JOSÉ MÁRMOL | Manuel del Cabral, qué vivo estás ya muriendo
Manuel del Cabral ha muerto; quiero decir, ha
muerto nuestro más grande poeta de finales de siglo XX, el más continental, el más
universal –si es que al universo ha estremecido alguna vez una voz nuestra-, el
más cabal, el de más diverso, instintual y vasto dominio del lenguaje; ese que habrá
de quedar en el parnaso como uno de los más ricos precursores de la poesía que vendrá,
la que descansa, esperando el aviso de fuga, en el resquicio del porvenir abriéndose;
la que dirán a gusto y con asombro los niños, mujeres y hombres de un tiempo, una
sociedad y una cultura que no veré, cuando, como lo quiso Mallarmé, el mundo sea
un libro, un perpetuo movimiento de palabras.
Alguna tarde que mi memoria desdibuja ya, el
fenecido crítico y poeta Antonio Fernández Spencer me definió a del Cabral, en una
agudísima, mordaz y secreta confesión, que el poeta no debía conocer en vida, me
dijo, lo recuerdo, que Manuel del Cabral “era el gran poeta que debimos tener en
el siglo diecinueve”. La frase tiene un precedente
canónico en la historia de la literatura universal. Nunca creí, aunque se fue el
crítico a un viaje sin retorno, sin que desmadejáramos el sentido lato de la frase,
que se le endilgara con ella un probable desfase histórico a del Cabral, sino más
bien, una ubicua condición que le permitía ser un gran poeta del pasado, del presente
y del porvenir al mismo tiempo. Después de todo, y más allá de su sapiencia y sensibilidad,
un crítico no es sino un constructor de metáforas de todo cuanto lee.
Cuando se publica, en 1940, Compadre Mon,
Manuel del Cabral aportaría a la poesía hispanoamericana un texto de contenido social
que habría de colocarse entre los modelos poéticos de la época, que luego enriquecería
con obras como Pedrada planetaria (1962) y La isla ofendida (1965).
Con la publicación de Trópico negro, en 1942, nuestro poeta pasa a formar
parte de la trilogía de fundadores de la poesía negroide en el Caribe hispánico,
junto al puertorriqueño Luis Palés Matos, quien había empezado en los años 15 a
publicar textos de ese jaez, y al cubano Nicolás Guillén, quien emprende sus publicaciones
a inicios de los años 30, para convertirse luego en el más popular del trío. Cuando
se publica, en 1951, Los huéspedes secretos, del Cabral, que ya había pergeñado
el tema en su libro de 1945, Sangre mayor, se convierte, además, en forjador
de la corriente de poesía metafísica en Hispanoamérica, que vendría a acentuar su
presencia en la poesía escrita por las últimas generaciones de la presente centuria,
manifestándose así su fructífera influencia. Otros títulos engrosarían la obra poética
y en prosa de Manuel del Cabral, así como la selección de textos suyos en varias
de las más rigurosas y selectas antologías de la poesía hispanoamericana del siglo
XX.
“Yo soy el sexo de los condenados”, escribió en el poema “La mano de Onán se queja”,
que pertenece a su libro 14 mudos de amor (1962), rompiendo de ese modo la
ingenuidad temática y expresiva de nuestra poesía tradicional, actitud estética
que acentuaría en su obra Sexo no solitario (1970), donde canta al ano, al
falo, al semen, a un marica y a la impotencia, entre otros tópicos prohibidos.
Con la muerte de Manuel del Cabral me duele
la poesía en todo el cuerpo; me duelen sus infames detractores; me duele la ignorancia
lastimera de los sabios estériles en la erudición artera. Sin embargo, yo lo guardo
en mí, y conmigo una inmensa minoría de lectores –no se puede pedir más a la poesía–
en la evanescencia de un recuerdo, mirándolo así, llegar de prisa, humilde en sus
adentros –aunque las circunstancias lo hicieran cultivarse una imagen de guerrero–
y estremecido en un poema para siempre inacabado, el poema mío, el poema de todos,
el poema inútilmente necesario, el poema suyo, ese al que gritó desesperado en el
desierto de una página: “Que anciano estás,/ ya naciendo!”.
Ninguna palabra de hombre ha podido jamás definir
la tristeza como uno de sus versos cantados al agua: “La del río, qué blanda!/
Pero qué dura es esta:/ La que cae de los párpados/ es un agua que piensa!”.
Nada más propicio al último adiós a un poeta
cabal que un vagido lento de su propia poesía; ese, en el que por temeridad de la
inteligencia y sensibilidad del habla, el poeta mismo trató de definir el misterio
de la poesía: “Agua tan pura que casi/ no se ve en el vaso agua./ Del otro lado
está el mundo./ De este lado casi nada…/ Un agua pura tan limpia/ que da trabajo
mirarla”.
Con sus propias palabras, despido, pues, a quien
al dedicarme uno de sus libros me suplicó tranquilizar “este animal con luz que
está en mi poesía”. Tranquilo, usted, poeta, y eterno en las inmensidades del idioma.
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