terça-feira, 23 de fevereiro de 2021

JOSÉ MÁRMOL | Ginny Taulé Paiewonsky: romper la inercia

 


Hablar o escribir acerca de una obra de arte es una empresa que, si se toman bien las riendas del propósito, podría implicar la necesidad de tomar en consideración toda la historia del arte. De igual manera, referirse a un libro de poemas podría exigir, en buena medida, una mirada retrospectiva a la historia de la poesía como espejo de la humanidad; o cuando menos, una reflexión en torno al estatuto de esa expresión artística en el contexto sociohistórico en que tiene lugar. Los extremos axiales de ese pasaje habrán de ser el individuo y el lenguaje. El análisis podría, sin embargo, trocearse, y el enfoque arqueológico, asimismo, plantearse en forma elíptica, al margen de grandes y prolijos relatos o reconstrucciones de extensos y establecidos saberes, matrimoniados, casi siempre, con los grandes y establecidos poderes.

La poesía es, de hecho, un saber menor, y de ahí su poderosa dosis subversiva, su revolucionaria naturaleza y su delicada misión de señalar los cambios y progresos de la historia mediante cambios y evoluciones del lenguaje. Un libro es el reflejo, minúsculo o inmenso, de toda la evolución de la escritura. Un poema es toda la poesía, con la singular complejidad de que es, al mismo tiempo, una pieza única e irrepetible. Hay en el poeta la virtud de ser voz singular de toda la humanidad; es decir, voz de las voces, sentimiento de los sentimientos y pensamiento de los pensamientos.


La poesía encierra los dones de la revelación y el testimonio. Revelación de la inocencia y de la rabia. Testimonio de la alegría y del dolor. La poesía es, al mismo tiempo, inocencia y experiencia, como lo legara William Blake a la sensibilidad occidental. La poesía tiene la facultad de revelar al ser humano sus más anhelados sueños y sus más despreciables pesadillas. Hay en ella ensoñación y monstruosidad, salvación y perdición, hipocresía y verdad. La poesía tiene por misión hacernos vivir patéticamente lo eterno y lo mortal, lo abominable y lo sublime, la belleza y el horror como experiencias reales o imaginarias en la sociedad y la cultura. Pero, qué sociedad es esta que nos ha tocado sufrir, en la que, como escribió Octavio Paz, cuenta entre sus víctimas a sus mejores poetas; qué sociedad es esta, que exhibe entre sus más recientes víctimas a un museo, el de Bagdad, el cual guardaba piezas notorias de los cimientos de la civilización en la antigua Mesopotamia, testimonios desde diez mil años antes de Cristo; qué sociedad es esta, en la que el parecer tiene un mayor valor que el ser, y en la que la indigestión de la información, puntual y efímera, desprovista de didaxia, amenaza el arte de pensar, convirtiendo al individuo en un autómata unidimensional, acrítico e insensible; qué sociedad es esta en la que ha sido silenciada la voz de los poetas y los intelectuales mediante el sometimiento de la opulencia y soberbia del poder económico, bélico y geopolítico. La conciencia social de los artistas e intelectuales se nubla de ira y, a veces, de impotencia. En este panorama cobra vigencia la frase de Shelley que reza: “Los poetas son los ignorados legisladores de la humanidad”.

Para consolación de la cultura, de la lengua y de la historia, el poema permanece como ineluctable e ineludible evidencia del espíritu creador del ser humano y de su innegociable vocación constructiva. Así es como viene a cuento Catarsis de tinta (Editora Corripio, Santo Domingo, 2003), de la autoría de Ginny Taulé Paiewonsky, quien entra al desafiante y filoso ruedo de las letras criollas, con el natural donaire que dan, bajo el entusiasmo de un primer libro publicado, la ingenuidad propia del arte de poetizar y la pericia obtenida en las vastas lides de alguien que, como mujer pensante, ha tenido que vencer acendrados prejuicios de género y petrificados prejuicios de ideas.

La poeta convida a su cómplice lector, de entrada, a una “catarsis de tinta lanzada al viento”. Recuérdese que la catarsis y lo catártico provienen del griego katharós, que de acuerdo con Joan Corominas significa “limpio”, mientras que en términos retóricos o de poética, Aristóteles señalaba como catártico el acto de “purificación” que una representación dramática produce en el público o espectador. En adición, la catarsis (katharsis) remite al método psicoterapéutico basado en la descarga emotiva, relacionada con la manifestación del recuerdo de actos reprimidos en la psiquis del sujeto, que causan, a su vez, traumas y fisuras emocionales.


Ahora bien, hacer del poema un recurso catártico implica, como bien señala la autora, “el valor de desnudarse de alma y aceptar las consecuencias”, muy “a pesar del pudor”. De ahí que el poema homónimo con que se inaugura la obra sea una muy bien lograda metáfora de la catarsis, tanto en su acepción estética o retórica, como en su acepción psicoterapéutica. Núcleos expresivos, que crean campos semánticos, como “escándalo interior”, “convulsión visceral” y “grito mudo”, entroncados con la intencionalidad transgresora de la estrategia del poema, la cual invita a salir de la “asfixia” mediante un “rumbo de tinta”, es decir, una purificación o limpieza del cuerpo y del alma por medio de la escritura y el dibujo, revelan la conciencia de Ginny Taulé Paiewonsky respecto del acto de escribir como llamado a la rebelión y a la provocación del lector. ¿Qué podría connotar el verso que dicta tomar “un rumbo de tinta”? Creo que significa asumir la creación poética como un visceral compromiso, a través de la palabra, con el profundo y valioso sentido de la vida. Sobre todo, si se la vive a plenitud, y no a medias, como la misma autora cuestiona en textos como “Vivir a medias”, o bien, “Loba feroz”, último en que deja sentado el catártico acto de romper con la inercia impuesta a la vida misma por los rigores metódicos y el acartonamiento de las teorías y los presupuestos ideológico-discursivos; sobre todo, la mala herencia de los desprestigiados ismos.

En Catarsis de tinta nos encontramos, pues, con una escritura transgresora de paradigmas y esquemas, tanto en el pensamiento y el sentimiento, como en la vida misma, sin necesidad de un débil reclamo de genérica o sexista especificidad discursiva, difundida y vulgarizada, las más de las veces, como presunta necesidad y objetualidad de un lenguaje y una literatura “femeninos” o “para mujeres”. Antes al contrario, nuestra poeta remonta esos escombros pseudoteóricos y eleva su decir, brotado de su concreta realidad de mujer, imprimiendo al lenguaje poético una transparencia y precisión propias de la creación sin concesiones ideológicas, de la creación centrada en el poder de la imaginación y el dominio de los recursos técnicos y estéticos del idioma. El poema “Mea culpa” es particularmente revelador del anterior aserto: “…pretendo olvidar qué es la rutina/ jugar dominó con los esquemas/ comerme los dogmas con jalea/ y hacer de su juicio mi comedia” (pág.38).

Dominio demuestra también la autora en su trazo dibujístico. Ginny ilustra su libro de poemas con casi una veintena de dibujos abstractos a lápiz, en cuyas curvas y contrastes, que asemejan infinitas madejas orgánicas, se percibe la sensibilidad plástica, en combinación con la poética, de una mujer que por años sólo dejó entrever su sólida formación intelectual y su vocación por la investigación social en favor de la participación activa de la mujer en la sociedad y por la enseñanza de disciplinas inherentes a la explicación, siempre enigmática para mí, de la conducta humana.


Con esta su primera obra poética publicada, Ginny Taulé Paiewonsky nos coloca ante la desafiante presencia de una escritura desprovista de toda clase de artilugio verbal, vacía de rebuscamientos retóricos, asentada al margen de filigranas sintácticas o de sonoras rimbombancias que aspiran, fracasadas de antemano, ser cadencias de la lengua, llegando apenas a parecer guirigay o falso canto de chicharras. El lenguaje de esta poesía de Catarsis de tinta se inscribe en la acepción de Paul Valéry que invita a hacer del acto poético “un viaje hacia la claridad”, además de una “fiesta del intelecto”. Este hecho permite a Taulé Paiewonsky sostenerse firme, con acierto y gracia, en el tremendamente difícil ámbito de la desnudez, la sencillez, la llaneza expresiva en lo cantado, sin ceder a la tentación del coloquialismo banal o el discurso frívolo.

En tiempos tan difíciles, como estos, en los que se ve cada vez más amenazada la supervivencia humana por la destructividad sin límites y la corrupción de la autoridad y el poder. En estos tiempos en los que, como cantó Ives Bonnefoy, “Tiemblan los grandes perros de las frondas” a consecuencia de la aplastante y omnímoda presencia de la muerte. En estos tiempos, en los que la ignorancia y la prevaricación se campean por sus fueros y se burlan ostentosas de la sabiduría y de la justicia. En tiempos de penurias como estos, ante los que, a su hora y en actitud profética, Hölderlin se preguntaba para qué ser poetas, Ginny Taulé Paiewonsky reafirma la necesidad de la poesía y, en efecto, la recomienda como una senda catártica, como un método de purificación y limpieza por medio de la palabra. Y como un final suspiro, un hálito de esperanza provocado por mi complicidad con ella al leer sus textos, con Octavio Paz digo: “Y sin embargo, la poesía sigue siendo una fuerza capaz de revelar al hombre sus sueños y de invitarlo a vivirlos en pleno día. En la noche soñamos y nuestro destino se manifiesta, porque soñamos lo que podríamos ser. Somos ese sueño y sólo nacimos para realizarlo. La poesía, al expresar estos sueños, nos invita a la rebelión. A vivir despiertos nuestros sueños: a ser, no ya los soñadores, sino el sueño mismo”.



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 166 | fevereiro de 2021

Fotógrafos convidados: Désiré-Magloire Bourneville (França, 1840-1909) & Paul-Regnard (França, 1850-1927)

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