MIGUEL MÁRQUEZ | Para Stefania Mosca
violentamente
agresiva y desesperadamente
impotente. Sin
embargo, en su perversidad
de juego cruel,
astuto e insolente,
hay una sustancial
e increíble inocencia.
PIER PAOLO PASOLINI
Estas
reflexiones, estas impresiones, estas palabras que siguen, fueron elaboradas como
presentación de la novela Mi Pequeño Mundo, en el contexto de la Feria Internacional
del Libro de Venezuela 2008, cuando la Editorial El Perro y la Rana lanzara la reedición
de esta novela.
Hoy las traigo
acá, a esas palabras, a modo de homenaje, a la escritora, a la amiga.
Esta novela atrapa
mi curiosidad con paradojas sucesivas, capaces de avivar el interés por lo que viene
en el relato con esa rara cualidad que no solemos encontrar muchas veces en libros
que se ven tocados por esa rara indiferencia con la que los abrimos y cerramos para
olvidarlos muy pronto.
Mi Pequeño Mundo es una narración experimental, expresionista, caricaturesca, donde la
superposición de planos va de manos con la simultaneidad de voces, donde el ritual
fragmentario de lo inacabado abre las grietas a una incompletud satírica, donde
el cuerpo, el sexo, el desenfado, forman parte de esta obra que en no pocas ocasiones
pareciera una obra de teatro, y ubican con precisión las deformaciones ¿fisiológicas,
patológicas, caracterológicas? de una manera de entender el poder en esta parte
del mundo, y para ser más exactos, en la Venezuela de la bancarrota financiera,
con todo el entramado de quienes conforman la corte de este reino canallesco, bufo,
inframundano, que encarna esta novela política, ubicada en la agónica Venezuela
saudita, bipartidista, representativa y corrupta, mientras una visión heteróclita
e indeterminada baña e impregna los movimientos y las ilusiones con una atmósfera
perversa, en un ambiente onírico, plural y exacto al mismo tiempo; como si se tratara,
ese ambiente, de una cualidad gelatinosa, fantástica, surreal.
Me parece que este
bar de enanos que encontramos en Mi Pequeño Mundo, es un detonante feroz
en el espacio de las representaciones. Quiero decir, lo grotesco erigido sobre lo
“natural”, en el entendido que las figuraciones simbólicas están contaminadas por
la falta de legitimidad para ofrecerse como auténticas imágenes de lo que ocurre
o pasa. Aquí hay un hueco entre los personajes y aquello que les da verosimilitud
en la realidad imaginaria. Pero no por ello pierden densidad existencial en el relato
(como si, por ejemplo, no parecieran reales en el texto), sino que en esa torcedura,
en esa masa de cuerpos contrahechos, donde la ilusión y la realidad se dan la mano,
encuentran la tensión que les da carácter, mucho de cinismo sobre todo y presencia
sustancial en el relato. (Francis Bacon viene con insistencia a la memoria.)
En Mi Pequeño
Mundo algo fracturado se adueña de lo que acontece y no sabemos a qué se debe
ese desprendimiento como ontológico entre quien habla y desde donde habla, entre
lo que pasa y lo que vemos, entre los cuerpos y quienes los habitan. Este cosmos
está ciertamente herido y transfigurado. Lo soporta un poder que llega al límite
e implosiona, con unos seres prosnáticos que se creen y tal vez fueron dueños del
mundo. Son poderosos pero enanos, son enanos pero tienen las llaves de la tierra
desde el submundo.
Quisiera decirlo
mejor. Esta es una novela que seguramente rompe,
junto con Diario de la gentepájaro, de Wilfredo Machado, con otras
que no he leído y otras que de seguro se están escribiendo en el país, con el cordón
umbilical de ciertas certidumbres que le pertenecen al pasado como manifestaciones
más o menos realistas de un universo que se legitimó
con ciertas maneras de ver la vida y de usurparla, de representar las ensoñaciones
de ciertos grupos sociales donde algunos protagonistas recrearon convicciones
con tramas que pasaban por universales. Aquellos diálogos, aquella escenografía,
y aquel pacto entre lo que ocurría en la ficción y los seres que le daban voz, estaban
sustentados por intereses que los hacían pasar como reales presencias de unas relaciones
que pertenecían al mundo imaginario con una intangible e incuestionada placenta,
envolvente y argumentativa a fuerza de dar lugar a los hechos y capaz de dar fe
de lo que acontece sin ni siquiera mostrarse. Pero aquí una sustancia da por terminada
esa unión, corroe los pactos, deslegitima las componendas entre quienes forman parte
del espacio ficcional, sean personajes o diálogos o descripciones. Desde las pailas
daimónicas de la obra de Stefania, hasta las góticas copas de los árboles donde
vive la gentepájaro, otro magma comienza a surgir, otro líquido amniótico que pareciera
traer la nueva vida, social, política, cultural, espiritual; otro lienzo para darle
cuerpo a lo que antes llamábamos fantasmas de la psique y que hoy sabemos son justamente
lo contrario: signos reales de nuestra vida simbólica.
En Mi Pequeño Mundo una cofradía de enanos con poder (económico,
social, militar, político, religioso) se ve observado por un artista plástico que
vive encima de ese prostíbulo y abre un ojo mágico para registrar y desbocarse en
el relato de lo que sus colores no alcanzan a representar. Es el fisgón atrapado
por el discurso de la metamorfosis y el amor por lo imposible, que lo detiene, lo
chupa, lo vampiriza y lo hace suyo.
Pronto llegamos
a la evocación de La mano junto al muro, al caleidoscopio prostibulario de
las indeterminaciones, a las preguntas alucinógenas por el sujeto de la narración
y a la serpiente que se muerde la cola. Pero en este acercamiento explícito a la
novela de Meneses me parece que no sólo es producto de una complicidad estilística
o un guiño al lector, se trata, me parece, del vínculo que tiene esta novela con
la literatura y las artes plásticas de la vanguardia. Por un lado, como huella de
origen, por otro lado, como ejercicio mismo de ese acto, el acto artístico, el acto
de mirar, el acto de fotografiar, el acto de pintar. No un eco de la vanguardia,
sino una renovada praxis vanguardista de comienzos de este siglo.
Encontramos acá
un universo herido en los enlaces que permiten la representatividad, la paradigmática
presencia de un hombre o una mujer en el mapa de lo que se narra. No se trata entonces
en saber quién es el que narra sino de la desfiguración textual, matérica, de la
narración misma. Desaparece un orden y aparece otro donde Alicia no entra exactamente
al país de las maravillas, sino al antro que le daba consentimiento, acaso razón
de ser, a los paisajes, mobiliarios, modos de hablar, casa o refugio a una forma
de hacer literatura o arte.
Esta ruptura la
atraviesa a él, a ella o a los narradores, cómo saberlo, diría el “Guillo”, desde
un relativismo sardónico y como nuevo para acercarse
a los acontecimientos. Digo, pupilas como
frescas, inéditas, a tono con lo que desaparece y lo que surge. Con una ironía
de ojos puliditos quiero decir.
Entre otro de sus
méritos, está la puesta en escena de esa nocturnidad pocas veces narrada y ebria
en la que Caracas luce como un cabaret perfectamente logrado en estas páginas arriesgadas,
sinceras, verídicas, valientes.
En este mundo algo
importante se deja atrás, exhausto, maltratado, deformado, escamoteado. Al parecer,
nada podrá ser como era antes, los enanos han arrasado con ese cordón umbilical
que hacía que un bongo se mantuviera sobre el río, o que alguien contara su historia,
por más complicada o interesante que fuera.
Rotos los ligamentos
de lo que anteriormente era o fungía como el sentido común que soportaba al mundo,
los personajes han de preguntarse para qué están entre las páginas si aquel está
perdido y no hay otro que les pertenezca por entero. Por eso, tal vez, la impotencia
y el poder sean los protagonistas de esta historia.
La impotencia creo
que tiene que ver con la del arte para dar con las figuras que le pertenecen hoy
en día. Las esquivas formas que no se resuelven al antojo de las frases. Pero sí,
especialmente, para darle profundidad a las interrogaciones al momento de pensar
en un proyecto de arte. ¿Cuáles son las formas que sucederán a las que ya no gozan
de sustento? ¿Cómo y a quién pintar hoy? ¿De qué hablamos cuando hablamos de fotografías?
¿Apenas queda un pequeño ojo mágico para ver la realidad? Todo esto es significativo,
y sin embargo, me parece leer en esta novela una Venezuela a la que ya le decimos
hasta luego, la que coloca el lugar del valor en la denuncia de esa luciferina ecuación
donde prevalecían las relaciones de esas pequeñeces desalmadas, cuando todo quedaba
al antojo de los esbirros y de quienes hacían de la economía la idealización de
sus crímenes cotidianos. El poder como fuerza bruta, control, dominio, exclusión,
abuso.
Debemos también
referirnos a la escritura misma de este libro. Los intertítulos refuerzan ese afán
lúdico que pasa por la cancelación de la apertura y el surgimiento vivaz de las
alegorías. Rapidez, velocidad, cambio, vuelta, seguidilla. Apuntes. Tomas. Encuadres.
Fotogramas. Escenas. Alguien parece dominar este juego sin que sepamos quién es
o quiénes son los que escriben. Pasajes engañosos que nos envuelven con la seducción
de sus interrogantes. Personajes con nombres que le corresponden sin duda alguna.
Clasificación deslumbrante de enanos pituitarios. Tramas verbales que gozan de una
vivacidad discursiva ganada por la transmutación, por la elasticidad con la que
se mueve entre fogonazos. Tal vez sea esta característica vital la que le imprime
a Mi Pequeño Mundo ese tono de franca independencia, donde un nocturno juego
de luces va de la paleta del artista plástico a la iluminada noche del alcohol y
los vértigos fluorescentes de las esquinas.
Esta prosa entrecortada, ágil, hiriente, contemporánea, urbana, nocturnal,
auténtica, entra en el delirio de las mutaciones con una fuerza que yo no llamaría
exactamente femenina, sino más bien dotada por la visión construida a fuerza de
observar lo que le acontece, en un universo, valga subrayarlo, que casi siempre
ha sido contado por los hombres.
Permítanme citar
un párrafo que viene a cuento en esta manera de hablar sobre los puntos de vista
y esa ansiedad que va quedando en el alma de quien lee cuando no encuentra asidero
en las historias ni sitio donde hacer alma o espíritu. Ansiedad y huecos, complejos
intransferibles, pospuestas feminidades, hombrunas muchedumbres donde nada pareciera
apto para el verso o la rima o la aparición del espíritu. Hablamos desde luego,
de la infertilidad del poder y de sus secuaces, de sus damas y choferes, de los
capos y los mafiosos. Así dicen estas páginas:
“¿Cómo empezó todo
esto? ¿Cuándo? ¿De dónde procedían estos hombres? ¿Hombres? Estos enanos que eran
verdaderamente todo, innegablemente todo, secretamente todo. Sí, quién me lo puede
negar, exclamó vivamente Eugenio, (el fisgón), ellos son el trasfondo del teatro
donde reiteradamente nosotros, los hombres completos, normales, actuamos, nuestras
consabidas carencias. Fratricidas, crueles, equivocados, siempre equivocados y siempre,
digo siempre, es decir, todos los instantes del tiempo que consume nuestra existencia
somos la ilusión de algo que pretendemos ser, de una quimera o de una aberración,
qué importa, somos fatuos y seguramente innecesarios, en cambio ellos, abajo, en
Mi Pequeño Mundo eran los grandes gestores, los titiriteros de nuestras escenas,
de nuestros logros, de las efímeras conjunciones que aún nos sostienen como protagonistas
de la historia, de la conciencia de ser vivo, la terrible conciencia de la muerte,
la vana ilusión de nuestras convicciones y demás realizaciones retóricas para explicar
este deseo de infinito, de eternidad que nos habita, ese aliento de Dios que
perturba nuestra presencia en el mundo y nos diferencia de esa armónica jirafa que
juro por todos los santos que yo quisiera ser, una jirafa, un delfín, una piedra,
cualquier cosa con vida justificada, con piel, tradición e instinto y utilidad,
ustedes entienden, para qué voy a seguir con lo mismo, con este lamento seguramente
compartido, una jirafa y ni siquiera un león, una tortuga. Ustedes saben, esa manera
de estar los animales en la naturaleza. La perfección.”
Que valga entonces
la complicidad de quien cuenta con quien lee, que las prostitutas, en ocasiones
remedos y remedios de la totalidad, marquen la noche con la huella sideral de sus
lápices labiales, que el cuerpo sea la caja de resonancia de todas las preguntas,
que la masturbación sea una respuesta, y la polifonía tonal, máscaras del amor imposible.
Que nos preguntemos de nuevo para qué escribir y qué sentido tiene. Que ser una
jirafa sea el sueño con cierta encarnación indubitable como un yesquero en la noche
espectral.
Que la leamos.
Que de ella, en
definitiva, de Stefania, de esta rebelde, contradictoria, vulnerable, intensa, astuta,
inocente y preciosa criatura, nos quede el riesgo, el vértigo cuando se vive en
contra de los plagios sacramentales de los lugares comunes; de esa Ley terrible
que se cumple en quien se expone o compone en demasía, denuncia más allá de los
límites que la Costumbre está dispuesta a soportar. De ella, decía, de Stefania,
la pertinaz osadía que suele acompañar a quienes hacen de la alquimia una exigente
e ingobernable creación constante, sensible, rara, inteligente; de donde surgen
los lienzos, las escrituras, las partituras que nos acompañan tanto, y hacen de
nuestra vida un microcosmos más voluptuoso para descifrar (e inventar) los signos
y los días.
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§ Conexão Hispânica §
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