JANETTE BECERRA | Vanessa Droz: la golondrina no hace silencio
I. La venda
Desde el Viejo
San Juan que habita, desde la punta/proa de la ciudad, encaramada en el alto mástil
de la poesía, la poeta atalaya el horizonte. Centinela, avista el leve temblor que
allá a lo lejos se trama. Cuatro veces al año, por el mar llega una carta para la
ciudad. Viene sin remitente ni estampilla: está hecha de luz, temperatura, sonidos,
pelusas, olor. Es la estación, que arriba a la isla. Desde su cofa en la cima del
mástil, la poeta recibe esa tempestad postal primigenia, violenta, “con la mano
vendada, con los ojos vendados, con el corazón vendado”; resiste el embate y sangra
voz, tensa su cuerpo traductor para que lo atraviese la carta y sangra, supura la
versión posible de un lenguaje imposible, y en las vendas va floreciendo ese rosal
oscuro, anegado, de las palabras. Cuando amaina el temporal, se desvenda. Escoge,
de entre todas, la venda más limpia (esto es, la más pura) y se la ofrenda a la
ciudad.
Esa venda es
el poema.
Esa poeta es
Vanessa Droz.
II. La golondrina
Una golondrina no hace verano, dice el refrán. Con él
quiérese decir que una golondrina que se adelanta a la bandada no es suficiente
para constatar la llegada del estío. Hay golondrinas que vuelan muy por delante,
y su vuelo solitario no promete nada sino su ventaja sobre las demás, su instinto
avezado para ver antes que el resto. La poeta comienza su suite de las cuatro estaciones
con un epígrafe que modifica el refrán: “una golondrina no hace silencio”. En esa
asombrosa imagen, sinuosa como es siempre la metáfora, está comprendido el libro
entero. Una golondrina no hace silencio: canta. Sola, solitaria, la voz lírica no
hace la estación, pero al cantarla, la revela. La estación no es silencio, sino
canto.
Ese canto es
el poema.
Esa golondrina
es Vanessa Droz.
III. La orquesta
La poesía no se explica con el poema. El poema no se
explica con la presentación. Transcripción imperfecta de una revelación perfecta,
el poema es apenas eco, rumor de la poesía. La poesía habla, sí, y muy alto y sonoramente,
pero no en el lenguaje nuestro, sino en uno anterior, que hemos olvidado. Ese lenguaje,
hecho de reverberantes colores, sonidos, temperaturas, partículas, “moléculas ahítas
de fuego”, como reza uno de los primeros versos de este libro, contiene en su código
edénico mayor capacidad evocativa que el habla humana. La poeta, entonces, oscuramente
recuerda, intuye; se ofrece como instrumento musical contra cuyas cuerdas, túneles
de aire, cueros tensos pueda resonar la poesía, que va de paso. Por eso pide a veces
“¡más instrumentos, por favor!”. Gracias a esa reproducción de la música primigenia
a un lenguaje reconocible para nosotros, se produce un lugar de encuentro entre
el hombre y la poesía.
Esa partitura
es el poema.
La orquesta es
Vanessa Droz.
IV. Esta pieza
es una suite
Integrada por movimientos muy variados, pero basados
en una misma tonalidad, la suite caribeña de Vanessa Droz es la reunión en un solo
poema de varias danzas poéticas de distinto carácter y ritmo, con los que se consigue
el contrapunto barroco que caracterizó también a Vivaldi, previo traductor de Las
cuatro estaciones. Es una suite vivaldiana también porque sigue la estructura
de allegro-adagio-allegro en sus movimientos internos. Pero es caribeña porque
canta cuatro estaciones que, dada su geografía cercana al trópico, no pueden producirse
con grandes contrastes, lo que obliga a la poeta a fijarse en el matiz sutil: el
cambio de luz, de frutos, de tonos, de olor, de síntomas de agobio o festejo de
sus criaturas. Es caribeña también porque mientras Las cuatro estaciones
de Vivaldi comienzan con la primavera, las de Vanessa Droz, con el verano. El verano
es la estación que nos inaugura como isla y como región, en una ínsula que, de todas
formas, va “en medio de irresolutos inviernos, de veranos y otoños indistintos”.
Pero el verano,
que es el “mensajero eterno” de este poemario, no comienza en el vacío: en él se
evoca “el aullido interminable que alzamos en la primera estación”, es decir, en
primavera. El libro empieza así en un verano que aún es primavera, como decir en
contrapunto, y esa relación creciente entre las voces independientes de las cuatro
estaciones, conduce al equilibro armónico de la polifonía. En vez de huir y dar
paso a la próxima, aquí cada estación se va gradualmente sobreimponiendo a la anterior.
El verano se instaura cuando aún resuena el eco de la primavera; “la primavera imita
al otoño” y “el otoño imita a la primavera”, a su vez anunciando “el astuto talante
del invierno”; el invierno llega “con su debilidad de trópico” y es más bien una
“golondrina plateada” (o sea, un verano vestido de otro color), cuyas hogueras se
encienden “con madera de otoño, luz de verano y guirnaldas de primavera”. Esa simultaneidad
de matices, unida a la personalidad individual de cada estación, produce la suite,
lo barroco, la polifonía. Junto a la voz de Droz resuenan también las de Tomás Blanco,
García Lorca, Lloréns Torres y Sylvia Rexach, entre otros, en sendos versos que
los evocan en estos textos.
V. El libro de
arte
Este libro artesanal, obra de artista en todos sus aspectos,
evoca aquellos cuadernos de poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña producidos
a partir de los años 60, que recogieron en dieciocho volúmenes la obra de algunos
de nuestros grandes poetas, ilustrados por gigantes de la plástica puertorriqueña:
Tufiño, Homar, Arana, Marín. De factura impecable, rico en lo visual y en lo sonoro,
en este libro/cuaderno Vanessa Droz se estrena como grabadista y artista gráfico,
no solo con los grabados y fotos que acompañan los poemas, sino con la hermosa edición
que ella misma ha diseñado.
Por tratarse
de cuatro estaciones que danzan distintas pero indistintas, la poeta debe fijarse
en el matiz sutil: el cambio de luz, de frutos, de tonos, de olor, de síntomas de
agobio o festejo de las criaturas, decíamos antes. No lo hace solo con el lenguaje
poético, sino con las fotografías y grabados que incorpora al libro. De la fuente
Las cuatro estaciones de la Plaza de Armas, esa “fuente ciega (que) no surte
agua” y que es “sauce de hormigón”, “chopo de lava”, la autora solo retrata el detalle
preciso que resume y rezuma la estación representada por cada estatua: el manojo
de trigo dorado del verano, la articulación adolorida del codo que el invierno castiga;
el racimo de uvas de la vendimia otoñal, el ramillete de flores primaverales de
que también se ha hecho la guirnalda de la estatua. Como en el poema, la autora
procura en la fotografía dar con la imagen justa, posar la mirada en la célula poética,
en “la molécula ahíta”, más que en el conjunto. El conjunto viene por la suma de
tanta célula bella.
Pero la fuente
presenta símbolos europeizados de las cuatro estaciones, la mayoría ajenos a nuestra
latitud: el trigo, la uva, el codo entumecido de frío, la florecilla ambigua, que
parece violeta. Por eso la poeta suma, a las fotos que acompañan los poemas, grabados
de su propia creación, y que capturan la esencia de cada estación en la isla. El
verano se representa con un sol hiperbólico, reverberante, sobre la inmensidad del
mar. La primavera parece un almendro parido; el otoño, árbol pelado; el invierno,
la flor de guajana que antes poblaba la isla a principios de noviembre y se colocaba
en floreros como adorno navideño. Falta mencionar las fotos y grabados de la coda,
pero de esos hablaremos después.
VI. Las letras
El poema es el lugar de encuentro entre el ser humano
y la poesía. La poesía es oráculo. A la poeta, sumergida en la visión total que
le confieren los cuatro mensajeros del tiempo, se le revelan también misteriosas
relaciones entre las letras y el origen de los seres. En el lenguaje edénico que reescribe Droz, la
relación entre las letras y las cosas no es arbitraria, sino orgánica. Hay asociaciones
visuales y cósmicas entre la grafía de las letras y los orígenes de la vida. La
M es de casa, porque en sus dos arcos ofrece “dos cuevas, albergues” para las fuerzas
originales de la vida (que la poeta denomina “los incesantes”) y porque la madre
con M de mujer contiene la doble cueva del cuerpo y del útero. La I es “de humo”,
porque tiene vocación de ascenso, delgada y vertical. La Ll es “de equinoccios”,
porque sus dos rayas paralelas dibujan la simetría de la noche y del día durante
los dos equinoccios, o son los dos trópicos de la región que ocupamos en el planeta,
pero puestos de pie. La G es “de abismos que protegen el eco” porque contiene en
su seno un fondo techado, donde rebota el sonido. La C anuncia la cola del alacrán,
también el hueso curvo. La H es de muerte, bien por la raya que yace inerte entre
las dos erguidas, bien por la H de Hades, bien por la H de hombre, que arrastra
el castigo de su mortalidad, o incluso por el deleite erótico de la pequeña muerte,
como también queda sugerido en el texto (“muerte con H de deleitoso”). Son asociaciones
codificadas, enigmáticas, que el lector viene llamado a descifrar según su propia
intuición poética.
Esas letras crípticas,
polisemánticas, son el poema.
El alfabeto es
Vanessa Droz.
VII. El verano
El verano es la estación que nos inaugura como isla
y como región. Le toca regresar cada año desde tiempos ancestrales, y está “exhausto”.
En el poema, trae “moléculas de fuego, nubes de polvo, crueles latigazos de temperatura,
ausencias de aire y viento”, pero en virtud del milagro de la metáfora, es también
una “campanada de paja sobre el sol”, al que debemos ardores en la sangre, vida.
Imagen de la tierra antes de que la poblaran los hombres, sus criaturas ancestrales
se desploman de sopor, bochorno, sudor, letargo. Merodean las salamandras (“Salamandria
del Sol”, decía Góngora), los alacranes, los ciempiés, los caracoles, los escorpiones,
todas las criaturas de sangre fría que reptan buscando calor. Es la época de la
canícula, entre julio y agosto, cuando la constelación del Can Mayor está junto
al Sol, y la tierra está yerma, incendiada.
VIII. El otoño
Si fuera cierto el mito bíblico de la creación de Adán
y Eva, habría sido en el dulce otoño, anuncia la poeta cuando exclama que otoñal
“tiene que haber sido/ el falso viaje aquel de los huesos/ de un costado a otro”,
“el testimonio/ de los banales gruñidos de la creación”. Es la estación que instaura
la voracidad de la muerte, esa “puesta en escena del principio del fin”, esa “anticipada
vaharada de la muerte” como sino de la vida. Pero es también la estación de la vendimia.
Excesos de agua y huracanes, vendavales que pintan la tierra, y que Droz recrea
en espléndidas metáforas, hacen que del árbol que se deshoja caigan “sus óleos a
trabajar el rostro de la tierra”, “los vientos, el agua, los arrecifes y la salamandra
… formen sobre el suelo una “madura felpa”, y “las ardientes clorofilas” compongan
“con fruición ciertos frutos en los que hay regocijo y aire”. En la isla, el otoño
imita la primavera, porque “en estos páramos y en estos verdes hay demasiado sol
como para los desvelos de una estación que no habla claro”, dice la poeta.
Vida y muerte
simultáneas, metáfora del mundo.
IX. El invierno
En la isla, el invierno no es recrudecimiento del frío,
sino folclor navideño. Surte “la lágrima de la montaña (cuyo) baile ancestral pide
el degüello de las dolientes bestias de la granja”, en alusión al pitorro y al sacrificio
de cerdos. Arriba al trópico desde “un glaciar detenido por fuegos”, para abrazarnos
con una debilidad que ni siquiera reclama abrigos. Llega “ebrio” y despierta “nuestra
visceral conducta” navideña. Es golondrina plateada (verano, pero de otro color)
y le roba las horquillas a la palma, quizás en alusión al saqueo de los cocoteros
en Navidad. Pero mientras la gente se sumerge en el carnaval festivo, la poeta observa:
escribe, esgrime su pluma de ganso degollado, dice, contra el desasosiego de la
escritura, pregunta por los huesos de su padre y de su madre, escribe con sus pies,
merodeando también, los papeles de la ciudad.
X. La primavera
“La primavera imita el otoño”, dice sorprendentemente
la poeta, porque la estación comienza con sus estruendos de vacíos en las copas
de los árboles. Las imágenes visuales y sonoras del estallido primaveral que logra
Droz en estos versos son verdaderamente magistrales: el enramado desnudo de follaje
deviene aquí “dúctiles astas de animales”, cornamenta de ciervo o “propuesta cérvida
… hermosa”, “duros maniquís para los ropajes de las estaciones”; “el ardor del flamboyán
copa las crueles copas”, los “almendros revientan en sangre”, “la
lluvia de néctar destila su oro vertical hacia la oscura greda”, los robles rosados
y amarillos se estrellan contra el cielo en su “esplendor de cincelados fuegos”;
es “cantiga cuajada de soles”, “abeja en albor de clorofila”, “electricidad de alas”
(¡y podríamos seguir!). La isla deviene barco, peñón volcánico y cenital, oscura
pero leve navegación del mundo, y por eso se invierte el “Romance sonámbulo” de
García Lorca para mirar “el caballo sobre la mar” y “el barco en la montaña”. En
el poema de Droz, la primavera nos devuelve al seminal aullido del mundo mítico
del que hablábamos antes, y por eso la isla está en el cuerno de un unicornio, siendo
el cuerno el archipiélago. “Alerta y lista para la fuga, tensa y alzada por estas
calles”, como la isla unicornio de Tomás Blanco, la primavera, que es la primera
estación del año, es en este libro la última: nacimiento y muerte a la vez, metáfora
del mundo.
XI. La coda
En una composición musical, la coda guía la música hacia
su final. Recapitulación, resumen, novedad sintética, en la suite caribeña de Vanessa
Droz sirve para resumir las cuatro estaciones como cuatro tonalidades de luz: “verano
dorado, otoño bermejo, primavera verde, invierno azul”. El cambio de luz es el origen
de las cuatro estaciones, su razón de ser. Por dónde y cuánto nos golpee la luz
solar, determina la estación en que estamos. Pero esa luz no es solo de origen celeste.
Es también la luz de la revelación poética. Por eso la coda aparece ilustrada con
la pluma de la poeta, y acompañada de una foto de un detalle de la base de la fuente
“Las cuatro estaciones”, casi seca. Ambas imágenes representan la hechura del poema,
su base, su origen. Mientras el planeta baila la danza de sus luces cambiantes,
la mano (oscura) de la poeta “traza signos sin sentido”, dice, y la voz poética
–“nocturnal y cósmica”– llega “tan solo a posarse”. El tiempo ya no es mítico, es
ahora la tierra que pisan “los nuevos incesantes”, nosotros, fastuosos e hipócritas,
creyentes e ilusos.
En medio de ellos,
con la tea en la mano, la poeta es Vanessa Droz.
XII. La última
coda
La poesía no se explica con el poema. El poema no se
explica con la presentación. Transcripción imperfecta de una revelación perfecta,
el poema es apenas eco, rumor de la poesía. La presentación ya viene a ser, francamente,
“mundanal ruido”, interferencia. Solo me resta rogarles que olviden esta mía cuanto
antes y que, puros, atentos, se sumerjan en la música de esta suite caribeña de
luz, que nunca se apaga. Porque la golondrina
no hace silencio.
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§ Conexão Hispânica §
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ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Hermoso análisis.
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