Podría muy bien decir que provengo de un hogar disfuncional,
en el que mi madre no tuvo opción sino hacer un doble papel en mi vida: el de padre
y madre. La sociedad salvadoreña, patriarcal, clasista y conservadora significó
para ella un peso enorme y la obligó a tomar decisiones que cambiarían el rumbo
de su vida por completo. El mismo año en que se suscita la guerra entre Honduras
y El Salvador, popularmente conocida como “la guerra del fútbol”, y frente a un
“te vas a arrepentir”, proferido por mi abuela, mi mamá camina hacia el altar y
le da el sí a mi papá, hombre viudo 10 años mayor que ella, con dos hijos huérfanos
de madre y un par de hijas más producto de dos tropiezos con una secretaria. Su
vida de casada comienza mal: no hay luna de miel ni casa donde establecer un hogar,
por lo que se mudan a casa de mi abuela paterna. Un año más tarde, en 1970, da a
luz a una niña, sobre la que se volcaría entera hasta el punto de anular a mi padre
por completo, niña que acabaría siendo, como tantas veces lo ha expresado, su salvación.
Papá tuvo dos grandes virtudes: fue un hombre entregado a su trabajo y, como buen
cristiano/católico, fue “luz de la calle”, lamentablemente también fue “oscuridad
de su casa”. Una década después, mamá decide divorciarse. Mi padre se ve aislado
y humillado ante esa decisión y le advierte, “vas a volver a pedirme perdón, porque
a una mujer con dos hijos, nadie la puede querer”. Ese es el principio de una serie
de agravios y obstáculos que le va a poner en su camino. Como me sucedió con la
guerra civil, de esta guerra familiar tampoco me enteré cuándo ni cómo sucedió,
pues nunca los vi discutir, y los escuché pelear una sola vez. La tormenta la viviría
una vez divorciados.
Ni la ingenua Europa raptada por el Toro, ni la abnegada
y fiel Penélope que teje y desteje, ni la huidiza Dafne que acabará siendo árbol,
ni el hilo de Ariadna lazarillo de Teseo, me cautivaron tanto como el poder de transfiguración
de Zeus o como Paris, juez, cuyo veredicto en favor de Afrodita dará pie en su momento
a la guerra de Troya, o Cadmo fundador de Tebas, o Aquiles en duelo por su Patroclo,
u Odiseo amado por Calipso, tentado por el canto de las sirenas, victorioso ante
el Cíclope. Un solo personaje femenino se queda en mí: Hipólita. La mitología comienza
a inundar todo mi imaginario, hasta el punto de convertirme en Cisne cada vez que
mi maestra de psicología, cuyo nombre era Leda, entraba en el salón. Ya en mi poesía
la mitología hallará un lugar especial, como ocurre en “Totum revolutum o el revoltijo”,
texto en prosa poética en el que el quebranto, el sarcasmo y la presunción se conjugan
casi a la perfección (y aquí acabo de sonar pedante) y que es, además, una especie
de ejercicio catártico que puedo decir (literalmente) “me salvó la vida”. En él
Atalanta, el Leteo, el Aqueronte o laguna Estigia, Caronte y su barca se derraman
en el texto como un elixir para calmar mi pena: “…que si es tu recuerdo… irremediable…, tanto
así que para acabarlo me di un chapuzón en el Leteo buscándole alivio, pero aún
se me resiste y yo, buscando más remedio, corrí tras de la barca de Caronte ofreciéndome,
sin esperar su orden, a remar todo el trayecto con tal de que me cruzara el Aqueronte
río, pero se negó rotundamente... Que si a veces cuando miro con cuidado, veo tu
recuerdo adormecido y yo, casi una Atalanta, emprendo mi carrera y así corro y corro
para perderle de vista, para no verme alcanzada, pero ese “casi” me traiciona y
vuelves a enraizarte en mi memoria…”. Más adelante, el héroe épico fuerte y valiente, ese que vuelve físicamente al lugar
de donde sale, también se hace presente. En el poema “Ciudad de Nueva York – Segunda
parte”, hay un guiño al viaje emprendido por Odiseo. En el poema también hay una
travesía, pero que se da a la inversa: es el eterno retorno del origen a la ciudad
ajena, pues la patria de hace décadas ha mudado la piel, a pesar de seguir siendo
el lugar inhóspito que propició la huida. La voz poética confiesa desde el primer
verso su derrota: “De vuelta a tus entrañas / a tu vientre que me recibe…/ llego
a ti y me tiras un bocado de esperanza”. Odiseo emprende la vuelta a Ítaca, renuncia
a algunas tentaciones que encuentra en su camino para volver a su tierra. Por su
parte, la voz poética sucumbe a la seducción de esa ciudad ajena donde no la espera
nadie. La vuelta al origen, a su Ítaca, se ha visto frustrada porque al contrario
de Odiseo, los recuerdos de la patria no son suficientes para renunciar a ese nuevo
espacio. De esta forma, la voz poética se verá sujeta al mismo castigo de Sísifo,
en su caso, de llevar a cuestas esa ciudad ajena, eternamente. Se verá sometida
también al castigo de Tántalo, pues en dicha ciudad el convite no es para todos.
El sujeto poético ha traicionado a su patria y pagará por ello. La figura del héroe
se ha desmoronado:
Ciudad sirena, canto sin cesar, me obligo
a detenerme,
me amarro a los recuerdos…
y me devuelvo a tu latido caótico,
ciudad banquete poblada de Tántalos,
piedra sobre la que a diario edifico
mi infierno,
a cuestas te llevo, te empujo a la cima,
ciudad entera que se me precipita.
Con su radio al fondo del pasillo,
silla de ruedas que cava en su nostalgia…
Lo observo encorvado, su mano izquierda
sosteniendo su barbilla, el índice tembloroso,
constancia de una enfermedad que empieza
a inundarlo…
Él gesticula…bosteza e inclina la cabeza
hasta quedar medio dormido.
Escucha pasos a lo lejos, abre los ojos
desbordados…
se arma de mejor semblante, encuentra
la mejor sonrisa,
se la pone de a poquito en el rostro
al descubrirse
invadido por mi presencia.
De los grandes héroes épicos, del mundo de dioses y semidioses
que me procuraron los griegos, caigo rendida a los pies de otro héroe que rompe
con el patrón descrito arriba, Rodrigo Díaz de Vivar. Mi primer encuentro con dicho
personaje se da también en el colegio, en mi clase de Letras. Mi maestra, casada
con un catalán a quien el destino llevó a afincarse en El Salvador, era una gran
aficionada a España, además de venerar la Z (cosa que nunca comprendimos), era amante
de la literatura española. Nos hablaba de los Campos de Castilla, de Yerma,
de “Rinconete y Cortadillo”, de Don Álvaro
o la fuerza del sino, de las Batallas de Alarcos y las Navas de Tolosa, de la
Cava y el último rey visigodo, de los 300 moros que atravesaba la espada del Campeador
cada vez que la esgrimía, con un entusiasmo que nunca mostró por la literatura nacional.
Si bien la clase casi completa era un Convidado
de piedra, a mí me transmitió toda esa pasión por la literatura, en especial
por El poema de Mío Cid. El Cid, como
lo han apuntado “los que saben”, se aleja del prototipo épico: no es vengativo,
no es rebelde, sigue siendo valiente y fuerte, pero en él se destaca otra cualidad:
su humanidad. En el poema, como bien sabemos, se traza un héroe en su faceta de
padre, esposo y cristiano. De acuerdo con Colin Smith, “el héroe es, con frecuencia,
un hombre que se encuentra en una situación comprometida; quizá no un malhechor,
pero sí temporal, o injustamente proscrito de la sociedad y capacitado en su relativo
aislamiento para mostrar su grandeza y llevar a cabo hazañas que le aseguren su
retorno a la sociedad que le aclamará y se beneficiará con su regreso…” (17-18).
Sobre El Cid recae una falsa acusación, causa de su destierro y deshonra. En tres
mil y tantos versos, como ya lo han señalado los estudiosos, restituye su honra,
pero su retorno no es físico, sino moral. Rodrigo es el (pre)texto para dar continuación
a la historia de mi padre, al que reconstruiré de forma fragmentada en una serie
de poemas que desembocarán en mí como su heredera universal. El carácter anónimo
del texto, me permite escribir mi propio poema con mi padre como héroe, lamentablemente
fallido, personaje que he venido trazando desde “su destierro”. Dicho destierro
es simbólico, toma lugar en el momento preciso de la partida de mi madre, quien
decide abandonar el espacio común pero no compartido. Papá es desterrado del núcleo
familiar y, por consiguiente, de todos los espacios familiares. Varias acusaciones
se yerguen sobre él: todas de tipo moral, pero él niega con vehemencia todo lo que
se le imputa. Dicha negación significará su caída, de la que nunca logrará recuperarse.
Él es ese “hombre que se encuentra en una situación comprometida”, ha sido expulsado
del seno familiar y a pesar de las oportunidades que le ofrece mi madre para resarcir
el daño causado y así rehacer la familia, él no se reivindica, y es aquí donde se
aleja de Rodrigo, del héroe que he intentado construir fragmentariamente. Papá deambulará,
ya no podrá establecer casa ni hogar por su falta de compromiso. El Cid es el esposo
por excelencia: “Ya doña Jimena, la mi mujer tan cumplida,/ tanto como a mi alma
yo os quería; / ya lo veis que tenemos que separarnos en vida, / yo me voy y vos
os quedáis aquí recluida. / ¡Quiera Dios y Santa María …/ … que tengamos felicidad
y vida por muchos días, / y que vos, mujer honrada, por mi seáis servida!” (vv279-284).
Es también un padre ejemplar: “…y él a las niñas las tomó, y no las cesaba de mirar:
/ a Dios os encomiendo, hijas, y a vuestra madre, y al padre espiritual; / ahora
nos separamos, Dios nos sabrá de nuevo juntar” (vv. 371-373). Por su parte, papá
ha fallado como esposo (al castigar a mi madre por su decisión de marcharse), ha
fallado como padre (pues se desentendió de sus primeros hijos desde su nacimiento
y de los últimos desde su separación), pero no ha perdido el aprecio de la gente.
En el poema antes citado, “Epílogo: a mi padre”, puede advertirse el entorno al
que ha sido confinado: su destierro lo ha llevado a un asilo de ancianos donde “revive
otras épocas” y donde también tendrá que compartir con “un ser consumido que solo
balbucea” y “dos mujeres pedigüeñas / embadurnadas de abandono”. El asilo es el
Hades de mi padre, donde no es más que una sombra. No ha habido retorno ni físico,
ni moral. Papá se ha alejado de Rodrigo pues al contrario de este ha mentido (le
ha achacado una traición a mi madre), se ha revelado contra la ley (no ha querido
firmar el divorcio) y se ha mostrado vengativo (ha castigado a mi madre laboralmente).
Una vez más se nos muestra un héroe fallido.
La hija de mi padre tiene los ojos casi
vencidos,
no fueron siempre así.
Olvida los cumpleaños sin propósito de
enmienda,
colecciona culpas a su paso,
hija pródiga e impenitente,
se multiplica en la fotografía de sus
siete años,
pantaloncito amarillo y piñata al gusto…
No sabe de mojarse las espaldas,
señorita católica y privada…
Lleva a cuestas la osamenta de los años,
en su espacio no cabe un hueso más,
toca puertas, pide a gritos una mano,
se pone contra la pared,
amaga un adiós y se fusila.
En “Heredera”, poema-confesión, el sujeto lírico se autoimputa
lo que la madre en su momento le atribuye al padre, y nos dice: “De mi padre heredé
una especie de disgusto por la vida…/ la luz de la calle y la oscuridad de su casa
/ el apego a la ausencia y la distancia…/ Le debo a él frases cortas y largos hiatos.../la
ineludible propensión al portazo y la huida…” Ya no hay más reproche, ya no hay
más un intento de distanciamiento. Hay una declaración que pone de manifiesto la
relación simbiótica entre el que cuenta y el que es contado. Hay una apropiación
de esa figura fallida que se asume sin rodeos: “De mi padre lo heredé todo / fobias,
filias y sus periferias. /A mi padre lo heredé entero / no sobró una astilla para
mis hermanos.” La única salida, el acto heroico sería, para la voz poética, el diálogo.
Pero tampoco se logra, y nos dice: “Quedó una conversación pendiente / esa que pudo
esclarecerlo todo.../ Pendiente quedó, herrumbrosa, / encaprichada y harapienta,
enjaulada / en el pretexto de nuestros precipicios.” Ese poema representa el desenlace
textual del padre. Ya no puede ser obligado a representar un personaje que no es,
que nunca podría haber sido. No obstante, hay un conato de intento de redención,
pues ha sido el padre el que ha propuesto esa conversación que pudo haber explicado
“su ausencia”. Modelar al padre en prototipos novelescos y heroicos implica destinarlo
al fracaso. El punto de encuentro entre padre e hija, como dijimos anteriormente,
es el no lugar, ese que propicia la palabra, es el texto poético porque en él se
abre una infinidad de mundos y posibilidades. Así, en “A solas”, el texto es una
puerta que solo puede abrir la voz poética mediante su propia inmolación para alcanzar
al padre que ha vuelto a fallarle, esta vez con su muerte (física): “Un objeto punzante
lo haría / sin descuidos sin torpezas/ punzante”. Dicho sacrificio le procurará
una suerte de desenlace, ese que el padre ya ha alcanzado y que la hija viene buscando
desde hace muchos versos, como en los poemas citados arriba.
En última instancia, con base en todo lo expuesto, podría
decirse que cabe la posibilidad de que más que la construcción de un héroe que procure
una figura paterna, hay una deconstrucción del padre sustentada en esos modelos
literarios (fallidos al aplicarse en el texto poético) para explicar y resolver
el vacío que su ausencia ha dejado. El desmantelamiento de ese modelo masculino
dejará al descubierto a ese otro personaje que se ha ido construyendo sobre los
escombros del héroe fallido: la hija. Esta subjetividad que permea el texto poético
tiene su origen en la fractura familiar y se fortalece en esos juegos de niña que
no solo facilitan un escape a la realidad, sino que también “auguran los temores
de una descendencia, / de vicios heredados en melodioso círculo / girando contra
el reloj hasta petrificarse”, dirá el sujeto lírico. El padre no puede ser héroe
porque está ceñido a unos parámetros que vienen dados por la historia misma del
rompimiento familiar. Arriba señalamos su carácter fragmentario. El poema “Epílogo”
está enmarcado en un epígrafe, tomado de la poeta mexicana Mónica González Velázquez,
que reza, “¿Quién en su nombre, contará la historia fragmentada?”. Estos versos
anticipan no solo la serie de poemas dedicados al padre, sino su debacle, puesto
que a la armazón sobre la que se sostiene ‘la construcción del héroe’ le falta una
pieza importantísima: la versión del padre, como queda claro al final del relato
“La fiesta” cuando la narradora declara: “ Mi padre sudaba a chorros, sus rodillas le
recordaban que ya no tenía veinte años, pero ante un indicio de llanto, repetía
religiosamente cada paso y una vez más su cintura cedía cadenciosamente al ritmo
de ‘la fiesta’, mi disco favorito, y por el cual, a mis tres años de edad, un conato
de padre se asomó a mi vida. Todo ello, claro está, según me cuenta mi madre”.
En el caso de la hija en simbiosis con su progenitor, está
doblemente constreñida, pues se modela a partir de una versión cercenada del padre
y a su vez de una versión automutilada, puesto que no puede nombrar ni nombrarse.
Independientemente de si hay un intento de construcción del héroe o de deconstrucción
del padre, lo cierto es que en Sin ambages
y algunos relatos, la palabra funciona como puente entre padre e hija que los
lleva al no lugar y les permite “ver” su propia existencia y entablar una suerte
de diálogo, ese que la vida les negó.
NOTA
Al momento de publicación de este ensayo, el poemario del que se
desprenden algunos de los textos aquí analizados era un poemario inédito. En
octubre de 2020 fue publicado por Cuadernos Negros Editorial, Quindío,
Colombia.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 165 | fevereiro de 2021
Artista convidado: François Despréz (França, 1530-1587, aproximadamente)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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