos, en los que incide cada vez más lo vivencial.
Dávila Andrade cruza también por el gris panorama
de la calle ante la que se ha apostado este hombre de veinte años para ver cómo
transcurre una existencia, que en ocasiones le parece ya extraña: [07]
“Pasarán/ los sarnosos mendigos./ Las carretas./Los
empleados sedientos de quincena. (…) Los niños/ amarrados a su muerte/ con un cordón
de anemia y de tristeza.”
Es una de esas enumeraciones, entre lo doloroso
y lo absurdo, que parecen tomadas de alguno de los poemas davilianos, [08]
pero que se nutre de unos elementos mucho más contemporáneos, y hasta ribeteados
de un cierto matiz intencionadamente antilírico.
Tres piezas, entre las ocho de esta selección,
considero fundamentales, su Arte Poética, Conocimiento de la muerte
y El espejo.
Me imagino que los lectores compartirán mi asombro
frente a un talento tan temprano, que elabora en su Arte poética una concepción
estética del yo y del mundo, de una manera completa, intensa y de notable fuerza:
“Soy un grito/ que flota entre la niebla…/ Vengo
desde lo oscuro de la carne…”, empieza afirmando. El tono del segundo Dávila Andrade,
el del período experimental, [09] es patente en esta sección.
Y sigue la progresión, en la que el ser humano
se va como elevando, aparentemente, hacia la entidad poética:
“De lo más limpio/ de la sangre subo/ como una
escala tenue/ al infinito.”
Nótese la expresión dolorida del inicio, la
base carnal desde donde emerge el hombre, que, sin embargo, se transforma. Pero
hay una vuelta hacia lo amargo del inicio:
“Soy un grito, no más…/Un grito ronco y solitario/
como el aullido de una loba herida/ o el fatal aletear de mil palomas/ degolladas
al filo de la luna.”
La riqueza expresiva es bastante intensa. Reparemos
en la metáfora que transforma al poeta en grito, en el símil doble: loba, aletear,
y la fuerza de una imagen de agonía y estertor, construida con un cierto matiz entre
la hipérbole y el absurdo intencional, que será siempre una de sus opciones, quizá
como reflejo de su percepción profunda del mundo desarticulado y cruel en el que
tocó vivir.
La poesía del autor será siempre canto, no me
cansaré de insistir en su calidad musical, en su agilidad, en su ritmo propio de
los textos teatrales, corales, recitables, pero su desgarramiento interior hará
de ella ese grito, que Ledesma sentía como su encarnación, y sobre el que vuelve
en la cuarta estrofa: “¡Soy un grito, no más!…/ Y bien pudiera/ ser el grito común/
de cualquier hombre.” La noción de identidad avanza, el poeta es todos los seres,
lo que nos pone ante una curiosa constatación de universalidad, en alguien que apenas
salía de la adolescencia. El verbo poder en subjuntivo, marca, sin embargo, la distancia
entre el ser marcado por el signo incandescente de la poesía y el humano corriente.
El poeta “pudiera” ser el grito de cualquiera, pero aunque no lo dice, tiene plena
conciencia de no ser parte del común de los mortales, se sabe distinto, diferente
al resto.
El remate es de una notoria energía: “Porque
en la inmensa soledad del Mundo/ (en este mar sin límites ni rumbos)/ ¡soy una gota
más que se deslíe!…”
La voz poética del artista se funde con la voz
de todos sus hermanos. Los otros no se solidarizaban con él, como lo constataremos
a su tiempo, pero él buscaba intensamente la comunión con los demás, una relación
fraterna, simple, y al mismo tiempo entrañable y profunda. Era una gota más que
se desleía, pero, parafraseando a Pascal, bien podemos decir que solo era una mínima
partícula de materia acuosa, sí, pero una gota pensante.
Conocimiento de la muerte es texto de extrema brevedad. En solo cinco
versos, el novel escritor nos pone ante la visión aterradora de la fugacidad de
la vida, de una manera que resulta conmovedora: “Lentamente nos vamos acabando./
Con los cuellos lascados. Con las medias./ Con los viejos zapatos. La camisa/ que
arrancamos como una piel gastada./ Lentamente nos vamos acabando.” Nótese el tono
estrictamente contemporáneo de los elementos que configuran la imagen global del
pequeño poema (destacando de paso la efectividad de la imagen comparativa de camisa,
que hiere la sensibilidad del lector como un despellejamiento). Todo es tan cotidiano,
tan simple, tan personal y al mismo tiempo tan global, que no se puede evitar un
estremecimiento. Ese escalofrío que causa la constatación de la cercanía, la vecindad,
la vivencialidad de la muerte, como un proceso común, del cual él, precisamente,
no era el más apropiado para hablarnos en ese tono tan terrible, tan premonitorio,
tan sabio y contenido, pues acababa de amanecer a la existencia, con toda la promesa
de su talento enorme y su juventud hermosa como toda juventud.
Yo diría que el primer planteamiento de estas
páginas, en torno a la autenticidad del dolor de Ledesma, halla su respuesta en
El espejo, poema de una conmovedora angustia, que no se queda para nada en
los extramuros de la verdadera lírica, en el artificio retórico, en eso que despectivamente
Verlaine llamaba la “literatura”, sino que nos introduce de lleno en el atormentado
ser del poeta, con un sentido de la autenticidad, que no puede dejar indiferente
a ningún lector.
Para empezar la aproximación a esta pieza, señalemos,
una vez más el parentesco espiritual de Ledesma con el Dávila Andrade, obcecado
por la presencia del espejo, en el que quería penetrar a toda costa, con esos afanes
que le venían como herencia de sus admirados surrealistas.
A Ledesma hay ciertos elementos que le fascinan,
como las escaleras, los espejos, los zapatos. Pero él no aspira a entrar en ese
frío mundo del vidrio y el voluble mercurio, sino que, al menos en el caso que nos
ocupa, percibe al cristal azogado como el testigo pavoroso de una existencia que
va volviéndose atormentada hasta lo insoportable.
El espejo es y no es la realidad. Lo es, en
cuanto en su lámina aparece el drama cotidiano del poeta, que se siente tan extraño
al mundo, tan diferente, que halla como la repetición hasta el infinito de sus humillaciones,
de sus vejaciones en el reflejo. “Estuve aquí”, dice en el primer verso. Esa frase
es del poeta, como protagonista del pequeño drama que se va a representar. La segunda
nos revela lo que ocurrió en ese ámbito en el que había ese testigo frío y mudo
del que hemos hablado, la violencia de que fue objeto, el adiós que lo destrozó,
la mudez en que voluntariamente quedó incomunicado. “Y yo que estaba ciego me tragué/
el grito a chorros verdes de silencio.”
En el sexto verso, irrumpe el diálogo silente
del espejo “Conozco ya tu voz.”, dice, mientras el poeta vuelve a reconocer el sitio
de la humillación y el abandono: “Yo estuve aquí.”
Viene luego la confesión: “Desde hace años que
muero y resucito./ Nadie me ve morir./ No me conocen/ quienes creen que soy yo el
que pregunto: / -¿Por dónde pasa el bus?… / -¿Me presta un fósforo?”
Y sentimos que hay un salto desde el espejo
como objeto material, al espejo humano insensible, que no se interesa para nada
en el poeta; a un orbe para el cual él, un ser ciertamente distinto del resto, no
pasa de ser uno más de los habitantes de un mundo frío y lejano. Problemas como
la incomunicación, y la conciencia de lo diferente, de los que hemos hablado entre
los planteamientos de hipótesis de trabajo, aparecen con extrema nitidez.
Pero lo formal tiene una gran importancia en
el desarrollo poético de Ledesma, y no debemos pasarlo por alto. Sentimos que se
va dando paulatinamente un entrañamiento con el lenguaje coloquial, que las frases
de todos los días empiezan a formar parte de la expresión poética, sin estilizaciones
ni sublimaciones de ninguna clase, lo que, por un lado, da una frescura grata a
la poesía de este autor, y por otro, inscribe su hacer poético, como señalamos antes,
en unos rumbos que iban mucho más allá de los que había señalado su mentor espiritual,
Dávila Andrade, que también fue, en su generación, precursor de este uso poético
de la lengua cotidiana.
Volviendo al poema, la confesión toma matices
cada vez más íntimos, que se vinculan con aquella lóbrega y lacerante pasión que
ensombrecía la vida del poeta, que fue descubierta por él, apenas acababa de salir
de su utópica Isla de infancia, y que la hemos planteado también como uno
de los motivos que queremos registrar: “Ceñido al sexo, / a su materia oscura./
Comprando la cadera atormentada./ El labio. El alarido. Y el mordisco. / Gimiendo
por la sal de la entrepierna. / Yo estoy allí. / Yo soy David. Estoy gritando…”
La idea especular de la imagen “real” y el reflejo,
juega en el fondo de todo el texto. Hay un aquí y un allí, que son como dos niveles
de realidad, el que representa lo más cercano a lo sensorial efectivo y el que se
remonta nada más que al recuerdo, respectivamente.
En esa especie de fotografía instantánea que
es el mirarse al espejo, David se ve a sí mismo, de modo más bien objetivo, y se
encuentra prisionero del deseo, enredado en el mercadeo del amor, negociando la
caricia imposible, la ternura inalcanzable, en una esfera que tiene rotas las cadenas
del diálogo, y en la que todo es apariencia pura -como puede ser la imagen fugaz
que aparece y desaparece en una superficie reflectante-, todo, menos el deseo que
atenaza su joven cuerpo, en el que combate un alma atormentada por la no aceptación
de su ser diferente: “¡Oh, amarradme, amarradme -oh, sí-, amarradme! (…) porque
me estoy rodando hacia el vacío!”
El poema entero se basa en el juego de ambigüedad
entre lo que es y lo que no es (pero fue), entre lo que el protagonista ve y siente
y los demás ni siquiera miran o perciben: “Yo soy./ Yo estoy gritando. / Parado
aquí. / Están sordos. / No me asisten”; entre el tormento que lo agobia y lo martiriza,
dentro del que muere y resucita, completamente incomunicado: “Y muero cuerpo adentro
sin decirlo./ aullando, sí. / Mordiendo./ Combatiendo.”
Así, la teoría del dolor, la pasión aniquiladora,
la imposible comunicación y la clara conciencia de lo diverso, se unen de modo indisoluble
en esta última pieza magnífica y tremenda del volumen.
ESTE POBRE DAVID QUE NADA PIDE
En mayo de 1958, Lírica Hispana de Venezuela, publica GRIS, el poemario
de Ledesma que había ganado una segunda mención en un concurso promovido por esa
entidad.
El diminuto libro contiene veintitrés poemas,
de los cuales, algunos ya estuvieron en la selección de Club 7, y no los
mencionaremos:
Nuevo conocimiento de la muerte, más breve que el anteriormente comentado,
más intenso y sintético. La noción de acabamiento y vida casi se identifican en
la frase “lenta muerte diaria”, y la idea de la incomunicación es abrumadora: “Morimos
en silencio. Nos morimos/ sin que nadie lo note. sin que nadie/ pregunte por la
lenta muerte diaria.” Apenas tres versos, pero una carga lírica de un dramatismo
insoslayable.
Balada del transeúnte, poema de un doloroso despojamiento. Cinco
años antes del suicidio hay en este texto una especie de desprendimiento del cuerpo
y el espíritu. Así, dice en la segunda estrofa en un tono hiperbólico y de metáfora
cosificante: “Nada me pertenece. Ni siquiera / esta cosa con pelos y sonrisa…”.
Parábola, composición de una nitidez, una economía expresiva y una luminosidad admirables.
Todo lo que el poeta sugiere de translúcido: la sonrisa de un muchacho -a veces
el oscuro amor resplandece como sinónimo de la obsesión luminíca, la más
esplendorosa de Ledesma, lástima que ocurre en pocas ocasiones- el crepúsculo, el
hogar, el árbol, la mano amiga y la palabra poética, desembocan en la imagen del
amigo muerto “de alegría, de perfección y de pureza”. Una muerte dulce, por causas
hondamente poéticas, espirituales, no comunicables; imposible de ser entendida por
los humanos, y cuyo sentido último solo pueden captarlo “los minúsculos seres de
la yerba/ y los hombres que tienen ojos puros”. Sea quien sea el personaje aludido
en el poema, lo cierto es que hay una extraña comunión entre el evocado y quien
lo evoca, y el motivo de los seres diferentes, como algo esencial, campea en el
texto.
Extraño, es una variante de tonos surrealistas sobre el tema del ser humano distinto
e incomunicado, y su desprendimiento, su separación de la realidad, y por lo tanto
de la vida: “Un hombre a quien jamás he conocido/ visita una ciudad que ya no existe.”
El poeta nos habla de algo como un espectro que recorre sitios fantasmales, y es
quizás el propio Ledesma, pues afirma al final: “Sobre mi corazón suenan sus pasos”.
Habitación con un espejo es una nueva aparición -igualmente tocada por
una aura surrealista- de los motivos anteriores. Pero ahora sí estamos seguros que
el extraño que se mira en el espejo del cuarto de un hotel, ese desolado ser tan
diferente del resto de humanos, y al mismo tiempo su semejante -su prójimo, diríamos
en terminología cristiana-, es él mismo, pues “se parece a todos/ y otro poco a
mi padre y a mi madre”.
A propósito, como encontramos en un mismo texto
dos elementos simbólicos que habíamos mencionado antes, escalera:
“La escalera retuerce, aburrida/ su interminable
cuerpo de madera”.
Y espejo:
“Desde el espejo del ropero atisba/ un fulano…”;
digamos unas pocas palabras sobre su valor semántico.
Según Federico Revilla, el primero tiene entre otras significaciones, la de “una
ascensión paulatina, con pausas o desfallecimientos: en cualquier caso no directa.
Ascensión, pues, a la medida del hombre y de sus limitaciones”. [10] En el
caso que nos ocupa, preguntaríamos ¿a qué asciende Ledesma por esas desvencijadas
escaleras que crujen y que en algún poema se asen de su zapato? La respuesta tentativa
sería que tal vez a su íntimo yo de hombre, a su naturaleza de artista, de poeta,
pero también de ser distinto, que a veces desconocía, desconcertado, y que cuando
la abrazó con amor y sin remordimientos, le permitió crear algunos de sus más bellos
cantos, entre los que están, precisamente, los mejores poemas de este libro.
En relación con el segundo elemento, escribe
Revilla: “La imagen repetida, el reflejo exacto que un espejo ofrece, han indicado
siempre objetividad y veracidad. Traspuesta dicha experiencia al orden espiritual,
supone sinceridad, autenticidad: el alma se muestra tal como es.” [11]
Los poetas son buscadores de la verdad de sí
mismos y del mundo, pero a veces -lo percibimos claramente en nuestro autor-, se
aterran de tal modo con lo que encuentran, que prefieren disfrazarlo o soslayarlo.
A Ledesma, y lo vimos en otro ejemplo anterior -de mucha mayor calidad lírica-,
en que utiliza el mismo elemento, le desconcierta tanto lo que ve, que el ser del
reflejo, aunque sabe que es él mismo, le parece otro.
Autorretrato con una pena breve pieza, entre las notables del volumen,
donde la vida emerge en cada línea. El poeta se siente como un ser distinto de los
otros, mínimo, que no quisiera más que un minúsculo lugar en el mundo, pero sabe
a ciencia cierta que no lo alcanzará, de ahí el profundo dolor que expresan estas
líneas referentes al “pobre David que nada pide”.
La soledad . Se siente en este poema -dedicado a la amiga, la confidente, la compañera
de creación poética, la más cercana a su corazón entre todos los seres humanos en
esta época, a Ileana Espinel- la desolación interior de Ledesma, que a veces se
apodera de su alma hasta el extremo de que la idea expuesta antes, sobre un desprenderse
del mundo, provoca que el sentimiento solitario del poeta funcione como un ente
aparte de su yo global. Esa desarticulación, esa falta de comunicación con la realidad
van como rasgando por dentro la persona humana, desintegrándola de modo cada vez
más irremediable.
Desde el punto de vista de la retórica ledesmiana,
es interesante la forma cómo personifica a la idea abstracta soledad en el texto,
confiriéndole un curioso estatuto humano.
Visita presenta un proceso inverso al de la personificación, el de la cosificación,
llamada también reificación, presente en nuestra poesía desde el modernismo. [12]
El corazón del poeta se transforma en “una calle enorme”, y el recuerdo, en cambio
es antropomorfizado, pues la “cruza desgarbado y flaco,/ con sus zapatos rotos.”
Demasiada añoranza de un pasado que era tan
reciente, pero que crecía hiperbólicamente en el corazón del escritor, inundándolo
con su atmósfera nostálgica.
Retrato de Clemente Jaramillo es uno de esos pequeños poemas, fruto de la
síntesis más acabada; todo lo que el poeta tiene que decir en tono elegíaco sobre
la persona evocada lo dice en cinco breves líneas cargadas de una intensidad lírica
sorprendente.
Los motivos de la luz y la paz, frecuentes en
la poesía de Ledesma, hallan una cabal realización: “Su pupila vertía inagotable/
una suerte de luz sencilla y grave (…) / La paz era su ambiente y rodeaba/ toda
cosa de paz con su mirada.”
El hábil juego de palabras con que cierra la
composición demuestra la madurez poética, el dominio del material expresivo, la
fluidez a los que ha llegado Ledesma tan pronto.
Algo sobre los viajes y la muerte es un texto basado en el paralelismo viaje/muerte,
subrayado por el epígrafe de Romain Rolland que nos habla de la ausencia como uno
de los disfraces de la muerte.
Lo interesante, además de la forma como Ledesma
maneja los paralelos, es -paradójicamente- la intensidad vital con que nos habla
de la muerte, cuando solo nos está hablando de las despedidas, en las que sentimos
que se desangra nuestra existencia.
Palabra final. Llama la atención que Rodríguez Castelo diga en su Lírica que Gris
es una “selección exigente de poemas de la década del 50”, [13] pues resulta
insólito que presente dos versiones de la misma composición, esta, menos lograda,
menos sintética, y Parábola, que ya comentamos antes.
Localidad muerta es uno de esos textos en que el motivo del
dolor aflora con una intensidad que abruma: “y no queda ya nada, ni la Muerte, /
sino seguir atados a la vida”. Ledesma no es un poeta característicamente religioso.
En esto, como en otros aspectos -la tendencia coloquialista, que desmitifica la
poesía como algo “elevado”, exclusivo, elitista; la mezcla de sentir personal y
social; la rabia, la impotencia ante el sufrimiento de los otros- se inserta en
la forma de pensar el mundo y las creencias de su generación, que estaba -habitualmente-
más ligada a las preocupaciones sociales que a las del espíritu. Sin embargo, en
este nuevo ejercicio de paralelismos, se lo siente identificándose con Cristo, mientras
todos aquellos fríos seres que lo rodean sin entenderlo ni amarlo ni dialogar con
él, serían Judas “que se solaza a nuestro lado/ y compra nueva túnica y se embriaga”.
Canciones para decirlas en voz baja. Son cinco, pequeñas, buriladas piezas líricas,
de una fuerza digna de ser subrayada; muestras todas de un oficio poético cada vez
más acendrado, sólido, de una propiedad en cuanto al discurso, de una economía y
una precisión remarcables.
Revelan un estado de ánimo signado por un amor
que, pese a colmar el espíritu del poeta, aparentemente, era un ramal de aquella
turbia pasión que emerge como un motivo oscuro, en numerosos momentos de la obra
de Ledesma.
En la primera, el beso no lo libra de ir “rodando
-boca abajo- / hacia la muerte”.
En la segunda, el poeta ama la pureza del objeto
amado, pero esta es peligrosa, tanto como puede ser “un lirio de fuego”.
Destaca la preciosa metáfora de corazón “cítara
inaudita”, en un contexto en que, pese a los riesgos de la pasión, se enciende una
“hoguera de alegría”.
En la tercera, el ansia de paz, una de las obsesiones
de Ledesma, rastreable en numerosos textos, aparece como súplica: “Enséñame la Paz”,
que se dirige a la persona querida, cuya visión es de una luminosidad asombrosa:
“La Paz que te circunda/ y que acontece/ en los más simples/ actos tuyos, esa/ que
te llena de luz/ a todas horas.”
En la cuarta, la segunda estrofa nos pone, una
vez más, ante ese “pobre David que nada pide”, tan diferente del resto de sus iguales,
con una conmovedora simplicidad expresiva: “Me basta/ una palabra/ de ternura,/
para sentirme/ dueño /de la tierra.”
Es esta lengua poética tan llana, en apariencia,
y tan delicadamente elaborada en cada una de sus expresiones, la que nos acerca
tanto a la sensibilidad y al poder lírico de Ledesma.
Y la quinta, verdadera declaración amorosa del
conjunto, construida con esa gran sutileza que caracteriza a las cinco composiciones,
se cierra con una bella hipérbole: “Y cuando tú sonríes/ amanece el Mundo”. Aparentemente,
el poeta alcanza en este texto una paz, una plenitud, una comunicación, que todo
lo oscuro queda de lado. Por desgracia, sentimos como una corazonada que este delicado
equilibrio durará muy poco.
“Su realidad es la realidad”, dice de la concepción
del mundo en Gris, Hugo Emilio Pedemonte. [14] Y es verdad, pero ¡de
que modo la transfigura una voz poética como la que nos ocupa!
Poema. Si en Club 7 hallamos la primera arte poética de Ledesma, aquí estamos
ante la segunda.
El amor obra el milagro de la poesía en el alma
del escritor, pues “Las cosas más sencillas se revisten de una absoluta luz, si
tú las nombras.”
Esa ansia lumínica que mueve el mundo de Ledesma
halla su sentido en la relación sentimental, se materializa, se vuelve elemento
transformador de lo cotidiano, la razón de ser de su poesía.
La poética del autor, en este momento, pasa
por la boca del ser amado y por su capacidad para nombrar el mundo y la realidad:
“si tú dices: - ‘El Día’, / el día está de pie entre tus labios.// Si -‘Ternura’,
comprendo la Ternura/ en su completa dimensión de espiga. // Y si dices -‘Cansancio’,
hasta mis huesos/ cae el cansancio tuyo y ya no escribo.”
Nótese la sutileza de la imagen metafórica ternura-espiga,
el modo, en apariencia tan sencillo, en que lo abstracto y lo concreto forman esa
unidad poética indisoluble. [15]
Elegía. si Poema es la declaración de los nuevos principios poéticos del
autor, esta composición es reflejo de su cosmovisión: el universo es mientras
subsiste la persona querida: “un mundo en donde -acaso- ya no existen/ sino tus
finas cejas perseguidas.”
Elegía, además es obra de una sensualidad absoluta. El contacto con el cuerpo está
marcado por la perfecta imagen que parte de lo sensorial: “Dulce tibieza de vellón
tan suave.”
Y una vez más, la cosificación del ser humano,
en imágenes como “el país extraño de tu rostro”, contrastando con la personificación
del “viento de aroma” que persigue los rasgos admirados.
Poema VII parece ser una más de las Canciones para decirlas en voz baja, incluso
la última hipérbole, construida aquí como símil, es casi la que cierra la quinta
canción. Pero, aunque el texto tiene una cierta belleza, carece de la concisión
y calidad sintética de las otras.
Canción de quién sabe dónde es un enigma poético, en que motivos como los
de la luz, el dolor y la presencia de la muerte aletean fugazmente:
“¡Quién sabe dónde dejaras tu vida! / (…)/¡Quién
sabe dónde dejaras tu muerte!”
Tres estatuas. La primera, Arquitectura de la sombra, es un texto que tendrá que
establecerse, en esa imprescindible edición crítica de la poesía de David Ledesma,
reto para las nuevas generaciones.
La segunda, Estudio para Narciso, cuya
forma endecasílaba se inscribe dentro de la rígida perfección que apasionaba al
autor de El cementerio marino, a quien está dedicada.
El juego barroco de la imagen y el reflejo llega
en este texto, uno de los más elaborados de toda la poesía de Ledesma, a su punto
más alto.
Además, hay la plena identificación con el mito
del Narciso ahogado, es decir, una vez más, la presencia del suicidio: “Y muero
en ti. Y mueren mis gaviotas. / Y el mar -desde tus labios imposibles-/ me nombra
en ti, me asedia con sus rosas, / con cítaras y abismos y misterios.”
Es asimismo remarcable la ambigüedad en la pintura
del adolescente mitológico, con cuyo cuerpo el poeta siente que se acopla, en un
ayuntamiento de muerte: “Y caigo yo vencido. Y tú vencido”. Pese a toda la luz que
lo recorre, el amor oscuro repta entre estas líneas magníficas.
El texto lleva la fecha de 1953, pero seguramente
remite a una primera escritura, pues la estructura superficial es de una calidad,
un ritmo sostenido, una poderosa musicalidad y una elaboración formal, que obviamente
no tenían los textos más juveniles.
Gris se cierra con uno de los poemas
más hermosos de toda la obra de nuestro autor: Por Vatzlav Nijinsky, clasificado
por Ledesma como la tercera estatua.
El ritmo de esta magnífica elegía es de danza,
impetuoso, envolvente. Es tan plástico todo, que el discurso oscila entre lo visual,
lo auditivo y las imágenes audaces de tercer nivel, en las que se funden las visiones
sensoriales y lo abstracto: “de tal manera estaba/ cerca de Dios su vuelo”; “En
torno a él abría la pavana/ su sima de espectrales melodías”; “Su limpio corazón
de alado ciervo/ ardía en llamas. Y su danza/ era un terrible viento apasionado.”
Por supuesto, la personificación es el recurso que produce el cambio de naturaleza
típico de la imagen, el salto cualitativo del paso de un estrato de la realidad
a otro muy diferente, transfigurado por obra de la poesía. Como ocurre con el Narciso,
este bello Nijinsky es fruto de un conocimiento cultural, se nutre de las
noticias sobre el gran bailarín y de su leyenda, y nos pone ante un joven autor
inquieto, amante del arte, ilustrado, universalista.
El ancestro modernista de Ledesma halla también
aquí su eco, pues el poema remite de modo tangencial a Danza de Anitra, una
de las obras maestras de Medardo Angel Silva.
Dolor, oscura pasión amorosa, indiferencia del
mundo en el que vive y singularidad están presentes a lo largo de toda esta poesía,
que inicia la breve madurez de David Ledesma.
Y ME PONGO A VIVIR POR VER QUÉ PASA
Esa madurez da una serie de frutos dispersos, antes del terrible último libro
que publicó en vida, Los días sucios [16] y de su testamento lírico,
que apareció póstumamente, el Cuaderno de Orfeo.
Aquí hablaremos de unos pocos de esos textos
sueltos, en los que se aprecia cómo Ledesma se apodera del lenguaje, cómo lo hace
suyo, amorosa y desgarradamente, cómo manteniéndose su fluidez en el discurso lírico,
este se vuelve más denso, más doloroso, más lleno de sentidos profundos, más revelador
del drama de un espíritu cercado por la incomunicación con su medio, terriblemente
consciente de su carácter diferente de elegido y de maldito.
Hora Sexual es un poema extraño, dotado de una imaginería ambigua, cercana a lo surrealista:
“Un lento niño verde come carne/ de su mismo color. Y la escalera/ parece sexualmente
abandonada/ con seis piernas ansiosas de zapato.” ¿Qué es, podemos preguntarnos,
todo este conjunto de seres entre lascivos y rotos, este escenario incongruente,
esa vuelta de las obsesiones (escalera, zapatos), esa velada insinuación de promiscuidad?
Aparentemente solo uno de esos exabruptos líricos que tuvo la generación de Ledesma,
en los que estallaba su ira o alguna otra momentánea pasión. Pero quizá también
un intento de exorcizar imágenes apenas entrevistas, y lanzarlas al limbo de lo
poético. Pero la segunda estrofa nos pone ante otra realidad lírica:
“Las húmedas veredas -como ostiones-/ se atraen
y acarician a sí mismas, / mientras los jadeantes perros muerden/ el olor de la
perra, y arde el Mundo.”
Esa hora sexual del título cobra un nuevo sentido:
el cosmos se transforma en un deseo, en el que intervienen hasta los más absurdos
elementos: las veredas, cuya humedad las vuelve casi órganos sexuales, en un juego
de atracciones y onanismo.
El cierre es de una brutalidad que golpea. Ledesma
elabora una imagen de un tortuoso realismo, y sin embargo, su poder de constructor
poético aparece en esa mezcla insólita: morder el olor, y en la frase final, que
es como la consumación del todo, en ese incendio de la realidad determinado por
un Eros universal e irrefrenable.
Narciso Agripado es una muestra de esa poesía sardónica de la
que hablan Ileana Espinel, [17] Rodríguez Castelo (cf. cita anterior sobre
Gris) y Adalberto Ortiz en el prólogo del Cuaderno de Orfeo: “Casi
toda la obra literaria de este gran poeta joven rezuma una desgarrada e inquietante
tortura, que a veces busca escaparse por la puerta sardónica; ese amargo humorismo
que en ocasiones se convierte en una antesala de la locura y la muerte…” [18]
En realidad es un poema menor, con ciertas audacias
antilíricas, que rompen con la noción del lenguaje sublimador de la poesía y nos
ponen ante el hombre cotidiano, común, corriente, débil: “Todos los días sábados,
de tarde, / el peluquero me asesina el pelo / (…) /Me baño con temor de resfriarme
el esqueleto. / Cada vez que estornudo me enternezco…” Pero el tono acre no se pierde
ni siquiera en un terreno que habría que considerar de humor negro, y la queja emerge
en medio de ese discurso de ruptura: “Miro caer la vida de mi cuerpo/ como una costra
sin razón / (…)// He roto ya en mi casa los espejos / para no ver mi oscura muerte
sorda.” Así como en algún momento, cerca ya del fin, la militancia política no tuvo
la virtud de salvarlo del naufragio, podemos decir que tampoco la ironía, el humor
acibarado obraron el milagro.
La corbata amarilla está dentro de la misma tónica, pero yo lo
encuentro más reflexivo, más profundo, y con un curioso juego de imágenes que parten
de la prenda de ropa, metaforizada en “larga lengua”, y personificada -en una suerte
de trasvase momentáneo del espíritu del poeta-, que va opinando sobre el mundo,
con una sorna infinita.
● Critica ácidamente a las damas de la
burguesía -a la que pertenecía por su origen-, a quienes
no lograría conmover como lo hacen las radionovelas, “o la muerte/ de algún pariente
a quien trataron mal.”
● A sus vecinos, que lo miran mal, pese a que
“sus oxidadas vidas se deslizan/
en sopas, adulterios y velorios.”
● Finalmente, vuelve los ojos hacia sí mismo, para reconocer su
inhabilidad social, deportiva, pragmática o esnobista. (En la década del cincuenta era una
moda leer ciertos libros, y entre ellos, quizá estuvieran los de Churchill,
con cuya mención se cierra el texto).
Instantánea pertenece de algún modo a la clase de poesía que hemos aproximado en los
dos últimos títulos. El tono es de una amargura tremenda, pero hay ciertos rasgos
que hacen derivar la composición hacia un plano más o menos de humor ácido: “Yo,
caminando/ con mi ridícula persona encima. / Saludando contrito, resbalando, / pidiendo
excusas. Siempre caminando. / Con mi nariz avergonzada…” El tono es ciertamente
de autocaricatura; no sé por qué recuerda alguno de los cuentos pequeños de Chejov,
en el que hallamos un personaje que parece anduviera pidiendo perdón por el hecho
de vivir.
Pero lo sardónico se vuelve drama a renglón
seguido: “con mi frente -enormemente solitaria-: /impar, y como en círculo cerrado,/
posiblemente en agonía, / avanzo.”
Hay un severo contraste entre el tono de la
primera parte y lo que acabamos de citar, en donde todos es desolación, falta de
contacto con el mundo, anuncio de muerte, una vez más.
Autorretrato conserva todavía en la caracterización del cambiante ser humano, en sus
dialécticas contradicciones que van desde la estructura física hasta las variaciones
ideológicas, algún rasgo irónico: “Digo y me contradigo. / Me retuerzo. / Delgado
- a veces-/ otras engordando- / Hoy azul, y mañana/ colorado.”
Pero el drama existencial -poéticamente construido
con impresionantes imágenes de desgaste, de decadencia temprana-, nos pone no ya
ante un ser humano, sino solo ante sus fragmentos, sus jirones, sus vestigios, y
se resuelve, con una pizca de esperanza enmascarada, en abandono y soledad: “Remiendo.
/Parcho/ ese pedazo de alma. / Este hueso que aún puede servirme. /Y me pongo a
vivir/ por ver qué pasa.”
Teoría de la llama está entre los textos de Ledesma que consideramos
sus declaraciones poéticas, y es quizá la más importante de ellas.
Cierto que la poesía no logró salvarle de la
aniquilación hacia la que parece haber caminado por casi diez años, con pasos titubeantes,
pero irreversibles; pero al menos le dio una seguridad, una convicción espiritual,
que debieron haber hecho menos amarga su espera. En este texto aparece muy claramente
expresada su condición de poeta total.
Luego de la renuncia a todo: “Ya nos soy más/
el hijo de mis padres, sobrino de mis tías/ nieto de mi abuela; / el ciudadano (…)/
que -en pie- cantaba el himno nacional/ y que firmó David Ledesma./ (…) / He muerto
en mí para resucitarme. / Un nuevo ser me viste./ (…) Me transfiguro/ en una entera
llama de poesía…” Resulta tremendamente emotivo el contemplar cómo se da la metamorfosis
del ser humano corriente en el poeta, cómo Ledesma va hacia la llama, a vestirse
de ella, en una suerte de rito de iniciación, y acaba transformado en el sacro fuego
del arte.
“Estoy enteramente poseído de una fuerza / que
es magia y armonía”, anuncia, con una seguridad que parece imbatible, para acabar
proclamando su convicción de elegido: “Tocado estoy de gracia y de misterio.” Sí
de esa gracia, que como decía Dávila Andrade permite a los poetas “hablar con amor
toda palabra”, y de ese misterio que es la verdadera naturaleza de los artistas,
más allá de lo que estamos acostumbrados a ver en la apariencia externa y sus debilidades,
en pleno centro de ese “fuego letal, sagrado”, del que extraen “las más hermosas
y hondas melodías”, no importa si a costa de arrancarse el alma a pedazos, desesperadamente.
Distinto es su credo en la diversidad. Ledesma no se sabe solo el poeta por antonomasia,
sino el hombre diferente al resto, y por eso afín a todo aquello que configura ese
mundo absurdo que él amaba, y que volcaba a veces en sus composiciones, como esta:
“El pájaro que tiene solo un ala, / la naranja cuadrada, / el árbol tenso/ que tiene
las raíces hacia arriba, / y el caballo que galopa para atrás / solo ellos me entienden.”
Está convencido de no ser como los demás, y busca en el universo del sueño, de la
incongruencia y la imaginería surrealista, sus afinidades.
“Mis hermanos, / mis diferentes semejantes que
amo.” En la adversidad de no poder incorporarse a lo mediocre de su medio y su hora,
lo deforme, lo extraño le resultan fraternos, dignos de ser amados. La idea antitética
“diferentes semejantes”, expresada como oximoron, [19] es de una fuerza que
perturba; tanto como el final del texto, revelador de esa profunda tristeza que
a veces atacaba al escritor, devastándolo: “Y un día, / distinto, / sin pareja,
/ con ellos cavaré un hoyo muy negro/ donde meterme con mi sombra a cuestas.”
El drama es que los “diferentes semejantes”
no constituían tampoco compañía. No es la primera vez que habla de la ausencia de
pareja (véase, por ejemplo este verso de Instantánea: “impar, y como en círculo
cerrado”, revelador de la misma y desolada angustia vital), que de acuerdo con las
convenciones burguesas, es el complemento ideal del ser humano; ni tampoco la única
en que anuncia su evasión del mundo de los vivos, que parece la planificaba de muy
distintos modos.
Colofón será el último de los textos sueltos que estudiemos, pues este ensayo, lo
dijimos desde su inicio, tiene una serie de vacíos que los colmarán la paciencia
y el empeño de otros lectores de Ledesma, como el de las elegías, los cuentos y,
por supuesto, la restante -y no poca- poesía dispersa.
Colofón trae, nuevamente, una meditación trágica sobre lo diferente, y la búsqueda
del poeta a sus semejantes: el loro enjaulado, la gota de aceita que cae sobre el
mar. Su naturaleza humana tiene mucho de la del entorno social en que habita, pero
no logra volar ni fundirse con los otros seres, y eso desencadena su tremenda soledad,
proclamada una y otra vez a lo largo de su escritura. Una incomunicación de tal
naturaleza va en pos de lo insólito, que tal vez estaría en capacidad de entenderlo:
/el alacrán que se picó la cola/ con su propia ponzoña/ y los dos ojos/ que jamás
pueden verse el uno al otro.”
Esta imagen última es de una asombrosa cotidianidad,
y al mismo tiempo de un nivel absurdo insospechado: próximos como están los órganos
de la visión, se hallan de tal modo separados, que nunca hay la posibilidad de que
se miren. En efecto, solo una sensibilidad como la de Ledesma podía encontrar así
de cerca una realidad poetizable tan extraña y al mismo tiempo tan conmovedora,
y tan capaz de revelar lo más profundo de su desconcierto y desolación.
PUEDO DECIR QUE EN EL SILENCIO HABITO
En 1960, aparece Triángulo, un libro conjunto en el que se unen nuevamente
David Ledesma, (Los días sucios), Ileana Espinel (Diríase que canto)
y Sergio Román (Arte de amar). [20]
Dice Rodríguez Castelo sobre esta obra de nuestro
autor:
“La intuición de la desolada condición del hombre
en el mundo se fue haciendo cada vez más lacerante y amarga, y la transparencia
se cargó de rasgos perturbadores, la lucidez se tradujo en sardónico humor negro;
el desconcierto buscó significantes en paradojas y dislocaciones; la sordidez se
sintió en léxico turbio (…) y sonido bronco.” [21]
Los días sucios contiene diez poemas, de los cuales, menos
Espejo, que es una variante de Habitación con un espejo, incluido
en Gris, el resto son nuevos:
La cabeza, es una especie de renuncia a la vida consciente, aquella que atormentaba
a Rubén Darío. Ledesma proclama “Ya no quiero cabellos./ Pensamientos./ Nada que
sea dolor./ Que sufra muerte./ Hoy quiero ser sencillamente impuro /(…) / Quiero
la paz./ La paz intermitente/ de un día sin cabeza entre las manos”.
De pronto, siente un deseo de liberarse de todo,
pero hacerlo significa, desgraciadamente, decapitarse, no solo renunciar a la racionalidad,
a los prejuicios, a la angustiosa vida social en la que no se puede dialogar ni
mostrase diferente, sin cortar amarras del todo. Sin embargo, el pobre David que
nada pedía, en Autorretrato con una pena, “sino un poco de paz para vivir,
/ una piedra pequeña en que apoyar/ la cabeza cansada de palabras” , aspira una
vez más a lograr, como sea, una calma inalcanzable, en la reaparición de ese concepto,
que es uno de los motivos más reiterados de su obra, la paz.
La ventana acentúa la visión del hombre desolado. Tirado sobre el piso repite con una
desesperación que el tono reiterativo del texto nos transmite claramente: “¿En dónde
está la dicha? / ¿En dónde?/ ¿En dónde?”
Y una vez más la presencia del final, como ese
vaticinio tan repetido en su producción: “Miro mi propia muerte”.
La fuga nos presenta una atmósfera pesadillesca. No solamente que ya no es posible
el diálogo con el entorno, sino que este lo acecha, lo persigue, quiere terminar
con el poeta, se transforma en la “hosca muerte”, que lo acosa en un viejo y persistente
camión. Y él, acorralado, se entrega con resignación, inerme: “Si corro cae el cielo
a mis espaldas. / Si me detengo salta mi cabeza.” Estos deben estar entre los versos
más llenos de dolor e impotencia de cuantos escribió el poeta.
El retrato es quizás el más acabado de los poemas de este grupo, en el que como lo
observara con precisión Rodríguez Castelo, todo se vuelve sórdido, turbio, bronco.
“Puedo decir que en el silencio habito./ Elemental.
/ Agudo./ Impenetrable.”
Carcomido por la muerte social y física y sus
terribles asechanzas, sigue manteniendo su condición de iluminado, de ser singular,
lejano, hermético, de la que dio muestras de estar claramente consciente en los
poemas que consideramos sus Artes poéticas.
De ese morir en el que está, otra vez como Cristo,
“Clavado a cuatro muros. / Desolado”, lo saca momentáneamente el deseo: con “su
ancho labio” y con esa mirada que “cae entre las piernas”. Entonces: “El corazón
a veces se levanta. / Y lucha. / Y se resiste. / Y cae de nuevo.” Paradoja terrible
en la vida y en la obra de Ledesma, ese mismo oscuro amor que lo aniquilaba podía
redimirlo, pero él no lo pudo aceptar de modo definitivo.
Es un círculo vicioso, en el que habrá de terminar
vencedora la parca, a la que él confiere al final de este canto de desolación y
derrota, un estatuto especial: “Porque hoy recuento 27 muertes”, pues nos está hablando
de un último cumpleaños al que no llegará jamás.
La escalera presenta una nueva etapa de renuncia. Si alguna vez tuvo este elemento el
sentido simbólico de ascenso, ahora ya no. No es sino la senda que Ledesma no se
esforzará más por recorrer: “No subiré./ Porque el caer me es dulce. / Y abandonar
el corazón al pozo. / Y chapotear feliz como los cerdos. / Dichoso. / Revolcándome
en la espesa / mugre del alma. / Mugre elemental.”
Habiendo dimitido de lo consciente, habiéndose
entregado a una suerte de lapidación moderna, maniatado a la muerte, reniega de
esa pureza que perseguía como un lirio de fuego, de esa luz que buscaba en todos
los seres y en todos los sentimientos, y se abandona al gozo momentáneo de los días
sucios, con su oscuridad (el pozo), su cieno (chapotear) y su mugre elemental.
El deseo lo aniquila y oscurece el mundo: “Y
nada más existe. / Nada más/ que el roce de las piernas”. Es el imperio de la sordidez
de la que hablaba Rodríguez Castelo, en su expresión más abyecta, para quien hasta
hacía apenas unos meses, tenía como norte, en medio del amor oscuro que le acosaba,
una pasión por nombrar el mundo a través de la boca amada, y rescatarlo así, rescatándose
del terrible silencio. Recuérdese, nada más, cómo, en Poema, las cosas se
revestían de luz si las nombraba el ser querido.
El pozo acentúa las ideas del hombre extremamente atormentado que reniega de todo.
Habíamos dicho que las ideas religiosas no eran
fuertes en Ledesma, pero basta echar una ojeada a sus poemas anteriores y veremos
que la imagen de Dios, aunque leve, está marcada por signos positivos. Nunca antes
se da en su poesía un tono blasfemo, terrible y desgarrado como el que hallamos
en este poema: “Un Dios gastado. / Injusto. / Negligente./ Que raja el cráneo del
idiota. / Y mueve/ las ventanas torcidas de los tuertos.”
El ápice de la renuncia es este verso: “Ya no
quiero luz”. el poeta ha entrado en el reino de la desesperación y las tinieblas.
La ciudad nos pone ante otra constatación: la urbe moderna asfixia al hombre, pero
más todavía al poeta, ese pobre ser incomunicado, solo, distinto, sufriente. La
naturaleza, el entorno son ajenos, terribles, y “El grito aquí: pequeño. / Agonizando.
/Imposible de oírse por el ruido.” Recuérdese que en su primera poética, él mismo
era el grito. Percibimos que aquí es parte integral, inútil vehículo de una imposible
comunicación, de ese David que va hacia su aniquilamiento ante un cielo “Duro. /
Despoblado. / (…) Incendiándose impasible.”
Si alguna vez en la poesía de Ledesma hubo aunque
fuese una pequeña dosis de retórica, de aquella que como decíamos antes, era la
despreciada literatura de Verlaine, en este y en los otros poemas de esta serie,
solo hay vida, una vida que corre peligrosamente a su prematuro final, de modo incontenible.
Los zapatos marca un descenso del nivel de lo humano. El poeta ha roto vínculos con
su pasado, del que solo le quedan algunas vagas imágenes deleznables, pero quizás
esos indumentos que aparecieron en más de un poema, y que le acompañaron en su recorrido
vital, sean los únicos capaces de alguna amable remembranza: “Si los zapatos pueden
recordar./ Yo no recuerdo./ Sufro el pasado.” La personificación de zapatos es frecuente
en Ledesma, tal vez porque estos conectan al hombre con esa tierra de la que él
no parecía querer desprenderse; pero en este poema tiene, como el resto de elementos
del lenguaje poético, una connotación amarga.
El aire es todavía una pieza de una cierta calidad literaria, en que el despojamiento
del poeta llega al extremo que todo, incluso las palabras ya le son ajenas, pues
ha llegado a esa sima en que la incomunicación es, como el resto de elementos vitales,
absoluta; no así la final, El Fonógrafo, que está marcada por ese cierto
gusto que Ledesma exhibe por lo absurdo, pero que en este caso no logra configurar
cabalmente ese micro universo que es el poema, que se desarticula, sin el profundo
sentido de las otras obras, y es como la oscura profecía de que el verbo agonizaba
en el poeta al tiempo que se apagaba su existencia.
VIVO EN CIEGA POESÍA DESTERRADO
En 1959, de acuerdo con el testimonio de sus amigos, [22] como en
una especie de recuperación del casi perdido don de la palabra poética, dentro de
ese proceso de autoaniquilamiento que vimos en el capítulo anterior, Ledesma había
redactado su Cuaderno de Orfeo, que vería la luz, como se ha dicho ya, póstumamente.
[23] Este, según Rodríguez Castelo “significó la búsqueda de una salida por
la poesía. Pero la poesía radicalizó la angustia: la dislocación del ser y el no
ser; la soledad y vacío esenciales.” [24]
Trece poemas integran este cuadernillo final,
en el que Ledesma parece escribir ya desde más allá de la muerte, al encarnarse
en el mítico Orfeo, transeúnte del viejo mundo subterráneo de los griegos.
El encuentro. Dije antes, hablando de la poesía de Ledesma que era teatral, coral; el
propio poeta introduce en los textos que conforman el Cuaderno acotaciones, como
“Voces a dúo”, para este primer recitativo, bello como pocos, en que se construye
el encuentro con una imagen de tercer nivel, dos símiles que son a la vez imágenes
-táctil y visual. y una hipérbole remarcable: “Apenas nuestras vidas se han tocado/
como dos manos en salud, como % dos labios en sonrisa. Y esto ha sido/ un milagro
de aquellos que conmueven / los más hondos abismos de la Tierra!”. Ledesma nunca
deja de sorprendernos por la fluidez de su discurso lírico; en él sentimos la plenitud
del habla del poeta, y eso constituye un vínculo de gran viveza con los lectores.
Pero casi nunca es prosaico, pues para la época en que escribe el Cuaderno,
tiene ya un dominio tal de la materia poética que extrae de ella lo mejor, de un
modo simple y diáfano.
La imagen se elabora sin violencias, de manera
digamos “natural”: las vidas, elementos abstractos, simplemente se tocan, ocurre
entre ellas un roce, una cuestión sensoria. Los símiles son sencillamente hermosos,
las manos y los labios que se aprietan, en construcción paralelística, aparecen
ante el lector de modo visual y plástico. La hipérbole final es un verdadero milagro:
el poeta exalta al amor, y este alcanza una expresión de plenitud absoluta.
Identidad es una de sus poéticas, la tercera en lo que va de ese análisis. Marcado
por la acotación como monólogo de Orfeo, contiene los elementos claros de su cosmovisión
poética del momento: “Vivo en ciega Poesía desterrado”. Aquellas constantes de la
diversidad, que llega a lo excepcional, y del aislamiento del mundo se perciben
con finura extrema.
La imagen “ciega poesía” crea un ámbito, un
espacio, dentro del cual se da el ostracismo del poeta.
“Ausente de mí mismo, / a una distancia / que
puede ser de amor /-llaga insondable-/ o absorta muerte diaria/ repetida.”
Ese destierro es más que simbólico, ya como
un sonámbulo, Ledesma deambula en un mundo que está separado del real desde tiempo
atrás; un mundo que es como una muerte en vida, reiterativa, vacía, en cuyo centro
se abre la herida de amor; vaga como una sombra, lejos de su yo más atormentado,
enamorado de alguno de esos imposibles objetos de pasión -encarnado aquí en la mítica
Eurídice, perdida en el reino de los muertos.
La poesía no es una salvación, es solo una supervivencia
momentánea, constantemente acechada por la muerte, a la cual va a desafiar con un
canto el poeta mítico y el poeta real, hechos uno solo.
La entrega. Primer monólogo de Eurídice. La amada símbolo es uno de esos misterios
que cobran carne y voz, para presentarnos el motivo del amor oscuro de una manera
fascinante. Ella se entrega al Orfeo-David, pero como un riesgo permanente, dándole
su vida y su muerte. Recuérdese como en una de las Canciones hablaba de la pureza
de uno de los seres amados como de un “lirio de fuego”, aquí la metáfora se amplifica
y refiere a la existencia de Eurídice: “mi vida es / un gran lirio de hierro/ que
perfuma y destroza.” Bien podemos decir que a un ser tan sensible como era Ledesma,
todos esos lirios que halló a lo largo del camino, lo quemaron o lo destrozaron,
y que su perfume apenas le dio unos instantes de solaz.
La voz amada canta como las sirenas, con un
encanto que envuelve: “Te doy mi muerte, amigo/ tómala tú, tranquilo, / entre tus
dulces manos / que fingen una lira, / pues mi muerte no tiene/ más luz que tu palabra.”
La imagen visual de las manos del poeta, es
de una belleza que impacta. Y en las dos líneas finales preciso es señalar que el
poeta pone en boca de la amada imposible una confirmación de sus dones de ser de
excepción: solo su canto rescata la figura de Eurídice, su recuerdo, de la nada,
aunque no logre liberarla del mundo subterráneo. Prodigio de la palabra, obra de
la poesía.
Perfil contra las llamas. Siempre en la voz
de Eurídice, Ledesma rinde pleitesía a la belleza de Orfeo. En medio de la oscuridad
de la muerte, es como si el poeta se ofreciera un pequeño homenaje al que se suman
incluso los más feroces seres del inframundo: “Y al verlo así, contra la luz erguido,
/ entre las altas llamas confundiéndose, / el negro Cancerbero se ha tendido/ para
lamerle con tres lenguas ásperas/ su planta iluminada.”
Es un orbe siniestro el dominio de Hades, ribeteado
en este caso de elementos del infierno cristiano-dantesco: las llamas, sin embargo,
nuestro poeta es capaz de construir unas imágenes de una belleza extraña, alucinante,
en las cuales se vuelca su ansia natural de ser otro, sin dejar de ser él mismo.
Orfeo cantaba “con sus labios puros/ la más pura canción” (la obsesión por este
aspecto de la personalidad que lo sentía inalcanzable, es una constante); tenía
la cabellera como esculpida en “miel del bronce” (imagen de corte visionario, que
se inscribe en ese absurdo lírico que a veces tentaba al poeta); la fijeza y hondura
de la mirada se vuelve “un color absorte” de sus ojos, y la idea reiterada de la
luminosidad alcanza un muy elevado nivel expresivo: “Vino lleno de luz. Era su alma/
apacible como un río de versos.” La primera imagen hiperbólica es de una claridad
deslumbrante; la segunda, por su componente literario, es hija del posmodernismo
nerudiano, pero mezcla los elementos abstractos, concretos y estéticos con un arte
incomparable.
El tormento de Eurídice. Ledesma habla de ella, por boca de la triste
muerta, pero lo hace también de sí mismo de sí mismo. El orbe de la muerte es un
desierto, pero solo es imagen de aquel, despoblado de todo diálogo, en que el poeta
sobrevive todavía. Su queja personal, indeleble, nos golpea en medio del monólogo
pseudo-mítológico: “No hay sobre la tierra un ser que me ame.”
Primer lamento de Eurídice no es más que el retrato idealizado de la belleza
masculina inalcanzable, construida con patrones que vienen de la escultura y la
literatura. A través de la voz de la mujer, el poeta se solaza en esa imagen hermosa
e indiferente.
Segundo lamento de Eurídice continúa la evocación anterior, pero de modo
más íntimo y cercano. Ledesma retorna a sus motivos preferidos cada vez que puede,
así, lo lumínico alcanza, una vez más, lograda forma: “Solo la luz que tienes cuando
ríes. / Para fundirme en ella/ he encontrado el Silencio que me nutre.”
Y al anhelo irrealizable del sereno y puro frescor
del ser querido, que ansiaba lo redimiese de sí mismo y del mundo: “Solo el aroma
de tu cabellera. / Tu limpia juventud que me redime. /Solo tu mismo./ Solo tu persona.”
La canción de Orfeo vuelve sobre el tema del cuerpo amado, y aunque
no es un gran poema, y se lo siente un poco vacío del espíritu ledesmiano, algo
hay. como siempre en sus textos de imborrable como “esa luz tan purísima que, a
veces, / te alumbra desde el fondo las pupilas”, una variante sobre motivos que
eran para él tan caros.
Primer lamento de Orfeo es, en cambio, un texto remarcable. Está dotado
de un esplendor de imágenes, de una riqueza expresiva, que resulta muy bello en
el conjunto.
Reparemos en la magistral hipérbole que lo abre:
“Todo el amor no alcanzaría para / cubrir de besos tus delgadas cejas. / Todo el
dolor no bastaría para/ llorar de hinojos tu ternura intacta.” La estructura cuasi
paralelística junta en una sola esfera de realidad lírica el amor y el dolor, la
ternura y el gemido, esas esferas opuestas que en Ledesma se agitan constantemente.
En la muerte, Orfeo ve a la amada, como circuida
de un extraño, mágico fulgor armónico, por aquellas llamas que nuestro poeta introdujo
en el Hades: “Arde /un fuego extraño que te viste entera, / que te vela de músicas
secretas.” La imagen de tercer nivel juega a deslumbrar al lector -y lo consigue
plenamente-, con elementos concretos y abstractos, en un mundo que es abstracción
pura.
Segundo Lamento de Orfeo es una pieza magistral sobre el tormento de
la ausencia del ser amado. Es imposible no admirar el arte del poeta en una imagen
como esta: “Tu cuerpo ya no está. / Y es en mi cuerpo/ como un vacío de inasible
tacto.” Pocas veces la poesía alcanza en tan pocas palabras a describir el desgarramiento
de la ausencia con tanta sutileza, esa duplicidad del estar-no- estar, que sacude
al lector, estremeciéndolo. Al cerrar el poema, Ledesma volverá sobre esta antítesis
tan dolorosa, con una variante que muestra, una vez más, su estupendo dominio del
material lírico: “Y esto que para todos es tu ausencia / para mí es nada más que
mi silencio; / nada más que aroma de la Muerte/ en los gajos ternísimos del sexo.”
El otro, aquel con el que nuestro poeta no logra comunicarse solo ve en la partida
de Eurídice un vago concepto, una abstracción, pero para Orfeo-Ledesma, ese hueco
del corazón es el peor de los infiernos: la ausencia de palabra, y desde el punto
de vista del amante, la pavorosa realidad de la muerte en el punto de unión más
hondo con la amada, la flor de su sexo.
El retrato de la joven, construido en forma
enumerativa, contiene imágenes tan preciosas como esa de la piel “perfecto bosque
de la lluvia”, y culmina con una suerte de amoroso reproche: “Dura amiga,/ como
el metal, como la nieve, como/ esta oscura sustancia del olvido.” Dura sí, porque
la muerte es una forma de dureza de quien se va y deja en orfandad al amante desolado.
La reiteración letánica, tres veces el comparativo
como, unido a elementos que van de lo más concreto a lo abstracto puro: la materia
del olvido, es una lección respecto al arte de construcción de la imagen visionaria.
El diálogo, que curiosamente es un monólogo
de Orfeo, es una de esas meditaciones basadas totalmente en la negación del todo,
que caracterizan a algunas composiciones de Ledesma: “No eres tú. No soy yo…” Y,
sin embargo, en medio del reino del no ser, al que nos conduce la negación total,
una vez más la presencia de la luz “-oh, esa luz-/ mágica, absorta, / pura como
el amanecer, / como la muerte,/ que brillaba en el fondo de tus ojos/ hace mil años
de imposible ausencia!”
Una luz sobrenatural, que se vincula intensamente
con aquel concepto que Ledesma ha manejado a lo largo de toda su producción, la
pureza, y que aquí acaba casi identificándose con la muerte, en una reaparición
del parentesco espiritual de nuestro poeta con los modernistas, sus hermanos mayores.
Así, el amor, incluso en el tiempo de sus pasados
fuegos, estaba ya vinculado con la muerte, al brillar en los ojos de Eurídice.
Funeral con un saxo para Eurídice rompe con los niveles míticos, y transforma
el tema de la amada muerta en un duelo por el que canta la música que al poeta le
parecía la más propicia y la más desgarrada para expresar “la dulce muerte que conmueve
todas / las nacencias sin límite del ritmo.” El sentido musical del poeta, tan patente
en sus canciones, en la elegía por Nijinsky, transforma aquí a Eurídice en la música,
y su muerte en la de la armonía, convirtiendo así el dolor individual en algo que
abarca toda la cultura humana, y la disolución futura del cuerpo en un volver a
la tierra en donde yacen los metales que están en la raíz de los instrumentos todos.
Ultima balada de Orfeo es un micropoema, denso y no muy elaborado,
como requiere esta clase de texto sintético. Pero el tercer verso que lo cierra,
no es solo hermoso, sino que acaba revelando a este hombre que estaba tocado de
gracia y de misterio: “La verdad es que siempre uno está solo”. Nunca pudo acompañarse
sino momentáneamente, del amor, de la amistad, de la admiración y el afecto, y eso
lo incomunicó, arrancándolo del mundo tempranamente.
Queda en su poesía su dolor, latiendo a lo largo
de casi cuarenta años luego de su temprana fuga; quedan las huellas de su personalidad
diferente; queda su canto perenne a ese amor, casi siempre oscuro, que no logró
colmarlo; su búsqueda inútil de la luz y la pureza, que sin embargo cuajó en versos
magníficos; su joven deambular desorientado y trágico, que dejó su rastro indeleble
en la poesía de su generación y de su patria.
Por todo ello, creo que es
uno de nuestros inmortales, y que como Orfeo, sobrevive a la muerte de la muerte,
y vive por siempre joven en el paraíso y el infierno de nuestras letras.
NOTAS
1. Ileana Espinel: David Ledesma Vázquez, introducción
a la selección poética del autor en la Colección de Poesía Ecuatoriana La Rosa de
Papel, Guayaquil, CCE, Núcleo del Guayas (1), s.a., p. 2.
2. Idem.
3. Hernán Rodríguez Castelo, Lírica Ecuatoriana
Contemporánea, Bogotá, Círculo de Lectores, 1979. T. II. pp. 444-454.
4. En David Ledesma Vázquez: Gris, Caracas,
Lírica Hispana No. 183, mayo de 1958, p. 40.
5. Cf. Jorge Dávila Vázquez: César Dávila Andrade. Combate poético y suicidio, Cuenca, Facultad
de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación, 1998, p. 23.
6. Aunque referida a la parte formal, anotemos
una expresión de Rodríguez Castelo, que nos parece guarda relación con estas ideas:
“Había en ella” -dice el crítico, hablando de la poética de Ledesma- “asimiladas
-y depuradas- sabidurías parnasianas y modernistas.” (Op. cit. p.445).
7. Ya anotamos lo que Ileana Espinel, que conocía
tanto al ser humano y al poeta, anotó respecto a CRISTAL, esto vale también para
este segundo título. Idem nota 1.
8. Concretamente me recuerda dos momentos: las
enumeraciones caóticas y terribles de Ciudad a oscuras y la del contraste
campo ciudad en Carta a una colegiala: “La calle pasa con su algarabía../ Un fraile.
Unas mujeres de la vida. /Un niño con un cesto de hortalizas./ Un carro lento dividido
en siglos.” Incluso tienen elementos en común.
9. En Origen 1, leemos: “Vengo desde
mi propio centro…. Desde mi última noche entre la sangre”. Evidente similitud conceptual
y formal.
10. Federico Revilla: Diccionario de Iconografía
y Simbología, Madrid, Ediciones Cátedra, 1995, p. 150.
11. Idem, p. 154.
12. Recuérdese el bello texto de Medardo Angel
Silva Se va con algo mío, en que el poeta quisiera ser, entre otras cosas
“trino, perfume o canto, crepúsculo o aurora”. es una clara muestra de este volcarse
hacia las cosas, los fenómenos de la naturaleza, de ese deshumanizarse opuesto a
la antropomorfización.
13. Op. cit. p. 144.
14. Idem nota 4, p. 5.
15. Para una teoría de la imagen poética, cf.
César Dávila Andrade, combate poético y suicidio, en especial p. 189 y sgtes.
16. No es posible olvidar las cosas que escribió
respecto a esta colección poética Alejandro Carrión, en un tono hiperbólico, ciertamente,
pero con una profunda y sincera admiración por su autor: “Están en este libro algunos
de los mejores poemas ecuatorianos de todos los tiempos, poemas insuperables en
técnica y en auténtica emoción, los poemas más espantosos y envenenados que haya
podido crear un poeta excelso, hundido en la más mortal e indigna desesperación…”
17. En conversación telefónica sostenida el
22 de marzo de 2000, con el autor de este ensayo.
18. Adalberto Ortiz, Liminar para “Cuaderno
de Orfeo”, en David Ledesma Vázquez: Cuaderno de Orfeo, Guayaquil, Casa de la
Cultura Ecuatoriana, 1962, s.n. p.
19. Cf. Hugo Friedrich, citado en César Dávila
Andrade, Combate poético y suicidio, nota 83: “Esta unión de lo que normalmente
no se puede unir se llama oximoron. Es un antiguo artificio del lenguaje poético
que sirve para expresar estados anímicos complicados.” Idem nota 15, p. 197,
20. David Ledesma, Ileana Espinel, Sergio Román:
Triángulo, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Guayas, septiembre
de 1960.
21. Idem nota 3, p. 445.
22. Ileana Espinel y Sergio Román cuidaron de
la edición del Cuaderno. En la portadilla de este se lee: “Escrito en 1959”, y en
la solapa, firmada por S.R.A. (Sergio Romásn Armendariz), se afirma que el folleto
fue escrito en la fecha indicada.
23. David Ledesma Vázquez: Cuaderno de Orfeo,
Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1962.
24. Idem nota 3, p. 445.
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