segunda-feira, 28 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Manuel del Cabral

JOSÉ MÁRMOL | Manuel del Cabral, qué vivo estás ya muriendo

 


Cuando un poeta muere, el dolor más profundo lo siente el idioma. No lo dice, es verdad; se disfraza de silencio. Cuando un poeta muere es la lengua la que gime adolorida en su vacío. No es un cuerpo que se pierde, se disipa o se transmuta; no es una voz que enmudece; no es un verbo que reposa ni una imagen que apaga su brillo entre los mansos tamarindos del otoño, el mar ya dilatado, la calle polvorienta o los niños jugando a su inocente eternidad. No es un cuerpo ni es un nombre… Es el engranaje del idioma que se atasca; es la maquinaria del pensar que se interrumpe; es el poder omnímodo de inventar e imaginar que de momento queda trunco, cuando ya procedía a dar nombre a lo innombrable. Es el poder de la palabra –no la palabra débil del poder– que detiene, de repente, su prodigioso curso de nombrar y hacer nacer.

Manuel del Cabral ha muerto; quiero decir, ha muerto nuestro más grande poeta de finales de siglo XX, el más continental, el más universal –si es que al universo ha estremecido alguna vez una voz nuestra-, el más cabal, el de más diverso, instintual y vasto dominio del lenguaje; ese que habrá de quedar en el parnaso como uno de los más ricos precursores de la poesía que vendrá, la que descansa, esperando el aviso de fuga, en el resquicio del porvenir abriéndose; la que dirán a gusto y con asombro los niños, mujeres y hombres de un tiempo, una sociedad y una cultura que no veré, cuando, como lo quiso Mallarmé, el mundo sea un libro, un perpetuo movimiento de palabras.

Alguna tarde que mi memoria desdibuja ya, el fenecido crítico y poeta Antonio Fernández Spencer me definió a del Cabral, en una agudísima, mordaz y secreta confesión, que el poeta no debía conocer en vida, me dijo, lo recuerdo, que Manuel del Cabral “era el gran poeta que debimos tener en el siglo diecinueve”.  La frase tiene un precedente canónico en la historia de la literatura universal. Nunca creí, aunque se fue el crítico a un viaje sin retorno, sin que desmadejáramos el sentido lato de la frase, que se le endilgara con ella un probable desfase histórico a del Cabral, sino más bien, una ubicua condición que le permitía ser un gran poeta del pasado, del presente y del porvenir al mismo tiempo. Después de todo, y más allá de su sapiencia y sensibilidad, un crítico no es sino un constructor de metáforas de todo cuanto lee.

Cuando se publica, en 1940, Compadre Mon, Manuel del Cabral aportaría a la poesía hispanoamericana un texto de contenido social que habría de colocarse entre los modelos poéticos de la época, que luego enriquecería con obras como Pedrada planetaria (1962) y La isla ofendida (1965). Con la publicación de Trópico negro, en 1942, nuestro poeta pasa a formar parte de la trilogía de fundadores de la poesía negroide en el Caribe hispánico, junto al puertorriqueño Luis Palés Matos, quien había empezado en los años 15 a publicar textos de ese jaez, y al cubano Nicolás Guillén, quien emprende sus publicaciones a inicios de los años 30, para convertirse luego en el más popular del trío. Cuando se publica, en 1951, Los huéspedes secretos, del Cabral, que ya había pergeñado el tema en su libro de 1945, Sangre mayor, se convierte, además, en forjador de la corriente de poesía metafísica en Hispanoamérica, que vendría a acentuar su presencia en la poesía escrita por las últimas generaciones de la presente centuria, manifestándose así su fructífera influencia. Otros títulos engrosarían la obra poética y en prosa de Manuel del Cabral, así como la selección de textos suyos en varias de las más rigurosas y selectas antologías de la poesía hispanoamericana del siglo XX.

“Yo soy el sexo de los condenados”, escribió en el poema “La mano de Onán se queja”, que pertenece a su libro 14 mudos de amor (1962), rompiendo de ese modo la ingenuidad temática y expresiva de nuestra poesía tradicional, actitud estética que acentuaría en su obra Sexo no solitario (1970), donde canta al ano, al falo, al semen, a un marica y a la impotencia, entre otros tópicos prohibidos.

Con la muerte de Manuel del Cabral me duele la poesía en todo el cuerpo; me duelen sus infames detractores; me duele la ignorancia lastimera de los sabios estériles en la erudición artera. Sin embargo, yo lo guardo en mí, y conmigo una inmensa minoría de lectores –no se puede pedir más a la poesía– en la evanescencia de un recuerdo, mirándolo así, llegar de prisa, humilde en sus adentros –aunque las circunstancias lo hicieran cultivarse una imagen de guerrero– y estremecido en un poema para siempre inacabado, el poema mío, el poema de todos, el poema inútilmente necesario, el poema suyo, ese al que gritó desesperado en el desierto de una página: “Que anciano estás,/ ya naciendo!”.

Ninguna palabra de hombre ha podido jamás definir la tristeza como uno de sus versos cantados al agua: “La del río, qué blanda!/ Pero qué dura es esta:/ La que cae de los párpados/ es un agua que piensa!”.

Nada más propicio al último adiós a un poeta cabal que un vagido lento de su propia poesía; ese, en el que por temeridad de la inteligencia y sensibilidad del habla, el poeta mismo trató de definir el misterio de la poesía: “Agua tan pura que casi/ no se ve en el vaso agua./ Del otro lado está el mundo./ De este lado casi nada…/ Un agua pura tan limpia/ que da trabajo mirarla”.

Con sus propias palabras, despido, pues, a quien al dedicarme uno de sus libros me suplicó tranquilizar “este animal con luz que está en mi poesía”. Tranquilo, usted, poeta, y eterno en las inmensidades del idioma.

 


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