PABLO ANTONIO CUADRA | Rubén Darío y la aventura literaria del mestizaje
Yo pelié con don Gil en la primera
guerra nicaragüense. De muchacho era indio
y español y al unísono me herían.
Tengo el grito bilingüe en las dos fosas
porque me dieron flechas en el lado blanco
y balas en mi dolor moreno…
En la estrofa hay dos muertes, pero también dos resurrecciones.
El indio y el español persisten, me reclaman, me guerrean por dentro, me lanzan
a escribir mi historia entre dos tumbas y a hablar mi lengua entre dos féretros.
El “yo” de este poema puede ser más o menos hispanista o más o menos indigenista;
puede ser más o menos inclinado a la derecha o a la izquierda. El caso es el mismo:
hay siempre dos bandos diciéndose y contradiciéndose. Y lo que me interesa en esta
ocasión es estudiar el proceso literario de ese “yo” mestizo. El proceso literario,
repito; es decir, las huellas en nuestra literatura del encuentro del español y
del indio, aventura dramática, pero también quijotesca, en la cual dos personajes,
a través del amor y la muerte, se encaminan a una síntesis, a una fusión que será
(yo no lo dudo) lo que Rubén llama la “epifanía” o manifestación de Hispanoamérica.
Pero voy a poner fronteras al canto: voy a concretarme a la
literatura nicaragüense, y en ésta, a Rubén Darío; porque si es verdad que en toda
América el texto de su historia es el mismo, en cada país se escribe con letras
diferentes. Hispanoamérica es una unidad, una “nación” —para usar la palabra grata
a Bolívar— una comunidad con los mismos elementos constitutivos y conflictivos,
pero en cada región o país esos elementos se han producido y mezclado en condiciones
y proporciones diferentes. Posiblemente a un lejano antípoda le sea difícil distinguir
entre la historia que se hace verbo en Vallejo y la que brota en Neruda. Y mucho
menos apreciar las diferencias entre países tan vecinos como Guatemala y Nicaragua.
Pero una cosa es cantar Macchu Picchu desde los ojos (aunque sean los del alma)
de Neruda, y otra es llevarlo dentro como Vallejo. Como también una cosa es la realidad
étnica y la problemática cultural del guatemalteco, en un país con dos millones
de indios puros, con sus lenguas rodeando el castellano literario, y otra realidad
la del pueblo nicaragüense, cuyo mestizaje es uno de los más intensos de América
y no hay otra lengua viva sino la española (salvo el creole, el miskito y el sumo,
en la zona atlántica, lenguas que por razones históricas hasta hoy día comienzan
a dialogar con las zonas protagonistas de nuestra nacionalidad, que son las del
Pacífico y la Central).
Comencemos, pues, nuestro estudio de la aventura del mestizaje
como si fuera la historia de dos ríos: el español, que viene del mar, y el indio,
que viene de la tierra, y que, en un momento dado, se encuentran, chocan y unen
sus aguas.
El río español trae más ímpetu. El río indio tiene más profundidad.
El río español invade nuestra tierra en uno de esos momentos expansivos y dominadores
que se producen en la historia de algunas culturas. Es un momento de alta tensión
creadora. Es el momento auroral del Renacimiento europeo, que a su vez motiva o
sirve de excitante a un renacimiento nacional español que culminará en un Siglo
de Oro en sus artes y letras. En cambio, el río indio en Centroamérica, o para ser
más precisos, en Nicaragua, no presenta culturalmente, en esas mismas fechas, las
características de un período “clásico” como pudo presentarlas la cultura maya en
el siglo VIII, o de un período expansivo, de fanático y agresivo convencionalismo,
como el imperio militarista azteca. Estudiando el arte y sobre todo la cerámica
de nuestras dos culturas más desarrolladas en el momento de la invasión española,
la chorotega y la nahua, más bien encontramos una voluntad de arte emancipadora
o, por lo menos, experimentalista de nuevas formas. Si como dice Lothrop, la cerámica
luna florece un poco antes y alrededor de la venida de los españoles y es, por tanto,
el último estilo antes de la Conquista, quiere decir que, frente a la cultura española
que se acercaba a un punto clásico (inevitablemente rígido en sus cánones) nuestro
indio descubría el gozo “vanguardista” de liberar sus formas y de experimentar simplificaciones,
enmascaramientos y correspondencias plásticas de una osadía que nos obliga a saltar
los tiempos y a compararlos con los de Paul Klee o Picasso.
En el diálogo mismo entre Gil González y el cacique Nicaragua
—que “agudo era y sabio en sus ritos y antigüedades,” según Gómara— si son auténticas como parecen las preguntas que copia
el cronista, el cacique muestra una inquietud intelectual, una curiosidad,
que podemos llamar científica, por las causas de las cosas y un espíritu liberal
e irónico que concuerda con la mentalidad que sugiere la cerámica luna.
Otra característica que ya estudié en otro escrito, y que
marca una notable diferencia entre los dos ríos —produciendo un desequilibrio en
su mestizaje cultural— es que el río español es un río escrito; en cambio, el río
indio es oral. Literalmente la comunicación del indio es más débil y su pasado ancestral
más esfumado. Nuestro indio sólo poseía (y no en todas las culturas de Nicaragua)
códices o libros o bien mantas y hasta maderos tallados con signos y dibujos para
apoyar sus memorias, pero no funcionales, para transmitir la creación poética inmanente
a su forma. Si a la falta de alfabeto agregamos la destrucción, por fanatismo religioso,
de tantos códices y reliquias indígenas, el desbalance de ambas culturas, en su
primer confrontamiento, es sensible.
Soltando la imaginación me pregunto qué hubiera sucedido si
el español se encuentra con los mayas en su esplendor y si éstos hubieran tenido,
como Grecia, escritura alfabética. Esa Atenas muda, que es Tikal, ¿hubiera calado
en sus conquistadores como Grecia sobre los romanos? Es difícil contestar. Frente
al mundo religioso del indio, el ojo de la mayoría de los españoles traía la venda
de una religiosidad, más que misionera, conquistadora, agravada en su beligerancia
por el contagio musulmán. Esa actitud extrema se vuelve tajante ante ciertos cultos
abominables del indio, condenando en bloque, como demoníacas, todas las manifestaciones
culturales indígenas. Recordemos la frase del Padre José de Acosta, criticando a
algunos misioneros: “Sin saber ni aún querer saber las cosas de los indios, a carga
cerrada dicen que todas son hechicerías y que éstos son todos unos borrachos.”
Por otra parte, entre los españoles que podían tener mayor
cultura, el gusto y el criterio estéticos vigentes —bajo la influencia poderosa
de Italia— eran los menos a propósito para apreciar o siquiera comprender la mentalidad
y el mundo artístico del indio. España, como ya he dicho, despertaba al canto del
gallo renacentista: una dictadura estética y formal apolínea y clasicista que duraría
siglos. Con Berruguete o el Divino Morales, o con El Escorial y sus pintores en
los ojos, o con Boscán y Garcilaso en los oídos, el español culto no podía manifestar
sino repudio o, por lo menos, extrañeza ante la estética india.
Bernal Díaz escribe que los adoratorios de los ídolos estaban
“bien labrados de cal y canto y tenían figurado en sus paredes muchos bultos de
serpientes y culebras grandes y otras pinturas de ídolos de malas figuras.” Fernández
Oviedo, refiriéndose a “las figuras abominables y descomulgadas del demonio” de
las serpientes emplumadas, las describe de “diformes y espantables e caninas e feroces
dentaduras con grandes colmillos, e desmesuradas orejas, con encendidos ojos de
dragón… y tales que la menos espantable pone mucho temor y admiración.” Sin querer,
Oviedo define el propósito del artista indígena en su arte escultórico religioso:
producir temor y admiración; pero su actitud es de total rechazo. López de Gómara
habla también de “imágenes feas y espantosas,”
pero en otro lugar de su obra —dando muestra, como dice Justino Fernández,
de alguna comprensión o de un circunstancialismo un tanto extraño en su tiempo—
escribe a propósito de los bailes de unos condenados al sacrificio: “Cosa fea para
España, mas hermosa para aquellas tierras.” También Fuentes y Guzmán, al comentar
los maderos historiales de los chorotegas (especies de calendarios y de estelas
jeroglíficas), usa dos adjetivos muy expresivos: dice que “estaban tallados con
gran curiosidad y primor.”
Sin embargo, no todo lo español fue religiosidad cerrada y
belicosa ni renacentismo excluyente. Todos sabemos que los primeros estudios de
etnografía y antropología del mundo moderno fueron los textos españoles y portugueses
sobre las culturas, instituciones y costumbres de los indios americanos. Lévi-Strauss
dice por esto con ironía, que la etnografía es la expresión de los remordimientos
de Occidente. Muchos frailes y clérigos trataron no sólo de comprender, sino de
conservar y asumir los aspectos de esas culturas indias que, según la mentalidad
de la época, no consideraban incompatibles con el cristianismo. El aprendizaje de
la lengua indígena por el misionero significó en muchos casos, según Bartolomé Meliá,
“un verdadero acercamiento o una conversión del misionero a la mentalidad indígena.”
Desgraciadamente, la mentalidad contra-reformista y recelosa
de Felipe II prohibió que nadie escribiera “cosas que toquen a supersticiones y
manera de vivir de [los] indios,” obstaculizando esta corriente de apertura y mestizaje cultural, que de todos modos
siguió adelante produciendo, como luego veremos, valiosos frutos mestizos.
De igual manera, en lo que se refiere al Renacimiento, no
hay que olvidar que la conquista de América fue obra no de las élites, sino del
pueblo español, y que ese pueblo estaba saliendo del crisol de la Reconquista, crisol
de guerra, pero más todavía de convivencia con el árabe y el judío, y por lo mismo
abierto y propicio a la simbiosis, como se ve, a efectos literarios y artísticos,
en el mozárabe y en el mudéjar. También debemos recordar que España fue el país
de Europa más resistente a la avasalladora influencia de la Italia renacentista.
España no aceptó el Renacimiento como ruptura absoluta con su pasado gótico cristiano.
Y esas profundas corrientes, que podemos llamar nacionales y populares, resistentes al Renacimiento —esas corrientes que produjeron
el romancero, el teatro popular, la picaresca, La Celestina, el ojo y la
prosa de los cronistas, el espíritu franciscanista, etc.— fueron las que establecieron
contacto, pueblo a pueblo, con el indio.
Veamos ahora la situación y la disposición de la otra parte.
El indio es el vencido, el presionado por una cultura nueva que avasalla con fuerzas
superiores. El cacique don Gonzalo, por los años de 1546, cuenta a Girolano Benzoni
con amargura el dramatismo del primer encuentro y cómo fue el llanto de sus mujeres
lo que motivó que los indios nahuas y sus confederados abandonaran su decisión de
luchar hasta el exterminio. En otras crónicas y en otras regiones de Nicaragua parece
que la “pacificación” fue más fácil y rápida. Sin embargo, no hay que olvidar que
contra el puño de hierro de Pedrarias, los indios de Nicaragua inventaron una inteligente, original y desesperada
forma de huelga que impresionó a la mayoría de los cronistas y autoridades.
Como dice, entre otros, Gómara: “No dormían con sus mujeres para que no pariesen
esclavos de españoles.” ¡Este ancestro
libertario no lo debe olvidar nunca un nicaragüense! ¡Quienes lo han olvidado se
han arrepentido luego!
Reduciéndonos al camino que nos hemos trazado —que es el de
las huellas literarias del mestizaje—, esta actitud inicial del vencido nos ha quedado
registrada, por lo menos, en un cronista: en fray Bartolomé de las Casas. En su
Apologética historia escribe:
Lo que [los indios de Nicaragua] en sus cantares pronunciaban era recontar los
hechos y riquezas y señoríos y paz y gobierno de sus pasados, la vida que tenían
antes que viniesen los cristianos, la venida de ellos y cómo en sus tierras violentamente
entraron, cómo les toman las mujeres y los hijos después de roballos cuanto oro
y bienes de sus padres heredaron y con sus propios trabajos allegaron. Otros cantan
a velocidad y violencia y ferocidad de los caballos; otros, la braveza y crueldad
de los perros, que en un credo los desgarran y hacen pedazos, y el no menos feroz
denuedo y esfuerzo de los cristianos, pues siendo tan pocos, a tantas multitudes
vencen, siguen y matan; finalmente, toda materia que a ellos es triste y amarga, la encarecen allí, representando sus miserias
y calamidades.
¡La primera manifestación literaria del indio —en el choque
y confluencia de los dos ríos— es un canto elegíaco y de protesta! Si colocamos
este dato al lado del diálogo entre el cacique Nicaragua y Gil González, tenemos
bien establecida, sin salirnos de la palabra, la genealogía de nuestra dualidad.
Nuestro mestizaje literario tiene dos cunas contradictorias: diálogo y protesta.
Hemos llegado, pues, a la dramática confluencia de los dos
ríos. Para una mejor comprensión y perspectiva del acontecimiento, es importante
tener presente que la invasión cultural y lingüística de España es en ese momento
la postrera (aunque la más conflictiva) de una larga serie de invasiones anteriores.
Al llegar los españoles, los chorotegas de lengua mangue —según dice, entre otros,
Oviedo— se tenían por “los señores antiguos e gente natural” de nuestro país; mientras
los nahuas o nicaraguas “y su lengua eran gente venediça” (recién llegada), que
invadió y desplazó a los chorotegas.
La lengua nahua estaba, al llegar los hispanos, en un proceso
imperialista: ya se había convertido en la lingua franca o comercial de casi
todas las culturas indias de la provincia, y fue aprovechándose de su “sistema circulatorio”
que el castellano realizó su penetración y dominio. También los maribios eran pueblos
invasores, aunque se ignora la antigüedad e historia de su invasión. Luego, a través
de las tradiciones de los mismos indios y de la arqueología, se sabe de otras anteriores
invasiones sureñas —de culturas de parentesco chibcha—, como también de las invasiones
norteñas de los olmecas, de los toltecas o de los teotihuacanos, luego la de los
aztecas, etc. Tales invasiones significaron revoluciones o transformaciones culturales
profundas; simbiosis de lenguas; nuevas religiones y cosmogonías; imposición de
sistemas militaristas; sacrificios humanos, sometimientos, tributos, esclavitud
o desplazamiento de poblaciones. Tales invasiones, sin embargo, como dice Erick
Wolf, “fueron incapaces de triunfar sobre el carácter esencialmente insular de la
sociedad indígena mesoamericana.” En
cambio, la nueva invasión —la española— hizo dar un salto hacia la universalidad
a todas esas culturas dispersas, pero también las cuestionó y sacudió hasta sus
raíces por un cambio social y una penetración religiosa hasta entonces desconocida
y además radical.
Volvamos a nuestro tema literario. Los dos ríos se han unido,
pero a medida que sus aguas revueltas corren en el tiempo observamos la formación
de dos corrientes superpuestas e incomunicadas: una arriba, en la superficie, la
literatura culta. Otra abajo, de profundidad, la literatura popular.
La literatura culta, fuera de un linaje de excelentes cronistas,
no produce entre nosotros —antes del siglo XVIII— más que una mediocre literatura
creadora, y ésta se da en Guatemala, capital de la Capitanía. En la agraria y provinciana
Nicaragua, los pocos ejemplos que nos quedan revelan una literatura más que imitativa,
servil con la peninsular y completamente alienada de la naturaleza y de la sociedad
donde nace: “escasísima” y “pobrísima” llama el historiador Manuel Ignacio Pérez
Alonso la producción literaria culta de Nicaragua de los siglos XVI al XVIII.
En cambio, en la corriente de debajo de literatura popular,
durante esos mismos siglos se produce —de modo anónimo— una ingente creación mestiza,
desde la lengua misma, en casi todos los campos literarios: lírica, teatro, cuento,
refranes, leyendas, etc. Esa creación es el resultado de una sorprendente simbiosis
de elementos indohispanos, que es como el boceto indeleble de todo aquello que va
a caracterizar al pueblo nicaragüense. Ese boceto sufrirá —como dice Coronel Urtecho—
modificaciones incesantes, pero quedará siempre un remanente, un fondo o unas raíces
que siguen y seguirán, no sabemos por cuánto tiempo, afectando nuestra sensibilidad
comunal y marcando nuestro modo de ser y nuestro estilo colectivo de pueblo.
A veces, la mezcla es fascinante, y más todavía las mutaciones
que produce. Detengámonos en un ejemplo: Cuentos de tío Coyote y tío Conejo,
el más popular de nuestra narrativa anónima nicaragüense. Este cuento narra las
aventuras de dos personajes animales cuyos caracteres se contraponen: el uno —el
Coyote—, ingenuo, crédulo, siempre engañado; el otro —el Conejo—, pícaro, siempre
engañador. La fábula está constituida con elementos realistas de la naturaleza de
la vida animal y del ambiente campesino. El
Conejo en cada aventura burla al Coyote, hasta que, en el último engaño,
le hace creer que la luna es un queso que está en el fondo de la poza, y que para
alcanzarlo debe beberse antes toda el agua: el Coyote le cree y bebe hasta reventar.
La fábula es una implacable advertencia al ingenuo. Pero si se rastrean los componentes
del cuento y se conocen sus antecedentes pre-mestizos encontramos, para nuestra
sorpresa, que los dos personajes, que ya habían sido asociados por el indio, tenían
antes un carácter mítico, que estudia Mircea Eliade: el Coyote, como un ser semidivino,
bondadoso, quijotesco —posiblemente un antiquísimo héroe cultural y reformador religioso—,
que sufre engaños e ingratitudes. Y el Conejo, un diosecillo pícaro, ingenioso y
burlador, que los nahuas convirtieron en dios del pulque y de los borrachos. No
puedo alargarme en un análisis minucioso de los elementos mitológicos mágicos con
que los personajes y sus aventuras llegan al mestizaje. Lo sorprendente es cómo
esos elementos, al contacto con la otra tradición —la hispana— que tiene también
fábulas de animales, como las de Calila e Dinna, entre otras, transforman lo mitológico
en burla y lo mágico en realismo (¡quizá en este escamoteo estén las raíces de nuestro
realismo mágico!), hasta producir una contraposición del ingenuo y del pícaro que
sugiere, en un boceto primitivo y tosco, un Quijote y un Sancho, pero con una moraleja
brutal contra el idealista.
Transformaciones y simbiosis parecidas encontramos en El
Güegüence o Macho Ratón y en otras obras de nuestro teatro callejero; en el
canto, en las danzas, en algunas leyendas y refranes, etc. No sólo significan los
primeros balbuceos de un cruzamiento o mestizaje literario, sino algo así como las
fórmulas originales de la originalidad nicaragüense.
Pero esta corriente mestiza como lo he dicho anteriormente,
corre bajo, en la sub-historia, y tarda siglos en confundirse con la corriente de
arriba, de la literatura culta. El fenómeno literario que removió las aguas y produjo
el enriquecimiento mutuo de las dos corrientes se llama Rubén Darío. Él hizo consciente
el mestizaje; él hizo historia al darle verbo.
Para comprender este fenómeno debemos referirnos antes a dos
acontecimientos que lo preludian y que se producen en el ámbito hispanoamericano
en los siglos XVIII y XIX. El primero fue protagonizado por los jesuitas. A raíz
de su expulsión de América en 1767 inician un movimiento de apreciación del arte
indígena. Clavijero en 1780 es el primero que habla de “arte” indígena. Luego Pedro José Márquez —en su Discurso sobre lo bello
en general— incluye el arte indígena dentro del concepto de “lo bello” y
por primera vez se atreve a equiparar la antigüedad griega con la mexicana. Ese
mismo movimiento produce a Landívar, quien redescubre e incorpora a la poesía el
paisaje y las costumbres de Mesoamérica con su Rusticatio Mexicana. Pero
el movimiento despertado por los jesuitas transcurrió más bien en un cauce científico,
promoviendo interés y respeto por las
culturas precolombinas sin traducirse en una verdadera apertura estética que hiciera
cambiar los cánones de la creación literaria. La literatura culta más bien agudizó
su academicismo y dependencia.
El otro acontecimiento fue el Romanticismo, pero por más que
leo a sus mejores poetas y narradores no he logrado explicarme por qué nuestros
románticos hispanoamericanos, que, al parecer, conocieron las fuentes europeas del
pensar y del sentir románticos, no profundizaron en su contenido liberador y dejaron
escapar los elementos de su filosofía y de su estética que mejor podían expresar
la realidad histórica y social de América, para aferrarse a los más conservadores
o convencionales; de tal modo que la mayoría de ellos a duras penas escapan del
dominante neoclasicismo del XVIII o navegan costeros por la superficie emocional
y retórica del movimiento. A pesar de la aguda sensibilidad histórica que suscitó
la revolución romántica, el indio romántico, estilizado idealmente a veces (como
en el poema de Caro: En boca del último inca) o expresión de barbarie (como en Facundo
de Sarmiento, o en La cautiva de Esteban Echeverría), es, en el mejor de los logros,
un arqueológico pasado terminado (como en el Teocalli de Cholula de Heredia) o una “desgraciada estirpe que agoniza” y cuyo destino
es agotarse (como en Tabaré de Zorrilla de San Martín). El Romanticismo hispanoamericano
no se atrevió a remover la realidad profunda del “yo” mestizo, lacra de América para el criterio racista predominante
en la cultura occidental del siglo XIX. En Nicaragua, donde apenas se dio un débil
florecimiento romántico, muy absorbido por la política, sí se sintió el embate del
racismo anti-mestizo predominante en las corrientes extranjeras que pasaron por
el país por la vía del tránsito (del cual es buena muestra el libro del británico
Thomas Belt, Un naturalista en Nicaragua); pero sobre todo y como fierro
al rojo sobre la carne de la Patria, en la política y gobierno del usurpador filibustero William Walker, quien pretendió
borrar al nicaragüense —por mestizo— decretando su esclavitud.
A mí no me cabe duda que la tradición en carne viva de ese
menosprecio y del drama nacional que ocasionó una guerra (gloriosa, pero devastadora),
influyó en la actitud de Rubén Darío cuando se sintió con alas poderosas para levantarse
sobre América y definir y afirmar su identidad. Porque fue Darío el primer valor
que en la corriente de nuestra literatura culta, no sólo señala lo indio como fuente
de originalidad y de autenticidad literarias, sino que proclama en sí mismo, contra
todos los complejos y prejuicios de su tiempo, el orgullo de ser mestizo.
En su momento más parisiense, Darío,
dueño ya del horizonte de su lengua, corre la cortina de la estética americana hasta
el extremo vedado: “Si hay poesía en nuestra América, ella
está en las cosas viejas; en Palenke y Utatlán…” Es el momento de Prosas profanas. Lo rodea la evocación versallesca
de los Luises y las risas de la divina Eulalia, pero de pronto “se le sube
el indio.” Todavía es “el indio legendario
y el inca sensual y fino y del gran Moctezuma de la silla de oro” —el ojo está todavía
lleno de lujo imperial y su mente de neblina romántica—, pero su reacción es extrema
y por un momento se deja llevar del típico penduleo del mestizo; borra de sí todo
el Occidente de su canto y señala como única fuente de poesía americana al indio
que construyó las grandes civilizaciones prehispanas.
Es una estridente clarinada. Para nuestra aventura literaria
mestiza esa es la primera y doble llamada hacia un cambio cuyo proceso aún no termina.
Y es Darío mismo quien comienza a poner en obra
su prédica. Ya en Azul había exaltado a “Caupolicán” como paradigma
de “la vieja raza.” Ahora cava “en el
suelo de la ciudad antigua” y
La metálica punta de la piqueta choca
con una joya de oro, una labrada roca,
una flecha, un fetiche, un dios de forma ambigua,
o los muros enormes de un templo. Mi piqueta
trabaja en el terreno de la América ignota…
Así, con esta simbólica operación arqueológica, se inicia
su poema “Tutecotzimí”. Es la primera incorporación
del indio a nuestra poesía culta, y esa incorporación la realiza para elaborar un
mensaje contra la tiranía, la violencia y la guerra.
…Cuando el grito feroz
de los castigadores calló y el jefe odiado
en sanguinoso fango quedó despedazado,
viose pasar un hombre cantando en alta voz
un canto mexicano. Cantaba cielo y tierra,
alababa a los dioses, maldecía a la guerra.
Llamáronle: “¿Tú cantas paz y trabajo?” — “Sí.”
“Toma el palacio, el campo, carcajes y huipiles;
celebra a nuestros dioses, dirige a los pipiles.”
Y así empezó el reinado de Tutecotzimí.
El indio tiene para Darío un mensaje actualizable; su pasado
no está cancelado, como en el Teocalli de Cholula; es una fuente aparentemente cegada,
lo que al golpe de la piqueta del poeta descubre su manantial.
Por otra parte, no sé si han abordado “Tutecotzimí” traspasando
su envoltura romántica. Al entrar Rubén a la selva, su adjetivación es riquísima
y admirablemente plástica; Rubén en la selva fusiona el barroco de España con el
barroco de Copán:
Junto al verdoso charco, sobre las piedras toscas,
rubí, cristal, zafiro, las susurrantes moscas
del vaho de la tierra pasan cribando el tul;
e intacta, con su veste de terciopelo rico
abanicando el lodo con su doble abanico
está como extasiada la mariposa azul.
Sin embargo, lo que no he visto comentado por la crítica es
que Darío produce con “Tutecotzimí” el primer poema a la democracia hispanoamericana
dotándola de milenarias raíces. En dicho poema, después que el pueblo se subleva
y mata al tirano (rito de libertad que América repetirá tantas veces) los pipiles
ven pasar a un simple hombre civil que va cantando a la paz, al trabajo y que maldice
la guerra. Entonces el pueblo pipil —todos a uno— lo detiene y lo elige como su
gobernante, llevando así al mito a una doble victoria: contra la tiranía y contra
el militarismo.
Profundizando con su piqueta en el pasado, Darío alcanzaba
una mayor proyección en el futuro, con menos solemnidad política que en su oda “A
Roosevelt,” pero con más poética perennidad hispanoamericanista. De esta
manera Darío fortifica, con doble raíz, la democracia de nuestra América Latina.
No sólo recibimos la savia del proceso liberal europeo que culmina en la revolución
francesa, sino también de la otra raíz, de la india. Y no es fábula el mito: leyendo
a Oviedo sabemos que la cultura chorotega —la que heredó sangre al poeta— se gobernaba
por un sistema democrático.
Pero el indio no sólo se le sale al poeta como tema, sino
como lengua. Octavio Paz hacía notar un rasgo común a las literaturas de las tres
Américas: “el uso de una lengua europea trasplantada al continente americano.” En el trasplante se han producido, sobre
todo en Hispanoamérica y en Brasil, los injertos y las fusiones que han enriquecido
y agilizado el castellano y el portugués hasta extremos inimaginables para los casticistas
que anatematizaban a Darío: así, la lengua poética del cholo Vallejo, o la de Guimarães
Rosa en Gran Sertón: Veredas, o la de Arguedas, en cuyos Ríos profundos el
lector casi llega a olvidar la lengua en que está escrita la novela y cree leer en quechua, tan profundamente mestiza es la
identificación del dúctil castellano con ese mundo indio.
En Rubén el indio pide y obtiene la palabra, pero quien habla
es el mestizo. La mayor grandeza de Darío en su liderato poético es haber resuelto
el nudo gordiano del mestizaje, apretando el nudo en vez de soltarlo, sumando en
vez de restar. Darío se niega a considerar los dos factores del mestizaje como antítesis,
como contradicciones desgarradoras, y los une iniciando una síntesis. Valora lo
indio, pero valora también lo español. En todos los momentos estelares de su poesía americana y americanista, Darío alza
como bandera de esperanza la riqueza y variedad mestizas de una raza nueva y de
una cultura nueva, abonadas “de huesos gloriosos” e irrigadas por los dos grandes
ríos: el español y el indio. “Abominad las manos que apedrean las ruinas ilustres,”
dice en “Salutación del optimista,” condenando la mutilación de cualquiera
de las dos tradiciones. Y en ese mismo poema, frente a la derrota de España en el
98, su reacción es afirmativa:
¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos
y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida?
Y su mensaje es integrador:
Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos…
Frente a Roosevelt, cuando su poesía se levanta en defensa
de América, Rubén opone al “futuro invasor” los valores sumados de “la América del
grande Moctezuma, del Inca y la de Cuatémoc,” y los de “la América española,” con
“los mil cachorros sueltos del león español.”
Aún en su visión más pesimista de América —en su oda “A Colón”—,
Darío lamenta la pérdida o la decadencia de las dos herencias, la de los caciques
y la “de la raza de hierro que fue de España.” “Ya no hay Rodrigos ni Jaimes, ni
hay Alfonsos ni Nuños,” se lamenta en “Los Cisnes.”
Finalmente, para no extenderme demasiado en la evidencia,
quiero citar aquel misterioso poema-afiche, cuya forma está tan cerca de ciertos
experimentos vanguardistas y cuyo contenido es el de un brevísimo manifiesto mestizo
a los nicaragüenses. Lo titula "Raza”:
Hisopos y espadas
han sido precisos,
unos regando el agua
y otros vertiendo el vino
de la sangre. Nutrieron
de tal modo a la raza los siglos.
Juntos alientan vástagos
de beatos e hijos
de encomenderos; con
los que tiene el signo
de descender de esclavos africanos,
o de soberbios indios,
como el gran Nicarao, que un puente de canoas
brindó al cacique amigo
para pasar el Lago
de Managua. Eso es épico y es lírico.
De Darío ha dicho Carlos Martín que “en el contenido y el
estilo de su obra es posible ver expresadas todas las implicaciones del mestizaje.” Sin embargo, para captar mejor el contenido
del legado dariano, creo que debemos preguntarnos: ¿qué es “lo español” para el
mestizo Darío?, ¿qué es lo indio?
Sobre lo español en Darío, poco tendríamos que agregar a lo
mucho que se ha escrito. Él dice y repite:
Yo siempre fui, por alma y por cabeza
español de conciencia, obra y deseo…
Su españolidad resucita todas las tensiones y fuertes contrastes
del español esencial, pero a la sordina, o si se quiere, tropicalizado. Resucita
a Séneca, el voluptuoso que escribía tratados ascéticos. Resucita el Don Juan —cristiano y musulmán ante la
mujer—, cuya dualidad plasmó la bastardía y el mestizaje de América, que
Rubén carga como un drama en su vida familiar y amorosa. Resucita y encarna a Segismundo,
el de La vida es sueño que pasa sin transición (como toda la política hispanoamericana)
de la miseria e impotencia del prisionero al poder real, y del poder de nuevo a
la prisión, y otra vez de la prisión al poder. Encarna la dualidad “idealismo-realismo”
de Quijote y de Sancho. Nunca se pudo decir tan ciertamente que la tercera parte
del Quijote es América, como la cosmovisión americana de Darío. La España interior
de Rubén es hazañera, impulsora de hazañas: Mientras haya…
un buscando imposible, una imposible hazaña,
una América oculta que hallar, ¡vivirá España!
Su español es un español buscando la América oculta. Pero
el poeta —y en esto hago énfasis porque para Darío no hay futuro sin pasado— nutre de tradición su hazaña revolucionaria.
No quema su pasado, como es tópico en nuestra historia continental. Al contrario,
si analizamos su hispanidad literaria, nos encontramos con un genial contabilista
que se apodera de lo mejor de su herencia cultural. Así escribe: “El abuelo español
de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: ‘Éste —me dice— es el
gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega; éste,
Garcilaso; éste, Quintana’. Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la santa,
por el bravo Góngora y el más fuerte de todos,
don Francisco de Quevedo y Villegas.” La lista hay que completarla a través
de todas sus obras, y el resultado literario es que, como dice Octavio Paz: “Con
Rubén Darío el español se pone en marcha otra vez.”
¿Y el indio —preguntémonos ahora— qué es “lo indio” en el
legado de Darío?
El literato Rubén Darío se enfrenta aquí con una herencia
sin letra, sin escritura. Quedan a salvo algunos libros esotéricos, como el Popol-Vuh
o el Chilam Balam; como algunos dudosos poemas de Nezahualcóyotl (en tiempo de Darío aún no se habían descubierto
y traducido los poemas con que Garibay y Miguel León-Portilla enriquecieron nuestra
tradición náhuatl), quedaban tradiciones apasionantes, como la de Quetzalcóatl,
y figuras señeras rescatadas por los primeros cronistas e historiadores de Indias.
No había una verdadera literatura —como lo era la española— que conservara sin pérdida
de la forma y de las esencias, la psicología y las creaciones de esos pueblos. Rubén
se aferra a lo poco que la historia de entonces le ofrece. Repite nombres paradigmáticos:
“Moctezuma, de la silla de oro,” “el inca sensual y fino, Cuahtémoc.” Pero promueve, a través de ellos, una búsqueda,
una peregrinación mental hacia el misterio indio. En su Estética de los primitivos
nicaragüenses, Rubén escribe: “la antigua civilización americana atrae la imaginación
de los poetas.” El poeta debe “arrancar de la cantera poética de la América vieja,
poemas monolíticos, hermosos cantos bárbaros, revelaciones de una belleza desconocida.”
“El arte entonces tendría un estremecimiento nuevo.” El indio no es algo textual,
sino que fue y sigue siendo “la América oculta” que hallar y descifrar. Es un reto.
El indio está detrás de la lengua, detrás del pensamiento mismo occidentalizado.
El indio está dentro: somos su cuna y su féretro.
Las grandes ciudades solitarias, los teocalis imponentes,
las estatuas, el arte, los glifos sugestivos, las tradiciones enterradas que la
arqueología va sacando a flor de cultura, vienen y vendrán en auxilio de las intuiciones
de los poetas, y es como una profundidad cada vez mayor y más atrayente en que buscamos
nuestra identidad insaciable e interminablemente.
Yo llamé a Tikal: Atenas muda. Esa es la diferencia con la
otra tradición que nos llega diáfanamente a través de la letra. Atenas nos habla.
Los mayas, en cambio, nos traspasan su legado en una forma silenciosa parecida a
la comunicación del amor.
Debo poner punto final. En realidad a lo que hemos llegado
—en el proceso literario de nuestro mestizaje— es apenas al punto de partida. Rubén
solamente nos abrió la puerta. Tras de él, la literatura hispanoamericana ha seguido
una rica trayectoria de búsquedas e incorporaciones. Del “Tutecotzimí” de Rubén,
a la novelística de Miguel Ángel Asturias, o al Misterio indio, de Joaquín Pasos,
hay un fecundo proceso de mestizaje consciente y adrede. ¡Bienaventurada y fecunda
contradicción la de Hispanoamérica, cuya literatura, a medida que se aleja del indio
como origen, paradójicamente se acerca a él como originalidad!
§§§§§
|
| |
|
|
|
§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Nenhum comentário:
Postar um comentário