MIGUEL MÁRQUEZ | Juan Calzadilla, ecólogo de día feriado o una poesía on the rock
Y entre este rock
argentino y Juan Calzadilla, puntualizo en éste, al igual que en aquél, la argumentación
ácida, precisa, inconforme y bufonesca. Por ello quizás en ambos confluyen la tentación
y el desafío, los silbidos salvajes, el ladrido de los sonámbulos. Este libro, de
extrema rebeldía, está tocado por la ira y la vergüenza. A la manera de un sistema
nervioso que denuncia, critica y cuestiona, pero que también elabora un espacio
como custodia del sentido. Escribir, entonces, es entender, es crear desde la palpitante
exaltación que nos constituye, y desde múltiples escenografías desmontar la farsa
apasionante de la comedia humana y con esa burla como cómplice que pareciera comprometer
al lector con quién sabe qué cosa que abunda en estos textos, con la fiel mordacidad
que no entrega las armas jamás. (La atención, aquí, es un animal peligroso.)
Para hablar de
esta obra (de este Ecólogo de día feriado) sería recomendable tener cerca
la mirada arquitectónica, esa que puede detenerse a observar estructuras fragmentarias
en las capas geológicas del universo artificial, allí donde la ecología no es más
que materia inequívoca del arte dramático, medio ambiente para los maniquíes y los
espejos, las vitrinas y las alcantarillas sospechosas. Una arquitectura matemática
habría que agregar aunque redunde, no hecha para el tiempo, para las ideas arcaicas
de la memoria estética. En este libro, sobre todo, nadie es inocente y la sentencia
vale y cobra cuerpo a cualquier hora.
Además, Juan Calzadilla
es un caso difícil. Hablo de dificultad no por lo poco tratable, que lo es en mucho,
sino por el trabajo que exige, por la laboriosa, paradójica y concisa interpelación
que su lectura pone en marcha. Me gustaría, por ejemplo, escribir lo que digo sobre
su poesía con una sucesión cercenada de puntos, de caídas repentinas en las frases,
de ruegos y ruidos entrecortados. El puñal, en su escritura, no es un invitado metafórico
más. Agarra cancha, se acomoda en el diván luminoso del margen, en la extravagancia
sugestiva de los difuntos, de los infinitos rumores del subsuelo, en esa incómoda
franja de la inteligencia que pule y hiere, que no le deja a la tranquilidad un
noble mar de recuerdos. Quiero decir, su poesía me cuesta y me seduce. Costo por
lo que tiene de anti, de contra, de negativa, de batracio. Me vuelvo a explicar:
no deseo para mí, para la manera de relacionarme con los versos, lo que él entiende
ni lo que concentran sus palabras en la noche del espíritu. Pero sus palabras me
resultan diálogos indispensables en el viaje a la conciencia.
Digo, pienso, escribo:
estos garabatos de un sobreviviente poco agradecido me dan rabia porque muerden
en la creída consistencia de un mundo que parecía, al menos para unos cuantos, líricos
y encantados, de piedra dura. Su poesía, por el contrario, cala y se detiene en
la desintegración, jamás en la anatomía vital de los cuerpos, o en la visión cosmológica
de las estructuras rítmicas acopladas a los profundos deslizamientos de los planetas.
En su poesía el relativismo es perverso, goza con la desposesión y la ausencia.
Su descreimiento es progresión de multitudes sin cordón umbilical, variopinta dispersión
de morbosidades. Morboso, por lo que tiene de obstinado, de insistente latido, de
arruinada fiesta. No sabemos nunca dónde está el francotirador. Pero allá, encima
de aquellos cristales, está una mirada que se mira y nos mira y se repite infatigable
y angustiosamente.
Entre tanto, uno
pudiera pensar la función que ocupa la “naturaleza” en este libro. Y creo que ella
no posee mayor consistencia entre los argumentos sucesivos que la desplazan por
carecer de cuerpo protagónico y su presencia inestable le otorga mayor fuerza a
la voz del soliloquio urbano. Existe, sí, la contundencia de lo social, de lo histórico,
de lo cultural, donde la visión se afinca con esmero y desvelo. Por ejemplo, ese
follaje que vemos moverse cuando el viento lo pone a hablar, no es más que la forma
de una percepción cifrada que custodia sus intereses. Hablamos entonces de los reinos
impuros de las urbes prosaicas y la naturaleza se parece a una alegoría del extrañamiento
en las señales electrónicas del mundo actual y nadie la reclama ni aspira a encontrarse
con ella en el semen sagrado de una venta por departamentos donde todo está en rebaja.
La modernidad, pareciera decirnos esta poesía, ha sido el fin de los ríos, de los
árboles, de la memoria (así nombra a ésta en uno de sus poemas: “Memoria, te nombraré
de última, / ah viejo reloj estropeado”). Ni cosmos, ni cielo ni la sombra líquida
de los amantes en los dibujos mitológicos de la filosofía hindú. Nos hemos quedado
sin la lluvia, sin el duelo del cuerpo al despedirse de un profundo bosque de aguas.
Laberinto de ecos amargos y despiadados y la abstracción es ley, le sustrae al mundo
las sustancias románticas y no hay color que se salve, salvo el blanco y el negro,
no como juego de oposiciones, sino como planos donde lo individual no pareciera
ser más que un punto serial en la modernidad burguesa que aquí se ve patas arriba
por un ecólogo que posee instrumentos eficaces para exponer, con la paciencia de
un naturalista sin objeto, el absurdo de un universo, el nuestro, donde después
de leer estos apretados diarios de un viajero, sabemos que el propósito de forjarse
la gente el despropósito de ser personalidades respetables es tan ridículo como
la ingenuidad:
En mi entierro iba yo hablando mal de mí mismo
y me moría de la risa.
Enumeraba con los dedos de las manos
cada uno de mis defectos
y hasta me permití delante de la gente
sacar a relucir algunos de mis vicios
como si me confesara en voz alta
y en la vía pública
Comprendo que esto no es usual en un entierro
ni signo de buen comportamiento.
Un ciudadano cabal, aun estando muerto
–cuando él es el centro de la atención–
debe guardar las apariencias
y cuidar de no exponerse al ridículo
Añicos y pulsaciones, restos e intensidad, polvo pensante que se reparte en diminutas porosidades, en trozos, en pedazos, en pólipos.
Cada voz, cada palabra, inscribe su distancia como por arte refinado del combate.
Esta poesía, esta jauría, nacida desde la violencia a la que cabal y psíquicamente
expresa, sabe más y sabe menos de lo que se propone, pero está allí, con la extraviada
precipitación de los vocablos, con la dislocada paciencia para astillar el rompecabezas,
para minuciosamente construir un festín residual, y preciso. Y es consistente el
poeta: le encanta la interrogación que hace con su presencia una figura filosa,
aguda, punzante. Y además, revólver en mano, sonríe. Arma su lanceolado laboratorio
frente a los ojos de la fiebre; ante la densa oscuridad, él, sus páginas, para oponerse
a las ruines razones de los románticos y acabar de un trancazo con la seguidilla
de la inspirada confianza, de la retahíla bienhechora.
Escepticismo, ironía,
distancia. No cree en mucho, al parecer, pero sentencia desde la observación escatológica
(de éskhatos, último, relativo a los muertos), desde una mirada estrábica,
siempre con un ojo en el submundo, y con el otro hace del mundo una metálica proliferación
de situaciones que no deben dejarse pasar. Su contención golpea y es intenso su
despliegue de refractantes identidades, las que traman su razonado delirio.
Callo y leo, me
demoro en los ángeles rasgados y regados por el piso, por la ciudad de los soles
ciegos, de los epitafios proyectados en las vallas publicitarias. Aquí la vanidad
se ve escudriñada por un ojo implacable. Aquí el grito, el disparo, la parábola,
las contradicciones, las paradojas ascéticas de las rebeliones prolongadas.
Esta “antología
personal de Juan Calzadilla”, hay que decirlo, ha podido ser seleccionada por el
autor mismo pero sin que fuera necesariamente personal, ya que somos varios cada
uno de nosotros, se sabe, y las que más saben, como está demostrado, son aquellas
voces que no llevan nuestro nombre pero hablan a cada instante por nosotros sin
pedirnos permiso ni siquiera para ladrarle a quien sea en plena calle mientras los
otros nos reprochan. Así, esta antología es personal porque la escriben varios de
los que en el poeta habitan, y a entender por la variada forma de registrar la experiencia
y ese título que tiene algo de festivo a pesar de remitirnos al ámbito de lo burocrático,
Ecólogo de día feriado, me resulta probable pensar que los muchos Calzadillas
que aquí se exponen organizaron este libro con satisfacción por lo menos, no vaya
a ser que se molesten si uno les menciona aquí la palabra alegría.
La actualidad de
su registro poético ha sido recibida y celebrada con mucha dedicación en Colombia,
Argentina, Brasil, países donde la audiencia de buenos lectores de su poesía es
cada vez mayor. Y quiero refrendar en estas palabras mi admiración por este maestro
generoso e iconoclasta que ha sido para muchos un paradigma diamantino del riesgo,
siempre difícil, de vivir y escribir con la mayor autenticidad. Un pedagogo presocrático
y virtual, permisivo y solidario que con saludable humor nos recibe en las puertas
del cielo y el infierno, en el espejismo y la errancia, a nosotros, los últimos
de la fila, a los que muy pocas veces salimos en la foto por una razón que desconocemos.
Me gustaría decirte,
Juan: veo en tus grabados de la psique y de la neurosis que nuestras ciudades reescriben
a través de los mediadores de la (des)composición reflexiva y constantemente creadora,
que los giros y un estado de coma que me llevan de persona en persona a echar mi
cable a tierra, son mi forma de darte las gracias de lector por la música contemporánea
y jeroglífica de tus poemas, éstos que deseo le lleguen pronto a mucha gente joven
que podrá encontrar aquí la rebeldía suficiente para continuar encaramándose con
osadía y desafío en los techos, en los dichos y en los hechos, y tal como su intuición
les indica, reinventar lo humano y lo divino como única y legítima tarea:
Deberíamos atrevernos a narrar con lujo
de detalles todo lo que nos pasa por la mente
en una especie de diario donde nada real sucede.
De este modo le ahorraríamos a la memoria
tener que venir a auxiliarnos con un discurso
torpe y lleno de ambigüedades
después de que los hechos ya han pasado
o no sucedieron.
No importa que nos equivoquemos
o que, exagerando la nota, lo que testimoniemos
resulte ser, como en el caso de los poetas
la obra de un gran embustero.
Después de todo no se escribe
sino sobre lo que uno imagina. Así
lo que imaginemos sea lo único
que en nuestras perras vidas
nos ha pasado.
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