quarta-feira, 7 de abril de 2021

ÁNGEL G. QUINTERO RIVERA | Del fogón al festival. Arte popular y gastronomía en el camuflaje y la alegría



Máscaras y santos  

Puerto Rico ha ido desarrollando una variada artesanía siempre presente en ferias y fiestas, pero podemos distinguir dos como las expresiones plásticas centrales del arte popular, definitivamente parte fundamental del patrimonio cultural. Ambas están vinculadas a la importancia que revistió la religiosidad popular en la vida social de los primeros siglos de conformación de su cultura. Estas expresiones fueron la confección de máscaras (de coco, cartón-piedra o malla con flecos de tela) y la talla de santos en madera a pequeña escala para la devoción doméstica. Ambas son tradiciones muy antiguas de la plástica popular que siguen practicándose generalizadamente hoy.

La tradición de máscaras ha perdurado fundamentalmente en sólo tres pueblos y eventos específicos del calendario ceremonial (originariamente religioso): las fiestas de Santiago Apóstol en Loíza, el carnaval de Ponce y las fiestas de los Santos Inocentes en Hatillo. Aunque con características propias cada una conforme a lo que se festeja o conmemora, las tres revisten un carácter festivo de tipo carnavalesco como examina para Europa Mikhail Bakhtin: de profana inversión transgresora (mundo-al-revés) de muchos de sus símbolos y prácticas. En las tres, el personaje principal parece derivar del mojiganga de los carnavales europeos medievales, pero sus máscaras —especialmente las de cartón piedra de Ponce y las de corteza de coco de Loíza— exhiben rasgos estéticos que evocan la herencia africana. Se les llama vejigantes por su asociación con el uso de una vejiga de res o chivo infladas con las cuales estos personajes amenazan golpear a los niños.

 

El Carnaval de Ponce y las Fiestas de Santiago Apóstol

La Fiesta de los Santos Inocentes del 28 de diciembre recuerda el decreto de Herodes de asesinar a todo niño de cierta edad para asegurarse de eliminar al futuro Salvador. Los enmascarados buscan a los niños (hoy ya realmente a toda la población) para asustarlos, mientras los niños los provocan para “jugar” a evadirlos. Las máscaras se hacen de tiras de telas coloridas sobre una malla de metal que le da forma y da continuidad al disfraz del cuerpo, todo en colores y materiales. Se generan personajes que otorgan un carácter claramente festivo a una conmemoración históricamente macabra. Podría considerarse otra expresión más del patrimonio actitudinal de buscar la alegría en los resquicios que se abren entre dificultades, ¡tan presente en las músicas descritas en nuestro ensayo en este número de Agulha “El tiempo se hizo cuerpo en el espacio danzante”! En realidad, al final la matanza se pasa por alto ante el fracaso de Herodes de apresar y eliminar al Niño Dios, al futuro Mesías. En ese sentido, se celebra la esperanza del futuro, que en su momento fue la esperanza del escape; en sentido figurativo, del cimarronaje. Aunque por su propio nombre –los Santos Inocentes–, no deja también de recordarse (y conmemorarse) a todos esos “santos” anónimos sobre cuyos sacrificios se ha posibilitado el camino de nuestra utopía, de la felicidad en el futuro que el escape del Niño representa.

La elaboración estética se concentra en el personaje del perseguidor. Es una manera de distanciarlo de lo corriente y común, de convertirlo en “el otro”. Lo “común” finalmente vence en su escape, evadiendo lo llamativo, lo vistoso, lo espectacular.

Las Fiestas de Santiago Apóstol en julio revisten un interés especial, pues conmemoran al más emblemáticamente español de los santos católicos, pero la organizan y celebran los habitantes de Loíza, probablemente el pueblo de mayor ascendencia negra en Puerto Rico. Algunos estudiosos lo analizan como un caso de sincretismo. Estas fiestas son célebres por sus máscaras, que se dividen en dos tipos principales. Las más fabulosas y elaboradas, trabajadas sobre la corteza del coco y llenas de colores, son las de los vejigantes. Estas exhiben labios gruesos (bembes) y narices anchas, resaltando las facciones negras. Los vejigantes representan los “diablillos” (los malvados, los traviesos, los que asustan, los que espantan). El segundo tipo de máscara –de malla, muy sencilla– es para el personaje que la fiesta denomina caballero. Interesantemente, provee de facciones blancas a ejecutantes negros que, por otro lado, exhiben su africanidad en la voluptuosidad colorida de la vestimenta. Los caballeros ¡asesinos de vejigantes! son los buenos, los nobles, los gentiles.

Esta compleja problemática de aparente inversión de mensajes o valores, que se asumen en apariencia como para camuflar lo “central”, propio de la máscara misma como símbolo, se manifiesta también en otros aspectos de la celebración. En la procesión, cuando se “pasea” al santo, se acompaña con música de danza (que es música decimonónica de baile de salón) interpretada principalmente por una banda de vientos de metal. Una vez concluida la ceremonia, por la noche, como al margen de “lo oficial”, se celebran espontáneamente, al ritmo de los tambores, los bailes de bomba.

Las máscaras de estos hitos del calendario ritual han sido motivo para el desarrollo de verdaderas obras de arte popular. Los artesanos no se han limitado a reproducir moldes tradicionales. Partiendo de la tradición, han ido desarrollando estilos expresivos propios e innovando constantemente sobre innumerables variaciones. Para el Carnaval de Ponce se destaca de una manera especial el arte de Miguel Ángel Caravallo y, en Loíza, la familia Ayala.

 

La talla de santos

Mientras las máscaras se originaron de festividades relacionadas con conmemoraciones religiosas, el arte más directamente devocional (al menos hasta mediados del siglo XX, cuando empieza a revalorizarse como “arte” y, además, relativamente extendido a lo largo y ancho del país) es la talla de santos. Como expresión secular al fin —fuera de la institucionalidad eclesiástica—, la talla de santos se vio atravesada de los más profundos conflictos culturales que fueron marcando la sociedad puertorriqueña en su historia y devinieron pronto en símbolos de identidad. Para empezar, devinieron pronto símbolos de identidad. Las casas de un campesinado de amplia heterogeneidad “racial” eran los bohíos (es decir, viviendas de origen indígena). Una manera de identificarlas como cristianas (y, por tanto, como no-extranjeras o “españolas”) era con la presencia de la imagen católica del santo. La imagen identitaria, no obstante, no sería nunca fija o estática. La libertad y espontaneidad de un campesinado libre se manifestará en la forma de vestir al santo, que se hará pintando y repintando la imagen tallada de acuerdo con particulares ocasiones.

Contrario a las máscaras, que evidencian una estética de marcada presencia africana, la tradición de talla de santos ha sido generalmente considerada en Puerto Rico parte de su herencia hispana, dada la importancia de la devoción a los santos y de la talla religiosa en madera del catolicismo español. Es interesante observar, sin embargo, las transformaciones de esta tradición en una sociedad conformada por el “encuentro” problemático de diversas etnias. Una de las principales coleccionistas y estudiosas de la talla de santos, Irene Curbelo, examina muy perceptivamente varias diferencias de estilo respecto a las imágenes españolas que son muy reveladoras a nivel de las mentalidades que irán conformando el patrimonio inmaterial. Señala que el arte religioso español de esa época enfatizaba el gesto doloroso o sobrio, mientras el santo puertorriqueño no ensalza el martirio; al contrario, son frecuentemente sonrientes e, incluso, a veces expresan, citando a Curbelo, “un tono festivo, y ocasionalmente irreverente”. Esta estudiosa añade que, mientras las imágenes españolas tienden a fijar su mirada en el cielo en señal de obediencia pasiva, los santos puertorriqueños miran de frente al tallador o al devoto. Expresan, según su análisis, una especie de politeísmo donde el santo tiene comunicación con sus devotos y posee poderes mágicos independientes, actuando más como instrumento de la voluntad mundana que de la voluntad divina.

Mucho dice el que, entre el extenso y variado santoral católico, los santeros puertorriqueños hayan tallado, más que a ningún otro, unos “santos” no considerados como tales por el dogma eclesiástico institucional: los Reyes Magos. El mundo popular caribeño “canonizó” a los Magos, pero, significativamente, sólo a nivel colectivo, en plural -los Santos Reyes-; jamás se hará referencia a alguno de ellos individualmente con su nombre precedido del San. La importancia de su “canonización” popular radica en su imagen colectiva, como representación de la heterogeneidad “racial”. Como bien canta una copla recogida (de un anciano informante) por Teodoro Vidal, el más erudito y dedicado estudioso de la iconografía popular en el país,

 

Los tres Santos Reyes,

ellos son iguales,

en colores no,

pero en cualidades.

 

Los Santos Reyes son, pues, de los pocos “santos” cuyo modo de nombrárseles evade la canonización de la jerarquía institucional: se dirá siempre Melchor, nunca San Melchor, por ejemplo. Esta espontánea familiaridad con el icono sagrado se manifiesta también en otra tradición recogida por el estudioso Vidal de un anciano informante. Cuenta éste que en los velorios de Reyes se acostumbraba lanzar entre los asistentes la talla al final de la celebración, como hacen las novias con su ramo de flores en las bodas. La imagen no quedaba distanciada, fija en un altar, sino próxima, sentida sensorialmente —besada, manoseada— en la fiesta.


El reconocimiento implícito, camuflado, al valor de la amalgama en la heterogeneidad “racial” se manifiesta, en las tallas de los Magos, al subvertir las jerarquías establecidas en la diversidad iconográfica. Según apuntan los antropólogos Ricardo Alegría y Ramón López, las tallas puertorriqueñas colocan hasta hoy, generalmente, en lugar protagónico al rey negro. Cuando se tallan los Reyes a caballo, la diversidad racial aparece subrepticiamente en los colores de los animales: blanco, rucio, bayo, negro o alazano. Es significativo que la distinción que entonces se atribuía a la monta en caballo blanco se reserva casi siempre al rey negro. Pero los otros dos Reyes se intercambian, de manera nada fija, indeterminada, los colores equinos restantes. (Es interesante notar, entre las tallas contemporáneas de los Reyes, cómo se adjudica principalmente al rey negro servir también de portaestandarte de los símbolos de la nacionalidad: la bandera o el instrumento musical típico —el cuatro—, por ejemplo.)

La mayoría de los santos en el catolicismo se identifican con una iconografía dada: la Virgen de Monserrate sentada con el niño en la falda, la Virgen del Carmen de pie con el niño en el brazo izquierdo, San Jorge a caballo, San Antonio con azucenas en la mano izquierda y el niño Dios a la derecha, etc. Por el tipo de pose puede uno, de hecho, saber a cuál santo la talla refiere. Sin embargo, los Reyes Magos son una de las pocas imágenes religiosas que nunca se presenta de manera fija: “figuran a caballo, de pie, hincados... etc.” señala Teodoro Vidal. El énfasis en la talla de los Santos Reyes podría representar también una afirmación del valor de la indeterminación —de la libertad frente a moldes establecidos— y de la diversidad.

Existen tallas religiosas en madera en el arte popular de varias regiones de América Latina. Para el análisis social de las tallas puertorriqueñas conviene detenerse en aquellos tipos que los estudiosos de la imaginería han identificado como típicos. Las más autorizadas investigaciones identifican tres. Uno de estos presenta la primera aparición mariana en el país, el Milagro de Hormigueros, que generalmente se ubica a finales del siglo XVI. (Sorprende que aún hoy —varios siglos después— tantos santeros continúen practicando esta talla, lo que evidencia la fuerza y el arraigo de esta simbología de orígenes). Es muy revelador, a mi juicio, que la Virgen que vino a salvar a un campesino del ataque de un toro bravo en Hormigueros —en esos inicios de la colonización “española”— fuera la Monserrate, que algunos han identificado con la inmigración catalana. Sin embargo, a finales del siglo XVI la migración desde Cataluña al Caribe era todavía exigua, tratándose de un fenómeno más bien del siglo XIX. ¿Por qué, tan temprano, esa devoción a la catalana Virgen de Monserrate? Por un fenómeno aparentemente debido al hollín de las velas en una devoción en grutas (¿o tendrá también allá vinculaciones con la etnicidad?), la Monserrate es la más importante Virgen de tez obscura en la amplia iconografía mariana española. No es casual que el mito fundador de la religiosidad popular, no estatal, se centre en una virgen española, pero morena: en una virgen parda.

En el Milagro de Hormigueros la Virgen morena apareció para salvar a un campesino de la embestida de un toro bravo: de las fuerzas de una naturaleza salvaje. En la tradición española, el enfrentamiento entre el hombre y el toro simboliza un particular tipo de virilidad. El hombre domina al toro en las corridas a través de la valentía civilizadora: de la maestría en el ingenio y el arte. En este mito fundador de la cultura puertorriqueña, el hombre domina al toro a través de la religiosidad; esta confrontación se resuelve con la mediación de una Virgen morena. Tanto el hombre como el toro, civilización y naturaleza, ambos iconografiados masculinamente y símbolos de virilidad, aparecen generalmente en este tipo de tallas arrodillados frente a una impresionante mujer de tez obscura.

Esta debió haber sido una imagen muy poderosa en un mundo conformado por una colonización principalmente masculina. Varios documentos de esos primeros siglos de historia del país identifican a la mujer “parda” con el hogar o el lar nativo. Por ello, no es de extrañarnos, que las canciones que irían a convertirse en himnos, en estandartes de lo nacional, emblematizan siempre al país en la mujer: La Borinqueña en el siglo XIX (Bellísima trigueña, imagen del candor...) y Verde Luz en décadas recientes, que se refiere a la nación como “isla virgen” o “isla doncella”. El uso de la palabra trigueña en la primera línea de la versión original del himno nacional es muy reveladora porque, en contraste con la terminología colonial oficial —que contaba con numerosos términos específicos para distintos tipos de mezcla “racial”—, trigueña es un término abarcador desarrollado por el habla popular para referirse a un amplio espectro de “colores”: desde la mujer blanca con pelo oscuro hasta la negra retinta, ¡transformando su sentido original asociado al trigo, que es de color más bien rubio! Es sumamente revelador el hecho de que, entre las tallas de santos que los estudiosos identifican como “netamente puertorriqueñas”, encontremos de manera prominente una imagen de una Virgen trigueña obscura frente a la cual se arrodilla tanto el blanco civilizador como el toro salvaje.

Es significativo que, aparte de la típica talla del Milagro de Hormigueros, sea la Monserrate la Virgen que más esculpen los santeros puertorriqueños. La frecuencia con que aparece esta imagen es superada sólo por las tallas de los Reyes Magos. Estas tallas de la Monserrate siguen básicamente la iconografía tradicional, con la importante excepción del color de su piel. No siempre se pinta morena, sino en muchas ocasiones india y a veces blanca, sobre todo a partir del “blanqueamiento” decimonónico que intentó imponer la metrópoli colonial en el país. Dicho proceso se manifestó también en el arte popular. Vidal menciona incluso estudios técnicos museológicos que sugieren que monserrates inicialmente “achocolatadas” fueron “blanqueadas” después. Ha encontrado también piezas donde aparece la Virgen morena y el niño en su falda blanco, combinación que, según sus estudios, no se ha encontrado en España, aunque es frecuente en las vírgenes cubanas. La combinación es sugerente respecto a las visiones étnicas de un mundo “racialmente” heterogéneo.


Las metamorfosis en la apariencia —en la piel, que paradójicamente encubre y descubre historias confusas, “pasados nebulosos”— forman parte esencial de la compleja polivalente etnicidad del Caribe. Estas transformaciones camaleónicas, en un tipo de colonización marcada por una supuesta heroica “conquista viril”, estuvieron indisolublemente vinculadas a las relaciones entre géneros, a las relaciones hombre-mujer, a través de las cuales reaparecerían las herencias de las apariencias. Baltasar, Rey Mago moro en la tradición española, sería en el Caribe uno de los claros Reyes de “Oriente”; mientras el claro Melchor, supuestamente el rey más sabio, sería en Puerto Rico, el negro. Negro, según algunas leyendas, como resultado de una transformación:

 

Melchor era blanco,

ahora es moreno,

porque lo quemó

le estrella de Venus.

 

No fue quemado por el sol, por lo que su negrura hubiera sido más “entendible”, ni por ningún otro astro; sino por la estrella de Venus, símbolo de la mujer deseada y del amor carnal (la Ochún “occidental”). Fue a través de la pasión erótica, de la relación con la mujer, que la piel del celebrado Melchor se transformó míticamente.

 

Melchor era blanco,

pero se quemó;

la estrella de Venus

fue quien lo abrasó…

 

…que en el Caribe se pronuncia igual que abrazó, y es lo que espontáneamente y de inmediato evoca dicha voz. También “abrasar” no sólo significa quemar, sino, además, como dice el Diccionario Vox en sentido figurativo estar muy agitado de alguna pasión”, principalmente amorosa.

No es coincidencia, entonces, que el santo más frecuentemente tallado después de los racialmente heterogéneos Reyes y de la parda —trigueña— Virgen de Monserrate, en la tradición plástica popular puertorriqueña fuera San Antonio, el intermediario del apareamiento. Como bien señala el tradicional merengue dominicano

 

Tengo a San Antonio

puesto de cabeza(el mundo al revés, carnavalizado)

si no me busca novio

a nadie le interesa.

 

Tampoco resulta fortuito que se adoptara como canción navideña, canción para celebrar el nacimiento, el nuevo comienzo, una canción llena de “nebulosos” simbolismos que abre con la referencia a este santo.

Padre San Antonio mi devoto eres,

¡llévame a la gloria, mañana a las nueve!

 

Tratándose de una canción navideña, es probable que la referencia al futuro nueve tenga relación con la continuación de las celebraciones de Reyes, cuando en muchos barrios las fiestas de “Octavas” comenzaban el 9 de enero, habiéndose celebrado el 6, 7 y 8 fiestas para cada uno de los Santos Reyes.

El segundo y tercer tipo de tallas de santos que, como el Milagro de Hormigueros, los estudiosos tipifican como típicos del país (presentes sólo en la tradición plástica popular puertorriqueña), están ambas relacionadas con la importancia otorgada por este mundo a los Reyes Magos. Una es la llamada Virgen de los Reyes, en la que la cultura popular puertorriqueña trastoca radicalmente el significado de la patrona de Sevilla, de la ciudad eje de la colonización americana. Los Reyes a los cuales refiere la Virgen de los Reyes sevillana eran los Reyes Católicos, las máximas autoridades del Estado. En Puerto Rico (aparentemente también en las Islas Canarias) son substituidos por los nómadas, errantes, paganos popularmente canonizados Tres Reyes Magos. Nuevamente, se privilegia la imagen de la mujer. No sólo representa ella en la talla la continuidad en el tiempo —carga al niño—, sino que, además, guía a los transeúntes varones de este mundo nómada —luce la estrella de Oriente en la mano—. Su hegemonía se simboliza iconográficamente a través del tamaño de su figura: es marcadamente mayor que la imagen de los Reyes. (Resulta sugerente el hecho de que la tradición estatuaria yoruba tiende a agrandar desproporcionadamente, en formas parecidas, la imagen femenina-madre, aunque sea imposible establecer directamente la posible relación de la talla puertorriqueña de la Virgen de los Reyes con esta tradición plástica.) Los Reyes aparecen comúnmente en su falda; es decir, como si hubieran sido amamantados por ella.

 Me parece revelador que, ante la “avanzada” protestante que experimentó el país con el cambio de dominación colonial en 1898, el catolicismo popular respondiera con fenómenos como el movimiento de Los Hermanos Cheo, que se autodenominaba “ejército de campesinos... para defender... la devoción de la Virgen...” y el culto de los santos.

El tercer tipo de estatuaria tradicional “típica” que identifican las investigaciones de la imaginería religiosa es una combinación de los Reyes Magos y las tres Marías, lo que, según una importante estudiosa, Doreen M. Colón Camacho, “…resulta anacrónico en lo cronológico y religioso. Las Tres Marías son: María Magdalena, María la de Cleofás y la Virgen María... que visitaron la tumba de Cristo la mañana del domingo de Resurrección, lo que resulta en un tema propio de la Pasión y Muerte antes que asociado a la Navidad”. Pero la combinación de las distintas “pascuas” —Pascua de Natividad y Pascua de Resurrección— es característica de esa religiosidad cimarrona e inclusiva donde los mitos de orígenes son más de renacimiento que de nacimiento en una sociedad que requiere estar constantemente reconstituyéndose. Así, las fiestas de Reyes, entre octavas y octavitas, se prolongan hasta la Cuaresma (hasta la víspera del Miércoles de Cenizas) y el cancionero navideño incluye letras como:

 

Dios bendiga el Santo

nombre de Jesús,

que murió en la cruz,

donde sufrió tanto...

 


Al igual que los Reyes de la patrona sevillana, las sufrientes llorosas Marías son transformadas por la religiosidad popular en unas anónimas muchachas vivarachas que vinculan la Resurrección con el apareamiento y la “pasión” amorosa carnal. Cuenta la leyenda (recopilada por Teodoro Vidal, según reproducida en un escrito por Teresa Tió):

 

que los tres Santos Reyes eran pretendientes de las tres Marías, unas jóvenes muy hermosas a quienes llevaban de noche a bailes y fiestas...


Los tres Santos Reyes

y las tres Marías

iban los seis juntos

llenos de alegría.

Los tres Santos Reyes

y las tres Marías

iban a acostarse

y los cogió el día.

 

Los Reyes Magos y las Tres Marías aparecen como bailadores, trasnochadores y enamora’os; camuflando sus tallas —en la religiosidad popular— un mundo atravesado de un problematizado pero profundo erotismo. No en balde los obispos de la época recalcaban que los vicios dominantes (en el país) eran el juego (el azar) y la sensualidad.

En una historia como la del Caribe —atravesada por muy variados y poderosos tipos de dominación—, la cultura popular puertorriqueña ha desarrollado formas interesantes en su patrimonio inmaterial de afirmar sus valores de manera camuflada. A través de los tan aparentemente inofensivos y “españoles” santos —tradición tan antigua y, a su vez, tan  persistente  y  viva—,  el  arte  popular  religioso  nos  provee  formas significativas y complejas de entrelazar dos de los más problemáticos e importantes aspectos de la cultura caribeña: las relaciones entre lo femenino y masculino y las relaciones relativas a lo étnico-“racial”.

 

La gastronomía popular y el “bricolaje” cimarrón con disimulo

Mientras numerosos “escapados” (de ascendencia europea, indígena o africana) buscaban cimarronearse en Puerto Rico en sus primeros siglos, al colonialismo militar citadino le resultaba conveniente que se diseminaran súbditos leales por todo el territorio (especialmente después de la experiencia en La Hispaniola, donde España perdió ante filibusteros franceses casi su mitad occidental). Frente al modelo colonial de la ruralía controlada que las plantaciones británicas y francesas representaban, el colonialismo citadino español, que permitía campesinos libres a través del territorio, fue defendido a brazo partido por los escapados, como testimonia la participación popular en el rechazo de varios ataques de las potencias rivales (aunque a nivel cotidiano se contrabandeara sin pudor con dichos “enemigos”). Esa tácita concertación social requería que la jíbara amalgama étnica cimarrona no apareciera como “extranjera”; debía manifestarse “hispana”, lo que en aquellos siglos de consolidación del Estado nacional español –tanto en términos de su “limpieza” u homogenización interna, como en su rivalidad externa– significaba, sobre todo, manifestar una identidad católica: comer cerdo —prohibido entre practicantes judíos y moros— y venerar a la Virgen y a los santos, en contraposición a la insistencia monoteísta del protestantismo.

El cerdo —pero no el cotidiano peninsular del jamón y el chorizo, por ejemplo, sino el de celebración, el lechón asado a la varita de las festividades principales— a la intemperie, para testimoniar ante todos su “cristianismo”, se convirtió en elemento gastronómico de especiales valores simbólicos identitarios que se mantiene hasta hoy. A nivel de la alimentación cotidiana, la gastronomía popular ha sido más claramente —como la ha caracterizado su principal estudioso, el historiador Cruz Miguel Ortiz Cuadra, sobre cuyas investigaciones me baso— un “bricolaje” de las diversas herencias. Predominarán el arroz y las alubias o frijoles (en Puerto Rico llamadas habichuelas), alimentos que fueron tornándose corrientes en España, pero nunca —como allá— separados, sino siempre juntos, como en otros territorios americanos cercanos. El arroz “guisado” (cuando se cocina con otros ingredientes) se teñirá amarillo-naranja, simulando al peninsular; pero no con azafrán, sino con pepitas de achiote, tradicional pigmento indígena. Tampoco se cocerá horizontal, en sartén, como en España, sino vertical, en olla, como se acostumbraba en África.

Se les llamará “viandas” —término que alude a “lo que sustenta, lo que da vida”—no a la carne ni embutidos, sino a diversos tubérculos fundamentales en la cocina taína y africana: yuca, yautía, malanga, ñame… y se incorpora a esta categoría una fruta que sólo se come cocida, el plátano verde.

Es con vianda guayada (principalmente plátano) que se prepara la masa del segundo plato “nacional” emblemático: los pasteles (significativamente en plural, pues se cocinan en “yuntas”). Se adopta un término en castellano, pero otorgándole un significado diferente, pues no se trata de un postre, sino de un plato principal “salado” que frecuentemente se acompaña con el “matrimonio” del arroz y habichuelas. La masa se rellena con un picadillo cocido de variados ingredientes y, dándole una forma tipo tamal, se cocina hirviéndola envuelta en hoja de plátano. Con un nombre que evoca lo árabe —alcapurria— y en el que predomina en el guayado la yautía, se prepara una variante más pequeña (que se parece, de hecho, al quipe) que se fríe sin envolver.

La gastronomía popular se encuentra hoy tremendamente golpeada ante la proliferación en el país de establecimientos “globalizados” de comida rápida. Culturalmente, me parece significativo que, ante dicha amenaza real, nuestra gastronomía sea motivo de celebración u homenaje en numerosos festivales populares, como se discutirá en la próxima sección. No obstante, no se trata de fosilizarla rígidamente; en muchos de estos festivales se estimula la creatividad y la inventiva sobre la base de alimentos de simbología tradicional, práctica que también se asoma en algunos artistas de la “nueva cocina” gourmet, en la que el patrimonio gastronómico sienta las bases para nuevas utopías que trenzan la economía, el arte y la ecología.

 

Festividades y patrimonio

La Epifanía o Fiesta de los Reyes Magos, ya sea en la noche de la víspera (cuando se le denomina “Velorio de Reyes”) o el propio día 6 de enero, constituye, por lo ampliamente explicado antes, el momento festivo principal en el país. Tradicionalmente, se combinaba la presencia de la talla, de la música, el baile (principalmente de la vertiente jíbara) y la gastronomía típica. Otra tradición navideña que indirectamente evoca también a los errantes Magos son las parrandas, con las que un grupo de amigos sorprende a un vecino en la noche (idealmente ya dormido) para “ofrendarle una música” (tradicionalmente jíbara, aunque en las últimas décadas se está utilizando mucho también la plena). La familia sorprendida (por eso se les llama asaltos) debe abrir su sala a la parranda y reciprocar con bebida y comida, mientras los parranderos cantan y tal vez bailan. La familia puede unirse al grupo para despertar (“asaltar” con música) a otros vecinos; y así sucesivamente hasta la madrugada.

Además de las Fiestas de Santiago Apóstol, los Santos Inocentes y el Carnaval de Ponce descritos (por sus máscaras) antes, existen otras fiestas que combinan lo sagrado y lo profano con tendencia a ir enfatizando en lo segundo, como las Fiestas de Cruz (o de la Cruz de Mayo) y la noche víspera de San Juan Bautista. Los altares de las Fiestas de Cruz constituyen expresiones importantes de una estética plástica popular.

Otro período festivo importante que varía en fecha para cada localidad o municipio es las fiestas patronales con las que se conmemora al santo patrón de la iglesia del pueblo. Estas fiestas siguen celebrándose hasta hoy, pero con la secularización de la cotidianidad se han ido transformando básicamente en una serie de espectáculos musicales que brinda a sus compueblanos la administración municipal y algún auspiciador comercial, combinado con juegos de azar y pequeños puestos de comida “rápida”.

En la medida en que la ciudadanía siente que ha perdido el control de la actividad festiva ante intereses comerciales, administrativos o políticos, se ha ido desarrollando en las últimas décadas (ya por casi medio siglo) una práctica muy reveladora del patrimonio inmaterial, con cuya mención quisiera concluir este ensayo. Grupos de vecinos en asociaciones (que, significativamente, muchas se autodenominan “culturales”) en casi todos los pequeños pueblos o en barrios de ciudades han intentado retomar la actividad festiva utilizando el concepto de “festival”.

No se todavía a ciencia cierta de dónde y cómo surge y se consolida el denominar “festival” a estos movimientos sociales de base popular por el disfrute de la vida. Fiesta es una palabra más castiza; de hecho, “festival” no aparece en algunos diccionarios castellanos. El Diccionario crítico etimológico Corominas identifica la palabra como “anglicismo reciente (Acad. Después de ¡1899!) y todavía con sabor extranjero” (énfasis y exclamación añadidos; 1954, p. 520). Lo cierto es que la definición que mejor corresponde al fenómeno que en Puerto Rico denominamos festival la encontré en el más autorizado diccionario estadounidense, el Webster:

 

… a program of cultural events consisting typically of a series of performances of works in the arts, sometimes devoted to … a particular genre and often held annually for a period of several days…/ sometimes resembling such. (1981, p. 841).

 

Cada festival toma su nombre de algo que el pueblo quiere conmemorar y que, de alguna forma, contribuye a su identidad. La enorme mayoría de las ocasiones son precisamente los elementos que hemos discutido en este ensayo: elementos de música, artesanía y de la cultura alimentaria y gastronomía popular. Cito del programa del Festival de la Pana celebrado en el barrio rural de Mariana del municipio de Humacao en la década de 1980:

 

“Esta fiesta de pueblo ha sido preparada con mucha devoción para que juntos disfrutemos de nuestro arte expresado en música, bailes, artesanías y platos típicos.

Mientras disfrutamos estamos conociendo y fomentando nuestro legado cultural que nos identifica como pueblo puertorriqueño.

Hemos tomado la pana como símbolo porque este fruto está íntimamente ligado a nuestra vivencia cultural y existencia material. La pana ha sido alimento en nuestra tierra desde el tiempo de la esclavitud hasta nuestros días.

-pan seguro

-pan común

-fuente de esperanza.

La pana nos hermana, nos hace comunidad…”

 

Además de ser uno de esos tres elementos el central en cada festival (lo que el festival conmemora), los tres elementos forman parte fundamental de casi todo festival. Puede que en diversos momentos de la cotidianidad se escuche música norteamericana o baladas de un “no-lugar”, puede que se coma una hamburguesa o un pedazo de pizza y que se compren artefactos plásticos de producción en masa, pero en el espacio del festival, en el momento cuando se intenta recuperar la actividad festiva, en ese tiempo y espacio de especial significación simbólica, se escuchará y bailará música puertorriqueña (en sus variadas expresiones), se admirarán las artesanías del país y se saborearán los “platos típicos”.

Parecería que ante tendencias homogeneizantes de la llamada globalización, el espacio ritual y el tiempo particularmente destinado a la alegría –la fiesta– se erige más que ninguno como reducto, defensa, celebración y utopía del heterogéneo, pero ciertamente identitario, patrimonio inmaterial del país.

 

NOTA

Este ensayo forma parte de un libro en preparación. Una versión muy preliminar se publicó como capítulo II de MAPFRE (2007), Cultura y ambiente en el Puerto Rico de hoy, San Juan: Terranova editores, pp. 40-67.

 

ÁNGEL QUINTERO RIVERA. Dirige proyectos sobre sociología de la cultura en el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico. Completó su doctorado en la London School of Economics and Political Science. Es frecuentemente invitado a dictar conferencias en universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa. Es autor o coautor de 16 libros y más de 100 artículos o monografías. Entre estos, Cuerpo y cultura, las músicas “mulatas” y la subversión del baile (2009), fue galardonado con el Frantz Fanon Book Award por su contribución destacada al pensamiento caribeño, y ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música “tropical” (1998) con el Premio Casa de las Américas en Cuba y el Premio Iberoamericano de la Latin American Studies Association (LASA). Sus más reciente libros son ¡Saoco salsero! Sociología urbana de la memoria del ritmo (2015) y La danza de la insurrección, para una sociología de la música latinoamericana (2020).  

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 168 | abril de 2021

curadoria: Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952)

artista convidada: Dhara Rivera (Puerto Rico, 1952)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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