JACQUELINE GOLDBERG | José Kozer: el oficio de furtivarse
El próximo 15 de
septiembre, cuando el pueblo judío celebre Rosh HaShaná, la llegada del nuevo
año 5765, José Kozer habrá escrito casi igual número de poemas que años se
cuentan desde la creación del mundo. Pero a partir del momento en que el poeta
cubano bocetee su texto número 5765 —lleva estricta cuenta— y hasta el día de
su muerte, escribirá tan sólo un poema al año. Al menos eso prometió al crítico
mexicano Jacobo Sefamí en un acto público celebrado en la Universidad de
California. Pero Kozer, vicioso como es de las palabras, ha encontrado ya el
ardid para revertir el compromiso: escribirá un único poema al año, pero
fragmentado en 365 partes.
El reto impuesto
por Sefamí —autor de De la imaginación poética, publicado por Monte Avila
Editores en 1996—, lejos de ser el juego de un amigo perverso, constituye una
severa crítica a la poesía de José Kozer, tantas veces tildada de
supernumeraria, barroca, fulgurante, excesiva, heredera del verbo frondoso de
José Lezama Lima.
Si bien es cierto
que el trabajo poético de Kozer no es hueso fácil de roer, una vez se penetra
en él las palabras suceden como una oralidad materna, cálida, milenaria; y se
comprende que este poeta es, ante todo, un antropólogo del lenguaje, un
maratonista verbal, un disidente de la parquedad y, sin lugar a dudas, uno de
los más vigorosos escritores latinoamericanos contemporáneos.
Verlo leer sus
propios poemas permite entender un poco más la necesidad de Kozer de derramarse
en una palabra polifónica y danzarina. Mientras lee, sus manos son un auténtico
espectáculo: su gesticulación inquieta es puntual ante cada sonido, cada pausa,
cada giro de su seductora voz. Se toca el pecho, la cabeza, da golpes sobre la
mesa, como si la palabra careciera de cuerpo y necesitara de sus enormes y
ágiles dedos para forjar mundos en el aire. Kozer tiene una explicación muy
sencilla a su necesidad de escribir al menos un poema por día: “Yo creo que el
acto creador tiene dos vertientes: una del que va a escribir, otra la del que
simplemente escribe. Y yo hace ya muchos años que no me propongo escribir,
escribo. De joven tuve una voluntad de escribir, quería hacer un poema; desde
hace más de veinticinco años me ocurre que escribo. Más que un oficio es una
respiración y una naturaleza propia. Tal como el corazón late, el riñón
purifica y el sistema digestivo necesita excretar, mi cuerpo poético —y es un
cuerpo— de la forma más natural y constante excreta o regurgita poesía. Es así
de sencillo”.
José Kozer recuerda
haber dicho que es judío desde muy niño, sin zozobras: “Me han preguntado si lo
digo a la defensiva, pero no: ser judío forma parte de mi ser y de mi
identidad. Creo que esta ausencia de dificultad en decir que soy judío viene,
en parte, porque Cuba es un país sin tradición antisemita y el pueblo cubano
acogió con generosidad a la comunidad judía. Por otra parte, desde que empecé
hace años a hacer prácticas budistas, soy lo que en Estados Unidos llaman un
jubu, un jewish budist. Y no tengo ninguna dificultad en la doble práctica. Me
siento muy integrado interiormente a mi judaísmo, así como a mi nacionalidad
cubana y a esta nueva vertiente en mi vida, que es la presencia budista. Sin
embargo, confieso que en mi soledad, al hacer ciertas prácticas de
introspección a través de una plegaria sánscrita, no me ocurre lo mismo que
cuando digo la oración judía del Schemá Israel, que me toca tan profundamente y
mucho más que cualquier otra cosa, hasta un extremo de que la utilizo menos
porque me desgarra ante la muerte, ante la dificultad de la muerte. En ese
sentido, creo que el substrato judío es el más hondo, el más primario, el que
habita más a fondo en mí”.
Hijo de inmigrantes
checoslovacos y polacos que llegaron a La Habana huyendo del antisemitismo que
arrasaba Europa, Kozer se crió en una atmósfera muy particular, entre un padre
sastre profundamente ateo y un abuelo religioso —fundador de la primera
sinagoga ashkenazí cubana—; en un hogar muy asimilado, donde no había práctica
judía pero estaba muy claro de que los Kozer eran judíos. Aprendió yiddish,
hebreo, hizo su Bar Mitzvah, rezó y se colocó todas las mañanas, entre los 13 y
los 16 años, sus filacterias: “En casa oí decir muchas veces que papá era el
más judío de la familia y, sin embargo, era ateo. Y aquello que parecía una
contradicción en el fondo no lo era, porque en última instancia el judío,
cuando no es fanático, es sumamente abierto. Pero fue mi abuelo materno, que
está enterrado en Cuba, quien me marcó profundamente por su espiritualidad y
pese a ser un judío ortodoxo, por su modo abierto de ver las cosas, nunca
impuso, siempre expuso, como diría Paul Celan de la poesía. A mí eso me
tranquilizó muchísimo y pude participar de una forma muy natural de toda la
tradición judía. Fue ese abuelo quien me guió en la lectura de la Torá durante
mi Bar Mitzvá, pues mi padre no entraba a una sinagoga. Eso fue muy doloroso. Y
el día que falleció mi abuelo, cuando yo tenía 16 años, ese día no necesité más
ponerme las filacterias. Cuando salí de Cuba en 1960 me llevé muy pocas cosas:
unos doce o catorce libros y mi bolsa con las filacterias. Siempre dije a mi
mujer, Guadalupe: si yo muero antes que tú, quiero ser cremado junto a mis
filacterias y enterrado en Cuba. Sé que la cremación es lo menos judío que
puedo hacer en mi muerte, pero soy un pecador”.
El poeta confiesa
que su profundo judaísmo de hoy no es el de otrora. En su adolescencia, la rebeldía
lo encauzó por otros derroteros: “En casa se hablaba siempre de los campos de
concentración y llegó un momento en que aquello fue tan retórico por parte de
mi madre, que me molestaba, aunque sabía que mi padre había perdido parte de su
familia en el Holocausto. En algún momento manifesté esa molestia y eso me
marginó mucho de mi madre y un poco de la comunidad. Además, desde niño he sido
un voraz lector —hoy leo ocho horas al día— y la comunidad no era lectora y me
fui distanciando de mis amigos. Y cuando salí de Cuba me ocurrió que me volqué
al mundo norteamericano, me casé en primeras nupcias con una judía, que fue un
desastre, y me alejé mucho del judaísmo en ese punto de mi vida”.
Kozer había
empezado a escribir en Cuba, pero al salir abandonó la poesía por ocho años. Y
fue el poeta chileno Nicanor Parra quien contribuyó a que recuperara su lengua,
su poesía y parte de su judaísmo: “Tenía unos 28 años de edad. Vivía en inglés,
solo leía inglés. Era profesor de Lengua y Literatura en Queen College en Nueva
York. Y fui perdiendo el castellano. Y con 28 años me hice amigo de Nicanor
Parra y conversábamos mucho y un día me dice: qué cosa curiosa que siendo judío
nunca tocas el tema judío. Me quedé un poco consternado ante su comentario y le
dije que nunca lo había pensado. En ese punto, porque soy una persona muy
reactiva, empecé a escribir poemas judíos, fue una cosa instantánea. Durante
años, entre otras cosas, porque soy un poeta de muchos registros y movimientos
laterales, empecé a hacer una poesía muy judía. Me volví un lector muy asiduo
del Viejo y del Nuevo Testamento y esa lectura cada vez me conmovía más. Mis
primeros libros fueron entonces muy judíos: Un
judío de números y Letras y Tomaron
posesión en las ciudades. Este último título, que siempre pretenden
corregirme cambiándome la preposición en
por de, lo titulé así porque los
judíos no toman posesión de las ciudades sino en las ciudades, no somos
invasores sino que estando dentro de la ciudad, amorosamente, tomamos posesión
en las cosas, que es muy distinto y ahí la preposición es fundamental”.
Kozer no busca
excusas para confesar que lo judío, además de una presencia fundamental en su
vida espiritual es ya un recurso literario que utiliza a conciencia: “Claro que
es un estilo, un recurso literario, pero es una verdad profunda, una ceguera
más, un no saber más. De modo que cuando el poema toma en mí esa vertiente o
entra en una referencialidad judía siempre me noto la conmoción interior,
siempre me noto que en ese punto el hábito de hacer poesía, que en mí ya es tan
largo, se conmociona de nuevo. Hay algo ahí, que me pasa también con lo cubano
y quizá me pase menos con otras cosas, porque soy un poeta a veces muy irónico,
muy de burla, jacarandoso, muy rabelesiano. Pero con la cosa judía y con el
trauma de lo cubano siempre la conmoción es muy profunda, y algo me ocurre en
ese momento del acto poético en que todo se vuelve arduo, y a veces físicamente
lloro en el momento de la escritura. Y para una persona que ha escrito miles y
miles de poemas como yo, llorar ya es raro… En realidad no tengo mayor
conciencia de estar utilizando un punto de vista judío, pero de lo que sí tengo
conciencia es de que me conmueve poéticamente la figura de Moisés, de la vieja
Sara pariendo en su ancianidad, Jacob luchando con el ángel. Son imágenes muy
profundas que luego han pasado al registro poético y no sé exactamente si lo
que me mueve es lo judío o lo poético. Me parece que es una simbiosis de ambas
cosas y que lo judío se encausa por lo poético y lo poético por lo judío al
mismo tiempo. No veo otra manera de expresarlo o tratar de entenderlo. Es
confuso, es misterioso.
“En mis últimos
poemas, por ejemplo, varias veces he notado que hablo de la religión judía, la
cristiana y la budista; y aparecen las figuras de Jehová, Cristo y Buda, y cada
una está perfectamente delineada en el poema. Esta mañana escribí un poema
sobre el valle de Caracas, que me ha impresionado muchísimo, y se convirtió en
el valle de Josafat, que es la muerte. En un momento dado, los cuatro
evangelistas del Nuevo Testamento entran en el poema. Y fui al Nuevo
Testamento, lo abrí al azar y tomé un versículo y lo fui integrando al poema. Y
todo aquello se iba conjugando con la mayor naturalidad, forjando la propia respiración
del texto, sin mayor contratiempo. “Tengo una dificultad con toda la poesía
actual y es que me es muy difícil ver con claridad una cierta poesía que me
parece muy trillada, muy banal y a veces cuando es buena cae en momentos muy
falaces, flojos. Y esto me molesta mucho. En la poesía de muchos poetas
latinoamericanos de origen judío veo esto bastante. La poesía es un rigor, una
disciplina y una rigidez abierta. Esto hay que llevarlo desde una dificultad.
No se puede vender barato este asunto. Uno no está buscando el aplauso sino la
verdad o una forma de la verdad. Uno está hurgando casi como un topo a ciegas
en un soterrado mundo de desconocimiento, donde las raíces son muy extrañas. Y
no es posible estar haciendo poemitas baratos al Estado de Israel, o a la
religión, o a mi mamá que cocinaba latkes. La cosa es mucho más compleja”.
Marina Tsvetáieva
dijo alguna vez que “todos los poetas son judíos” y José Kozer mencionó hace
algunos años en un encuentro de cubanos en el exilio celebrado en Madrid, que “todos
los cubanos ahora son judíos”. Esa bifurcación dolorosa, que habla de la
condición milenaria de los hijos de Abraham como seres trasvasados,
desterrados, no está ausente en Kozer, quien la sufre por partida doble: como
judío y como cubano: “Exiliarse siempre es dolor, pero hay la capacidad
camaleónica, más no hipócrita, de readaptarse constantemente. El exilio para mí
no es doloroso sino lo natural, casi como que me lo esperaba. Llegué a Estados
Unidos con veinte años, no sabía inglés y al otro día ya estaba trabajando. “En
mi poesía última, uno de los elementos que recurren es el tema del
escabullirse, que es el tema de furtivarse, un hermoso cubanismo. Y lo entendí
muy bien desde niño. El judío está siempre escabulléndose, un poco temeroso de
la realidad. Lo furtivo, que además está en San Juan de la Cruz que era de
origen judío, tiene que ver con integrar fuerzas contrarias para entrar en una
neutralidad que te permita ser un ser indeterminado e insignificante. Y yo que
tengo un ego grande y que vengo de una tradición muy prepotente, machista, de
primogénito de la familia, he tenido que luchar mucho con mi interioridad para
ir reduciendo ese ego y entrar en una especie de zona furtiva, donde no quiero
ser nadie especial, sino uno más, un miembro de la comunidad. “Nací en Cuba y
me siento muy cubano; mis padres vinieron a Cuba no siendo cubanos; me fui de
Cuba con veinte años; mis hijas nacieron en Estados Unidos, no son cubanas y no
tienen nada que ver con Cuba. Yo soy primera y última generación de cubanos. Y
esto le ocurre a muy pocas personas en el mundo. Ser primera y última
generación de algo sólo le ocurre a un judío. “En la tienda de mi padre había
una trastienda mágica, muy compleja, donde se cocinaba su pequeña industria de
sastre y donde yo veía esa cosa tan extraña que era la convivencia de mi padre
judío, que hablaba un castellano muy macarrónico, muy malo y sus empleados que
eran unos cubanazos típicos. Era un diálogo de dos idiomas, pero muy amoroso,
se entendían perfectamente bien. A mí como que me iluminaba mucho toda esa vida
de trastienda, que es esa vida segunda que lleva el judío, de escabullido”. Lo
diaspórico también se traduce, inevitablemente, en marginación, pero en el caso
de Kozer no por judío, sino por cubano disidente: “Yo espero no ser sólo un
poeta judío o sólo un poeta cubano. Porque si no soy un poeta provinciano.
Mandelstaham es un poeta judiísimo y es un poeta ruso, pero lo que Mandelstam
es, ante todo, es un poeta universal. Claro, hay unos estamentos y a medida que
uno va subiendo el aire se enrarece más, la dificultad es mayor. En broma dijo
un crítico cubano sobre mi poesía que el problema con Kozer es que no es
nuestro poeta nacional: Kozer es nuestro poeta internacional. “A estas alturas
pienso que el problema es de quien me discrimina, no mío. Hay que saber separar
la poesía de la política. Ezra Pound y T.S. Elliot fueron grandes antisemitas,
y son poetas seminales del siglo XX. Yo distingo la grandeza de su poesía de su
antisemitismo. Asimismo, creo que si mi poesía tiene un valor —no soy quien
para decirlo— y si alguien no está de acuerdo con mi visión política, eso no
debe ser razón para que no haya diálogo. A veces me sorprende tanto la
invitación como la no invitación a eventos literarios. A veces se invita a gente
tan deleznable como poeta cuando hay otros valores tan importantes en este
momento de Latinoamérica a quienes no se invita. Todo esto son juegos
políticos, de interés, de rastacueros”.
Tras años renuente
a volver a Cuba, Kozer estuvo en la isla por primera vez desde su exilio entre
el 7 y el 14 de febrero del año 2002 para presentar No buscan reflejarse, una
antología de su poesía. En ese momento, el poeta tenía la esperanza de aportar
un grano de arena a la reconciliación política con tantos artistas exilados.
Incluso al regresar a Florida instó a varios poetas compatriotas a publicar en
Cuba, pensando que se trataba de un momento esperanzador: “Pero pasó el tiempo
y esa esperanza se frustró en el momento en que el gobierno cubano optó por
fusilar a esos tres jóvenes que trataron de escapar de la isla. Con una pena
carcelaria era más que suficiente; esa decisión me pareció excesiva e inhumana.
Para mí era la gota que rebasaba el vaso y otra vez el proceso cubano se
interrumpía. No creo que se haya abortado de todos modos, la historia es larga,
las cosas cambiarán”.
Ese retorno a Cuba
fue también el regreso a las raíces, a los lugares de la infancia y el dolor: “Desde
que regresé de La Habana, hasta el día de hoy, todas las mañanas, todas, he
escrito un poema. Y no lo entiendo. ¿Qué ocurrió? ¿Qué cable se me cruzó en
aquel momento? No sé. En ese regreso padecí mucho al ver el país, su
desgarramiento; padecí mucho al ver la casa donde me crié, la casa de donde me
marché, los sitios donde anduve. Todo eso me hizo sufrir, pero lo único que me
hizo llorar fue ver la casa de mi abuelo Isaac Katz, el judío ortodoxo. Cuando
entré a esa casa —y ahora se me vuelven a saltar las lágrimas— no me pude
contener. Fue el único momento en que sentí una conmoción que es milenaria”. En
la entrada de la biblioteca del Patronato de La Habana hay un poema de Kozer en
homenaje al intelectual Marcus Matterin, traductor de José Martí al yiddish,
quien fue una suerte de Lezama Lima judío. El propio Marcus Matterín pidió que
colocaran ese poema. Y ahí está como pequeña —y quizá, por lo pronto, inocua—
muestra de cuán judío y latinoamericano es Kozer, más allá de los regímenes del
horror, el tiempo y la memoria.
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