VANESSA DROZ | Pequeño homenaje a Rosario Ferré
Fábulas de la garza desangrada está estructurado en la tradicional —y aquí revitalizada por mucho— imagen
del espejo. Incluso gráficamente está así expresado por el hecho de que el primer
poema del libro, “Envío”, se presenta también como el último, pero invertida la
tipografía. Los poemas “Pretalamio” y “Epitalamio”, el segundo y penúltimo, respectivamente,
constituyen también un juego de reflejos que abraza las secciones que dan “centro”
o eje al libro.
Pero Fábulas es muchísimo más, obviamente, que una revitalización
particular del espejo como soporte metafórico. Estamos hablando de llevar ese divertimento
estructurante a una de las instancias más dramáticas en la poesía puertorriqueña
mediante la (re)presentación e impostación de las voces de mujeres de distinto origen
y rango: de la mitología clásica, del acervo bíblico, de la ficción renacentista,
del panteón literario boricua.
Fábulas es
una puesta en primer plano de un inventario de mujeres con vidas extraordinarias,
alegadamente virtuosas algunas y otras en las que la ira y la maldad, acompañadas
de la determinación, se presentan como recursos para la sobrevivencia y el triunfo,
para tomar su destino en sus manos o para convertirse, incluso, en asesinas justicieras.
Al mismo tiempo, los poemas del libro constituyen
las crónicas de un delirio: la mujer sensata o, mejor dicho, de la que se esperan
la sensatez y el cumplimiento de las buenas costumbres, se ha vuelto loca, su cabeza
se ha salido de su cauce y, harta ya de hablar por voz de otros, los del dominio
—sean estos el hombre, el estado o la vida doméstica—, se lanza a hablar por su
propia voz.
En el centro de ese delirio hay una voz
que es estruendosamente fuerte, gigante, conmovida y conmovedora; en ese desvarío
está instalado un yo poético que ha asumido un poder tal que posee el mundo, no
ya como Atlas, que lo carga gimiente y como castigo, sino como la mujer representada
en un poderosísimo dibujo de Mariantonia Ordóñez: sentada sobre el globo terráqueo,
sobre el mundo que ha aprendido y aprehendido, sobre el mundo que analiza y devora,
sobre el mundo que puede descartar cuando quiera porque se lo ha apropiado a través
de la invención literaria.
Las mujeres sabias, debemos saber esto,
se vuelven locas. Catalina, Antígona, Ariadna, Dafne, Helena, Medusa, Desdémona,
María Magdalena, Herodías, Dorotea, Francesca y Julia se han vuelto locas por mano
y voz de Rosario Ferré en este libro. En todas estas notables mujeres, Rosario ha
encontrado algo que le pertenece, algo que comparten. Cada una de ellas es su doble,
la otra abismal cuya carencia siente dolorosamente desde hace tiempo, ésa que le
devuelve la mirada desde un espejo que, en lugar de ser fijo, inane, desmayado,
es dinámico, diacrónico, se mueve como un alborotado estanque que en sus ondas trae
rastros de los poderosos reflejos que allí habitan.
En uno de los versos de, justamente, el
poema que le da título al libro —un texto relativamente largo que podríamos apuntar
de nacimiento, muerte y resurrección— nos dice la autora, refiriéndose a una de
esas otras que, en realidad, es ella misma: “su cuerpo es una torre de vesania /
girando eternamente en el vacío”. Pero recordemos que vesania, del mismo modo que
quiere decir demencia, locura, también quiere decir “furia”.
Y sí, Rosario, mujer sabia también, como
aquéllas que quiere rescatar de los papeles en que las encajonó la historia, también
enloquece, con una locura impregnada de una rabia clarividente, avasalladora y reinvindicante;
y, a través de esos retratos que, en realidad, son autorretratos, se atrevió a hablarnos
de ella misma en momentos muy difíciles, como han sido casi siempre para ella.
Que alguien realice su autorretrato implica
que se convierta, en este caso, en actriz, que se pare de buenas a primeras en el
centro de un escenario, miles de ojos y oídos pendientes, y la actriz allí, sola,
abocada a recitar un monólogo dramático —el suyo propio, no parlamentos escritos
por nadie más— cuyo lenguaje ha estado ensayando, quizás, por años, por décadas.
Se ha convertido en espectáculo y eso conlleva drama porque poner las plantas de
los pies en esa equis que se marca en el escenario como una orden para que no se
tenga duda de dónde ubicarse, el perseguidor (ese círculo tan imprudente como terco
en su afán de alumbramiento) hostigante tras su imagen todo el tiempo… implica enfrentarse
al conflicto entre las demandas interiores y la represión externa, a la pugna entre
el discurso interno y el discurso externo. Implica sumergirse más aún en la fragmentación
que se sufre como sujeto, en el riesgo constante de llegar a la descomposición total,
a la multitud de ecos entre los cuales se tiene que reconocer la voz propia.
“Jamás acatará / la autoridad constituida
porque le falta el juicio”, nos dice Rosario en el poema “Duelo entre hermanas”,
en el que Antígona es la voz dominante que analiza cómo funcionan los poderes del
estado. Por lo tanto, aquella equis marcada no es válida para estas mujeres ni para
Rosario porque no van a obedecer las reglas. Sí se plantó Rosario en el escenario
y sí fue espectáculo, pero en la equis que a ella le dio la gana, ésta, la de desnudarse
y abrirse las vísceras para que todos tuvieran acceso a su tormento después de darse
cuenta de que todo el mundo en aquel entonces —hablamos de los setenta y los ochenta—
pensaba que, como dice en “Canto de Francesca”, lo “tuvo todo para ser feliz”, pero
optó por otras cosas, ¡la atrevida!!!! Como todo el mundo —entiéndase la gente del
mundo del que provenía— pensaba que estaba loca, Rosario asumió esa suerte de locura
en toda su lucidez literaria.
Puesto de otra manera… Titulé este breve
texto Prometea 30 años después porque
pienso que en aquel entonces, en pleno auge de su producción literaria y de su presencia
pública, a Rosario le abrían las entrañas tres criaturas:
-primero, el águila de la más retrógrada
opinión pública, que le devoraba el hígado cada vez que podía por haberse atrevido
a desafiar el orden impuesto por el padre, por la sociedad ponceña, por la familia,
por una clase social que no perdona las deserciones de un modo tan público, tan
político;
-segundo, la paloma de la izquierda, cuyo
pico no por ser de paloma dejaba de ser duro y horadante, y que, habiendo llegado
a su costado, la miraba con ojos de novedad, pero, también, con sospecha o con oportunismo;
y
-tercero, ella misma, que ante tanto desquiciante
tirijala pareció decir: “¿Entrañas quieren? Pues entrañas tendrán…”. “Come la propia
carne suya”, nos dice, de nuevo, en el poema “Fábula”. Esa suerte de exorcismo,
ese ejercicio de autodevoración lo hizo de manera magistral en libros como éste,
abocándose al mundo recién descubierto, no al del espacio público como una pieza
más que se mueve según ciertos acordes —de los cuales escogió los que le convinieron—,
sino al de la creación literaria: la escritura y Zona Carga y Descarga fueron su paraíso en aquellos momentos,
junto con la amistad de las personas que, cerca de ella, no fueron busconas cerca
de su fragilidad, fragilidad que, les confieso, es real, pero también aparente,
pues si hay una palabra que define a Rosario, independientemente de los giros que
haya dado su vida, es “valiente”.
Rosario, consciente del falocentrismo de
nuestra sociedad, de que ésta atenta, además, contra la experiencia individual como
fuente de conocimiento, expuso su muy privada e íntima revolución personal en un
libro femenino y feminista hasta el tuétano, en un libro que tuvo un impacto enorme
en las mujeres que lo leyeron en su momento, incluyéndonos a nosotras, las poetas
que compartimos el mismo momento histórico de formación. Y aquí debo ampliar en
el sentido de que cada una de nosotras, las mujeres de mi generación —una generación
marcada, precisamente, por la cantidad y calidad de las mujeres escritoras… y disculpen
que indirectamente me incluya— sí escribimos textos en esa misma dirección, pero
ninguno causaría la conmoción que los escritos por Rosario. Ello es así por una
razón sencillísima que, además, es insoslayable: precisamente por tratarse de textos
escritos por Rosario, por la hija de Luis Ferré, por la hija eventualmente pródiga,
por la loca desafiante, por la integrante de una clase económica y social que accedió
a la izquierda y al pueblo para que estos, a su vez, creyeran que tenían acceso
a ella.
En aquel entonces y ahora, al releer este
libro de Rosario, en realidad el recurso oculto que nos seduce no es que estamos
teniendo acceso directo a la persona real que produce el texto, es decir, a Rosario,
sino a nosotras mismas. Ella no nos está hablando de Medusa o de Desdémona o de
Julia, ni siquiera, repito, de Rosario: nos está hablando de nosotras mediante la utilización del
Yo, la persona gramatical
más efectiva, según Freud, para lograr la identificación del lector.
Lo que nos lleva al filón autobiográfico
de esta colección de poemas, por lo que hay que aclarar lo siguiente. Fábulas de la garza desangrada es un
libro extraordinario, no porque tenga esa ineludible dosis autobiográfica, pues
la biografía nunca es garantía de nada, y no es un libro excelente porque lo haya
escrito Rosario Ferré…
Es un libro fuera de serie…
-porque su autora, que da la casualidad
que se llama Rosario Ferré, hace un acopio más que lúcido de la tradición literaria
femenina y de sus mujeres, reales o ficticias, más notables,
-porque nos ofrece dramáticas reversiones
inéditas de esas mujeres y las ilumina con su inteligencia y maestría literaria
para presentarnos unos poemas, cada uno, redondos y rotundos,
-porque, pretendiendo ser, en su mayor
parte, un libro de poemas de amor a algún extraviado amado —o a algunos—, terminó
siendo un libro de poemas de amor y respeto al mundo de la mujer,
-porque nos ofrece un orbe poético —un
libro— que no desfallece en ningún momento y nos mantiene en un “high” estético
de principio a fin.
Loca y heróica, Rosario nos puso a escuchar
de otro modo a mujeres encasilladas en mito o ficción de “establishment”. Exiliada
dentro de su país y descastada entre todos, creó un nuevo panteón femenino al cual
recurrir para que, desde la poesía, las mujeres puedan recordar y retomar su fuerza.
Lúcida y magistral, Rosario —y aquí la
parafraseo— “en combate sin término tornose cada día / a reinventar lo que la vida
le negaba”.
Ahora que estamos a más de 30 años de las
tumultuosas décadas del setenta y ochenta, en momentos en que, sé, Rosario trabaja
en sus Memorias, espero que recuerde que Fábulas
de la garza desangrada marca un momento iluminado de su carrera literaria.
También espero que continúe sintiéndose igual que la Medusa que nos dibujó, desafiante
de su futuro de mito, feliz con su condición y sus serpientes, y que nos hablaba,
atada a la roca a la que la amarró el destino, sobre “la insistencia de esta mujer
en saber quién era, así como en determinar su propio destino”.
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