quinta-feira, 24 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Javier Sologuren

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Javier Sologuren: vagando entre los signos de la noche



Escasas, y precipitadas siempre, las incursiones de la crítica española en la poesía hispanoamericana actual. ¿Cómo explicar, si no, el desconocimiento aquí de una voz tan personal como la del peruano Javier Sologuren? Precipitación, y olvido. Pero, también, indiferencia hacia una escritura poética sin la cual – no me cansaré de decirlo – no llegaremos a reconocer los límites, ni a comprender las posibilidades reales, de la poesía en lengua española. En 1981, Javier Sologuren preparó una amplia recopilación de su obra poética, con el título de Vida continua (que lo había sido ya de uno de sus libros anteriores), aprovechando las palabras con que Jorge Guillén definiera esta poesía: “Vida continua: poesía sin interrupción”. Nos previene así el poeta del sentido sucesivo, de la progresión indagadora, que se propone llevar a cabo en dos frentes: profundizando en el conocimiento de la existencia (conocimiento de índole exclusivamente poética; ello es, instalado en un ámbito cósmico); desarrollando una experiencia de lenguaje, paralela a aquella penetración conceptual (dicho conocimiento reclama una palabra original, para ser expresado con precisión y plenitud poéticas). Proceso simultáneo que – como explica Diego Romero Solís – “tiene su razón de ser en la subjetividad y en su contacto con el alma del mundo”; no conduce a certidumbre alguna, se explaya en una ambigüedad enriquecedora, generada a partir de un “contacto esencial con las cosas”. Leer la obra poética de Javier Sologuren nos permite alcanzar – al propio tiempo – las claves que han de configurar un mundo poético unitario, proyectado hacia la “revelación que entraña la expresión poética (...) de todo aquello que bulle oscura y huidizamente en nuestra vida anímica” – como el propio escritor da declarado en alguna ocasión.

Oscuro y fugaz, el sentido original, inaugural, que debe mover toda palabra poética. Si enraizada en el drama de la existencia, en la constante agitación que empuja al hombre hasta situarlo ante los abismos del deseo, del dolor y del miedo, la obra de Javier Sologuren no responde a tal evidencia con la perulante confianza; certifica, más bien, una necesidad: hallar, por encima (o más allá) de las apariencias una identidad otra, radical y subjetiva, que participe por igual de las limitaciones del tiempo y del sentido absoluto de la fundación poética; que se reconozca simultáneamente en el orden establecido de este lado y en el orden posible, siempre cambiante, de la imaginación. Consecuente con ello, el discurrir a través de una cadena de impulsos (“(vagidos, balbuceos, canciones o quién sabe que)”) que van “del centro cordial a la periferia”, trazando en su camino una aproximación conceptual, un reconocimiento sucesivo del hombre mismo, habitante del “ámbito de la naturaleza vívida y redentora, de la que vuelve corroborado con la infinita sugestión de sus emblemas”. Fluido comunicante (comulgante) que procura ordenar un caos (el mundo) en la más rotunda y gozosa plenitud (el poema): “frente a la violencia de la voluntad esgrime el poeta la confianza del amor”.

 

No. Todo no ha de ser un viaje sin destino,

dolorosa distancia sin poder alcanzarse,

piedra sin llanura y noche sin latido.

No. Mi rostro busco, mi música en la niebla,

mi cifra a la deriva en mar y sueños.

 

Poesía como la vida o viceversa: un rumor original que tiende poco a poco hacia el mundo; desasosiego atemperado por la serenidad con la cual el poeta lo afronta para darle forma, para configurarlo verbalmente. Observar con atención el lenguaje, manipularlo con extremo cuidado; sólo así la revelación deseada podrá producirse: todo cuanto el poeta quiere decir, todo cuanto quiere hacer transparente, dándole otro rostro, otra vida, “sólo después de fijado en la escritura, pude reconocerlo”, ha dicho. Después de fijado en el orden de una trama (textura) verbal, visión multiplicada por el deseo e intensificada por la imaginación, el lenguaje inaugura un espacio nuevo, ámbito primordial, donde se identifica con la experiencia, borrados ya los límites de toda sucesión histórica, las parcelaciones impuestas a este lado de una frontera ya felizmente vulnerada con aquella operación. La escritura de Javier Sologuren habita así, “por incesante crecimiento”, esas zonas de lo improbable, donde – prodigiosamente – la razón de vivir se hace razón del decir; donde – sin solución de continuidad – la meditación en torno al lenguaje es, al mismo tiempo, una reflexión ética sobre la existencia. “Elegía” propone una visión del amor: pasión y crueldad, plenitud y vacío, confundidos: pero el ritmo equilibrado que preside (y ajusta) todo el poema nos alumbra, y nos convence:

 

Amor que apenas hace un rato eras fruto

de resplandeciente interior en los ojos

de irreprochable dulzura, que sólo eras

una gota de agua resbalando entre los senos

apaciblemente diminutos de una joven;

ahora, al otro lado de las falsas paredes

pintadas con húmedos y empañados carmines,

entre la tarde nostálgica y la noche,

oh amor, has de ser guía certero del asesino

que ardientemente trabaja con un hilo de nieve

en torno de lo que ama.

 

Bipolaridad temporal (antes/ahora), definida en la instantaneidad del cambio, en la brevedad del tránsito (“apenas hace un rato”) materializado en la imagen de ese paso imperceptible “entre la tarde nostálgica y la noche”: residuos de una existencia dolorosa, pero vivida por el sujeto poética con insólita intensidad. Certidumbre absoluta, entonces, de la enajenación que anida en tales apariencias. A la riqueza conceptual y sensual de los primeros versos (“fruto / de resplandeciente interior”; “irreprochable dulzura”; “los senos apaciblemente diminutos de una joven”) sucederá – una vez traspasada la imagen contundente y generosa de lo falso – la pintura de “húmedos y empañados carmines”. Y precisamente ahí, el verso que nos lleva hasta el otro lado del tiempo: el discurso se detiene y un apoyo vocativo inicia el siguiente verso (cargado de intencionada doblez) para precipitarlo, de modo inmediato, en el final: metamorfosis de un amor, pantomima tristemente engalanada, que será “guía certero” para un asesino. Pero – recordémoslo – Sologuren se resiste a toda fidelidad representativa; abre su palabra a un ámbito totalizador y a la “infinita sugestión de sus emblemas”: la creación poética sólo será posible (y plena) una vez alcanzada la absoluta identidad entre experiencia y palabra. La atinada paráfrasis conceptista, de clara estirpe quevedesca, culminará el poema de forma precisa, impecable. Censura, y sabiduría poética que atempera toda posible intransigencia hacia el asesino “que ardientemente trabaja con un hilo de nieve / en torno de lo que ama”.

Estructura recurrente de los poemas de Javier Sologuren: enumeraciones de imágenes, o de apariencias de realidad, derivan en una sucesión plural y dispersa de visiones hilvanadas por la intención moral del poeta y por la subterránea ironía que la dice. Su discurso nos remite – una y otra vez – a la sutileza con la cual Quevedo maneja – incluso contra sí mismo – una palabra que quiere decir siempre algo más de lo que dice (“La mano que gira las invisibles poleas del sueño. / La pluma donde no corre sido la sombra del mundo. / El ojo humano, el frío humano, la captación del olvido”); evoca la doliente convicción con la cual asume su destino el poeta barroco: su imaginería (apariencias) precipitándose hasta las más intrincadas raíces del sueño (“Esta garra que golpea sin aparente motivo / pone una rosa en el interior de los relojes / y hace que el sueño hable desde la fatiga del tiempo; / abre una huella profunda, una ciega baraja, / abre un pecho donde la eternidad transita a solas / en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas”). Ni desesperación existencial, ni patetismo expresivo. Sologuren es un poeta paciente y, una vez recurrido el primer tramo de aquel itinerario (“del centro cordial a la periferia”), remansa los impulsos que mueven su escritura; sabe que la poesía es fundación de luz que se consume en el instante mismo de producirse (“sintiendo la erosión / del pensamiento / en mi / cerebro / cogiéndome al leño que deriva casi / a oscuras / trazando una raya encendida / un surco de letras apenas visible”). José Miguel Oviedo lo ha dicho con acertada sencillez: “si esta poesía parece cada vez más impalpable es porque su materia es la propia Poesía, la actitud poética de quien la crea”.

Escribir: establecer un diálogo intelectual entre el poeta y una realidad no instrumental, cósmica; discurrir por los senderos de una metafísica muy particular y sugerente: conceptual y desnuda, se resiste – sin embargo – a toda frialdad, a todo hermetismo; esta extraña capacidad nos obliga a interesarnos (integrarnos) en su íntimo suceder. Una muy cuidadosa sensualidad impregna tanto la mirada descubridora, posesiva, que hace progresar el discurso, como el propio lenguaje, cuyos fragmentos (vibraciones) despliegan su luminoso atractivo y desbordan los límites de aquella cerrada visión del mundo de los poemas escritos por Javier Sologuren antes de 1949. En ese año, precisamente, la publicación de Dédalo dormido franquea a su palabra, de manera inesperada, el espacio vertiginoso de lo infinito. El largo poema que da título al libro (crucial para entender esa continuidad) materializa verbalmente, a través de una sugerente recreación del mito clásico, la tensión ilimitada y sucesiva en donde se asienta (y a través de la cual se proyecta) la firme unidad poética sologureniana.

Sucede, también, entre experiencia y escritura: disueltos sus límites, ambas se interpenetran y confunden en una sola identidad. Vida y muerte no se limitan a reproducir sus parcelaciones espaciales y temporales; el poema será una síntesis de ambas, conseguida en un espacio que ya es puramente poético, revelador. “Morir”, una larga serie agónica de imágenes de la muerte, se cierra con estos versos:

 

Morir es un lago de fría seda donde hierven las ardientes piedras del mediodía,

en tus ojos de pequeños frutos solitarios donde la tarde es hoja de miel inhollable.

Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve.

Morir sintiendo que en la tierra aún son hermosos la sangre, el desorden y el sueño.

 

La irracionalidad que genera esas imágenes y el descarado atrevimiento del poeta, alterando, de forma consciente el orden convencional que traza su línea divisoria, afirmadora y negadora a un tiempo, hacen del poema un lugar de encuentro y comunión. Lugar donde una palabra solidaria resume el sentido de la existencia, el sentido de transgredirlo para establecer en él otras leyes, otro orden que lo haga libre. Ni el escritor posee la palabra, ni ésta es objeto dispuesto a la posesión. El poema (el dador lezamiano) la ofrece, libre y unánime, radical en su claridad, sugestiva y plural en su riqueza sensorial. El poeta hispanoamericano (y Sologuren no es excepción) se vuelve interrogativo hacia la superficie deslumbradora y transparente de la lengua que habla; la atraviesa con la mirada, la sacude con la palabra. Y la palabra se hace mundo: el ámbito por ella generado (espacio vacío que abre: perfil de lo invisible que traza) participa de esa sustantiva vitalidad, se exalta en el gozo instantáneo del decir.

Augusto Tamayo Vargas, al hablar de los poetas peruanos de la década del cuarenta, “Carlos Alfonso Ríos (...), Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar-Bondy, Javier Sologuren”, los reconoce “preocupados por el estilo y tratando de ser diferentes a lo que podría considerarse el lenguaje hispanoamericano”. Habrá que matizar ese sentido diferencial. Cierto que esa “preocupación de estilo” podría emparentar a Sologuren (y así lo apunta Tamayo Vargas) con poetas como Jorge Guillén o Pedro Salinas; cierto, también, que tal adelgazamiento conceptual y verbal permite a Eielson llegar hasta la misma negación de la palabra... Esfuerzo por lograr una pureza poética, sin duda. Pero como respuesta a una necesidad de afirmación de la identidad: ninguno de estos poetas asume el lenguaje como evidencia, sino como posibilidad; más, como una permanente perplejidad. Javier Sologuren, en concreto, se alza contra el lenguaje antes de que éste devenga en retórica envarada, en amaneramiento tópico, como suele pensarse – sobre todo desde nuestra ladera – que debe ser el lenguaje de la poesía hispanoamericana. Sologuren (también lo dice Tamayo Vargas) inaugura un “nuevo modernismo”: inauguración segunda que arranca de las vanguardias, de un surrealismo desarrollado con dificultad en los años veinte y recuperado, de forma madura, reflexiva, por nuestro poeta. Palabra liberada de las servidumbres de la utilidad y de la razón; palabra pura. Y sólo – aunque parezca paradójico – cuando “una conciencia de zozobra” la dispara hacia extremos que, “habida cuenta las terribles amenazas atómicas de esos años 1948-1949, la escapa a los límites del individuo para extenderse a los de la especie”. La única esperanza posible, entonces, será “la poesía, el poema, el canto (...) una cierta afirmación en medio del desastre”. Si la palabra desea ser creadora, debe comprometerse con su propia libertad; y la opción de Javier Sologuren, a partir de ese meridiano decisivo, es muy clara: abismarse en el vértigo de la creación; “vagar entre los signos de la noche”.

En la caída trágica de Altazor, la dispersó Huidobro: estallido de formas, de colores, de aire; en un oscuro laberinto, permitió Neruda que discurriera su profecía. Ambos dejaron la palabra poética a merced del silencio que la niega o del utilitarismo moral que la secuestra. No se detuvo, sin embargo, Sologuren en ese límite. Dejó que Dédalo durmiera, que escapara al engaño de la realidad, remontándose a (o hundiéndose en) la verdad. Ese es el sentido solidario de esta escritura: su experiencia conceptual, de índole subjetiva, se hace experiencia compartida (y angustiada) en el poeta. Un poeta debe apostar “a pesar de todo, por el encuentro de la razón y la imaginación, de la sensación con la idea”, y debe ahondar “en la oscuridad de la historia, en el valor del mito y de la poesía como lenguaje original, como expresión del sujeto total, y sólida base del diálogo entre los hombres”. Eso hará Javier Sologuren: retornar al sentido primero de la palabra, a su pureza; allí su voz podrá encontrarse con todas las voces, “canto arrancado a la tumultuosa soledad de un pecho humano”.

 

No sé si nos buscamos, uno a otra, como la llama y el aire,

como nuestros ojos buscan la mirada en que saldremos eternos,

como nuestros labios para dar caza al silencio, tenazmente;

como nuestros labios nos van dando noticias sin que ellos lo sepan,

como nuestros cabellos al paso de una luz desconocida y temible,

estamos al borde de un astro profundo y alguien quiere caer.

 

Quiere caer, pero no cae. El hombre, diminuto en medio del cosmos, perdido en la incertidumbre de su existencia, vapuleado por la historia y sus máscaras. Pero no cae. Apenas, de puntillas, al borde de un abismo mucho más sugerente que su existencia atormentada. El poema – desea Sologuren – como camino en cuyo final, tras el hallazgo último, el sentido, la razón de vivir (y morir). Pero el poeta no nos aguarda allí con una solución tranquilizadora; deja al individuo – escritor o lector; peregrino siempre entre oscuras señales – solo, pero no desasistido: provoca su perplejidad con la llamada (llamarada) de una nueva imagen poética. De su diálogo con ella (su doble), el reconocimiento de que ese itinerario ha valido la pena: es mucho más libre quien – al margen de prejuicios – se halla dispuesto a escuchar “el latido de la propia nada, secreto de las cosas que perdura desde el origen y que ni la embriaguez ni el raciocinio logran acallar”.

Ver, palpar un rastro de palabras: el propio rastro. Diálogo de silencio, de miradas, movido a una sensualidad que nada tiene que ver con la superficial excitación de los sentidos. No se trata del aposteriori de la imagen contemplada, sino de la textura del propio discurso verbal, de su ritmo interior (de su oralidad, también): sensualidad como temor o inquietud ante lo que puede ser alumbrado; se trata de una progresiva abolición del tiempo: conciencia del dolor que produce su constante flujo degradatorio (“pero / la almendra / triturada / de lo real / es el transcurso / el simple / irse tras / de un grano de arena / otro / grano de arena / y una tras otra ola / (no hay huellas) / medir es un necio pasatiempo”). Y algo más: es el puente tendido hacia la madura fluidez en que se resuelve el discurso poético de Javier Sologuren; nexo umbilical atando la palabra a su principio genésico, que contiene su desbordamiento emotivo: distancia irónica de la incertidumbre ante el lenguaje y su potencia inaugural:

 

                  y el canto es fuego,

fuego la constelación que desate nuestros labios

la gota más pura del fuego del amor y de la noche,

la quemante palabra en que fluye el amor, aún.

 

Ya Sologuren sabe que el poeta sólo alcanza efímeras vislumbres (su triunfo es su derrota). Una palabra serena, no perturbada por la proximidad sentimental, ni sublimada por el júbilo de la plenitud, expresará mejor que ninguna otra el drama esencial de la existencia, que lo es también de la palabra con que ha de expresarse. Esa existencia conflictiva se liberará de las ataduras que la confinan en su vulgaridad, en su simple ejemplaridad moral, al transfigurarse en el espacio del poema, al vivirse en ese otro tiempo que el ritmo de la escritura poética origina y desarrolla. El texto poético de Sologuren siempre configura un espacio así, un nuevo universo cuyos astros (palabras, imágenes, versos) establecen sus propios movimientos, sus contactos, sus desplazamientos: se ajustan a él, pero discurren igualmente hacia el más allá de la imagen final del poema, atraídos por el asombro de quien ha culminado en ella su recorrido existencial:

 

Entre la sed y su cuerpo transcurre un ave blanca, un marítimo

vacío, silencio que es un límite perdido.

 

Preocupación constante por el estilo, que dice Tamayo Vargas; estructura muy elaborada del poema, que señalan los estudiosos de la poesía sologureniana; unidad precisa y perfecta de su obra, que nuestra lectura quiere destacar. Unidad sólida donde participan por igual experiencia y escritura, lo sensorial y lo conceptual, de modo que – como desea el poeta – la vida sea “una síntesis en marcha con la palabra”. Síntesis, y evolución muy significativa: el encuentro del poeta con la realidad, su inicial descubrimiento, dibuja ante su mirada un interrogante indescifrable (lo desconocido), una otra realidad que racionalmente lo desborda, pero que lo apremia hacia su forma irresistible. Esta tensión es la generadora de los impulsos primordiales que caracterizan esta poesía; la que traza el itinerario desde lo cordial hasta lo absoluto. Tensión sustantiva de la composición poética, de su variada estructura versal: desde el distendido fluir de la prosa (o del versículo) a la más escueta y desnuda presencia de la palabra – aislada, libre, inquietante – y a sus relaciones rítmicas con el conjunto del poema.

Y si, primero, Javier Sologuren determina un espacio y un tiempo unitarios, Detenimiento – su libro inicial – reúne textos más rotundos, de ritmo más amplio y distendido: la palabra, ajena a las pautas rigurosas del verso, discurre – extraordinaria ductilidad – dibujando un amplio espacio textual y poético. Prosa o verso largo (liberado del cómputo silábico regular) establecen – en Dédalo dormido y Vida continua, las entregas siguientes – una libertad en el poema, que Sologuren aprovecha para identificar los primeros cauces de salida a sus impulsos cordiales, íntimos, y comprometerse así en la búsqueda de lo absoluto. No la perplejidad que diversifica la riqueza del mundo encontrado; el poeta aún determina un orden, y por ello habita la conciencia de un límite: palabra que se despliega como la vida, en una acción envolvente y corroboradora. Pero esa vida hace crisis en los últimos años cuarenta, y el ámbito de lo desconocido, que atrae al poeta y al hombre, aparece teñido por la incertidumbre y el miedo: en él, entonces, se revela la falacia de ese orden del cual había participado, donde se había, inconscientemente, refugiado; e intuye que sólo dispersando el lenguaje en un caos resistente al orden discursivo hasta entonces dominante, dará libertad absoluta a su palabra, hará poética su escritura. Se deshacen las tramas iniciales; la textura se descompone; las palabras-astros saltan (fragmentos en el vacío, en el silencio, en lo blanco) fuera de su órbita, se buscan las unas a las otras en la agitada vivencia de su absoluta libertad. Crecen las infinitas posibilidades del lenguaje; se iluminan – sucesiva, simultáneamente – las parcelas del nuevo orden por el mismo inaugurado. Lo explica Luis Hernán Ramírez: cuando “aparece el caotismo como un rasgo impresionante de su estilo”, precisamente a partir de Dédalo dormido, el verso de Sologuren se quiebra y, en su disgregación, asume su vocación de plenitud, de pureza: mantiene su tendencia recurrente a las enumeraciones, a las series asindéticas (ya no construyen imágenes, son unidades de ese discurso roto), pero multiplica las visiones y vislumbres, ampliando así aquel mundo definido al comienzo.

En apariencia, un más estricto rigor métrico; pero el sometimiento de la palabra a la síntesis versal debe entenderse como manifestación de un diálogo mucho más activo y profundo entre el texto y el espacio en donde el mismo se instala; diálogo sugeridor – a veces, inquietante – donde se suceden las síncopas de ritmo, donde desaparecen los límites entre vida y poesía: el hombre observa el mundo desde el otro lado, con una perspectiva plural, desde el vértigo desvelado de la sabiduría. Así, en las sucesivas entregas de Sologuren, a partir de los años cincuenta: poemas que desarrollan sus propias necesidades rítmicas, internas y externas; que mantienen el fluir constante de la escritura, como si de un único texto se tratase; que precisan el camino del conocimiento, como precipitado de la continuidad de la vida, de la poesía. Poemas como cuerpos: forma y temporalidad derivadas de la experiencia solidaria, reveladora de un nuevo ámbito totalizador; crecimiento y respiración de una poesía que progresa hasta alcanzar una fusión sorprendente entre su dinámico discurrir interior y la quiebra textual de la superficie. La hora (1980) se construye como perfecta síntesis de lo conceptual y de la explosión sensual del tiempo y de la vida:

 

el no abatido pero golpeado entendimiento

hasta el vértigo tanteó

los bordes de una túnica dorada

que en su estrado de polvo

ciñó la alegoría

el mar de hizo destino

se extendieron sus páginas

y una mañana súbita

de bruces me echó en ellas.

 

Otro poema extenso, culminación del proceso seguido por esta escritura. La hora reúne la compleja coherencia de la trama verbal, que precisa un orbe imaginario, y la irrefrenable dispersión de la escritura; ambas se encuentran, y se pliegan a la exigencia del diálogo implícito que deben sostener para consolidar el discurso poético unitario que pretende Javier Sologuren. Originada en el pensamiento (pura reflexión intelectual), esta tensión poética derrota hacia el deseo y desemboca finalmente en la sabiduría. Comienza (presente conclusivo) convocando a las tres fuerzas que la ponen en movimiento: memoria, voz, suceso (“recuerdos / palabras y sucesos desuellan la conciencia / la flama efímera pendiente del / vacío / que simplemente deflagra la aventura”). Acontecimientos revividos luego en su origen (pasado), recuperados más tarde en la radicalidad de los deseos (infinitivo): “vacío que simplemente deflagra la aventura”, y realizados por fin en la certeza de un nuevo presente. Fragmentos que son secuencias enlazadas o yustapuestas, como si participaran del fluido unificador de la atracción amorosa. Algunas secuencias de La hora recuperan fragmentos anteriores, o vuelven sobre el valor fónico de las palabras (constantes y certeras aliteraciones), para desarrollar un “simultáneo cuerpo” en la escritura, una imagen solidaria de su esencial identidad con el mundo (“pero todos pendientes de la pura / extensión del relámpago divino / incursos todos / en la elemental en la fecunda / en la ignorada semejanza”) y de las implicaciones existenciales, derivadas de la simbiosis entre lo conceptual y lo pasional: el sueño como alternativa (y como vértigo) de la razón, liberada ésta última en pensamiento poético. Una vez más la sombra de Quevedo sobre los versos de Javier Sologuren:

 

en verdad no sé a quien desirvo

si a la razón o al sueño

si al sueño de razón que cría monstruos

si a la razón del sueño que emblemas engendra

 

Emblemas, sueño, signos de la noche: imágenes que son verdaderas alegorías; y entre ellas – leyéndolas – discurre el poeta. Emblemas, trasposiciones de sucesos reales en principios de orden moral que, atrayendo a los sentidos, impresionan a la voluntad. Acceso al conocimiento por medio de presencias, de formas, “para que de estas cosas visibles viesen al conocimiento de lo invisible”. ¿Qué orden moral? Cuando insisto en el carácter conceptista de la escritura de Javier Sologuren, quiero llamar la atención sobre esos emblemas del sueño como tales, que son también – y así sucedía en el Barroco – una suerte de “engaño a los ojos”: imágenes de bulto redondo que, sin embargo, plantean un sinnúmero de interpretaciones, a causa de su ambigüedad, de su oscuridad: significan todo; significan nada. Duda ante las certezas morales; descubrimiento poético. La vida como “flama efímera pendiente del vacío”; como “flámula / que mantiene con todo el talle esbelto / y en la punta de su dardo la noción / vibrando al borde del abismo”. Llama que habita la configuración invariable del mundo (“sobre el circo terrestre / está el circo celeste”), dominada por “el toro y el león que ocupan / sus puestos en el sol” y “comparten sus dominios”. Poesía como viaje, como recorrido incierto por la página que es mar que es cuerpo: viaje por la vida que es viaje por la escritura (“leer / percibir el latido del tiempo / desatar el nudo / abrir la cicatriz / penetrar en el cuerpo por la llaga”), por el dolor del conocimiento. Porque só se sobrevive en la luz, en la voz que canta o recuerda, como el pájaro en su vuelo (en su canto prendió el espacio juanramoniano): impulso que desata el mundo (“el ascendente vuelo / hacia / calidoscópicos cielos / la graciosa locura / que fue / mi alpiste y / mi agua brillante”).

Destino del poeta: caer de bruzos en el mar (la página-conciencia), ver e leer allí lo infinito, acotarlo en la palabra, fuera del pasado, de la historia (“toda flor me lleva más allá / las estaciones se desplazan por mis venas / acaricio sin tregua el rostro natural”). Y entregarse, al final, a una “inmemorial epifanía”, al amor, “arcana flecha en el aire de cada día”, pero sin ceder a la enajenación sentimental; viendo que esa “gota de agua inagotable” es de sangre. El poeta deriva así (inesperado giro) hacia las atracciones sensoriales de una reflexión moral cada vez más arriesgada, hacia su trágica certidumbre: conocimiento que siente, a cada paso, la condición degradada de la experiencia, el estigma irreversible del tiempo y del olvido, de la miseria o de la muerte... Pero como ha poseído la libertad de la palabra, en ella fía:

 

La flor se esponja en el silencio del nirvana

en el paraíso la suprema luz espuma

la voz de Vincent me está gritando al oído

que la miseria jamás acabará

pero repito

sin embargo no entierro la esperanza

 

La hora: plazo cumplido; ecuador – también – pasado el cual se ingresa en otro espacio poético; donde los ritmos actúan con diferente sentido. Despojamiento y verticalidad radicales, en la escritura y en la intención. A partir de aquí, se completa el orden intelectual de esta poesía, vida continua: la irracionalidad hace causa común con su contrario; no la contempla expectante, cohabitan decididas (el surrealismo, y la poesía francesa posterior, territorios explorados con apasionada clarividencia por Sologuren); las imágenes surgen como agresión (o violación) contra el equilibrio y la serenidad anteriores. Madurez – gracias a ello – del sentido inaugural del poema (“después antes o siempre la obra nos perturba / la obra o la morada / donde nos figuramos / nos enmascaramos y vestimos / para que luego nos desnuden / irisándose en su anhelo / hay algo oculto en ella como el sexo / jamás le falta un encanto promiscuo”): el equilibrio es otro; más tensa la brevedad, más contenida la expansión rítmica; el silencio, como explica Roberto Paoli, “un aliado de la palabra” (estructura e intención del hai-kú: pureza de las cosas en su estar, su ser, hallada en su trato con la poesía japonesa). En el amor, el poeta contempló sus distintas apariencias de belleza, desde renovadas perspectivas; ahora penetra en su bosque elemental (vacío lleno, lo lleno del vacío) y allí habita hasta que lo evidente sensual (el amor y los cuerpos) se hace transparencia, revelación: entrega apasionada al mundo, fusión subsiguiente con lo deseado.

Idéntica apasionada entrega a la sabiduría, para habitar el centro neurálgico de la palabra: ritmo y léxico vueltos hacia sí mismos. Como el poeta. Su destino es el misterio y éste reclama una experiencia reflexiva: meditar sobre la existencia, pero de modo diferente. La serenidad del acento dilatado y solemne se cambia en insinuada vitalidad de una distancia (ironía) que certifica lo imposible. Si antes el amor, si antes la existencia; ahora, la naturaleza muerta (Poemas 1988): los objetos están, pero son las líneas que construyen la trama invisible que los une, que determina el ritmo de sus analogías. Ese es el vértigo ahora. Y nada importa que uno de esos objetos – centro de la trama reconstruida lejos de la sólida apariencia verbal – sea el propio cuerpo del sujeto poético (Tornaviaje, 1989). Se contemplan cosas; pero también son cosas el cuerpo, o el tiempo, o el mundo, o la muerte (“blanco en lo blanco”). ¿No es – ahora – la finta zigzagueante, en la extinción vertical y progresiva de ese hilo continuo, de ese adelgazamiento imparable, donde se resuelve (se disuelve) el rastro de palabras – nuestro propio rastro – que nos deja desposeídos, pero sabios?

 


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