Deja que vaya yo contigo, /déjame bajar un poco, …/hasta el lugar donde tuerce el camino y surge la ciudad enjalbegada / y etérea, blanca a la luz de la luna, …/y tan metafísica / que finalmente puedes creer que existes y no existes /que nunca has existido, que no ha existido el tiempo ni su deterioro. /Deja que vaya yo contigo.
YANNIS RITSOS
Sigo los pasos de Perséfone
Eolo juega con mi pelo
Acaricio las arrugas de
Cronos
Lo consuelo por su fatiga
Recorro el templo de Poseidón
Y en el umbral de la casa
de Ulises
Me siento junto a su perro
Juntos esperamos su regreso
a Ítaca
Luego, brindo con un vaso
de vino por Kavafis y Ritsos
Mi pasión por Grecia está ancorada en lo más profundo de mi
sistema límbico y data de mis años de infancia cuando mi padre me regaló tres colecciones
de Mitos y Leyendas ricamente ilustradas; dos de ellas relacionadas con la mitología
de los pueblos de los cinco continentes. La literatura oral, dibujada en el papel,
con signos enigmáticos, fue el regalo que me dio cuando por fin aprendí a descifrarlos
sola. Debo confesar que tuve muchas dificultades para hacerlo, y que fue gracias
a la infinita paciencia de una profesora que decidió invertir todo su tiempo libre
para que yo pudiera desentrañar los signos del alfabeto. No en vano su nombre era
Alba. Ella me dio a luz a la letra escrita. El amor por la literatura se lo debo
a mis padres; mi madre me cantaba nanas, se inventaba poemas para mí y para sus
otros hijos, y los domingos en la mañana improvisaba un teatro de sombras donde
los actores eran sus manos. Mi padre, un gran intelectual y humanista, poseía una
biblioteca abierta para sus hijos –recuérdese
que biblios, en griego, significa libros y teca significa estantería. Cabe
decir que todos los días me leía cuentos y poesía; especialmente un poema chino
que yo adoraba; y aunque me lo sabía de memoria le exigía el ritual diario de su
lectura. Arropada en sus brazos, mientras escuchaba la música que salía de su boca,
comenzaba el día. Ni siquiera teníamos TV. No la consideraba útil. Hoy en día, cuando
Perséfone [1] me llama para que recoja
con ella las últimas flores del verano, mientras sembramos juntas en las huellas
de nuestros pies ligeros el inicio del otoño, sigo los pasos de mi padre.
Lo digo porque en mi casa tampoco hay TV. Lo que sí existe es
una biblioteca muy nutrida; y aunque no es muy grande –alrededor de 2000 volúmenes–
si puedo afirmar con toda seguridad que los libros que alberga son importantes;
comenzando por los clásicos, como Homero –un autor heredado de la biblioteca paterna–.
Una edición de lujo, con delicado papel de arroz. La tercera colección que me obsequió,
de carátula blanca y letras de oro, fue la mitología griega contada para niños.
Desde entonces ese amor por la cultura helénica, por su lengua (que no hablo), por
su música, por sus danzas, por su gente, por su pasado glorioso, por sus templos,
ciudades, dioses y héroes milenarios me acompaña siempre. Y por supuesto, está Nikos
Kazantzakis; mi padre lo consideraba una de los mejores escritores del siglo XX.
Al año siguiente, 1982, viajaría por primera vez a Grecia; pocas
veces en mi vida he emprendido un periplo con tanta alegría y permanente perplejidad.
Lo hice sola. Quería impregnarme de su cultura, balbuceaba algunas palabras en su
hermosa lengua, comía feta, yogurt y tomaba el vino de sus viñas.
También comía aceitunas. Incluso cerca de Delfos conocí el que considero el bosque
de olivares más hermoso que he visto nunca.
Visité la Acrópolis como quien realiza un rito antiguo y se
inclina delante de divinidades amadas; me paseé por Plaka con esa íntima sensación
de caminar por callejuelas conocidas en otras vidas; en la vida de los biblios. Recorrí muchas veces el trayecto
de la plaza Syntagma (Constitución) a la plaza Omonia (Concordia); esta última conmemora
el juramento de paz de 1862 que hicieron los líderes de diferentes partidos para
detener las hostilidades políticas que amenazaban con un conflicto interno que habría
sido devastador.
En Syntagma se encuentra la tumba del soldado oplita moribundo y en ella están grabadas
algunas frases del discurso fúnebre de Pericles. Tal vez por eso, y porque también
es el lugar que alberga al Parlamento, en el 2012 Dimitris Christoulas se suicidó
como protesta por la gran recesión que asoló Grecia durante varios años y de la
cual aun no ha logrado salir del todo. El mismo Christoulas dejó un papel escrito
de su puño y letra en el que confesaba que no soportaba seguir hurgando en los tachos
de basura para conseguir algo de comer, para él y su familia, cuando había cotizado
durante 35 años, y por su propia cuenta, a la seguridad social con la esperanza
de tener una pensión digna. Yo misma había podido ver de cerca el inicio de la catástrofe
en 2009 cuando había hecho mi tercera visita a ese país del que ningún occidental
escapa a su influjo. El segundo viaje lo había hecho en 1983.
También recuerdo mi primera visita al Museo Arqueológico Nacional
de Atenas, fue en 1982, en el que me paseé durante horas mirando las ánforas y otros
objetos que llenaban estanterías infinitas; prácticamente no había turistas y ningún
guardia vino a mirar que hacía tanto tiempo caminando en ese templo que albergaba
una época que ya nunca podría recuperarse; yo estaba alucinada por tanta belleza
y tanta soledad. Incluso pensé que si yo fuese una vulgar ladrona podría llevarme
fácilmente alguna obra de arte. Recuerdo también haber visitado una exposición de
arte erótico. Otro de los museos que me llamó poderosamente la atención fue el de
íconos griegos; me refiero al Museo Bizantino y Cristiano. Hasta entonces mi única
cercanía a esta maravillosa iconografía era a través de Doménikos Theotokópoulos,
conocido como El Greco; así que ante mí
se abría un universo pictórico de una inmensa riqueza y que me dejaba sin aliento.
Desde entonces, cuando hablo de museos, nombro al Museo Bizantino como un lugar
digno de conocer. Luego, en el 2009, visité Meteora. Su esplendor arquitectónico
y geográfico, no tiene parangón con ningún otro lugar del mundo.
Para terminar, quisiera recordar a Yanis Ritsos, el poeta rebelde
y contestatario que prefirió ir a la cárcel dos veces; el poeta al que los dos sátrapas
del siglo XX, Metaxás y Papadopoulos, quisieron doblegar y destruir. No hay que
olvidar que en 1959 Mikis Theodorakis inmortalizó su poema Epitafio al hacer una fusión musical de música clásica y música tradicional
griega; de esta forma lograba poner en todos los labios, eruditos o no, la soberbia
poesía de Ritsos, el poeta rebelde. Desde entonces su espíritu, y el espíritu de
Kavafis, a quien Ritsos respetaba y admiraba, nos acompaña en las largas noches
de invierno; y oculta, en lo más profundo de la gruta, Perséfone baila una danza
antigua mientras tararea los poemas de sus hijos amados.
NOTA
1. Platón la llamaba Ferepafa (Pherepapha, Φερέπαφα), y lo explica con una etimología: «porque es sabia y toca lo que se mueve» (Wikipedia).
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 167 | março de 2021
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Gracias Floriano Martins por publicar este breve artículo sobre mi relación con Grecia; y por supuesto, gracias a Agathi Dimitroukus por la traducción que hizo al griego y por la publicación en la revista Hartis. Pueden ver la publicación a la que hago referencia en el siguiente vínculo: https://www.hartismag.gr/hartis-27/pyxides/mpolibar-eisai-wraios-san-ellhnas?fbclid=IwAR31ZX2OO2UreJZItnhj7w6nFoZ1Y2bquRu0u3QeNDa-4Ho4UIJK1ob5Vv0
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