JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Elsa Cross y los rostros de lo real
JAL | ¿Qué experiencia
o situación te hizo tomar conciencia de tu lugar en la poesía, como lectora y como
autora?
EC | Leía poesía desde la adolescencia, y aunque también
intentaba escribirla, me fue difícil encontrar mi “voz”. Durante algún tiempo pensé
que escribiría narrativa, y dejé comenzadas varias novelas y un libro de cuentos;
incluso dos obras de teatro. Creo que fue cuando escribí “La dama de la torre”,
un poema algo extenso que salió de golpe de principio a fin, que me di cuenta de
que escribiría poesía. El poema no tenía nada que ver con mis intereses ni mis búsquedas
formales ni temáticas de ese momento, y me parecía muy trasnochado; pero el hecho
de que surgiera con tanta fuerza y autonomía me hizo sentir que debía respetarlo
y que la poesía estaba en mí de algún modo, que tenía sus propias vías y que el
poema quizá no carecía de sentido. Lo leyeron Alejandro Aura y Efraín Huerta y a
los dos les pareció un buen poema, lo que me dio cierta confianza; Alejandro mencionó
que veía en el poema cierta afinidad con tonos de Manuel José Othón —aunque el tema
no se relacionara—, lo cual me encantó. Efraín hizo una sola sugerencia.
JAL | El hippismo
y el movimiento beatnik hicieron
mella en muchos escritores de tu generación en México y en América Latina. ¿Cuál
y cómo fue tu relación con esas dos manifestaciones del espíritu occidental focalizadas
sobre todo en Estados Unidos?
EC | El movimiento beat fue anterior a mi tiempo y
nunca estuve muy cerca de él. Sentí mucha más vitalidad en el movimiento hippie,
que para mí fue la última gran utopía del siglo xx. En medio de la creatividad incontenible
de tantas figuras y tantos extraordinarios grupos de rock como llegó a haber entonces,
compartí muy intensamente, sobre todo, la búsqueda de una expansión de la conciencia.
Tuve experiencias fundamentales para mi vida y mi poesía, pero sólo adquirieron
pleno sentido cuando encontré un camino espiritual y comencé a practicar meditación.
Lo que me fue muy claro es que los psicotrópicos —que siempre consideramos mejores
que el alcohol— tenían poder para revelar muchas cosas, pero no para transformarlas,
como sí ha tenido la meditación, al menos para mí.
JAL | Tus vínculos
con el teatro se evidencian de manera coincidente con el hecho de que dos de tus
parejas afectivas, Alejandro Aura, también poeta, y Juan Tovar, son figuras notables
de la dramaturgia y el teatro en México. ¿Esto dice algo en relación con tu poesía?
EC | En 1966, Alejandro Aura y yo hicimos un viaje bastante
largo por Europa. Al año siguiente me embaracé, y durante el 68, más que participar
en algo, tenía un bebé que cuidar. La experiencia del 68 fue muy dolorosa para todos;
en la Facultad hubo una especie de desbandada y algunos de los alumnos más inquietos
y brillantes se exiliaron, fueron a prisión o desaparecieron de las aulas.
Me ha intrigado siempre haber tenido una relación no
buscada con el teatro, sobre todo de joven. Aunque nunca me tocó que Alejandro Aura
actuara cuando estuvimos juntos —sólo dos años—, siempre teníamos contacto con el
medio. Su hermana Marta y Adán Guevara, su cuñado, eran actores. Y él tenía una
amistad muy estrecha con Sergio Jiménez y otra gente de teatro; de modo que constantemente
íbamos a los ensayos de las obras en que participaban. Recuerdo en especial los
de la puesta en escena de Mudarse por mejorarse, que dirigía José Luis Ibáñez,
en el Teatro Jiménez Rueda. Fue espléndida; Ibáñez obtuvo un premio por esa puesta.
Juan Tovar, por otra parte, en esa época no escribía
teatro sino narrativa; pero teníamos gran amistad con Emilio Carballido, y recuerdo
muchos ensayos de Yo también hablo de la rosa en el Jiménez Rueda.
En 1969, Héctor Azar me invitó a dar clases en la Escuela
Nacional de Arte Teatral del inba, que él dirigía. Yo tenía sólo veintitrés años,
y por más que protesté que en realidad no sabía nada de teatro, Héctor me dijo que
preparara mis clases y que él sabía que estarían muy bien. No sé si fue el caso,
pero me emocionó mucho, desde entonces, dar clases. Es algo que siempre he disfrutado.
En el inba di cursos de historia del teatro y después de literatura dramática y
análisis de texto. Aprendí muchas cosas que me fueron muy útiles años después, cuando
hice mis tesis de licenciatura y maestría en Filosofía; en la de licenciatura comparaba
la idea de tragedia en Aristóteles y en Nietzsche, que son totalmente opuestos.
Para la de maestría, recogí ese texto y lo amplié, viendo también la interacción
entre lo apolíneo y lo dionisíaco en El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche.
En la Facultad de Filosofía y Letras de la unam seguí
varios cursos estupendos de Luisa Josefina Hernández, que me mantuvieron también
cerca del teatro. Llegué a tener una verdadera pasión por Shakespeare, lo leí muchísimo
en las versiones originales; creo que así aprendí inglés. En 1973 emprendí una traducción
de Hamlet, a petición de Ludwik Margules, que quería ponerla en escena y
detestaba —igual que yo— las traducciones de Luis Astrana Marín. No existía todavía
la versión de Tomás Segovia, que nos habría ahorrado muchos problemas. Y no sé qué
pasó, pero el contacto con Hamlet fue explosivo. Cuando en la traducción
yo iba casi al final del cuarto acto, entré en una crisis que me impidió concluirla.
Ludwik ya había empezado a ensayar, con alumnos de la escuela del inba, lo que yo
le iba entregando de mi traducción; y muy extrañamente, él tuvo también una crisis,
de otro tipo, y no pudo llevar adelante la puesta.
En relación con mi poesía, escribí un poema que le dediqué
justamente a Margules. Pero, en realidad, mi relación con el teatro fue literaria,
pues partió, sobre todo, del texto; el hecho escénico mismo me fascina, pero me
es muy ajeno. Puestas de Julio Castillo, de Luis de Tavira y de Lorena Maza, por
ejemplo, me han permitido entrever apenas la riqueza del hecho teatral en sí.
JAL | Hay opiniones
de que tú eres la poeta que más coincide con Octavio Paz, sobre todo por la relación
de ambos con la cultura india y el pensamiento o la espiritualidad hinduistas o
budistas. ¿Qué piensas de ello?
EC | En principio creo que es un honor que se me asocie a
Octavio Paz, desde cualquier ángulo, pero siento que mi acercamiento a la India
fue muy distinto del suyo. Admiro enormemente todo lo que escribió sobre la India:
poesía, ensayo, traducciones y ese libro maravilloso que es El mono gramático.
Me conmueven la lucidez de su percepción y la profundidad de su escritura; pero
lo que me acercó a mí a la India no fue un interés intelectual, poético ni estético,
sino, muy concretamente, espiritual.
La riquísima experiencia de meditación que estaba teniendo
entonces y el hecho de que mi maestro fuera de la India es lo que me hizo viajar
allá, por primera vez, en 1978. Si él hubiera sido japonés o tibetano, yo habría
ido a Japón o al Tíbet o a la Conchinchina. Fui a la India porque quería, en primer
lugar, conocer a ese maestro que había transformado totalmente mi vida sin que yo
lo hubiera visto nunca. Más tarde quise también explorar, básicamente, el pensamiento
hinduista; al budismo nunca me he acercado. Me intrigaba, por ejemplo, saber por
qué había tenido yo experiencias internas y visiones que después encontré descritas
en libros de hace miles de años. Comencé a estudiar muchos textos y eventualmente
a dar en la UNAM un curso introductorio al pensamiento de la India, que ha ido creciendo
hasta abarcar seis semestres.
JAL | Me conmueve
mucho y me sorprende más aún cuando leo tu poema en el que describes el viaje de
las cenizas de tu hija al Ganges. Es admirable la relación serena con la muerte,
y en este caso con la defunción de un ser querido.
EC | La meditación permite también ver la muerte con más
naturalidad, pues se percibe no como un final sino como otra forma de existencia.
La muerte de los seres queridos se vuelve una pérdida sólo en un nivel muy inmediato,
pues si se logra superar el apego por la forma y la presencia físicas, uno siente
que, estén donde estén, están vivos dentro de uno mismo.
Para mí esto es muy real. Mi hija murió inesperadamente
de una pulmonía fulminante, y dejó muchas cosas sin terminar. Al principio yo tenía
un dolor muy agudo, y una noche la soñé muy contenta, y me dijo: “No quiero que
sufras por lo que tú crees que yo sufrí allá. Eso ya no existe. Y si quieres saber
más, nunca existió”. Fue muy revelador. Creo que esas presencias de los seres queridos,
lo vivido con ellos, el amor por ellos, permanecen en la medida en que se pueden
decantar las particularidades y las contingencias de la realidad más concreta para
volverse una experiencia intemporal.
JAL | Algunos
críticos y colegas poetas ven en tu poesía una armoniosa vinculación entre realidad,
o verdad, y belleza, una búsqueda que las palabras revelan como virtud humana, pero
para los lacanianos la realidad es, por definición, insoportable. ¿Es verdad que
buscas esa relación armoniosa entre la realidad inevitable y el reconocimiento de
su belleza?
EC | Habría que preguntarse primero qué entendemos por realidad
y qué entendemos por belleza. Recuerdo que Nietzsche decía, teniendo a Platón en
mente: “Para un filósofo, es una indignidad decir que lo bello y lo bueno son una
sola cosa. Y si añade, ‘y también lo verdadero’, se le debe apalear. La verdad es
fea”. Esto surgía de su reconocimiento de lo terrible de la realidad. Y sin duda,
en una realidad muy inmediata, en un plano empírico, necesariamente hay dualidad,
pues es indispensable una lucha de opuestos, porque de lo contrario no habría dialéctica.
Pero en planos más profundos de realidad, la dualidad
se disuelve. La filosofía de la India que he estudiado habla de distintos niveles
de realidad y de diversos niveles de percepción correspondientes a aquéllos. Pero
aun en ese nivel inmediato de la realidad cotidiana uno puede escoger qué quiere
ver de ella, con qué quiere quedarse, dentro de la variedad ilimitada de experiencias
que ofrece.
También la belleza. No se trata de estarla buscando
deliberadamente o de querer ver sólo campanitas de oro. Uno puede percibir la belleza
en todas partes, aun en lo terrible. Nunca voy a olvidar una experiencia que tuve
en la India y que dejé registrada en un poema, un fragmento de “Canto malabar”.
Rumbo a la gran mezquita, en Delhi, me perturbó una carnicería donde estaban degollando
carneros, prácticamente en la calle, y luego vi una hilera de leprosos que pedían
limosna. Me pareció una realidad terrible e injusta. Pero en medio de eso comencé
a ver una luz que se superponía y atravesaba todas las cosas, y sentí que esa luz
era el verdadero rostro de lo real.
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