OSVALDO GONZÁLEZ REAL | Palabras de presentación del libro ignominia de Renée Ferrer
Aquí
nuevamente, parece llevarnos de la mano a recorrer los escenarios del horror llamado
con razón del “holocausto”, con que el mundo fue sacudido en aquellos remedos de
infierno en que millares de seres humanos fueron arrastrados a la muerte con sofisticado
sadismo.
Recuerdo
que con mi hermano mayor acudíamos semana a semana a las salas de cine – por entonces
carecíamos de televisión – a celebrar el ritual del estupor, mientras la cámara
recorría con morosa parsimonia las pilas de cadáveres convertidos en figuras de
cartón o colgados sus despojos de las alambradas electrizadas, donde relucían letreros
tales como “ARBEIT MAGS FREI” – el trabajo hace libres -. Algo que se me ha grabado
en la retina: al recorrer las siniestras bocas de muerte de las cámaras de gas,
mostraban entre las cenizas una diminuta muñeca de trapo, único registro de una
vida inocente devorada por el odio.
Ya
de anciano, en el vuelo que hacía escala en Amsterdam, imaginaba ubicar el sitio
exacto de la buharda desde donde Anna Frank hilvanaba un idilio sin palabras con
otro chico que la miraba desde su refugio próximo, antes de ser llevada con sus
padres a su inmolación.
Para
aproximarse al tema, Renée Ferrer parece haber probado inicialmente diversos registros.
En el texto borrador, esbozaba el título de “Dame la mano” o “El aura del bosque”,
para optar finalmente por el de “ignominia”, por el que asume más rotundamente un
rol reivindicador.
Luego
– como era de esperar – ensaya otros planos para abordar algo que no ha cesado de
convocar hasta el cansancio la conmiseración humana; eludiendo el lenguaje directo
para aproximarnos por alusión – elisión, a los diversos recodos de la desolación
y el exterminio final.
Decididamente,
Dachau, Auschwitz, Treblinka, Birkenau, son las cruces que en Polonia nos ha privado
para siempre de la inocencia, devolviéndonos a la estirpe maldita de Caín.
Pero
Renée Ferrer nos rescata del contrapunto víctima – victimario, recogiendo con voz
estremecida la oración atragantada de quienes dieron la vida ante una maquinaria
sin registro de nombres, montada por un demente y operando con voracidad de peste
apocalíptica.
Soslayando
a veces los trenos bíblicos, Renée Ferrer se demora en pulsar los silencios ominosos
y el sesgo personal del sufrimiento, en contrapunto con una así llamada teología
de la muerte de Dios, convocada desde los espasmos de la náusea, vocablo al que
recurre frecuentemente el existencialismo, por entonces en boga.
No
podía ser de otro modo: el poema, monocorde, ensaya una polifonía que evoca la salmodia
y el lirismo más exaltado, extendiendo el sudario de la conmiseración y la piedad
divina sobre el socavón que por fin los aguardaba. Pero mejor, calle por fin el
glosador, y escuchemos la voz que nos convoca.
Es
difícil escribir poesía sobre el Holocausto. Aparte de que grandes poetas como Nelly
Sachs o Bialik ya lo han hecho, es un tema apocalíptico, con el fin del mundo, y
como tal hay un antes y un después del inmenso genocidio. En efecto, después de
Auschwitz, ya no se puede considerar la historia de la humanidad como la evolución
hacia un planeta y una humanidad más perfectas. Algo ocurrió en ese momento crucial
que solo podía haber sido una pesadilla soñada por un Kafka o un Walter Benjamín.
El primero ya imaginó en la Colonia Carcelaria
y en El Proceso una sociedad alienada
por un horror casi metafísico. El segundo, en su concepción, en su concepción teológica-cabalística
del futuro del hombre, imagina un huracán que barre las ciudades en ruinas, bajo
el aliento destructor de la guerra.
En
su poemario anterior Las moradas del universo
Renée ya se había referido a la doctrina cabalística, que habla del tránsito de
las almas desde la oscuridad de este mundo sublunar hacia la luz divina, caídas
–como astillas de luz – del resplandor originario que inunda el universo. Somos
fragmentos de la esencia divina. En la cábala aprendemos el valor esotérico de las
letras del alfabeto hebreo donde la “H” está maldita: Herodes, Hitler, Hiroshima,
etc.
En
esta obra de Renée Ferrer hay una transfiguración, por la palabra, del sufrimiento
infinito llamado Holocausto. Sus versos parecen (en cuanto a estilo) inspirados
en antiguas baladas hebreas, como las d Elsa Lasker-Schuler (amiga de Kafka) ya
que a los que marchan hacia la muerte se les promete la bienaventuranza eterna,
la liberación definitiva del dolor y del sufrimiento de este mundo, sus poemas son
epifánicos: abren las puertas a un mundo de compasión y esperanza ultraterrenas,
para las víctimas del horrendo sacrificio.
En
la situación de Job ante las terribles pruebas a que lo somete Dios, quien finalmente
ha de consolarlo. Hay un poema expecional: “Tómame la mano”, allí llegamos a la
situación extrema, al límite de lo que puede soportar la condición humana, porque
se trata de un niño inocente quien quizá no llegue a comprender el sentido de la
muerte, los avatares de su destino.
Por
otra parte, existe, todo el tiempo, en ésta voz poética de alto registro dramático,
un paralelismo entre la Naturaleza con sus flores y sus árboles primaverales, rodeando
el campo de exterminio: (situación similar a aquella rama florecida que Ana Frank,
antes de ser capturada por la Gestapo, veía desde su ventana y de alguna manera
la consolaba de su horrible tragedia), y la maldad humana enfrentada a la vida exuberante
del bosque. Es la historia de la “obnubilación en marcha” contra el “eterno retorno
de lo mismo”.
Hay
que tener en cuenta que la escritora describe el terror desde una visión cristiana
de caridad y compasión, que participa del sufrimiento ajeno y comparte la angustia
de las víctimas como si fuera la suya. Creo que la transformación del sufrimiento
– por medio de un sentimiento casi religioso –, se vislumbra en esta poesía redentora.
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