En
alguno de los años de la década de los sesenta, anduve varios días acompañado de
un delgado libro ilustrado con unos grabados del año 1500 que representaban a una
hermosa ballena furiosa acompañada de pequeños descendientes suyos, y en la portada
se ve en diapo a otra ballena atacando
y hundiendo a un barco. Se trataba de una de las famosas ediciones, de El Techo de la Ballena en un agresivo y hermoso
color morado. Los títulos de los poemas correspondían a la letra inicial de cada
texto, el cual además estaba escrito en prosa. Su autor: Francisco Pérez Perdomo.
Advertí allí un lenguaje nuevo, donde Rafael Cadenas nos decía en un prólogo que
éste era “un libro para paladares fuertes”. En efecto, algo de aquello necesitaba
yo a mis veinte años: sensaciones fuertes que me sacaran de las rutinas líricas
y de las disertaciones académicas. No podré olvidar versos como “Mi mujer y yo nos
estiramos / y sacamos la cabeza de la urna del sueño /sin recursos de magia / Y
puestos ya en la superficie / seguimos aquella larga conversación sin causa.” O:
“Echa espuma en mi boca / Una suprema nostalgia lo hace babear entre mis labios
/ Cae al suelo abrazado conmigo /acaso víctima también de mis propias veleidades”.
Aquella poesía me hacía pensar, me dejaba instalado en medio de estados mentales
producidos por la ofuscación, la soledad o la separación. Las costumbres obsesionantes,
objetos viscosos asomados a ciertas superficies, la piel y los huesos jugando roles
reales en la cotidianidad, los deseos ladrando a la luna y otras desacostumbradas
visiones estuvieron formando parte de las mías. Le di al texto, no al cuento o al
poema, preeminencia, y con él, a la escritura, por encima de las clasificaciones
genéricas. incluso Pérez Perdomo se toma la licencia de incluir un cuento en su libro, cuyo comienzo me parece uno de los más hermosos de toda
la literatura: “Saliendo de la melodía tibia de la almohada, cuando apenas frisaba
los treinta y dos años de edad, el hombre bajó por el cordón umbilical y siguió
en las callejuelas astrosas los pasos de su amada”. Pocas veces había visto yo
en poesía a una mujer tan involucrada en la angustia de un hombre. El título del
libro: Los venenos fieles, editado en
1963.
En su segundo libro, La depravación
de los astros, publicado en 1965, las situaciones no son menos tensas y desgarradoras,
aunque tratadas con más recursos: el diálogo, más uso del verso (el verso, que no
es sino una convención rítmica, se siente en este libro como una necesidad, y no
una manera de “ser poético”). Precisamente, en uno de estos textos en verso se alude
a una de las imágenes dilectas del poeta, los fantasmas: “Una calle blanca o, mejor
aún, neutra; / una calle sola y a la vez recorrida / por transeúntes sí no enteramente
extraños / en todo caso con algo de fantasmas: una mueca, una señal o una fatalidad…”.
Podría señalarse en este libro una apertura hacia los espacios sombríos y brumosos,
o hacia la noche como espacio de reclusión: “Hacia la alta noche desperté confinado
dentro de mí, circuido por un ritual sombrío”. Este ritual de sombras será luego
ceremonia o rito secreto, vocablos que en plural servirán para dar título a dos
de sus libros. Sería pretencioso exponer aquí cómo se ha cumplido este proceso ritual
en la palabra del poeta. En el libro Ceremonias
(1976) el poema “Tiempo muerto” expresa de modo sintético todo el tiempo del libro.
Aparecen en él una serie de elementos y personajes que son dominantes en esta fase
de la poesía de Pérez Perdomo: las aves, las presencias afantasmadas, las luces
y las sombras, los árboles y la vegetación. Este texto es como una llave para penetrar
en “Aquel tiempo muerto / resucitaba inmortal / y por las colinas crepusculares
/ se tendía el arco iris…”. El ahorcado, las ánimas, la dientona, el jinete de la
medianoche y los aleteos pavorizantes son sólo algunos de los elementos que componen
el poema y que aparecen a lo largo del libro desdoblados en damas misteriosas, caballeros
de negro, difuntos, hombres solitarios o cejijuntos, errabundos y otros que ayudan
a restaurar la identidad por la memoria, llamando a “seres desaparecidos / que
al evocarlos al azar / se reconstruyen en sus antiguas trazas”; éstos al principio
“viven sobre la superficie de la vida” y luego al final “se incorporan, suben a
la tierra / y restauran su borrosa identidad”.
A partir de Ceremonias Pérez Perdomo insiste en un gran ejercicio memorioso, tanto
en Círculo de sombras (1980), como en
Los ritos secretos (1988). En este último
libro, el poeta confiesa su “gracia” en una especie de autobiografía donde se entreteje
lo real a lo fantástico en una proporción verdaderamente equilibrada. El poeta viene
dando algunos “datos” de las circunstancias de su nacimiento: fechas y lugares exactos,
hasta que días después de su llegada al mundo unas lechuzas y unas serpientes lo
secuestraron y lo ocultaron en un recodo de los campos. Así continúa el texto inicial
de este libro (“Ese es mi nombre”), alternando estos datos reales con los de la
realidad poética. Una de las constantes en este libro es ese trayecto desde lo
profundo hasta la superficie en un intento por hacer regresar el tiempo, para detener
ese círculo que desea cerrarse para cumplir su ciclo necesario. El poeta interviene
aquí como un demiurgo que intenta recuperar estos espacios antiguos y estos personajes
que parecen ser visitantes permanentes de su recordar y de sus sueños.
Sería interminable
la lista de ejemplos donde estas apariciones tienen efecto, esos “Huéspedes nocturnos”
(así tituló Pérez Perdomo una antología suya) que merodean constantemente en torno
de su ser y su palabra. Podría llegar a afirmarse que buena parte de estos personajes
no son sino versiones anímicas de la propia personalidad del poeta, desdoblada en
diversas voces existenciales, en variables del inquirir matizadas por la sugerencia
de la fábula. Uno de los mejores retos para un estudio sistemático de la poesía
de Pérez Perdomo consistiría en ir haciendo un inventario analítico de estos seres
para asociarlos con los mitos y leyendas populares de los Andes, pues es evidente
que en esa tierra trujillana, en esa “tierra de nubes” hay un substrato muy rico
de interpretaciones mágicas donde pueden hallarse claves importantes de acercamiento
no sólo en la poética de este autor, sino en todo el inconsciente colectivo andino
que se traduce de modo tan variado en la literatura. Para citar sólo a un ejemplo
paradigmático, la obra de Ramón Palomares ha alcanzado trascendencia precisamente
porque expresa un conjunto de valores míticos en la lengua oral, la cual es manejada
en toda su musicalidad y poder encantatorio. Ese “Paisano” trujillano de Palomares
habla desde la esencia profunda del imaginario andino, y lo resuelve en códigos
fantásticos que muchos han emparentado con los procedimientos del realismo mágico.
Palomares va directo al meollo del lenguaje del campo para recrearlo en sus mitos,
y encuentra en éste brillos inusuales. El procedimiento verbal en la poesía de Pérez Perdomo es, por lo contrario,
de ceñimiento y contención. El método es más bien narrativo y descriptivo. Se sitúan
al tiempo y al personaje en un registro escueto, más dominado por presencias que
vigilan desde afuera y van volcándose progresivamente en el discurso. En este sentido,
Pérez Perdomo ha sabido evadir una probable influencia de Palomares, para mirarse
en el espejo de un lenguaje moroso y casi argumental, ese que de algún modo había
estado presente desde el comienzo en los textos escatológicos sobre la ciudad.
Es una lástima que Pérez Perdomo no haya insistido un poco más en esta veta ontológica,
que no le haya sacado partido a través de recursos como los del humor negro y el
absurdo, con lo cual probablemente hubiese realizado grandes aportes a la lírica
de tema éntico‑metropolitano. Sobre todo en los textos en prosa, el poeta había
encontrado un mundo muy propio, distinto y tan renovador corno las Prosas de
Rafael Cadenas. El autor se decidió por la narración en verso,
la cual ha continuado trabajando en su volumen El sonido de otro tiempo (1991), donde es precisamente el decurso temporal
el que se impone sobre cualquier otra tentativa y hasta “El coloquio de los muertos
/ se oye confuso alrededor de un árbol”. Otra vez aquí las presencias y latencias
de antes regresan en un discurso similar al de los libros anteriores. Lo más peligroso
de esta reiteración no es sólo su insistencia temática, sino su insistencia lingüística,
ese tiempo verbal del pretérito imperfecto que a veces se hace cacofónico y termina
por agotar las posibilidades verbales. No conozco los libros recientes o inéditos
de Pérez Perdomo (El límite infinito),
pero es posible que a partir de sus innegables posibilidades escritúrales podamos
asistir a la construcción de una nueva fase lírica en este poeta, que ha alcanzado
ya más que una fidelidad a su mundo fantasmal de la infancia. Yo creo posible un
retorno a sus viejas obsesiones existenciales, donde no se descartaba el cortejo
de sus espectros familiares. En el texto 18 de La depravación de los astros dice en tono ramosucreano: “Mi origen
rural encendió en mí una devoción ciega por los magos. Me inquietaba el futuro. Una noche de marzo un nigromante me vaticinaba infortunios”.
Y en otro se cansa de su memoria y dice “Carezco de recuerdos. / A nada me debo
en este mundo. Ahora, en este instante”.
Preveo en él una posibilidad de encontrar nuevos mundos en ese poder de
construcción oblicua donde se depende menos de la evocación y más de la recreación
de los mundos sensibles, merced a la inteligencia y, sobre todo, a la gran sensibilidad
lectora de la que es dueño Pérez Perdomo (presente en su libro Lecturas, 1995), observador exigente de Beckett,
Kafka y de otros grandes prosistas contemporáneos. Su mundo sombrío y agotado expresamente en el tiempo puede experimentar, lo sé, nuevos brillos, es capaz de
adentrarnos en un universo de sugerencias mayores. Yo soy su lector fiel, desde
aquel primer libro de venenos morados.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 165 | fevereiro de 2021
Artista convidado: François Despréz (França, 1530-1587, aproximadamente)
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