ARTURO ALMANDOZ MARTE | José Antonio Ramos Sucre, el tío poliglota
Además de un retrato desvaído en tonos sepias, mostrando
al joven encorbatado con gesto adusto, otros legados del tío políglota asomaban
en resquicios de nuestra modesta casa en San Bernardino. En la pequeña biblioteca
improvisada en el pasillo entre las habitaciones de la planta alta, había un ejemplar
de sus Obras que en 1956 publicara el Ministerio de Educación,
lo que me indicó desde temprano que era autor nacional considerado clásico; no era
empero tan conocido como otros de la misma Biblioteca Popular Venezolana, como el
mismo Díaz Rodríguez y Urbaneja Achelphol, cuyos volúmenes eran utilizados para
tareas por mis hermanos que ya estaban en bachillerato. Si bien fijé desde la infancia
la carátula marrón con un grabado cubista, no osé entonces leerlo, aunque sí supe
que las tres obras principales del tío tenían títulos “tan sugerentes como enigmáticos”,
al decir de papá: La torre de timón, El cielo de esmalte y Las formas del fuego.
Su poesía en prosa, “tan erudita como críptica”, hacía de José Antonio un autor
menos asequible que sus coterráneos cumaneses, como Andrés Eloy Blanco y Cruz Salmerón
Acosta, según los tíos conversaban en sobremesas con cierto resabio.
Por no caber en los diminutos estantes de esa biblioteca
de pasillo, unos gruesos tomos empastados en negro con letras doradas, que habían
pertenecido a su tío según papá, eran atesorados por éste en su propio clóset. Más
que el exlibris de la primera página y las iniciales JARS grabadas en los lomos,
anotaciones en los márgenes confirmaban que el erudito había consultado aquellos
folios enmohecidos y venerables de la primera edición de la Enciclopedia Espasa. Su tío los había adquirido, según papá,
después de que dejara aquella Cumaná nativa y egregia, cuna del mariscal Sucre y
puerta de entrada de Humboldt, pero al tiempo –como en “La vida del maldito” de
La torre de timón– “lejana del progreso, asentada en una
comarca apática y neutral”. Fueron estos los primeros versos del tío políglota que
alcancé a leer en las Obras, después de haberme intrigado
el título del poema mencionado en una sobremesa dominical en casa de la abuela Trina.
Siempre que se conversaba sobre José Antonio, aparecía
entre bastidores y miradas cruzadas que no por niño se me escapaban, la figura casi
legendaria de Mamá Rita, mi bisabuela paterna y madre del poeta. Sobrina nieta del
mariscal de Ayacucho, como siempre recordaban los tíos al invocarla, Rita Sucre
Mora había sido desposada a los diecisiete años por Jerónimo Ramos Martínez en aquel
Cumaná de once mil vecinos de finales del siglo XIX. Sin educación formal, como
era frecuente a la sazón, incluso para niñas de su abolengo, ello no fue óbice para
cultivar caligrafía y redacción excelentes, que le permitieron ser maestra de primeras
letras, cuando enviudara joven y hubo de mantener la prole de seis niños Ramos Sucre.
Pero, sobre todo, como destaca Alba Rosa Hernández en su biografía del poeta, “Rita
brillaba por su habla llena de ingenio y matices de humor, luego irónicos o mordaces”.
Junto a su orgullo por el linaje prócero que la entroncaba
con el Mariscal, así como a la hidalguía con que sobrellevó la viudez precoz en
la ciudad de su prosapia, conocía yo de las ocurrencias ingeniosas de la bisabuela
gracias a la oralidad familiar. Con el cabello recogido en moño, el entrecejo algo
fruncido y los labios delgados de los Sucre, el austero rostro de Mamá Rita, adornado
tan solo por un discreto cuello de encaje sobre el vestido abotonado, en estilo
que perpetuó su hija Trinita, aparecía en una foto desvaída del álbum familiar.
No obstante la severidad del gesto y el atuendo, mamá solía evocar el gracejo de
“misia Rita”, como ella siempre la llamó con el término reservado a las matronas
que, como mis abuelas, eran más que doñas. Con el orgulloso deleite de quien hace
suyo el legado parental del cónyuge, mamá citaba a nuestra bisabuela, por ejemplo,
cuando se hablaba de un caballero de dudosa respetabilidad en tanto “señor”, sólo
“porque no es señora…”; o cuando protestaba que no había que “gastar la lástima”
con demasiada frecuencia en cosas que no lo merecían; o cuando alguien le mamaba
el gallo inoportunamente y ella ripostaba, como misia Rita, “el gallo mío no se
mama”.
Pero allende la hilaridad provocada por sus “salidas
cumbre”, como las refería mamá, percibía yo que la sola mención de Mamá Rita arrojaba
una como sombra sobre la figura de José Antonio; con éste, al parecer, había sido
la madre harto severa y represiva, sobre todo en los años en que, ya muchacho, regresara
a vivir a Cumaná, al fallecer el padre Ramos en Carúpano en 1903. Si éste le había
inculcado el estudio de los clásicos con una disciplina inclemente, la madre, respetable
y decorosa en sociedad, era obsesiva y tiránica puertas adentro, haciéndole infernal
la existencia cotidiana al adolescente ya de suyo retraído y ensimismado. Era ese
un drama familiar que había yo entresacado de conversaciones en las que no se me
permitió estar presente, pero que escuché a hurtadillas, intrigado por la mención
que alguna vez hizo la abuela Trina de cartas de José Antonio que fueron quemadas
después de su muerte en 1930. Tanto o más que la admiración por éste, aquellas cuitas
despertaron en mí desde niño el interés por Mamá Rita, cuyo retrato presidía la
habitación de mi abuela en la casa de San Bernardino, junto a un crucificado inmenso
del presbítero Ramos que vino a Caracas cuando fue desmontada la casona lorquiana
de la calle Sucre.
También envuelta en congoja, otra famosa memoria
familiar de José Antonio era el telegrama que había mandado a mis abuelos José y
Trina, cuando la última hija de la familia Almandoz Ramos falleciera joven. “Condolencias,
Ramos Sucre” eran las tres palabras despachadas por el tío desde Ginebra, adonde
había sido enviado como diplomático y donde se suicidara el 9 de junio de 1930 con
una sobredosis de veronal, uno de los barbitúricos con los que combatía el insomnio.
No obstante lo doloroso del recuerdo, papá siempre celebraba aquel telegrama como
ejemplo de concisión, adoptándolo para sus propios pésames por escrito; y ello hizo
que yo, a la postre y respetando las distancias, lo continuara en los míos, sobre
todo ahora que el correo electrónico ha sustituido al telegrama.
Junto al sustantivo condolencias, era la primera
vez que yo escuchaba el nombre de la ciudad suiza, que desde entonces quedó en mí
asociada a las ideas de insomnio y suicidio, incluso después de visitarla fugazmente
en 1988. Fue en la breve estadía europea cuando hicieron crisis el desasosiego y
el insomnio que ya venía padeciendo José Antonio “desde su llegada a Caracas”, como
respondió una vez abuela Trina ante la pregunta de mamá por la decisión del hermano.
Ciertamente, en la capital había sobresalido en los estudios de Derecho, así como
de Filosofía y Letras en la Universidad Central, hasta que el Benemérito hizo clausurar
ésta en 1913. Obtuvo también las cátedras de Historia y Geografía en el liceo Sucre,
seguidas de la de Latín y Griego en el Andrés Bello; aquí compartió con el Rómulo
Gallegos que venía de La Alborada, entre otros de los intelectuales
novecentistas que ya leían los textos de José Antonio en El Cojo Ilustrado o Billiken. Pero la admiración
de sus alumnos y el respeto de sus colegas no disiparon, incluso después de obtener
el puesto de traductor y el título de abogado, la austeridad de la vida pensionista
y recoleta, la que prefirió no abandonar para regresar a vivir con su madre y hermanos,
establecidos en una casa de La Pastora desde 1915.
Prudente y lacónica como era, no quiso remontarse
abuela Trina, en su respuesta a mamá, a los años germinales de aquella angustia
de José Antonio en la infancia formativa pero implacable, bajo la férula del padre
Ramos. Ni tampoco a las diarias desavenencias del hermano ya mozo con la madre inquisidora,
las cuales seguramente hubo de zanjar en más de una ocasión la hermana mayor. Escapaba
de las luces de Trinita, por lo demás, que Ramos Sucre, como hace notar Hernández
Bossio, no obstante sus desvelos y tormentos, siempre vio la muerte temprana, que
no a destiempo, con el heroísmo que le atribuyeran los griegos, así como con la
naturalidad con la que Lucrecio la prefiriera ante las cadenas de la vejez.
Fue hacia finales de la década de 1960 que mi abuela
y mis tías ofrecieron en su casa de San Bernardino un coctel vespertino, según recuerdo
de niño, en ocasión de que se publicara una nueva edición de trabajos del tío políglota.
Años después me di cuenta de que se trataba de la Antología poética preparada
por Francisco Pérez Perdomo y editada por el Ministerio de Educación. Después del
olvido estigmatizado que siguiera al suicidio, cuando el hermetismo de su poesía
fue apenas sondeado por los grupos Viernes y Contrapunto, las vanguardias de los
sesenta, lideradas por Sardio, comenzaron la reivindicación de Ramos Sucre, quien
resonaba ya tan sólo con aquellos dos apellidos que tanto le costaron.
Después del luto por la muerte del abuelo José, aquel
agasajo discreto había sido la primera y última recepción ofrecida en casa de las
Almandoz Ramos, antes de la mudanza a la quinta que mis tías se hicieron construir
en la Alta Florida. En vísperas de esa mudanza, coincidente con mi entrada al bachillerato,
tía Maruja me obsequió una edición de bolsillo de Macbeth, uno de mis primeros
libros en inglés, así como una traducción de Las almas muertas de
Gogol; ambas habían pertenecido a José Antonio, como atestiguaban anotaciones hechas
a lápiz y pluma en los márgenes, sobre todo de vocabulario en la primera.
Tía Virginia, por su parte, me obsequió los tres
tomos de la Encyclopédie des peuples, que ella, profesora de historia
y geografía, había rescatado a tiempo de entre los 1270 títulos de la biblioteca
del tío, los más de los cuales se extraviaron después de su muerte. Igual suerte
corrió el Macbeth que llegó a mis manos demasiado temprano, y por no haberlo sabido
apreciar y guardar, no encontré al regreso de una de mis estadías en el exterior.
Si bien era un formato muy pequeño, no dejé de recriminármelo cuando leí, a comienzos
de los ochenta, la traducción de Luis Astrana Marín comprendida en las Obras completas editadas por Aguilar; así como cuando me
atreví con el texto original, en la versión establecida por el profesor Peter Alexander,
la cual fue reeditada en 1994 mientras vivía yo en Londres. Con algo de desagravio,
a mi regreso a Caracas dos años más tarde, presté esa edición canónica a tía Maruja,
ya enferma de cáncer, quien en parte había elegido la carrera normalista en inglés
como homenaje al tío políglota, según alguna vez me comentó.
En el año 2000, doné los tomos de la enciclopedia
francesa a la Casa Ramos Sucre en Cumaná, proyecto que llevó adelante Corporiente,
la gobernación del estado Sucre, y la fundación creada por los primos Isabel Cecilia
Ramos González y Roberto Salvatierra Ramos. Sin ser yo especialista en la obra del
poeta, los parientes tuvieron la delicadeza de invitarme aquel año a la bienal Ramos
Sucre, para hablar de la representación literaria de la ciudad del gomecismo; ya
para entonces era la bienal evento concurrido por expertos internacionales, en concordancia
con la proyección que la obra de José Antonio había alcanzado a lo largo de los
noventa, cuando varios estudios críticos fueran publicados en ocasión del centenario
de su nacimiento.
Dos participaciones notables recuerdo de aquel evento
entre académico y familiar para mí. Una fue la ponencia sobre el poema “El mar latino”,
presentada por Alba Rosa Hernández, a quien ya conocía de referencia en mis años
de estudiante en la Universidad Simón Bolívar, donde se desempañaba como profesora
del departamento de Lengua y Literatura. Con maestría supo explicar cómo la poesía
en prosa de José Antonio era en gran parte descifrable a través de modelos lingüísticos
pasados, especialmente a partir de las estructuras del latín que fuera su segunda
lengua, paterna más que materna podríamos decir, en vista de que la asimiló del
tío sacerdote. Y como después leí en su libro que Alba Rosa me obsequiara, esa “reivindicación
de la retórica como ciencia, como un método poético”, hizo de Ramos Sucre “un poeta
artesano, artífice, selector excepcional de fórmulas poéticas”, alejado a la vez
de la espontaneidad y originalidad creativas, cuando éstas eran celebradas por las
vanguardias opuestas a la tradición.
Otra ponencia señalada de aquella bienal fue la de
Rafael López Pedraza sobre las relaciones tortuosas del poeta con la madre, ilustrada
con arquetipos mitológicos según su tendencia analítica, documentada en cartas familiares
a las que se le había permitido acceder al psicólogo junguiano y profesor de la
Universidad Central de Venezuela. Las reacciones encontradas que entre parientes
suscitó esta última intervención, algunas de las cuales aducían que tales asuntos
debían quedarse en familia, mientras que otras preconizaban la publicidad requerida
por la universalidad de la obra ramosucreana, me recordaron aquellas polémicas entreoídas
de niño en las casas de San Bernardino. También me retrotrajo a esa época el retrato
de José Antonio que presidía su restaurada casa cumanesa, similar al que heredé
de papá y me acompaña ahora en el estudio de mi apartamento de Las Palmas; junto
a su ejemplar de Las almas muertas, bien guardado y todavía
por leer, es la única herencia material que conservo del tío políglota.
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