El modernismo hispanoamericano ha seguido hasta el agotamiento
esta escuela y tiene un itinerario exacto de profetas y mesías que han dejado sus
trágicos destinos anudados a una obra caprichosa, abusiva en el uso del diccionario
y a la militancia ultra terrena al renglón del “arte por el arte”. No se puede pensar
en la literatura modernista hispanoamericana sin obviar a los autores que robaron
el fuego de Prometeo a la vieja Europa, para venir a encenderlo en los pequeños
círculos de intelectuales criollos que entonces se debatían entre los problemas
limítrofes de las colonias empobrecidas por su afán de ser independientes sin dejar
el paisajismo sensiblero y costumbrista de colonia española.
En el caso de Guatemala comienza en el año 1877 con la visita
del escritor cubano José Martí. El joven poeta viene de México y de inmediato enciende
el switch de los intelectuales emergentes en el país. Publica periódicamente, viaja
al campo y reflexiona sobre asuntos políticos que habrán de convertirse en el punto
medular de su obra. Sus ideas bastante críticas acerca de España y la jerarquía
cultural que ésta aún ejerce sobre sus recientemente independizadas comarcas, empuja
a varios de sus admiradores a buscar nuevos referentes literarios en Francia, Alemania
y los Estados Unidos.
Uno de los poetas cercanos a Martí es Domingo Estrada (1855).
Estrada abre las puertas a la influencia de la literatura simbolista y romántica
en la poesía guatemalteca. Su trabajo como diplomático en países europeos le permite
tener un acceso privilegiado a la literatura del viejo continente. Se dedica como
pocos al ejercicio de la traducción de escritores como Victor Hugo, Musset y al
recientemente descubierto Edgar Allan Poe, del que traduce, The bells, en una versión
sincronizada y maravillosa. Por lo demás, la obra poética de Domingo Estrada es
una búsqueda bastante honesta de la imitación. Una imitación mesurada y expuesta
al respeto por los orígenes de su propia obra:
Ola soy, que
rodando tristemente,
pasa…y se pierde
en el oscuro mar;
tú la onda en
cuya linfa transparente
flores y estrellas
a mirarse van.
El ave soy,
que gime lastimera,
por flecha cruel
herido el corazón;
y tú el ave
que canta en primavera,
con quedas notas,
su secreto amor.
Soy nube, de
relámpagos cargada,
que enluta del
espacio el manto azul;
tú celaje de
rosa en la alborada,
que borda el
sol con su radiante luz.
Soy seca flor,
que marchitó el Estío
y arrastra,
no sé a dónde, el huracán;
y el lirio tú,
bañado de rocío,
que embriaga
con su aliento virginal.
Hay en tu cielo
claridad de aurora,
y a esconderse
va mi triste sol;
el amor todavía
tu alma ignora…
¡Y amar olvidó
ya mi corazón!
(Tu y Yo. Poesías —Edición
póstuma— 1902)
Pasarían veinte años para que una generación tomara el relevo
que la escuela martíana dejó en el país. Para entonces llegamos a la década del
90, de la cual se rescatan dos nombres importantes: María Cruz (1876) y Máximo Soto
Hall (1871).
María Cruz, su conocimiento de los idiomas y su educación europea
se deben a la vida itinerante que lleva junto a su padre, el diplomático y poeta
Fernando Cruz. Apoyada por Domingo Estrada, amigo muy cercano de la familia, se
da a la tarea de traducir poemas de Baudelaire y Mallarmé. La Obra de Cruz es un
extraño acercamiento al paisaje introspectivo y la invención del verso como registro
táctil de su propio dolor y soledad. Su poema más citado es La crucifixión, la semblanza
de una transfiguración entre el cuerpo de Cristo y el de una mujer que, clavada
en el mismo madero, agoniza día con día en el “Gólgota” del tedio:
En la cumbre
de un Gólgota bravío
bajo un cielo
cargado de tormenta
que oculta el
horizonte hosco y sombrío;
sobre la frente
lívida y sangrienta
la corona de
espinas del recuerdo;
afrentada la
sed que le atormenta
con la hiel
repugnante de lo cuerdo,
y por lanza
del dolor herida
mortal abierta
en el costado izquierdo;
sufriendo de
la nausea de la vida
y el terror
de la muerte, a cada lado
el desaliento
y la ilusión fallida;
hasta del mismo
Dios abandonado
y hasta sin
fe para esperar remedio,
agoniza mi espíritu
enclavado
sobre la cruz
del tedio.
(“Crucifixión”. María Cruz
a través de su poesía. Edición anotada 1961)
Aunque su obra no es abundante en páginas, contiene un esteticismo
poco recurrente en la poesía centroamericana. Palabras que elaboran imágenes de
objetos enlazados con las sombras y los reflejos de una iconografía femenina: perfume,
guantes, espejos, pañuelos...
Solitaria vagabunda,
sempiterna peregrina,
alma errante
de la noche del recuerdo y de la ruina,
del ensueño
deleznable tejedora contumaz,
bebedora del
infinito, maga lívida y silente
que empapando
las zozobras en albor delicuescente
en el pecho
sublevado y oprimido viertes paz.
Si tu fluida
luz de plata insinuándose despierta
los reflejos
adormidos en el alma oscura y yerta
y un aciago
sentimiento a tu insidia acude fiel,
los suspiros
lenes flotan aliviando el infortunio,
le disuelven
los sollozos al fulgor del plenilunio,
y las lágrimas
rebeldes corren mansas y sin hiel
Corazones asfixiados
de nostalgia y de tristeza
se dilatan contemplando
tu enigmática belleza,
fascinados por
tu intenso magnetismo ¡Selene!
Broche de ópalo
viviente que entrecierras los arcanos,
los misterios
porque pugnan impotentes los humanos,
y en sudarios
luminosos amortajas lo que fue.
Cuán fatídica
rielas en incógnitos profundos
titilantes luceros.
De luceros… otros mundos.
¿Será siempre
indescifrable el secreto sideral?
¿Quiénes somos
y quién eres, y a qué vínculos nos ligas?
Para qué ávida
el espíritu abstraer así consigas
¿qué recóndita
influencia tienes tú sobre el mortal? (…)
(“Selénica”, fragmento. María
Cruz a través de su poesía. Edición anotada 1961)
Máximo Soto Hall, en cambio, deja una obra poética menos sofisticada
e inclina su trabajo hacia el ensayo y la novela. Soto Hall abre camino al planteamiento
crítico del expansionismo estadounidense en Latinoamérica, alcanzando cierto renombre
internacional como escritor y asesor político. Tal posición valió para influir en
el dictador Manuel Estrada Cabrera, haciendo que su gobierno se convirtiera en anfitrión
de intelectuales punta de la entonces emergente literatura modernista. El precio
por tales mecenazgos del habitualmente malhumorado presidente, serían las controversiales
ofrendas líricas al gobernante que salvaron de la ruina económica a eminentes literatos
como el peruano José Santos Chocano y al nicaragüense Rubén Darío.
Durante el año que abre la década del noventa inicia lo que el
periodista David Vela nombraría como La Era Darío. Rubén Darío en 1895 se traslada
desde El Salvador por una invitación que le hiciera el presidente Lisandro Barillas,
quien le brinda apoyo para abrir El correo de la tarde, un periódico oficial hecho
a la medida del poeta y del gobernante. Darío encuentra en Guatemala un cenáculo
de escritores jóvenes con ambiciones de transformar una muy empolvada tradición
literaria, ligada fuertemente al Siglo XVIII español, en una estética más “cosmopolita”
afiliada a la literatura francesa de mediados del XIX. Así involucra entre su equipo
a redactores muy cercanos a sus propios parámetros, como es el caso de José Tible
y Enrique Gómez Carrillo. El diario, que no duró más de un año por carecer de los
medios económicos para seguir adelante, fue una experiencia que inyectaría sangre
nueva en la provinciana rutina cultural de la época. Es durante esos años que se
imprime en Guatemala una segunda edición revisada de Azul…, publicado por primera
vez en Chile en 1888, catecismo y faro de la epidemia modernólatra en Hispanoamérica.
A finales del decenio, la ciudad de Guatemala se había convertido
en una postal parisina. El presidente José María Reina Barrios decidió darle un
toque francés, haciendo una suerte de escenografía urbanística llena de simulaciones
y redondeles que afligían a la vieja estructura rectilínea y centralizada en una
catedral y un palacio de gobierno. Reina Barrios fue asesinado en 1898 y con ello
inicia el período gubernamental (que duró 22 años) del ya mencionado Manuel Estrada
Cabrera. Estrada, grotesco mecenas del modernismo guatemalense. El Siglo XX arranca
con un período de extraño florecimiento en las artes debido a la presencia de otros
artistas e intelectuales en Guatemala —cosa que en nada parecía reflejar la situación
de despotismo e ignorancia en la que se encontraba sumergido el país durante la
dictadura—, José Santos Chocano, Porfirio Barba Jacob, Jaime Sabartés y Rubén Darío
se vinculan con los artistas locales e impulsan la avanzada de noveles creadores
interesados en abrirse paso en esta renovación del lenguaje. El escritor más prolífico
de la literatura guatemalteca, Rafael Arévalo Martínez (1884), se encuentra entre
ellos.
Rafael Arévalo Martínez publica entre el año 1911 y 1914 dos
libros de poemas cargados de la atmósfera romántica “decadente” —como se determinan
ellos mismos—: Maya (1911) y Los Atormentados (1914). Es de este último, del que
extraigo el siguiente poema
Mi musa obscura
de ojos velados
ya videntes;
mi musa de fracaso
y de belleza,
se ha aferrado
á los versos decadentes
por lo bien
que disfrazan su locura
y por lo bien
que expresan su tristeza.
¿ y las prosas
? No; las prosas
no se toman
como unas mariposas
sólo los hombres
siembran con el llano
pero hasta un
niño enfermo corta rosas.
¡Los versos
de una triste poesía!
Dejad la prosa
para el hombre sano,
capaz de las
vastas concepciones.
Nosotros, decadentes,
llevamos inclinadas
nuestras frentes
para escuchar
a nuestros corazones.
¿Qué fuera de
nosotros, los dementes
Que arrojamos
semillas en el yermo,
clavados en
los potros
del nerviosismo
de este siglo enfermo
sin nuestras
pobres quejas decadentes?
¿Qué fuera de
nosotros?
Linfa que sangre
fue, miembros cerceños
este decadentismo
es la retorta
en que una falsa
alquimia arroja nombres
de similar,
en barajar sueños.
¿Qué es femenil
la queja? Y bien ¿Qué importa
si ya no somos
hombres?
(Decadentismo. Los atormentados, 1914)
Eres cisterna
de silencio arcano,
linfa sombras
se decanta,
vaho que de
recóndita garganta
sahuma un globo
de cristal gitano.
Tiendo ante
ti el enigma de mi mano
para que leas
la expresión concisa
de un alma errante
que lleva prisa
cuando te halló
en las eses del camino
equilibrada
en tu temblor divino,
triste de ciencia
antigua la sonrisa.
(“Elogio de una mujer determinada”. Alberto Velásquez. Canto a la flor de pascua y siete poemas nemororsos,
1916)
Puedo imaginar una línea que se traza desde 1877 hasta el año
1916, en la que se conectan dos siglos por medio de la literatura. Una línea que
parte de un momento político e histórico indeterminado, en un país extraño y dado
a los desvaríos espiritualistas de sus gobernantes. O puedo, incluso, extenderme
hasta la actualidad y encontrar muchos de los referentes que identifican a los modernos
de entonces con los modernos de ahora: el sentimiento de verse asfixiados por una
época y por un país muy lejano a la deslumbrante y eifélica belleza del ensueño.
El pensamiento moderno entre los intelectuales guatemaltecos no ha variado, aunque
ha cambiado sus matices. Digamos que se ha continuado a través de la masticada búsqueda
del cosmopolitismo y de una tergiversada idea de lo “universal”. Aunque mucha de
la literatura reciente lo niegue, es una continuación directa ya sin variantes de
ese modernismo a escala, a través de una línea de continuación que sigue situando
la idea del “arte por el arte” en una suerte de belle epoque, esperando que esta pequeña provincia se encienda con el
fuego inextinguible de la civilización occidental, siempre recién llegada, siempre
canonizada y conservada en la fotografía sepia del “experimentalismo” o del “testimonio”.
Ese anhelo comprensible de querer respirar los aires de lo moderno, entre la naftalina
de los viejos armarios.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 165 | fevereiro de 2021
Artista convidado: François Despréz (França, 1530-1587, aproximadamente)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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