JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | Monte Cristi en la poesía de Manuel Rueda
El día convenido, muy temprano, salió Manuel de Santo Domingo,
llegando al pueblo a la hora del bochorno. En la galería del hotel donde nos hospedamos
estuvimos conversando animadamente, yendo de un tema a otro, con evocaciones de
Monte Cristi que encantaban a Ida, manzanillera de nacimiento, daban pretexto a
Manolito Mora Serrano para explayarse en sabrosas anécdotas sobre recorridos pueblerinos
en compañía de Freddy Gatón Arce, y me confirmaban una vez más el profundo amor
de mi amigo y maestro por su pueblo natal. Y así estuvimos hasta la hora del almuerzo.
Después Manuel descabezó un sueño y ya en la tardecita se sentía preparado para
enfrentarse a los pormenores de la ceremonia. Como era su costumbre, antes de la
hora convenida ya estaba en el salón del centenario recinto, un enorme caserón de
madera que alguna vez debió de haber sido majestuoso y que aquella noche proyectaba
el brillo de sus luces hacia las lóbregas calles aledañas.
Recuerdo como ahora el calor, loso ruidos de las sillas
metálicas, los susurros de la gente mientras abarrotaba la sala, la solemnidad con
que muchos acudían a escuchar y ver a sus poetas, las palabras en homenaje a Chery
Jiménez Rivera pronunciadas por Mora Serrano, y finalmente la exaltación pública
de dos jóvenes poetas cuyos nombres he olvidado, mediante pergaminos otorgados por
el Ayuntamiento local.
Manuel, con esa estoica paciencia de la que hacía acopio
en momentos similares, permaneció tranquilo entre los miembros de la mesa principal,
con la mirada y los oídos atentos a cuanto ocurría, hasta que le llegó su turno.
Entonces fluyeron sus palabras, dichas con ese dramatismo que sabía imprimirle a
sus escritos, siguiendo la melodía de la rima consonante de cuartetos y tercetos.
El ritmo pausado y la entonación solemne que el poeta daba a sus propias criaturas
mantenían en vilo al público, situándolo en un espacio intemporal. De repente surgía
la magia de la provincia, rescatada del recuerdo por un artista inigualable, para
quien la geografía montecristeña contenía significados telúricos que desbordaban
todas las nociones, confundiéndose él mismo con la tierra que le vio nacer:
Esta noche no tengo más
empeño / que ser tierra, ser árbol, ser camino / ser la vida que llega a su destino
/ traída por un canto y por un sueño. // Tiempo de amar lo grande y lo pequeño /
en un puro y alegre desatino / siendo humano y sintiéndome divino / y más que universal:
montecristeño. // Llego, y conmigo la memoria viene / de la casa materna y la sonrisa,
/ del mango arzobispal que el patio tiene. // En un ansia de amor todo se irisa
/ y apartando nostalgia y alabanza / siento que Monte Cristi es la esperanza.
Los emblemas de Monte Cristi –el Morro, el reloj público−,
algunos de sus personajes y autores conocidos, así como su legendaria historia adquirían
nuevos acentos en otro soneto. Manuel intentaba redimir del naufragio a su pueblo
natal, como si aún retumbara en las calles la amenaza que en 1927 profiriese Trujillo
al salir de allí, del brazo de su flamante esposa, según fabuló el escritor en Bienvenida
y la noche: “Me llevo la más bella flor de Monte Cristi. Este pueblo no se la
merece. Juro que sabré vengarme de todas las afrentas que me han hecho”.
En el soneto a que me refiero, Manuel, sin soslayar el
vía crucis montecristeño, mira con optimismo hacia el porvenir:
Morro en el canto, de Avelino
y mío, / de Evelina, de Chery, de Ramón, / hecho con lumbre y hecho con rocío, /
Rostro del Cristo de la Redención. // Mares que dieron el escalofrío / en la mente
de Alonso de Pinzón, / a las mismas gaviotas te confío / que ayer fueron concordia
y hoy canción. // Tu torre de las horas está muda / pero el tiempo al pasar brilla
y la escuda / eslabonando ayeres y mañanas. // Hasta que caiga de lo alto, vivo,
/ en un sonar de gloria ya cautivo / todo el amanecer de sus campanas.
Durante toda su trayectoria literaria, Manuel no hizo sino
ahondar cada vez más en su visión de Monte Cristi, sacando del surtidor de su visión
de Monte Cristi, sacando del surtidor de su memoria emocional una serie de imágenes
que nunca lo abandonaron. En “La criatura terrestre”, poema del libro homónimo publicado
en 1963, asistimos al nacimiento de una voz. En ese texto estremecedor, que es una
de las más altas expresiones de la poesía dominicana contemporánea, el autor recupera
momentos felices de una infancia dorada:
Y entré a una selva oscura.
Era de noche / y había fieras rondando. Y había hombres / rondando. Y en lo alto
y en lo hondo, / oscuro y claro, yo volví los ojos / hacia ti, pueblo mío arrinconado,
/ mi pasado, mi flor, mi blanca sombra, / donde apoyé los pies y puse el labio,
/ donde dormí diez años al amparo de un regazo y la cálida montaña. / Yo pasé por
los arcos de tu piedra, / pueblo enterrado en lluvia y en olvido, / y sentí que
mis muertos renacían.
Al libro La criatura terrestre pertenecen los conocidos
“Cantos de la Frontera”, tan ligados a la experiencia vital del autor. Fue él, de
todos los poetas dominicanos del siglo XX, quien conoció y definió de manera más
incisiva la tragedia de nuestra zona limítrofe con Haití y trazó un agudo perfil
del rayano, “ese tipo indeciso –como él mismo sostenía− que fluctuó siempre
entre dos patrias colindantes sin tener fuerzas para decidirse por ninguna, un extraordinario
símbolo de nuestra tierra, única e indivisa hasta que el hombre la marcó con el
oprobio necesario de una línea”. En el poema “La canción del rayano”, los versos
dibujan un lugar paradisíaco donde se enseñorea el muchacho destinado a convertirse
en poeta:
A veces sucedíanse juegos
y locas carreras a lo largo de la costa, pero me detenía el mar. / Él solo era mi
valla y yo me asemejaba a él en poderío y ansia de lo libre. / Entre el cielo y
el mar yo me movía con mi pequeña tierra en hombros, y ambos nos sosteníamos. /
Mi tierra respetada, oliendo como un grano de incienso en medio de las inmensidades
abiertas y azules, / acomodando la hoja de la guásima y el cedro, / amontonando
las ofrendas, en un ímpetu joven de pulpas chorreadoras. / Mi tierra llena de bestias
petrificadas al caer el sol / y de blancas, lentas garzas, que planeaban sobre ellas,
/ ingrávidas como el humo o la ventisca.
En cada libro, Manuel dejaba constancia de su entrañable
vínculo espiritual con Monte Cristi. Unas veces en tono nostálgico, aferrándose
a las hebras de un recuerdo que por momentos está a punto de desvanecerse. Otras
como telón de fondo de una vida, la de Marina, su progenitora, patente en el poema
“Mi madre, desde los 9 años”, del libro Por los mares de la dama (1976):
Mi madre fue un lazo de
moaré rosado sobre una trenza oscura. / Sus ojos de fotografía, acuosos y dulces,
aún me miran, / desarmada la pobrecilla en su esqueleto de 9 años, pero yo la conmino,
la insto a seguir, / porque es necesario que nos encontremos. // Y se pone a crecer,
un poco por mi abuela y por el Cholagogue Indio, / hundiendo en gramática y ecuaciones
compuestas sus empolvados encantos, / tan provinciana ella, echando carnes, / sueños,
al pie del reloj público adquirido en Alemania / por suscripción popular / y junto
al que todas las muchachas de entonces / aprendieron paciencia.
Pero hay un costado lastimoso de Monte Cristi que el poeta
escruta con mirada doliente, redescubriendo la inhóspita provincia, como leemos
en “El día justo”, poema incluido en Las edades del viento (1979):
Padre / planicie de polvo
huracanado / en el mismo corazón de esta provincia / que carga como una fortaleza
todas las batallas del hombre / o un cementerio donde los huesos arden / olvido
para esta tierra en declive que hoy busca mi mano / para existir / alegrarse un
momento / decir adiós contra los cielos / contra la tapia de ceniza del último cielo
creado por la muerte / sobre unos cambronales erizados.
Siempre hay en los poemas montecristeños de Manuel una
tensión interna que se desplaza de lo geográfico a lo histórico. Por momentos el
paisaje se vuelve contra el ser humano, como si la expulsión del edén lo condenara
a luchar para sobrevivir, sin consuelo ni esperanzas. Es a ese mismo ámbito decadente
donde el poeta retorna siempre, ilusionado en encontrar motivos para existir.
La muerte se presenta como un fantasma que ronda el pueblo,
siendo la más terrible aquella matanza colectiva de haitianos desencadenada en 1937,
a partir del instante en que el tirano furibundo dio la orden de exterminio. Obligado
a ser testigo del horror, el ominoso recuerdo persiguió siempre a Manuel, hasta
que logró exponerlo en “visiones y elegías”, uno de sus poemas más desgarradores,
contenido en Congregación del cuerpo único (1989):
De Ouanaminthe a Cap Haitien
a Monte Cristy / kilómetros de lentitudes incendiadas / de cenizas de troncos y
bejucales inhóspitos / pasando ríos pedregosos donde el agua es recuerdo / descansando
un momento junto a los puentes rotos. // El niño que eras mira. Será contada así
la historia / de esas minucias que fueron epopeya.
Y en la parte IV de este poema testimonial hallamos el
súbito despertar del muchacho que entonces era el poeta, arrancado de la tranquilidad
del hogar y los afanes de la música:
Podrías llorar ahora tu
ignorancia de muchacho / metido de golpe entre tus partituras y tus libros. / Acodado
en el tiempo miras a través de las vidrieras / y los espejuelos empañados / hacia
el sitio de la horrible visión / hacia los altozanos donde se enrosca el grito de
la prole / hacia loso montes despechugados y los cambronales / florecidos de sangre
fresca / de negras banderas de piel humana / cabelleras sembradas a ras de pedruscos
/ cactus con su florcita asombrada: un ojo temblando en / la punta de las espinas.
Las visiones de Monte Cristi acosaron a Manuel hasta su
última obra, Las metamorfosis de Makandal, que publicara un año antes de
morir. Makandal es justamente un “milagroso rayano”, “el demonio de la frontera”,
“un brujo mandinga”, “un animal-hombre” que es capaz de transformarse, alternativamente,
en ave, pez, mamífero, batracio, camuflando su identidad en otras identidades subhumanas;
galipote astuto y viril que toma cuerpo de ave rapaz o palmípeda, toro o caballo
indómito, gallo arrogante y pendenciero, es decir, todas las encarnaciones del macho
agresivo, turgente, vigoroso sembrador de la especie en el vientre de las hembras.
En el canto VII de “El libro del comienzo y del fin” de este gran libro con el que
Manuel coronó su obra, las alusiones poseen una fuerte carga de sensualidad, en
tanto que la atmósfera sobrenatural enmarca el origen del drama existencial del
poeta-testigo:
En Monte Cristi las puertas
se cerraron a tu paso, joven príncipe arada que en la noche de los incendios hacía
repiquetear las campanas en lo alto del templo. Hombre o fantasma, vivo o muerto,
que atravesó el tablón de la cabecera para susurrarme los ensueños en una duermevela
donde me reencontraba y me perdía, entre ríos profundos y corrientes que me llevaban
a las plantas de aquél que yo sería y quedaba a la espera.
Monte Cristi era para Manuel la génesis de la vida, el
despertar de la conciencia y los sentidos; los mimos extremos de la abuela, la madre
y las tías que llenaron su infancia; el mar, el sol abrasador, los días calurosos
y polvorientos; los “toros” que en las fiestas de carnaval se sumaban a los temores
que le habían infundido sus tías con lúgubres detalles de esos falsos demonios.
Monte Cristi resume también los atributos de una punzante
geografía abandonada e inclemente, la historia de todos nuestros descalabros, espantos
y alumbramientos, la coexistencia obligada con los vecinos maltratados.
Por último, en el soneto IV que leyó Manuel aquella noche
de todos los santos, prefiguraba, sin saberlo, su propio final:
Y se desborda y sube de
mi pecho / el amor al hermano y al amigo, / a la mujer tras cuya huella sigo / y
que estará al final, según sospecho. // Vida y muerte me ayudan en provecho / de
lo que soy y quiero y aún persigo. / Como lo voy sintiendo así lo digo: / Pueblo,
de tus raíces estoy hecho. // Y me reencuentro en ti cuando ya viejo / llego y me
embarga el alma esta certeza / de conocerme en huella y entrecejo. // Fui amasado
en tu polvo, con tu arrullo. // Que al morir pongan, bajo mi cabeza, / como almohada
eterna el polvo tuyo.
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Curadoria & design: Floriano Martins
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