JOSÉ MÁRMOL | Una lectura de Arte de cenizas, de Pedro López Adorno
Se trata, pues, al hablar de Pedro López Adorno,
de un autor de dilatada trayectoria y de prolífica creación literaria. Lo que no
es de extrañar, es la olímpica ausencia de cualquiera de sus títulos en las librerías
dominicanas, como ocurre con la mayoría de los escritores del Caribe hispánico en
sus respectivas islas, hecho que evidencia un azaroso lastre de la insularidad,
no sólo geográfica, sino además mental y de voluntad, como razón de ser histórica
de los antillanos. Una librería hispana de Nueva York, o bien, alguna grande o pequeña
de Barcelona o Madrid podrían tener a mano libros de autores caribeños de lengua
española. Puedo testimoniarlo, pues, he vivido esa experiencia más de una vez. Escritores
borinqueños o cubanos no se encuentran en nuestras librerías, como tampoco los dominicanos
en librerías de Puerto Rico o de Cuba, con todo y que debamos entender, del primer
país su condición neocolonial y la pretensión de imponer el inglés como lengua dominante
oficial, mientras que del segundo asumamos como excluyentes las estructurales paradojas
de su especial y tropical socialismo, en el cual, como denunció una vez el filósofo
español Xavier Rubert de Ventós, la expresión “socialismo o muerte” es una redundancia.
Lo cierto es, a pesar de los accidentes históricos
y políticos, como también de los flujos migratorios y la solidaridad manifiesta,
que no hemos logrado tender con firmeza el puente que facilite la interacción personal
y el intercambio de material bibliográfico y de estudios especializados y comparados
entre las instituciones, academias y personalidades del mundo cultural de nuestras
islas. Por fortuna, la VII edición de la Feria Internacional del Libro Santo Domingo
2004 homenajea, esta vez, ya lo hizo antes con Cuba, a la hermana isla borinqueña,
lo cual favorece ese impostergable acercamiento y crea expectativas de superación
del escollo. Asimismo, debo resaltar los esfuerzos que llevan a cabo las editoras
Unión, Búho e Isla Negra publicando antologías y títulos individuales que reflejan
una cierta compacidad entre las literaturas del Caribe hispánico.
Parecería una verdad de Perogrullo. Sin embargo,
es de resaltar el hecho de que López Adorno, siendo oriundo de Puerto Rico y habiendo
vivido tanto tiempo en Nueva York, reafirme su condición de poeta y ensayista de
habla hispana, y que sea, precisamente, la lengua española la que él escoja para
su ejercicio creativo y para la divulgación de su pensamiento sobre las artes y
las letras latinoamericanas, aun en el seno mismo de la sociedad norteamericana.
Sabemos muy bien que apreciar y defender el
español como clave de identidad desde la realidad histórica y cultural de Puerto
Rico, como lo sugirió Pedro Salinas en su exilio caribeño, como también desde la
condición de minoría étnica en Nueva York es un acto de resistencia y de consciente
desafío al stablishment y a la cultura hegemónica. Ello así, con todo y que
sea, en efecto, el propio López Adorno, como Efraín Barradas y Rafael Rodríguez
(Herejes y mitificadores, Muestra de poesía puertorriqueña en Estados Unidos,
Ediciones Huracán, P. R., 1980), entre otros, un importante estudioso y difusor
de la literatura denominadaniuyorriqueña, que se escribe en inglés o anda
a horcajadas en el bilingüismo, y cuyos protagonistas representan, de alguna forma,
la asimilación, transculturación, alienación y marginación propios del sujeto de
origen borinqueño exiliado en la metrópoli o en su propio interior. Reconoce nuestro
autor que la determinación de lo puertorriqueño o de la puertorriqueñidad
trasciende el criterio lingüístico, para convertirse en una entidad diversa y compleja,
de singulares aristas socioeconómicas e históricas y culturales; que, dicho sea
al pasar, no serían jamás razón suficiente para la negación de la libertad y la
autodeterminación de ese pueblo.
En esta ocasión, Pedro López Adorno da a conocer
Arte de cenizas (Instituto de Cultura Puertorriqueña, PR, 2004), un volumen
que recoge, de manera personal, su poesía publicada entre 1991 y 1999. Es su poesía
del último decenio del finalizado siglo 20. Figuran en el volumen poemas extractados
de cinco libros, a saber, Los oficios (1991), País llamado cuerpo (1991),
Concierto para desobedientes (1995), Viajes del cautivo (1998) y finalmente
Rapto continuo (1999).
¿Qué tiene de singular la voz poética de Pedro
López Adorno, en el marco de una literatura puertorriqueña actual que se caracteriza
por su diversidad, por su riqueza y por el espacio de prestigio que en el ámbito
hispanoamericano ha ido conquistando con notables poetas, narradores, dramaturgos
y ensayistas? ¿De qué forma se reinserta, con especificidad propia, su lenguaje
poético en la corriente de la tradición, o bien, enseñorea sus alientos de innovación
y ruptura? ¿Cuáles autores consagrados y cuáles tendencias discursivas podrían sospecharse
como provocadores de angustiosas influencias en la obra de este poeta?
Lo que de entrada a sombra en la escritura poética
del autor de Arte de cenizas es la revelación del hecho poético como un claro
vestigio, como un sutil manifiesto de la vocación de transparencia (a este fenómeno
de la luz canta el poema homónimo) propia de la expresión poética que, en procura
de alcanzar lo sagrado, brota de lo esencialmente humano. Y, téngase bien claro,
no por ello menos esencialmente histórico y radicalmente estético. Fue, precisamente,
una confesa admiración de Sor Juana y de Lezama Lima, como también una intuible
presencia de José Martí, Luis Cernuda y Antonio Machado, para sólo citar algunas
figuras señeras de la poesía de habla hispana, en la obra poética de López Adorno
lo que me hizo recordar aquellas palabras escritas por Gastón Baquero, a propósito
de una reflexión sobre “La poesía como problema”, que rezan: “Lavar de los ojos
del hombre la costra echada en ellos por el hábito, por la costumbre, es consecuencia
natural y absolutamente concreta y materialísima de la poesía. Que veamos lo que
está detrás de lo que vimos, y que no repitamos, como si fuera un límite de los
objetos y de las sensaciones aquello que hasta ayer nos fue familiar, es lo que
nos ofrece diariamente la labor del poeta. O sea, una re-creación cotidiana, personal,
de algún fragmento del mundo; una limpieza a fondo, una nueva visita, por delegación
esta vez, del autor, para que se contemplen los primores y riquezas del espectáculo
eterno del mundo, es lo que aproximadamente podemos llamar tarea de la poesía” (Gastón
Baquero, Colección Obra Fundamental, Fundación Central Hispano, Vol. 2, Ensayo,
p.45, Salamanca, 1995). Correr el velo de la costumbre, del hábito de la evidencia
en la fauna, la flora, la lengua, la historia y la realidad social y ontológica
del puertorriqueño de ayer y de hoy, extensible al ser caribeño o antillano, es
una característica importante del discurso poético de López Adorno.
Parecería, a simple vista, que es la poesía
de nuestro autor un resultado espontáneo, sin mayores pretensiones estratégicas
ni encumbrados postulados estéticos; algo así como la rosa de Silesius, que “es
sin por qué” y que, en consecuencia, “florece porque florece”. Pero no. Hay todo
un arte poética de filigrana en cada pieza, a resultas de una clarísima conciencia
del valor ulterior del texto como hechura de lenguaje y del conocimiento y dominio
de las técnicas de que debe estar provisto quien pretenda cultivar el arte de escribir
poesía. Habla en versos el poeta de la sagacidad del idioma y de su estructura parecida
a una “madeja pluriforme”.
Se registra en esta obra, que es apenas una
muestra de la poesía en conjunto de López Adorno, una concepción del poema como
aventura exploratoria del idioma, que llega a trascender, incluso, los límites de
la gramática convencional, permitiéndose recursos como la invención de vocablos
y declinaciones (anzuelar, acanelar, laberintar, endemenciar, una cabellera “panteramente
viento”, un fielfugadofeliz cautivo), entre otros elementos de retórica
e imaginación verbal. Funda, López Adorno, como la mexicana Coral Bracho en sus
más acabados textos, una realidad geográfica, botánica, corporal, sensual, zoológica,
antropológica, supersticiosa y cerúlea que nace en el poder evocador de las palabras,
para llegar, dejando como legado una nueva sensibilidad y una lectura multívoca,
a la dimensión simbólica del poema como habla, como historia, como nación, como
destino. De ahí que en el desvelo del escribiente nos encontremos con dalias, bromelias,
petirres, saturnias, azaleas, tortugas, magueyes, acuarios, langostas… Y que en
el país, al que llama cuerpo, o viceversa, pues ambos serían superficies del tiempo,
del dolor y del amor, volvamos a descubrir acuarios, tortugas, langostas, picachos,
lomas, arrecifes, felinos en flor y malezas ardientes, huracanes, manjares de tetas
y testículos, mieles, terremotos, embalses, océanos, tibiezas y soledades… Tristes
trópicos, estaciones violentas o jardines perdidos, en fin.
Contrario a un neobarroco o neobarroso
en boga en la vorágine cultural y literaria latinas de Nueva York, el autor de Arte
de cenizas exhibe una suerte de sutil barroco antillano, cuyo estilo desliza
la imagen precisa a lomos del caballo rítmico de la sintaxis y el léxico, que describen,
a su vez, nuestros avatares sociales y nuestra cultura caribeños. De hecho, y en
clara asunción del discurso y el pensamiento posmodernos, nos encontramos con múltiples
poemas en los que el creador retoma el endecasílabo y el heptasílabo combinados
y colocados sobre la superficie de una imagen y un referente absolutamente contemporáneos.
Tal vez sea este un recurso de fusión y dilución de los paradigmas epocales o históricos
y de la evolución del lenguaje poético en el Caribe hispánico, y específicamente
en Puerto Rico, con todo y que no haya estado López Adorno, debido a su exilio voluntario,
en los procesos de ebullición y efervescencia literarias de sus coetáneos en la
isla, como por ejemplo, la denominada Generación de la crisis o del 70, que, imprimiendo
un pronunciado giro a la concepción de la literatura, ligada al realismo socialista,
por parte de su generación precedente o Grupo Guajana, plantea un compromiso con
la escritura desde y para la cuestión estética y lingüística, más allá de lo ideológico
y extraliterario; o bien, los escenarios de debate intelectual y creativo abiertos
por las revistas Ventana (1972-1977) y Zona de carga y descarga (1972-1975),
entre otros.
Al terminar el poema “Cumpleaños”, que estimo
emblemático, no sólo del libro que en particular lo contiene, es decir, Viajes
del cautivo, cuya edición mexicana de 1998 conseguí hace un tiempo en la Librería
Lectorum, de la calle 14 de Nueva York, sino de toda la antología Arte de cenizas, que López Adorno y el Instituto de Cultura Puertorriqueña
ponen en circulación en República Dominicana, el poeta se plantea la siguiente pregunta:
“¿Habrá ablución de sílabas o, por/ lo menos, otras velas/ cuando le toque explorar/
almejas, alamedas, luxe, calme,/ et volupté en la platónica
caverna del sentido?” En ella queda clara la cuestión, la búsqueda de la prosapia
étnica y lingüística de su autor, en cuya mordida de la identidad se refleja el
abismo de “un puede ser” o de “un quién sabe”. Pero ¿cuál, sino la
pregunta última sobre el ser y sobre el lenguaje, puede constituir el sentido mayor
de la poesía? López Adorno ha legado su evangelio poético en los pliegues sutiles,
en las hendiduras lumínicas de esta escritura. Es un verdadero arte. Invito al lector
a descorrer el velo de las cenizas que lo anidan.
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Fortaleza CE Brasil 2021
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