domingo, 20 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | David Ledesma Vázquez

JORGE DÁVILA VÁZQUEZ | De gracia y de misterio: David Ledesma Vázquez, primera lectura

 


LA PERDIDA LAMPARA DEL SUEÑO

De pronto, / como cortado o incompleto, / como un silencio nada más, / desciendo, / como una sequedad en la garganta,/ como una pausa en que vacila el aire./ Amor mío… Amor mío…/ ¿Qué cosa puedo darte?/ Tú me has dado tan solo tu presencia, / tu sonrisa y a veces tu aliento, / una proximidad y nada más./ Yo te regalo un muerto. Cuídalo bien./ Es tuyo. / Solamente recuérdalo, / cierta fecha de octubre/ porque donde tú naces yo termino./ / Y mientras tú me pienses, viviré./”

¿Quién era el autor de este desgarrado poema de adiós, encontrado en su camisa de suicida, un día nefasto de marzo, hace casi treinta años? ¿Quién tenía esa capacidad inmensa para hablar de la muerte y de la vida, del ocaso de una existencia y de la aurora de otra, con una lengua poética de una estremecedora intensidad, y un fluir tan terso, como si estuviera conversando con su pequeña hija, justo cuando tenía ya un pie en eso que familiarmente llamamos “la otra orilla”?

Era David Ledesma Vázquez, a quien estarán dedicadas las páginas siguientes, que son apenas la primera lectura de su poesía, que espero tenga en el futuro muchas, variadas y profundas aproximaciones; pues si hay una obra lírica que merece ser descubierta por el mayor número de lectores, y que por sus calidades, su hondura humana y sus aportes a la poesía actual del Ecuador, es digna de la admiración de todos sus compatriotas y más largamente de todos los hispanohablantes, es precisamente esta.

Dice Ileana Espinel, en la introducción al número dedicado al escritor en la Colección La Rosa de Papel, que David Ledesma Vázquez:

 

“Nació en Guayaquil el 17 de diciembre de 1934 y falleció por su propia mano el 30 de marzo de 1961. Fue poeta, narrador, actor de teatro y radioteatro. Viajó por Argentina, Bolivia y Perú, casi adolescente, en giras de difusión artístico-teatral. Dos meses antes de su deceso voluntario, visitó Cuba invitado por el Gobierno Revolucionario del Comandante Fidel Castro . En 1954 fundó el “Club 7 de Poesía”, integrado además por los poetas de la Generación del 50: Carlos Benavides Vega (Alvaro San Félix), Ileana Espinel Cedeño, Gastón Hidalgo Ortega y Segio Román Armendáriz, con quienes publicó CLUB 7, selección personal del Grupo, a inicios de ese año.” [01]

 

Vemos claramente, que la personalidad de nuestro autor se caracteriza por su precocidad, riqueza, y por los múltiples caminos que tomó su talento creativo.

Podemos también afirmar de entrada, que la poesía de Ledesma estuvo marcada por su experiencia del teatro: es ágil, dialogal, se presta para la lectura o la recitación.

En 1953 aparece su “folleto primigenio” CRISTAL, que recoge una docena de poemas, escritos, parece, alrededor de los quince años de edad. De él ha dicho Espinel: “leve, matinal, visiblemente influenciado por el Fakir de “Espacio me has vencido”. [02] Parece natural que una sensibilidad poética como la de Ledesma, privilegiada y perceptiva, acogiera de modo intenso la mayor y más luminosa de las obras de la lírica ecuatoriana, publicadas apenas unos años antes de su surgimiento en el terreno de la producción poética (Espacio aparece en el 46, la impronta es no solo profunda, sino consciente, y se nota que Ledesma andaba en pos de una línea poética que lo había marcado: la Nueva canción del caminante trae un epígrafe del célebre Poema numero 1 de Dávila, que es de 1947).

Dice Rodríguez Castelo: “-de entonces fue el precoz Cristal, que más tarde desdeñara el poeta-. Pero pronto la muerte y la soledad de la vida se le revelaron. Desde entonces (1954) el tema dominante de su canto sería la condición humana desolada, agónica.” [03]

Rodríguez no cita la fuente de ese desdén del autor por su obra primogénita, pero suponemos se refiere a la frase citada por los editores de Gris: “Cristal, libro que según su autor contiene ‘poemas que no son poemas’”; [04] aspecto en el que también hay una proximidad con Dávila Andrade, que sabemos abjuró de su primera y extraordinaria obra lírica. [05]

En los poemas de la adolescencia, apenas empieza a percibirse ese dolor tan intenso en lo personal y en lo humano, que va a marcar la obra de Ledesma:

 

 “Oh, los duros caminos/ y las noches errantes / y mi canto perdido” (La eterna canción).

 

Ese canto que busca en el mar, en el recuerdo, en los besos, se pregunta si no estará: “¿En el hondo dolor de la vida,/ de esta vida que cansa y asfixia?”. Es una expresión que remite a la desgarrada posición vital de los modernistas, con absoluta seguridad, parte de sus lecturas poéticas primeras.

 Pero, asimismo, en casi todos estos textos hay todavía una percepción luminosa de la existencia: un cierto sentido agridulce de la realidad, una frescura juvenil.

Así, en Aquamarina, su visión de la divinidad es plácida, muy diferente de la que encontraremos en poemas posteriores:

 

“Y Dios, amable, sosegado y tierno/ dormitando una siesta bajo el agua”.

 

Es un ambiente de luminosa utopía:

 

“Y paz… y paz… y solo este silencio,/ claro como un cristal fino y sencillo;/ puro como una lámpara de aceite…”

 

Cristal es, sin duda, el testimonio de una época anterior a la caída, en tiempo idílico, en el cual el poeta parece haber sido feliz al “Sentir el alma (…) delgada, breve, limpia.” (Tranquila soledad ).

Lo agridulce de que hablamos aparece concretamente en Aritmética, ese poemita en que se dibuja la silueta espiritual del David idealista, ajeno a los cálculos y a las exigencias de lo pragmático, que nunca aprendió que “Hay que saber que dos y dos son cuatro/ para poder vivir”, y que termina confesando su despojamiento, pero también un entusiasmo vital que parece ser más genuino que sus vagas tristezas modernistas, más literarias que reales:

 

“Y no aprendí las tablas de aritmética. / Ni he logrado el futuro, ni el coche, ni el amigo;/ pero he tomado todos los dones de la Vida,/ gozándolos intensa y plenamente.”

 

Mas, como la sierpe en el paraíso, algo acechaba al jovencísimo David en sus años tan cortos, y su mordisco clausuró para siempre su Isla de infancia, a la que termina evocando con una tenue, pero honda melancolía al final del folleto:

 

“Allí mora la luz/ que ya no miro,/ y la perdida lámpara / del sueño.”

 

EL FRUTO AMARGO Y LA CAÍDA FRENTE

En 1954, apenas cumplidos los 20 años, publica Club 7, en unión de los antes mencionados cuatro compañeros de generación. De ellos, Carlos Benavides Vega, con el seudónimo de Alvaro San Félix (1931), alcanzará un prestigio bastante aceptable para el medio -y que duró hasta su muerte ocurrida en 1999-, como actor, autor teatral y locutor, pero no volverá a publicar poesía; Ileana Espinel Cedeño (1933), permanecerá ligada al trabajo lírico hasta la fecha, como la figura femenina más importante de la poesía ecuatoriana de su generación; Gastón Hidalgo Ortega (1929), el mayor del grupo, sobrevivirá once años a Ledesma, pero sin escribir, o al menos publicar gran cosa, y Sergio Román Armendariz (1934), oscilando entre el teatro y la poesía -para la que estaba especialmente dotado, como se aprecia claramente en su Arte de amar-, se afincará en Costa Rica, con eventuales visitas a su patria.

Esta aproximación inicial a la obra poética de Ledesma -que pecará, sin duda de superficial y tentativa, pero que, repito, aspiro a que abra las puertas al conocimiento, difusión y análisis del trabajo de un gran poeta, cuyo proyecto lírico quedó, desgraciadamente, trunco- tratará de desentrañar algunos de los motivos fundamentales que la nutren: el dolor, en sus diversas manifestaciones, en las varias etapas que registra la producción del autor, pese a la brevedad de su vida; el amor oscuro, en imagen tomada de Federico García Lorca, esa pasión que, desterrándolo del paraíso utópico de la niñez y la adolescencia, lo consumió a lo largo de sus pocos años, hasta aniquilarlo; la incomunicación, expresada constantemente en la clara percepción que tuvo, en todo momento, Ledesma, de que no podía entrar en contacto con los demás, pese a los esfuerzos que hacía, incansable, en ese sentido; y la conciencia de la diversidad, que aparece muy tímidamente al principio y que luego se va consolidando, hasta llegar a esa especie de declaración de principios en este sentido, que es el extraordinario poema Distinto.

Quedarán, por supuesto, muchas cuestiones como simples planteamientos, muchos caminos esbozados para llegar al fondo de una poesía tan hermosa y dura, como leve y trágica, y es mejor que sea así, pues esto generará un diálogo extenso e intenso en nuestras letras, del cual este abordaje no habrá sido más que una modesta motivación.

En Club 7 el segmento dedicado a Ledesma lo integran ocho poemas:

 

Arte poética (de 1952), Lugar de Angustia, Conocimiento de la muerte, El deshabitado (de 1953), Visita, Melancoly Rhapsody, Film y El espejo (de 1954).

 

Los textos son frutos tempranos, escritos, como se puede observar, entre los dieciocho y los veinte años, pero valiosos, mucho más personales que los de Cristal, más sólidos desde el punto de vista de la construcción de la obra lírica, y revelan claramente dos cuestiones fundamentales:

 

a) Que el novísimo poeta está imbuido desde siempre de un profundo -y ya desde este título-, desgarrado sentido de lo lírico; y

b) Que posee una noción clara de que la poesía no es una casualidad, el fruto de una improvisación, sino el resultado de un trabajo sobre la palabra y en torno a las ideas y a la vida.

 

A medida que se iba haciendo un gran artista, en una madurez que suponemos empezó ya hacia los veintitrés años y que no duraría más de cuatro, Ledesma supo extraer los mayores valores expresivos de su propia, atormentada y corta existencia.

Las del libro que nos ocupa son breves piezas, que están como sacudidas internamente por esa especie de ramalazo de dolor que toca a cuanto Ledesma escribirá en adelante:

 

 “Todo se quiebra aquí. Todo se trunca”, se queja en Lugar de Angustia, afirmando que “Es tiempo de llorar la soledad, / el fruto amargo y la caída frente”, y en una especie de relámpago profético: “Es tiempo de quebrarme yo también.”

 

Y otra vez hallamos ese aire como de vaticinio en El deshabitado: “Porque nada me habita ni me vive: / soy extranjero ya sobre la tierra…” Uno se pregunta, sin remedio, si esta suerte de desprendimiento del existir era ya vivencial, o si se trataba todavía de una especie de pose juvenil y literaria, como la que asalta al poeta adolescente, personaje principal de la única gran novela de Milan Kundera, La vida está en otra parte. Porque si el autor estaba, casi desde el inicio mismo de su producción poética, asaeteado como un nuevo San Sebastián, por un dolor vital tan intenso, se podría pensar en él como en el último de los decapitados, por su afinidad sensitiva y por su prematura percepción de la muerte. [06] Esta le pone también, sin duda, en contacto con el Dávila Andrade profundo, que aparece y reaparece en sus textos, como un fantasma querido, pero, ciertamente peligroso, para una sensibilidad tan aguda como la suya, pues si bien el poeta cuencano le sobrevive unos años, la huella de su oscura inclinación suicida debió encontrar ecos y enraizarse profundamente en el corazón juvenil de Ledesma.

El conocimiento de la obra escueta e intensa que nos ha quedado del poeta, nos pondrá sobre la pista verdadera en torno al primer planteamiento de esta aproximación.

A veces, preciso es reconocerlo, estamos frente a poemas bastante menores como Visita, pero incluso en este hallamos esa imagen de honda melancolía post-post-modernista. Ante el recuerdo, el poeta dice: “Y nos vamos sembrando de nostalgia. /Y no decimos nada.”

La incomunicación -ese cerrarse sobre sí mismo, ese silencio agobiante- hace aquí una de sus primeras apariciones.

Melancoly Rhapsody es una composición excepcionalmente delicada. Ledesma evoca en ella, siempre a la manera de los modernistas, un amor que yo llamaría casi infantil, el de Lily, pero lo hace en un tono de hombre mayor de lo que él fuera nunca. Escribe: “Hablo de los antiguos barrios. De las casas donde viví hace tiempo.”

Y eso hace que nos planteemos, una vez más, si en este conjunto poético, que bien puede considerarse precoz, no estaremos enfrentados a unos textos en los que impera lo literario más que lo experiencial y hondo de David, el hombre. Incluso hay una frase “y llueve en la ventana. Y en los ojos”, que tiene un corte típico de Medardo Angel Silva.

Pero otras expresiones del pequeño canto a la memoria de esa niña: “mitad ángel; la otra mitad, caricia”, como esa imagen animizada de la nostalgia: “perro callado”, esa casi inmediatez de la descripción física de algo abstracto: “con su pelambre espesa de recuerdos. / Y el rabo entre las patas… Desolado”, nos ponen ante una nueva manera del decir poético, ante un discurso que si bien se emparienta con el pasado de la lírica ecuatoriana, sin embargo, comienza a caminar por otros rumbos expresivos, en los que incide cada vez más lo vivencial.

Dávila Andrade cruza también por el gris panorama de la calle ante la que se ha apostado este hombre de veinte años para ver cómo transcurre una existencia, que en ocasiones le parece ya extraña: [07]

 

“Pasarán/ los sarnosos mendigos./ Las carretas./Los empleados sedientos de quincena. (…) Los niños/ amarrados a su muerte/ con un cordón de anemia y de tristeza.”

 

Es una de esas enumeraciones, entre lo doloroso y lo absurdo, que parecen tomadas de alguno de los poemas davilianos, [08] pero que se nutre de unos elementos mucho más contemporáneos, y hasta ribeteados de un cierto matiz intencionadamente antilírico.

Tres piezas, entre las ocho de esta selección, considero fundamentales, su Arte Poética, Conocimiento de la muerte y El espejo.

Me imagino que los lectores compartirán mi asombro frente a un talento tan temprano, que elabora en su Arte poética una concepción estética del yo y del mundo, de una manera completa, intensa y de notable fuerza:

 

“Soy un grito/ que flota entre la niebla…/ Vengo desde lo oscuro de la carne…”, empieza afirmando. El tono del segundo Dávila Andrade, el del período experimental, [09] es patente en esta sección.

 

Y sigue la progresión, en la que el ser humano se va como elevando, aparentemente, hacia la entidad poética:

 

“De lo más limpio/ de la sangre subo/ como una escala tenue/ al infinito.”

 

Nótese la expresión dolorida del inicio, la base carnal desde donde emerge el hombre, que, sin embargo, se transforma. Pero hay una vuelta hacia lo amargo del inicio:

 

“Soy un grito, no más…/Un grito ronco y solitario/ como el aullido de una loba herida/ o el fatal aletear de mil palomas/ degolladas al filo de la luna.”

 

La riqueza expresiva es bastante intensa. Reparemos en la metáfora que transforma al poeta en grito, en el símil doble: loba, aletear, y la fuerza de una imagen de agonía y estertor, construida con un cierto matiz entre la hipérbole y el absurdo intencional, que será siempre una de sus opciones, quizá como reflejo de su percepción profunda del mundo desarticulado y cruel en el que tocó vivir.

La poesía del autor será siempre canto, no me cansaré de insistir en su calidad musical, en su agilidad, en su ritmo propio de los textos teatrales, corales, recitables, pero su desgarramiento interior hará de ella ese grito, que Ledesma sentía como su encarnación, y sobre el que vuelve en la cuarta estrofa: “¡Soy un grito, no más!…/ Y bien pudiera/ ser el grito común/ de cualquier hombre.” La noción de identidad avanza, el poeta es todos los seres, lo que nos pone ante una curiosa constatación de universalidad, en alguien que apenas salía de la adolescencia. El verbo poder en subjuntivo, marca, sin embargo, la distancia entre el ser marcado por el signo incandescente de la poesía y el humano corriente. El poeta “pudiera” ser el grito de cualquiera, pero aunque no lo dice, tiene plena conciencia de no ser parte del común de los mortales, se sabe distinto, diferente al resto.

El remate es de una notoria energía: “Porque en la inmensa soledad del Mundo/ (en este mar sin límites ni rumbos)/ ¡soy una gota más que se deslíe!…”

La voz poética del artista se funde con la voz de todos sus hermanos. Los otros no se solidarizaban con él, como lo constataremos a su tiempo, pero él buscaba intensamente la comunión con los demás, una relación fraterna, simple, y al mismo tiempo entrañable y profunda. Era una gota más que se desleía, pero, parafraseando a Pascal, bien podemos decir que solo era una mínima partícula de materia acuosa, sí, pero una gota pensante.

Conocimiento de la muerte es texto de extrema brevedad. En solo cinco versos, el novel escritor nos pone ante la visión aterradora de la fugacidad de la vida, de una manera que resulta conmovedora: “Lentamente nos vamos acabando./ Con los cuellos lascados. Con las medias./ Con los viejos zapatos. La camisa/ que arrancamos como una piel gastada./ Lentamente nos vamos acabando.” Nótese el tono estrictamente contemporáneo de los elementos que configuran la imagen global del pequeño poema (destacando de paso la efectividad de la imagen comparativa de camisa, que hiere la sensibilidad del lector como un despellejamiento). Todo es tan cotidiano, tan simple, tan personal y al mismo tiempo tan global, que no se puede evitar un estremecimiento. Ese escalofrío que causa la constatación de la cercanía, la vecindad, la vivencialidad de la muerte, como un proceso común, del cual él, precisamente, no era el más apropiado para hablarnos en ese tono tan terrible, tan premonitorio, tan sabio y contenido, pues acababa de amanecer a la existencia, con toda la promesa de su talento enorme y su juventud hermosa como toda juventud.

Yo diría que el primer planteamiento de estas páginas, en torno a la autenticidad del dolor de Ledesma, halla su respuesta en El espejo, poema de una conmovedora angustia, que no se queda para nada en los extramuros de la verdadera lírica, en el artificio retórico, en eso que despectivamente Verlaine llamaba la “literatura”, sino que nos introduce de lleno en el atormentado ser del poeta, con un sentido de la autenticidad, que no puede dejar indiferente a ningún lector.

Para empezar la aproximación a esta pieza, señalemos, una vez más el parentesco espiritual de Ledesma con el Dávila Andrade, obcecado por la presencia del espejo, en el que quería penetrar a toda costa, con esos afanes que le venían como herencia de sus admirados surrealistas.

A Ledesma hay ciertos elementos que le fascinan, como las escaleras, los espejos, los zapatos. Pero él no aspira a entrar en ese frío mundo del vidrio y el voluble mercurio, sino que, al menos en el caso que nos ocupa, percibe al cristal azogado como el testigo pavoroso de una existencia que va volviéndose atormentada hasta lo insoportable.

El espejo es y no es la realidad. Lo es, en cuanto en su lámina aparece el drama cotidiano del poeta, que se siente tan extraño al mundo, tan diferente, que halla como la repetición hasta el infinito de sus humillaciones, de sus vejaciones en el reflejo. “Estuve aquí”, dice en el primer verso. Esa frase es del poeta, como protagonista del pequeño drama que se va a representar. La segunda nos revela lo que ocurrió en ese ámbito en el que había ese testigo frío y mudo del que hemos hablado, la violencia de que fue objeto, el adiós que lo destrozó, la mudez en que voluntariamente quedó incomunicado. “Y yo que estaba ciego me tragué/ el grito a chorros verdes de silencio.”

En el sexto verso, irrumpe el diálogo silente del espejo “Conozco ya tu voz.”, dice, mientras el poeta vuelve a reconocer el sitio de la humillación y el abandono: “Yo estuve aquí.”

Viene luego la confesión: “Desde hace años que muero y resucito./ Nadie me ve morir./ No me conocen/ quienes creen que soy yo el que pregunto: / -¿Por dónde pasa el bus?… / -¿Me presta un fósforo?”

Y sentimos que hay un salto desde el espejo como objeto material, al espejo humano insensible, que no se interesa para nada en el poeta; a un orbe para el cual él, un ser ciertamente distinto del resto, no pasa de ser uno más de los habitantes de un mundo frío y lejano. Problemas como la incomunicación, y la conciencia de lo diferente, de los que hemos hablado entre los planteamientos de hipótesis de trabajo, aparecen con extrema nitidez.

Pero lo formal tiene una gran importancia en el desarrollo poético de Ledesma, y no debemos pasarlo por alto. Sentimos que se va dando paulatinamente un entrañamiento con el lenguaje coloquial, que las frases de todos los días empiezan a formar parte de la expresión poética, sin estilizaciones ni sublimaciones de ninguna clase, lo que, por un lado, da una frescura grata a la poesía de este autor, y por otro, inscribe su hacer poético, como señalamos antes, en unos rumbos que iban mucho más allá de los que había señalado su mentor espiritual, Dávila Andrade, que también fue, en su generación, precursor de este uso poético de la lengua cotidiana.

Volviendo al poema, la confesión toma matices cada vez más íntimos, que se vinculan con aquella lóbrega y lacerante pasión que ensombrecía la vida del poeta, que fue descubierta por él, apenas acababa de salir de su utópica Isla de infancia, y que la hemos planteado también como uno de los motivos que queremos registrar: “Ceñido al sexo, / a su materia oscura./ Comprando la cadera atormentada./ El labio. El alarido. Y el mordisco. / Gimiendo por la sal de la entrepierna. / Yo estoy allí. / Yo soy David. Estoy gritando…”

La idea especular de la imagen “real” y el reflejo, juega en el fondo de todo el texto. Hay un aquí y un allí, que son como dos niveles de realidad, el que representa lo más cercano a lo sensorial efectivo y el que se remonta nada más que al recuerdo, respectivamente.

En esa especie de fotografía instantánea que es el mirarse al espejo, David se ve a sí mismo, de modo más bien objetivo, y se encuentra prisionero del deseo, enredado en el mercadeo del amor, negociando la caricia imposible, la ternura inalcanzable, en una esfera que tiene rotas las cadenas del diálogo, y en la que todo es apariencia pura -como puede ser la imagen fugaz que aparece y desaparece en una superficie reflectante-, todo, menos el deseo que atenaza su joven cuerpo, en el que combate un alma atormentada por la no aceptación de su ser diferente: “¡Oh, amarradme, amarradme -oh, sí-, amarradme! (…) porque me estoy rodando hacia el vacío!”

El poema entero se basa en el juego de ambigüedad entre lo que es y lo que no es (pero fue), entre lo que el protagonista ve y siente y los demás ni siquiera miran o perciben: “Yo soy./ Yo estoy gritando. / Parado aquí. / Están sordos. / No me asisten”; entre el tormento que lo agobia y lo martiriza, dentro del que muere y resucita, completamente incomunicado: “Y muero cuerpo adentro sin decirlo./ aullando, sí. / Mordiendo./ Combatiendo.”

Así, la teoría del dolor, la pasión aniquiladora, la imposible comunicación y la clara conciencia de lo diverso, se unen de modo indisoluble en esta última pieza magnífica y tremenda del volumen.

 

ESTE POBRE DAVID QUE NADA PIDE

En mayo de 1958, Lírica Hispana de Venezuela, publica GRIS, el poemario de Ledesma que había ganado una segunda mención en un concurso promovido por esa entidad.

El diminuto libro contiene veintitrés poemas, de los cuales, algunos ya estuvieron en la selección de Club 7, y no los mencionaremos:

Nuevo conocimiento de la muerte, más breve que el anteriormente comentado, más intenso y sintético. La noción de acabamiento y vida casi se identifican en la frase “lenta muerte diaria”, y la idea de la incomunicación es abrumadora: “Morimos en silencio. Nos morimos/ sin que nadie lo note. sin que nadie/ pregunte por la lenta muerte diaria.” Apenas tres versos, pero una carga lírica de un dramatismo insoslayable.

Balada del transeúnte, poema de un doloroso despojamiento. Cinco años antes del suicidio hay en este texto una especie de desprendimiento del cuerpo y el espíritu. Así, dice en la segunda estrofa en un tono hiperbólico y de metáfora cosificante: “Nada me pertenece. Ni siquiera / esta cosa con pelos y sonrisa…”.

Parábola, composición de una nitidez, una economía expresiva y una luminosidad admirables. Todo lo que el poeta sugiere de translúcido: la sonrisa de un muchacho -a veces el oscuro amor resplandece como sinónimo de la obsesión luminíca, la más esplendorosa de Ledesma, lástima que ocurre en pocas ocasiones- el crepúsculo, el hogar, el árbol, la mano amiga y la palabra poética, desembocan en la imagen del amigo muerto “de alegría, de perfección y de pureza”. Una muerte dulce, por causas hondamente poéticas, espirituales, no comunicables; imposible de ser entendida por los humanos, y cuyo sentido último solo pueden captarlo “los minúsculos seres de la yerba/ y los hombres que tienen ojos puros”. Sea quien sea el personaje aludido en el poema, lo cierto es que hay una extraña comunión entre el evocado y quien lo evoca, y el motivo de los seres diferentes, como algo esencial, campea en el texto.

Extraño, es una variante de tonos surrealistas sobre el tema del ser humano distinto e incomunicado, y su desprendimiento, su separación de la realidad, y por lo tanto de la vida: “Un hombre a quien jamás he conocido/ visita una ciudad que ya no existe.” El poeta nos habla de algo como un espectro que recorre sitios fantasmales, y es quizás el propio Ledesma, pues afirma al final: “Sobre mi corazón suenan sus pasos”.

Habitación con un espejo es una nueva aparición -igualmente tocada por una aura surrealista- de los motivos anteriores. Pero ahora sí estamos seguros que el extraño que se mira en el espejo del cuarto de un hotel, ese desolado ser tan diferente del resto de humanos, y al mismo tiempo su semejante -su prójimo, diríamos en terminología cristiana-, es él mismo, pues “se parece a todos/ y otro poco a mi padre y a mi madre”.

A propósito, como encontramos en un mismo texto dos elementos simbólicos que habíamos mencionado antes, escalera:

 

“La escalera retuerce, aburrida/ su interminable cuerpo de madera”.

 

Y espejo:

 

“Desde el espejo del ropero atisba/ un fulano…”;

 

digamos unas pocas palabras sobre su valor semántico. Según Federico Revilla, el primero tiene entre otras significaciones, la de “una ascensión paulatina, con pausas o desfallecimientos: en cualquier caso no directa. Ascensión, pues, a la medida del hombre y de sus limitaciones”. [10] En el caso que nos ocupa, preguntaríamos ¿a qué asciende Ledesma por esas desvencijadas escaleras que crujen y que en algún poema se asen de su zapato? La respuesta tentativa sería que tal vez a su íntimo yo de hombre, a su naturaleza de artista, de poeta, pero también de ser distinto, que a veces desconocía, desconcertado, y que cuando la abrazó con amor y sin remordimientos, le permitió crear algunos de sus más bellos cantos, entre los que están, precisamente, los mejores poemas de este libro.

En relación con el segundo elemento, escribe Revilla: “La imagen repetida, el reflejo exacto que un espejo ofrece, han indicado siempre objetividad y veracidad. Traspuesta dicha experiencia al orden espiritual, supone sinceridad, autenticidad: el alma se muestra tal como es.” [11]

Los poetas son buscadores de la verdad de sí mismos y del mundo, pero a veces -lo percibimos claramente en nuestro autor-, se aterran de tal modo con lo que encuentran, que prefieren disfrazarlo o soslayarlo. A Ledesma, y lo vimos en otro ejemplo anterior -de mucha mayor calidad lírica-, en que utiliza el mismo elemento, le desconcierta tanto lo que ve, que el ser del reflejo, aunque sabe que es él mismo, le parece otro.

Autorretrato con una pena breve pieza, entre las notables del volumen, donde la vida emerge en cada línea. El poeta se siente como un ser distinto de los otros, mínimo, que no quisiera más que un minúsculo lugar en el mundo, pero sabe a ciencia cierta que no lo alcanzará, de ahí el profundo dolor que expresan estas líneas referentes al “pobre David que nada pide”.

La soledad . Se siente en este poema -dedicado a la amiga, la confidente, la compañera de creación poética, la más cercana a su corazón entre todos los seres humanos en esta época, a Ileana Espinel- la desolación interior de Ledesma, que a veces se apodera de su alma hasta el extremo de que la idea expuesta antes, sobre un desprenderse del mundo, provoca que el sentimiento solitario del poeta funcione como un ente aparte de su yo global. Esa desarticulación, esa falta de comunicación con la realidad van como rasgando por dentro la persona humana, desintegrándola de modo cada vez más irremediable.

Desde el punto de vista de la retórica ledesmiana, es interesante la forma cómo personifica a la idea abstracta soledad en el texto, confiriéndole un curioso estatuto humano.

Visita presenta un proceso inverso al de la personificación, el de la cosificación, llamada también reificación, presente en nuestra poesía desde el modernismo. [12] El corazón del poeta se transforma en “una calle enorme”, y el recuerdo, en cambio es antropomorfizado, pues la “cruza desgarbado y flaco,/ con sus zapatos rotos.”

Demasiada añoranza de un pasado que era tan reciente, pero que crecía hiperbólicamente en el corazón del escritor, inundándolo con su atmósfera nostálgica.

Retrato de Clemente Jaramillo es uno de esos pequeños poemas, fruto de la síntesis más acabada; todo lo que el poeta tiene que decir en tono elegíaco sobre la persona evocada lo dice en cinco breves líneas cargadas de una intensidad lírica sorprendente.

Los motivos de la luz y la paz, frecuentes en la poesía de Ledesma, hallan una cabal realización: “Su pupila vertía inagotable/ una suerte de luz sencilla y grave (…) / La paz era su ambiente y rodeaba/ toda cosa de paz con su mirada.”

El hábil juego de palabras con que cierra la composición demuestra la madurez poética, el dominio del material expresivo, la fluidez a los que ha llegado Ledesma tan pronto.

Algo sobre los viajes y la muerte es un texto basado en el paralelismo viaje/muerte, subrayado por el epígrafe de Romain Rolland que nos habla de la ausencia como uno de los disfraces de la muerte.

Lo interesante, además de la forma como Ledesma maneja los paralelos, es -paradójicamente- la intensidad vital con que nos habla de la muerte, cuando solo nos está hablando de las despedidas, en las que sentimos que se desangra nuestra existencia.

Palabra final. Llama la atención que Rodríguez Castelo diga en su Lírica que Gris es una “selección exigente de poemas de la década del 50”, [13] pues resulta insólito que presente dos versiones de la misma composición, esta, menos lograda, menos sintética, y Parábola, que ya comentamos antes.

Localidad muerta es uno de esos textos en que el motivo del dolor aflora con una intensidad que abruma: “y no queda ya nada, ni la Muerte, / sino seguir atados a la vida”. Ledesma no es un poeta característicamente religioso. En esto, como en otros aspectos -la tendencia coloquialista, que desmitifica la poesía como algo “elevado”, exclusivo, elitista; la mezcla de sentir personal y social; la rabia, la impotencia ante el sufrimiento de los otros- se inserta en la forma de pensar el mundo y las creencias de su generación, que estaba -habitualmente- más ligada a las preocupaciones sociales que a las del espíritu. Sin embargo, en este nuevo ejercicio de paralelismos, se lo siente identificándose con Cristo, mientras todos aquellos fríos seres que lo rodean sin entenderlo ni amarlo ni dialogar con él, serían Judas “que se solaza a nuestro lado/ y compra nueva túnica y se embriaga”.

Canciones para decirlas en voz baja. Son cinco, pequeñas, buriladas piezas líricas, de una fuerza digna de ser subrayada; muestras todas de un oficio poético cada vez más acendrado, sólido, de una propiedad en cuanto al discurso, de una economía y una precisión remarcables.

Revelan un estado de ánimo signado por un amor que, pese a colmar el espíritu del poeta, aparentemente, era un ramal de aquella turbia pasión que emerge como un motivo oscuro, en numerosos momentos de la obra de Ledesma.

En la primera, el beso no lo libra de ir “rodando -boca abajo- / hacia la muerte”.

En la segunda, el poeta ama la pureza del objeto amado, pero esta es peligrosa, tanto como puede ser “un lirio de fuego”.

Destaca la preciosa metáfora de corazón “cítara inaudita”, en un contexto en que, pese a los riesgos de la pasión, se enciende una “hoguera de alegría”.

En la tercera, el ansia de paz, una de las obsesiones de Ledesma, rastreable en numerosos textos, aparece como súplica: “Enséñame la Paz”, que se dirige a la persona querida, cuya visión es de una luminosidad asombrosa: “La Paz que te circunda/ y que acontece/ en los más simples/ actos tuyos, esa/ que te llena de luz/ a todas horas.”

En la cuarta, la segunda estrofa nos pone, una vez más, ante ese “pobre David que nada pide”, tan diferente del resto de sus iguales, con una conmovedora simplicidad expresiva: “Me basta/ una palabra/ de ternura,/ para sentirme/ dueño /de la tierra.”

Es esta lengua poética tan llana, en apariencia, y tan delicadamente elaborada en cada una de sus expresiones, la que nos acerca tanto a la sensibilidad y al poder lírico de Ledesma.

Y la quinta, verdadera declaración amorosa del conjunto, construida con esa gran sutileza que caracteriza a las cinco composiciones, se cierra con una bella hipérbole: “Y cuando tú sonríes/ amanece el Mundo”. Aparentemente, el poeta alcanza en este texto una paz, una plenitud, una comunicación, que todo lo oscuro queda de lado. Por desgracia, sentimos como una corazonada que este delicado equilibrio durará muy poco.

“Su realidad es la realidad”, dice de la concepción del mundo en Gris, Hugo Emilio Pedemonte. [14] Y es verdad, pero ¡de que modo la transfigura una voz poética como la que nos ocupa!

Poema. Si en Club 7 hallamos la primera arte poética de Ledesma, aquí estamos ante la segunda.

El amor obra el milagro de la poesía en el alma del escritor, pues “Las cosas más sencillas se revisten de una absoluta luz, si tú las nombras.”

Esa ansia lumínica que mueve el mundo de Ledesma halla su sentido en la relación sentimental, se materializa, se vuelve elemento transformador de lo cotidiano, la razón de ser de su poesía.

La poética del autor, en este momento, pasa por la boca del ser amado y por su capacidad para nombrar el mundo y la realidad: “si tú dices: - ‘El Día’, / el día está de pie entre tus labios.// Si -‘Ternura’, comprendo la Ternura/ en su completa dimensión de espiga. // Y si dices -‘Cansancio’, hasta mis huesos/ cae el cansancio tuyo y ya no escribo.”

Nótese la sutileza de la imagen metafórica ternura-espiga, el modo, en apariencia tan sencillo, en que lo abstracto y lo concreto forman esa unidad poética indisoluble. [15]

Elegía. si Poema es la declaración de los nuevos principios poéticos del autor, esta composición es reflejo de su cosmovisión: el universo es mientras subsiste la persona querida: “un mundo en donde -acaso- ya no existen/ sino tus finas cejas perseguidas.”

Elegía, además es obra de una sensualidad absoluta. El contacto con el cuerpo está marcado por la perfecta imagen que parte de lo sensorial: “Dulce tibieza de vellón tan suave.”

Y una vez más, la cosificación del ser humano, en imágenes como “el país extraño de tu rostro”, contrastando con la personificación del “viento de aroma” que persigue los rasgos admirados.

Poema VII parece ser una más de las Canciones para decirlas en voz baja, incluso la última hipérbole, construida aquí como símil, es casi la que cierra la quinta canción. Pero, aunque el texto tiene una cierta belleza, carece de la concisión y calidad sintética de las otras.

Canción de quién sabe dónde es un enigma poético, en que motivos como los de la luz, el dolor y la presencia de la muerte aletean fugazmente:

 

“¡Quién sabe dónde dejaras tu vida! / (…)/¡Quién sabe dónde dejaras tu muerte!”

 

Tres estatuas. La primera, Arquitectura de la sombra, es un texto que tendrá que establecerse, en esa imprescindible edición crítica de la poesía de David Ledesma, reto para las nuevas generaciones.

La segunda, Estudio para Narciso, cuya forma endecasílaba se inscribe dentro de la rígida perfección que apasionaba al autor de El cementerio marino, a quien está dedicada.

El juego barroco de la imagen y el reflejo llega en este texto, uno de los más elaborados de toda la poesía de Ledesma, a su punto más alto.

Además, hay la plena identificación con el mito del Narciso ahogado, es decir, una vez más, la presencia del suicidio: “Y muero en ti. Y mueren mis gaviotas. / Y el mar -desde tus labios imposibles-/ me nombra en ti, me asedia con sus rosas, / con cítaras y abismos y misterios.”

Es asimismo remarcable la ambigüedad en la pintura del adolescente mitológico, con cuyo cuerpo el poeta siente que se acopla, en un ayuntamiento de muerte: “Y caigo yo vencido. Y tú vencido”. Pese a toda la luz que lo recorre, el amor oscuro repta entre estas líneas magníficas.

El texto lleva la fecha de 1953, pero seguramente remite a una primera escritura, pues la estructura superficial es de una calidad, un ritmo sostenido, una poderosa musicalidad y una elaboración formal, que obviamente no tenían los textos más juveniles.

Gris se cierra con uno de los poemas más hermosos de toda la obra de nuestro autor: Por Vatzlav Nijinsky, clasificado por Ledesma como la tercera estatua.

El ritmo de esta magnífica elegía es de danza, impetuoso, envolvente. Es tan plástico todo, que el discurso oscila entre lo visual, lo auditivo y las imágenes audaces de tercer nivel, en las que se funden las visiones sensoriales y lo abstracto: “de tal manera estaba/ cerca de Dios su vuelo”; “En torno a él abría la pavana/ su sima de espectrales melodías”; “Su limpio corazón de alado ciervo/ ardía en llamas. Y su danza/ era un terrible viento apasionado.” Por supuesto, la personificación es el recurso que produce el cambio de naturaleza típico de la imagen, el salto cualitativo del paso de un estrato de la realidad a otro muy diferente, transfigurado por obra de la poesía. Como ocurre con el Narciso, este bello Nijinsky es fruto de un conocimiento cultural, se nutre de las noticias sobre el gran bailarín y de su leyenda, y nos pone ante un joven autor inquieto, amante del arte, ilustrado, universalista.

El ancestro modernista de Ledesma halla también aquí su eco, pues el poema remite de modo tangencial a Danza de Anitra, una de las obras maestras de Medardo Angel Silva.

Dolor, oscura pasión amorosa, indiferencia del mundo en el que vive y singularidad están presentes a lo largo de toda esta poesía, que inicia la breve madurez de David Ledesma.

 

Y ME PONGO A VIVIR POR VER QUÉ PASA

Esa madurez da una serie de frutos dispersos, antes del terrible último libro que publicó en vida, Los días sucios [16] y de su testamento lírico, que apareció póstumamente, el Cuaderno de Orfeo.

Aquí hablaremos de unos pocos de esos textos sueltos, en los que se aprecia cómo Ledesma se apodera del lenguaje, cómo lo hace suyo, amorosa y desgarradamente, cómo manteniéndose su fluidez en el discurso lírico, este se vuelve más denso, más doloroso, más lleno de sentidos profundos, más revelador del drama de un espíritu cercado por la incomunicación con su medio, terriblemente consciente de su carácter diferente de elegido y de maldito.

Hora Sexual es un poema extraño, dotado de una imaginería ambigua, cercana a lo surrealista: “Un lento niño verde come carne/ de su mismo color. Y la escalera/ parece sexualmente abandonada/ con seis piernas ansiosas de zapato.” ¿Qué es, podemos preguntarnos, todo este conjunto de seres entre lascivos y rotos, este escenario incongruente, esa vuelta de las obsesiones (escalera, zapatos), esa velada insinuación de promiscuidad? Aparentemente solo uno de esos exabruptos líricos que tuvo la generación de Ledesma, en los que estallaba su ira o alguna otra momentánea pasión. Pero quizá también un intento de exorcizar imágenes apenas entrevistas, y lanzarlas al limbo de lo poético. Pero la segunda estrofa nos pone ante otra realidad lírica:

 

“Las húmedas veredas -como ostiones-/ se atraen y acarician a sí mismas, / mientras los jadeantes perros muerden/ el olor de la perra, y arde el Mundo.”

 

Esa hora sexual del título cobra un nuevo sentido: el cosmos se transforma en un deseo, en el que intervienen hasta los más absurdos elementos: las veredas, cuya humedad las vuelve casi órganos sexuales, en un juego de atracciones y onanismo.

El cierre es de una brutalidad que golpea. Ledesma elabora una imagen de un tortuoso realismo, y sin embargo, su poder de constructor poético aparece en esa mezcla insólita: morder el olor, y en la frase final, que es como la consumación del todo, en ese incendio de la realidad determinado por un Eros universal e irrefrenable.

Narciso Agripado es una muestra de esa poesía sardónica de la que hablan Ileana Espinel, [17] Rodríguez Castelo (cf. cita anterior sobre Gris) y Adalberto Ortiz en el prólogo del Cuaderno de Orfeo: “Casi toda la obra literaria de este gran poeta joven rezuma una desgarrada e inquietante tortura, que a veces busca escaparse por la puerta sardónica; ese amargo humorismo que en ocasiones se convierte en una antesala de la locura y la muerte…” [18]

En realidad es un poema menor, con ciertas audacias antilíricas, que rompen con la noción del lenguaje sublimador de la poesía y nos ponen ante el hombre cotidiano, común, corriente, débil: “Todos los días sábados, de tarde, / el peluquero me asesina el pelo / (…) /Me baño con temor de resfriarme el esqueleto. / Cada vez que estornudo me enternezco…” Pero el tono acre no se pierde ni siquiera en un terreno que habría que considerar de humor negro, y la queja emerge en medio de ese discurso de ruptura: “Miro caer la vida de mi cuerpo/ como una costra sin razón / (…)// He roto ya en mi casa los espejos / para no ver mi oscura muerte sorda.” Así como en algún momento, cerca ya del fin, la militancia política no tuvo la virtud de salvarlo del naufragio, podemos decir que tampoco la ironía, el humor acibarado obraron el milagro.

La corbata amarilla está dentro de la misma tónica, pero yo lo encuentro más reflexivo, más profundo, y con un curioso juego de imágenes que parten de la prenda de ropa, metaforizada en “larga lengua”, y personificada -en una suerte de trasvase momentáneo del espíritu del poeta-, que va opinando sobre el mundo, con una sorna infinita.

Critica ácidamente a las damas de la burguesía -a la que pertenecía por su origen-, a quienes no lograría conmover como lo hacen las radionovelas, “o la muerte/ de algún pariente a quien trataron mal.”

A sus vecinos, que lo miran mal, pese a que sus oxidadas vidas se deslizan/ en sopas, adulterios y velorios.

Finalmente, vuelve los ojos hacia sí mismo, para reconocer su inhabilidad social, deportiva, pragmática o esnobista. (En la década del cincuenta era una moda leer ciertos libros, y entre ellos, quizá estuvieran los de Churchill, con cuya mención se cierra el texto).

Instantánea pertenece de algún modo a la clase de poesía que hemos aproximado en los dos últimos títulos. El tono es de una amargura tremenda, pero hay ciertos rasgos que hacen derivar la composición hacia un plano más o menos de humor ácido: “Yo, caminando/ con mi ridícula persona encima. / Saludando contrito, resbalando, / pidiendo excusas. Siempre caminando. / Con mi nariz avergonzada…” El tono es ciertamente de autocaricatura; no sé por qué recuerda alguno de los cuentos pequeños de Chejov, en el que hallamos un personaje que parece anduviera pidiendo perdón por el hecho de vivir.

Pero lo sardónico se vuelve drama a renglón seguido: “con mi frente -enormemente solitaria-: /impar, y como en círculo cerrado,/ posiblemente en agonía, / avanzo.”

Hay un severo contraste entre el tono de la primera parte y lo que acabamos de citar, en donde todos es desolación, falta de contacto con el mundo, anuncio de muerte, una vez más.

Autorretrato conserva todavía en la caracterización del cambiante ser humano, en sus dialécticas contradicciones que van desde la estructura física hasta las variaciones ideológicas, algún rasgo irónico: “Digo y me contradigo. / Me retuerzo. / Delgado - a veces-/ otras engordando- / Hoy azul, y mañana/ colorado.”

Pero el drama existencial -poéticamente construido con impresionantes imágenes de desgaste, de decadencia temprana-, nos pone no ya ante un ser humano, sino solo ante sus fragmentos, sus jirones, sus vestigios, y se resuelve, con una pizca de esperanza enmascarada, en abandono y soledad: “Remiendo. /Parcho/ ese pedazo de alma. / Este hueso que aún puede servirme. /Y me pongo a vivir/ por ver qué pasa.”

Teoría de la llama está entre los textos de Ledesma que consideramos sus declaraciones poéticas, y es quizá la más importante de ellas.

Cierto que la poesía no logró salvarle de la aniquilación hacia la que parece haber caminado por casi diez años, con pasos titubeantes, pero irreversibles; pero al menos le dio una seguridad, una convicción espiritual, que debieron haber hecho menos amarga su espera. En este texto aparece muy claramente expresada su condición de poeta total.

Luego de la renuncia a todo: “Ya nos soy más/ el hijo de mis padres, sobrino de mis tías/ nieto de mi abuela; / el ciudadano (…)/ que -en pie- cantaba el himno nacional/ y que firmó David Ledesma./ (…) / He muerto en mí para resucitarme. / Un nuevo ser me viste./ (…) Me transfiguro/ en una entera llama de poesía…” Resulta tremendamente emotivo el contemplar cómo se da la metamorfosis del ser humano corriente en el poeta, cómo Ledesma va hacia la llama, a vestirse de ella, en una suerte de rito de iniciación, y acaba transformado en el sacro fuego del arte.

“Estoy enteramente poseído de una fuerza / que es magia y armonía”, anuncia, con una seguridad que parece imbatible, para acabar proclamando su convicción de elegido: “Tocado estoy de gracia y de misterio.” Sí de esa gracia, que como decía Dávila Andrade permite a los poetas “hablar con amor toda palabra”, y de ese misterio que es la verdadera naturaleza de los artistas, más allá de lo que estamos acostumbrados a ver en la apariencia externa y sus debilidades, en pleno centro de ese “fuego letal, sagrado”, del que extraen “las más hermosas y hondas melodías”, no importa si a costa de arrancarse el alma a pedazos, desesperadamente.

Distinto es su credo en la diversidad. Ledesma no se sabe solo el poeta por antonomasia, sino el hombre diferente al resto, y por eso afín a todo aquello que configura ese mundo absurdo que él amaba, y que volcaba a veces en sus composiciones, como esta: “El pájaro que tiene solo un ala, / la naranja cuadrada, / el árbol tenso/ que tiene las raíces hacia arriba, / y el caballo que galopa para atrás / solo ellos me entienden.” Está convencido de no ser como los demás, y busca en el universo del sueño, de la incongruencia y la imaginería surrealista, sus afinidades.

“Mis hermanos, / mis diferentes semejantes que amo.” En la adversidad de no poder incorporarse a lo mediocre de su medio y su hora, lo deforme, lo extraño le resultan fraternos, dignos de ser amados. La idea antitética “diferentes semejantes”, expresada como oximoron, [19] es de una fuerza que perturba; tanto como el final del texto, revelador de esa profunda tristeza que a veces atacaba al escritor, devastándolo: “Y un día, / distinto, / sin pareja, / con ellos cavaré un hoyo muy negro/ donde meterme con mi sombra a cuestas.”

El drama es que los “diferentes semejantes” no constituían tampoco compañía. No es la primera vez que habla de la ausencia de pareja (véase, por ejemplo este verso de Instantánea: “impar, y como en círculo cerrado”, revelador de la misma y desolada angustia vital), que de acuerdo con las convenciones burguesas, es el complemento ideal del ser humano; ni tampoco la única en que anuncia su evasión del mundo de los vivos, que parece la planificaba de muy distintos modos.

Colofón será el último de los textos sueltos que estudiemos, pues este ensayo, lo dijimos desde su inicio, tiene una serie de vacíos que los colmarán la paciencia y el empeño de otros lectores de Ledesma, como el de las elegías, los cuentos y, por supuesto, la restante -y no poca- poesía dispersa.

Colofón trae, nuevamente, una meditación trágica sobre lo diferente, y la búsqueda del poeta a sus semejantes: el loro enjaulado, la gota de aceita que cae sobre el mar. Su naturaleza humana tiene mucho de la del entorno social en que habita, pero no logra volar ni fundirse con los otros seres, y eso desencadena su tremenda soledad, proclamada una y otra vez a lo largo de su escritura. Una incomunicación de tal naturaleza va en pos de lo insólito, que tal vez estaría en capacidad de entenderlo: /el alacrán que se picó la cola/ con su propia ponzoña/ y los dos ojos/ que jamás pueden verse el uno al otro.”

Esta imagen última es de una asombrosa cotidianidad, y al mismo tiempo de un nivel absurdo insospechado: próximos como están los órganos de la visión, se hallan de tal modo separados, que nunca hay la posibilidad de que se miren. En efecto, solo una sensibilidad como la de Ledesma podía encontrar así de cerca una realidad poetizable tan extraña y al mismo tiempo tan conmovedora, y tan capaz de revelar lo más profundo de su desconcierto y desolación.

 

PUEDO DECIR QUE EN EL SILENCIO HABITO

En 1960, aparece Triángulo, un libro conjunto en el que se unen nuevamente David Ledesma, (Los días sucios), Ileana Espinel (Diríase que canto) y Sergio Román (Arte de amar). [20]

Dice Rodríguez Castelo sobre esta obra de nuestro autor:

 

“La intuición de la desolada condición del hombre en el mundo se fue haciendo cada vez más lacerante y amarga, y la transparencia se cargó de rasgos perturbadores, la lucidez se tradujo en sardónico humor negro; el desconcierto buscó significantes en paradojas y dislocaciones; la sordidez se sintió en léxico turbio (…) y sonido bronco.” [21]

 

Los días sucios contiene diez poemas, de los cuales, menos Espejo, que es una variante de Habitación con un espejo, incluido en Gris, el resto son nuevos:

 

La cabeza, es una especie de renuncia a la vida consciente, aquella que atormentaba a Rubén Darío. Ledesma proclama “Ya no quiero cabellos./ Pensamientos./ Nada que sea dolor./ Que sufra muerte./ Hoy quiero ser sencillamente impuro /(…) / Quiero la paz./ La paz intermitente/ de un día sin cabeza entre las manos”.

 

De pronto, siente un deseo de liberarse de todo, pero hacerlo significa, desgraciadamente, decapitarse, no solo renunciar a la racionalidad, a los prejuicios, a la angustiosa vida social en la que no se puede dialogar ni mostrase diferente, sin cortar amarras del todo. Sin embargo, el pobre David que nada pedía, en Autorretrato con una pena, “sino un poco de paz para vivir, / una piedra pequeña en que apoyar/ la cabeza cansada de palabras” , aspira una vez más a lograr, como sea, una calma inalcanzable, en la reaparición de ese concepto, que es uno de los motivos más reiterados de su obra, la paz.

La ventana acentúa la visión del hombre desolado. Tirado sobre el piso repite con una desesperación que el tono reiterativo del texto nos transmite claramente: “¿En dónde está la dicha? / ¿En dónde?/ ¿En dónde?”

Y una vez más la presencia del final, como ese vaticinio tan repetido en su producción: “Miro mi propia muerte”.

La fuga nos presenta una atmósfera pesadillesca. No solamente que ya no es posible el diálogo con el entorno, sino que este lo acecha, lo persigue, quiere terminar con el poeta, se transforma en la “hosca muerte”, que lo acosa en un viejo y persistente camión. Y él, acorralado, se entrega con resignación, inerme: “Si corro cae el cielo a mis espaldas. / Si me detengo salta mi cabeza.” Estos deben estar entre los versos más llenos de dolor e impotencia de cuantos escribió el poeta.

El retrato es quizás el más acabado de los poemas de este grupo, en el que como lo observara con precisión Rodríguez Castelo, todo se vuelve sórdido, turbio, bronco.

“Puedo decir que en el silencio habito./ Elemental. / Agudo./ Impenetrable.”

Carcomido por la muerte social y física y sus terribles asechanzas, sigue manteniendo su condición de iluminado, de ser singular, lejano, hermético, de la que dio muestras de estar claramente consciente en los poemas que consideramos sus Artes poéticas.

De ese morir en el que está, otra vez como Cristo, “Clavado a cuatro muros. / Desolado”, lo saca momentáneamente el deseo: con “su ancho labio” y con esa mirada que “cae entre las piernas”. Entonces: “El corazón a veces se levanta. / Y lucha. / Y se resiste. / Y cae de nuevo.” Paradoja terrible en la vida y en la obra de Ledesma, ese mismo oscuro amor que lo aniquilaba podía redimirlo, pero él no lo pudo aceptar de modo definitivo.

Es un círculo vicioso, en el que habrá de terminar vencedora la parca, a la que él confiere al final de este canto de desolación y derrota, un estatuto especial: “Porque hoy recuento 27 muertes”, pues nos está hablando de un último cumpleaños al que no llegará jamás.

La escalera presenta una nueva etapa de renuncia. Si alguna vez tuvo este elemento el sentido simbólico de ascenso, ahora ya no. No es sino la senda que Ledesma no se esforzará más por recorrer: “No subiré./ Porque el caer me es dulce. / Y abandonar el corazón al pozo. / Y chapotear feliz como los cerdos. / Dichoso. / Revolcándome en la espesa / mugre del alma. / Mugre elemental.”

Habiendo dimitido de lo consciente, habiéndose entregado a una suerte de lapidación moderna, maniatado a la muerte, reniega de esa pureza que perseguía como un lirio de fuego, de esa luz que buscaba en todos los seres y en todos los sentimientos, y se abandona al gozo momentáneo de los días sucios, con su oscuridad (el pozo), su cieno (chapotear) y su mugre elemental.

El deseo lo aniquila y oscurece el mundo: “Y nada más existe. / Nada más/ que el roce de las piernas”. Es el imperio de la sordidez de la que hablaba Rodríguez Castelo, en su expresión más abyecta, para quien hasta hacía apenas unos meses, tenía como norte, en medio del amor oscuro que le acosaba, una pasión por nombrar el mundo a través de la boca amada, y rescatarlo así, rescatándose del terrible silencio. Recuérdese, nada más, cómo, en Poema, las cosas se revestían de luz si las nombraba el ser querido.

El pozo acentúa las ideas del hombre extremamente atormentado que reniega de todo.

Habíamos dicho que las ideas religiosas no eran fuertes en Ledesma, pero basta echar una ojeada a sus poemas anteriores y veremos que la imagen de Dios, aunque leve, está marcada por signos positivos. Nunca antes se da en su poesía un tono blasfemo, terrible y desgarrado como el que hallamos en este poema: “Un Dios gastado. / Injusto. / Negligente./ Que raja el cráneo del idiota. / Y mueve/ las ventanas torcidas de los tuertos.”

El ápice de la renuncia es este verso: “Ya no quiero luz”. el poeta ha entrado en el reino de la desesperación y las tinieblas.

La ciudad nos pone ante otra constatación: la urbe moderna asfixia al hombre, pero más todavía al poeta, ese pobre ser incomunicado, solo, distinto, sufriente. La naturaleza, el entorno son ajenos, terribles, y “El grito aquí: pequeño. / Agonizando. /Imposible de oírse por el ruido.” Recuérdese que en su primera poética, él mismo era el grito. Percibimos que aquí es parte integral, inútil vehículo de una imposible comunicación, de ese David que va hacia su aniquilamiento ante un cielo “Duro. / Despoblado. / (…) Incendiándose impasible.”

Si alguna vez en la poesía de Ledesma hubo aunque fuese una pequeña dosis de retórica, de aquella que como decíamos antes, era la despreciada literatura de Verlaine, en este y en los otros poemas de esta serie, solo hay vida, una vida que corre peligrosamente a su prematuro final, de modo incontenible.

Los zapatos marca un descenso del nivel de lo humano. El poeta ha roto vínculos con su pasado, del que solo le quedan algunas vagas imágenes deleznables, pero quizás esos indumentos que aparecieron en más de un poema, y que le acompañaron en su recorrido vital, sean los únicos capaces de alguna amable remembranza: “Si los zapatos pueden recordar./ Yo no recuerdo./ Sufro el pasado.” La personificación de zapatos es frecuente en Ledesma, tal vez porque estos conectan al hombre con esa tierra de la que él no parecía querer desprenderse; pero en este poema tiene, como el resto de elementos del lenguaje poético, una connotación amarga.

El aire es todavía una pieza de una cierta calidad literaria, en que el despojamiento del poeta llega al extremo que todo, incluso las palabras ya le son ajenas, pues ha llegado a esa sima en que la incomunicación es, como el resto de elementos vitales, absoluta; no así la final, El Fonógrafo, que está marcada por ese cierto gusto que Ledesma exhibe por lo absurdo, pero que en este caso no logra configurar cabalmente ese micro universo que es el poema, que se desarticula, sin el profundo sentido de las otras obras, y es como la oscura profecía de que el verbo agonizaba en el poeta al tiempo que se apagaba su existencia.

 

VIVO EN CIEGA POESÍA DESTERRADO

En 1959, de acuerdo con el testimonio de sus amigos, [22] como en una especie de recuperación del casi perdido don de la palabra poética, dentro de ese proceso de autoaniquilamiento que vimos en el capítulo anterior, Ledesma había redactado su Cuaderno de Orfeo, que vería la luz, como se ha dicho ya, póstumamente. [23] Este, según Rodríguez Castelo “significó la búsqueda de una salida por la poesía. Pero la poesía radicalizó la angustia: la dislocación del ser y el no ser; la soledad y vacío esenciales.” [24]

Trece poemas integran este cuadernillo final, en el que Ledesma parece escribir ya desde más allá de la muerte, al encarnarse en el mítico Orfeo, transeúnte del viejo mundo subterráneo de los griegos.

El encuentro. Dije antes, hablando de la poesía de Ledesma que era teatral, coral; el propio poeta introduce en los textos que conforman el Cuaderno acotaciones, como “Voces a dúo”, para este primer recitativo, bello como pocos, en que se construye el encuentro con una imagen de tercer nivel, dos símiles que son a la vez imágenes -táctil y visual. y una hipérbole remarcable: “Apenas nuestras vidas se han tocado/ como dos manos en salud, como % dos labios en sonrisa. Y esto ha sido/ un milagro de aquellos que conmueven / los más hondos abismos de la Tierra!”. Ledesma nunca deja de sorprendernos por la fluidez de su discurso lírico; en él sentimos la plenitud del habla del poeta, y eso constituye un vínculo de gran viveza con los lectores. Pero casi nunca es prosaico, pues para la época en que escribe el Cuaderno, tiene ya un dominio tal de la materia poética que extrae de ella lo mejor, de un modo simple y diáfano.

La imagen se elabora sin violencias, de manera digamos “natural”: las vidas, elementos abstractos, simplemente se tocan, ocurre entre ellas un roce, una cuestión sensoria. Los símiles son sencillamente hermosos, las manos y los labios que se aprietan, en construcción paralelística, aparecen ante el lector de modo visual y plástico. La hipérbole final es un verdadero milagro: el poeta exalta al amor, y este alcanza una expresión de plenitud absoluta.

Identidad es una de sus poéticas, la tercera en lo que va de ese análisis. Marcado por la acotación como monólogo de Orfeo, contiene los elementos claros de su cosmovisión poética del momento: “Vivo en ciega Poesía desterrado”. Aquellas constantes de la diversidad, que llega a lo excepcional, y del aislamiento del mundo se perciben con finura extrema.

La imagen “ciega poesía” crea un ámbito, un espacio, dentro del cual se da el ostracismo del poeta.

“Ausente de mí mismo, / a una distancia / que puede ser de amor /-llaga insondable-/ o absorta muerte diaria/ repetida.”

Ese destierro es más que simbólico, ya como un sonámbulo, Ledesma deambula en un mundo que está separado del real desde tiempo atrás; un mundo que es como una muerte en vida, reiterativa, vacía, en cuyo centro se abre la herida de amor; vaga como una sombra, lejos de su yo más atormentado, enamorado de alguno de esos imposibles objetos de pasión -encarnado aquí en la mítica Eurídice, perdida en el reino de los muertos.

La poesía no es una salvación, es solo una supervivencia momentánea, constantemente acechada por la muerte, a la cual va a desafiar con un canto el poeta mítico y el poeta real, hechos uno solo.

La entrega. Primer monólogo de Eurídice. La amada símbolo es uno de esos misterios que cobran carne y voz, para presentarnos el motivo del amor oscuro de una manera fascinante. Ella se entrega al Orfeo-David, pero como un riesgo permanente, dándole su vida y su muerte. Recuérdese como en una de las Canciones hablaba de la pureza de uno de los seres amados como de un “lirio de fuego”, aquí la metáfora se amplifica y refiere a la existencia de Eurídice: “mi vida es / un gran lirio de hierro/ que perfuma y destroza.” Bien podemos decir que a un ser tan sensible como era Ledesma, todos esos lirios que halló a lo largo del camino, lo quemaron o lo destrozaron, y que su perfume apenas le dio unos instantes de solaz.

La voz amada canta como las sirenas, con un encanto que envuelve: “Te doy mi muerte, amigo/ tómala tú, tranquilo, / entre tus dulces manos / que fingen una lira, / pues mi muerte no tiene/ más luz que tu palabra.”

La imagen visual de las manos del poeta, es de una belleza que impacta. Y en las dos líneas finales preciso es señalar que el poeta pone en boca de la amada imposible una confirmación de sus dones de ser de excepción: solo su canto rescata la figura de Eurídice, su recuerdo, de la nada, aunque no logre liberarla del mundo subterráneo. Prodigio de la palabra, obra de la poesía.

Perfil contra las llamas. Siempre en la voz de Eurídice, Ledesma rinde pleitesía a la belleza de Orfeo. En medio de la oscuridad de la muerte, es como si el poeta se ofreciera un pequeño homenaje al que se suman incluso los más feroces seres del inframundo: “Y al verlo así, contra la luz erguido, / entre las altas llamas confundiéndose, / el negro Cancerbero se ha tendido/ para lamerle con tres lenguas ásperas/ su planta iluminada.”

Es un orbe siniestro el dominio de Hades, ribeteado en este caso de elementos del infierno cristiano-dantesco: las llamas, sin embargo, nuestro poeta es capaz de construir unas imágenes de una belleza extraña, alucinante, en las cuales se vuelca su ansia natural de ser otro, sin dejar de ser él mismo. Orfeo cantaba “con sus labios puros/ la más pura canción” (la obsesión por este aspecto de la personalidad que lo sentía inalcanzable, es una constante); tenía la cabellera como esculpida en “miel del bronce” (imagen de corte visionario, que se inscribe en ese absurdo lírico que a veces tentaba al poeta); la fijeza y hondura de la mirada se vuelve “un color absorte” de sus ojos, y la idea reiterada de la luminosidad alcanza un muy elevado nivel expresivo: “Vino lleno de luz. Era su alma/ apacible como un río de versos.” La primera imagen hiperbólica es de una claridad deslumbrante; la segunda, por su componente literario, es hija del posmodernismo nerudiano, pero mezcla los elementos abstractos, concretos y estéticos con un arte incomparable.

El tormento de Eurídice. Ledesma habla de ella, por boca de la triste muerta, pero lo hace también de sí mismo de sí mismo. El orbe de la muerte es un desierto, pero solo es imagen de aquel, despoblado de todo diálogo, en que el poeta sobrevive todavía. Su queja personal, indeleble, nos golpea en medio del monólogo pseudo-mítológico: “No hay sobre la tierra un ser que me ame.”

Primer lamento de Eurídice no es más que el retrato idealizado de la belleza masculina inalcanzable, construida con patrones que vienen de la escultura y la literatura. A través de la voz de la mujer, el poeta se solaza en esa imagen hermosa e indiferente.

Segundo lamento de Eurídice continúa la evocación anterior, pero de modo más íntimo y cercano. Ledesma retorna a sus motivos preferidos cada vez que puede, así, lo lumínico alcanza, una vez más, lograda forma: “Solo la luz que tienes cuando ríes. / Para fundirme en ella/ he encontrado el Silencio que me nutre.”

Y al anhelo irrealizable del sereno y puro frescor del ser querido, que ansiaba lo redimiese de sí mismo y del mundo: “Solo el aroma de tu cabellera. / Tu limpia juventud que me redime. /Solo tu mismo./ Solo tu persona.”

La canción de Orfeo vuelve sobre el tema del cuerpo amado, y aunque no es un gran poema, y se lo siente un poco vacío del espíritu ledesmiano, algo hay. como siempre en sus textos de imborrable como “esa luz tan purísima que, a veces, / te alumbra desde el fondo las pupilas”, una variante sobre motivos que eran para él tan caros.

Primer lamento de Orfeo es, en cambio, un texto remarcable. Está dotado de un esplendor de imágenes, de una riqueza expresiva, que resulta muy bello en el conjunto.

Reparemos en la magistral hipérbole que lo abre: “Todo el amor no alcanzaría para / cubrir de besos tus delgadas cejas. / Todo el dolor no bastaría para/ llorar de hinojos tu ternura intacta.” La estructura cuasi paralelística junta en una sola esfera de realidad lírica el amor y el dolor, la ternura y el gemido, esas esferas opuestas que en Ledesma se agitan constantemente.

En la muerte, Orfeo ve a la amada, como circuida de un extraño, mágico fulgor armónico, por aquellas llamas que nuestro poeta introdujo en el Hades: “Arde /un fuego extraño que te viste entera, / que te vela de músicas secretas.” La imagen de tercer nivel juega a deslumbrar al lector -y lo consigue plenamente-, con elementos concretos y abstractos, en un mundo que es abstracción pura.

Segundo Lamento de Orfeo es una pieza magistral sobre el tormento de la ausencia del ser amado. Es imposible no admirar el arte del poeta en una imagen como esta: “Tu cuerpo ya no está. / Y es en mi cuerpo/ como un vacío de inasible tacto.” Pocas veces la poesía alcanza en tan pocas palabras a describir el desgarramiento de la ausencia con tanta sutileza, esa duplicidad del estar-no- estar, que sacude al lector, estremeciéndolo. Al cerrar el poema, Ledesma volverá sobre esta antítesis tan dolorosa, con una variante que muestra, una vez más, su estupendo dominio del material lírico: “Y esto que para todos es tu ausencia / para mí es nada más que mi silencio; / nada más que aroma de la Muerte/ en los gajos ternísimos del sexo.” El otro, aquel con el que nuestro poeta no logra comunicarse solo ve en la partida de Eurídice un vago concepto, una abstracción, pero para Orfeo-Ledesma, ese hueco del corazón es el peor de los infiernos: la ausencia de palabra, y desde el punto de vista del amante, la pavorosa realidad de la muerte en el punto de unión más hondo con la amada, la flor de su sexo.

El retrato de la joven, construido en forma enumerativa, contiene imágenes tan preciosas como esa de la piel “perfecto bosque de la lluvia”, y culmina con una suerte de amoroso reproche: “Dura amiga,/ como el metal, como la nieve, como/ esta oscura sustancia del olvido.” Dura sí, porque la muerte es una forma de dureza de quien se va y deja en orfandad al amante desolado.

La reiteración letánica, tres veces el comparativo como, unido a elementos que van de lo más concreto a lo abstracto puro: la materia del olvido, es una lección respecto al arte de construcción de la imagen visionaria.

El diálogo, que curiosamente es un monólogo de Orfeo, es una de esas meditaciones basadas totalmente en la negación del todo, que caracterizan a algunas composiciones de Ledesma: “No eres tú. No soy yo…” Y, sin embargo, en medio del reino del no ser, al que nos conduce la negación total, una vez más la presencia de la luz “-oh, esa luz-/ mágica, absorta, / pura como el amanecer, / como la muerte,/ que brillaba en el fondo de tus ojos/ hace mil años de imposible ausencia!”

Una luz sobrenatural, que se vincula intensamente con aquel concepto que Ledesma ha manejado a lo largo de toda su producción, la pureza, y que aquí acaba casi identificándose con la muerte, en una reaparición del parentesco espiritual de nuestro poeta con los modernistas, sus hermanos mayores.

Así, el amor, incluso en el tiempo de sus pasados fuegos, estaba ya vinculado con la muerte, al brillar en los ojos de Eurídice.

Funeral con un saxo para Eurídice rompe con los niveles míticos, y transforma el tema de la amada muerta en un duelo por el que canta la música que al poeta le parecía la más propicia y la más desgarrada para expresar “la dulce muerte que conmueve todas / las nacencias sin límite del ritmo.” El sentido musical del poeta, tan patente en sus canciones, en la elegía por Nijinsky, transforma aquí a Eurídice en la música, y su muerte en la de la armonía, convirtiendo así el dolor individual en algo que abarca toda la cultura humana, y la disolución futura del cuerpo en un volver a la tierra en donde yacen los metales que están en la raíz de los instrumentos todos.

Ultima balada de Orfeo es un micropoema, denso y no muy elaborado, como requiere esta clase de texto sintético. Pero el tercer verso que lo cierra, no es solo hermoso, sino que acaba revelando a este hombre que estaba tocado de gracia y de misterio: “La verdad es que siempre uno está solo”. Nunca pudo acompañarse sino momentáneamente, del amor, de la amistad, de la admiración y el afecto, y eso lo incomunicó, arrancándolo del mundo tempranamente.

Queda en su poesía su dolor, latiendo a lo largo de casi cuarenta años luego de su temprana fuga; quedan las huellas de su personalidad diferente; queda su canto perenne a ese amor, casi siempre oscuro, que no logró colmarlo; su búsqueda inútil de la luz y la pureza, que sin embargo cuajó en versos magníficos; su joven deambular desorientado y trágico, que dejó su rastro indeleble en la poesía de su generación y de su patria.

Por todo ello, creo que es uno de nuestros inmortales, y que como Orfeo, sobrevive a la muerte de la muerte, y vive por siempre joven en el paraíso y el infierno de nuestras letras.

 

NOTAS

1. Ileana Espinel: David Ledesma Vázquez, introducción a la selección poética del autor en la Colección de Poesía Ecuatoriana La Rosa de Papel, Guayaquil, CCE, Núcleo del Guayas (1), s.a., p. 2.

2. Idem.

3. Hernán Rodríguez Castelo, Lírica Ecuatoriana Contemporánea, Bogotá, Círculo de Lectores, 1979. T. II. pp. 444-454.

4. En David Ledesma Vázquez: Gris, Caracas, Lírica Hispana No. 183, mayo de 1958, p. 40.

5. Cf. Jorge Dávila Vázquez: César Dávila Andrade. Combate poético y suicidio, Cuenca, Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación, 1998, p. 23.

6. Aunque referida a la parte formal, anotemos una expresión de Rodríguez Castelo, que nos parece guarda relación con estas ideas: “Había en ella” -dice el crítico, hablando de la poética de Ledesma- “asimiladas -y depuradas- sabidurías parnasianas y modernistas.” (Op. cit. p.445).

7. Ya anotamos lo que Ileana Espinel, que conocía tanto al ser humano y al poeta, anotó respecto a CRISTAL, esto vale también para este segundo título. Idem nota 1.

8. Concretamente me recuerda dos momentos: las enumeraciones caóticas y terribles de Ciudad a oscuras y la del contraste campo ciudad en Carta a una colegiala: “La calle pasa con su algarabía../ Un fraile. Unas mujeres de la vida. /Un niño con un cesto de hortalizas./ Un carro lento dividido en siglos.” Incluso tienen elementos en común.

9. En Origen 1, leemos: “Vengo desde mi propio centro…. Desde mi última noche entre la sangre”. Evidente similitud conceptual y formal.

10. Federico Revilla: Diccionario de Iconografía y Simbología, Madrid, Ediciones Cátedra, 1995, p. 150.

11. Idem, p. 154.

12. Recuérdese el bello texto de Medardo Angel Silva Se va con algo mío, en que el poeta quisiera ser, entre otras cosas “trino, perfume o canto, crepúsculo o aurora”. es una clara muestra de este volcarse hacia las cosas, los fenómenos de la naturaleza, de ese deshumanizarse opuesto a la antropomorfización.

13. Op. cit. p. 144.

14. Idem nota 4, p. 5.

15. Para una teoría de la imagen poética, cf. César Dávila Andrade, combate poético y suicidio, en especial p. 189 y sgtes.

16. No es posible olvidar las cosas que escribió respecto a esta colección poética Alejandro Carrión, en un tono hiperbólico, ciertamente, pero con una profunda y sincera admiración por su autor: “Están en este libro algunos de los mejores poemas ecuatorianos de todos los tiempos, poemas insuperables en técnica y en auténtica emoción, los poemas más espantosos y envenenados que haya podido crear un poeta excelso, hundido en la más mortal e indigna desesperación…”

17. En conversación telefónica sostenida el 22 de marzo de 2000, con el autor de este ensayo.

18. Adalberto Ortiz, Liminar para “Cuaderno de Orfeo”, en David Ledesma Vázquez: Cuaderno de Orfeo, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1962, s.n. p.

19. Cf. Hugo Friedrich, citado en César Dávila Andrade, Combate poético y suicidio, nota 83: “Esta unión de lo que normalmente no se puede unir se llama oximoron. Es un antiguo artificio del lenguaje poético que sirve para expresar estados anímicos complicados.” Idem nota 15, p. 197,

20. David Ledesma, Ileana Espinel, Sergio Román: Triángulo, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Guayas, septiembre de 1960.

21. Idem nota 3, p. 445.

22. Ileana Espinel y Sergio Román cuidaron de la edición del Cuaderno. En la portadilla de este se lee: “Escrito en 1959”, y en la solapa, firmada por S.R.A. (Sergio Romásn Armendariz), se afirma que el folleto fue escrito en la fecha indicada.

23. David Ledesma Vázquez: Cuaderno de Orfeo, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1962.

24. Idem nota 3, p. 445.

 


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