Máscaras y santos
Puerto Rico ha ido desarrollando
una variada artesanía siempre presente en ferias y fiestas, pero podemos distinguir
dos como las expresiones plásticas centrales del arte popular, definitivamente parte
fundamental del patrimonio cultural. Ambas están vinculadas a la importancia que
revistió la religiosidad popular en la vida social de los primeros siglos de conformación
de su cultura. Estas expresiones fueron la confección de máscaras (de coco, cartón-piedra
o malla con flecos de tela) y la talla de santos
en madera a pequeña escala para la devoción doméstica. Ambas son tradiciones muy
antiguas de la plástica popular que siguen practicándose generalizadamente hoy.
La tradición
de máscaras ha perdurado fundamentalmente en sólo tres pueblos y eventos específicos
del calendario ceremonial (originariamente religioso): las fiestas de Santiago Apóstol
en Loíza, el carnaval de Ponce y las fiestas de los Santos Inocentes en Hatillo.
Aunque con características propias cada una conforme a lo que se festeja o conmemora,
las tres revisten un carácter festivo de tipo carnavalesco como examina para Europa
Mikhail Bakhtin: de profana inversión transgresora (mundo-al-revés) de muchos de
sus símbolos y prácticas. En las tres, el personaje principal parece derivar del
mojiganga de los carnavales europeos medievales, pero sus máscaras —especialmente
las de cartón piedra de Ponce y las de corteza de coco de Loíza— exhiben rasgos
estéticos que evocan la herencia africana. Se les llama vejigantes por su asociación
con el uso de una vejiga de res o chivo infladas con las cuales estos personajes
amenazan golpear a los niños.
El
Carnaval de Ponce y las Fiestas de Santiago Apóstol
La Fiesta de los Santos Inocentes del 28 de diciembre
recuerda el decreto de Herodes de asesinar a todo niño de cierta edad para asegurarse
de eliminar al futuro Salvador. Los enmascarados buscan a los niños (hoy ya realmente
a toda la población) para asustarlos, mientras los niños los provocan para “jugar”
a evadirlos. Las máscaras se hacen de tiras de telas coloridas sobre una malla de
metal que le da forma y da continuidad al disfraz del cuerpo, todo en colores y
materiales. Se generan personajes que otorgan un carácter claramente festivo a una
conmemoración históricamente macabra. Podría considerarse otra expresión más del
patrimonio actitudinal de buscar la alegría en los resquicios que se abren entre
dificultades, ¡tan presente en las músicas descritas en nuestro ensayo en este número
de Agulha “El tiempo se hizo cuerpo en el espacio danzante”! En realidad,
al final la matanza se pasa por alto ante el fracaso de Herodes de apresar y eliminar
al Niño Dios, al futuro Mesías. En ese sentido, se celebra la esperanza del futuro,
que en su momento fue la esperanza del escape; en sentido figurativo, del cimarronaje.
Aunque por su propio nombre –los Santos Inocentes–, no deja también de recordarse
(y conmemorarse) a todos esos “santos” anónimos sobre cuyos sacrificios se ha posibilitado
el camino de nuestra utopía, de la felicidad en el futuro que el escape del Niño
representa.
La elaboración
estética se concentra en el personaje del perseguidor. Es una manera de distanciarlo
de lo corriente y común, de convertirlo en “el otro”. Lo “común” finalmente vence
en su escape, evadiendo lo llamativo, lo vistoso, lo espectacular.
Las Fiestas
de Santiago Apóstol en julio revisten un interés especial, pues conmemoran al más
emblemáticamente español de los santos católicos, pero la organizan y celebran los
habitantes de Loíza, probablemente el pueblo de mayor ascendencia negra en Puerto
Rico. Algunos estudiosos lo analizan como un caso de sincretismo. Estas fiestas
son célebres por sus máscaras, que se dividen en dos tipos principales. Las más
fabulosas y elaboradas, trabajadas sobre la corteza del coco y llenas de colores,
son las de los vejigantes. Estas exhiben
labios gruesos (bembes) y narices anchas,
resaltando las facciones negras. Los vejigantes
representan los “diablillos” (los malvados, los traviesos, los que asustan, los
que espantan). El segundo tipo de máscara –de malla, muy sencilla– es para el personaje
que la fiesta denomina caballero. Interesantemente,
provee de facciones blancas a ejecutantes negros que, por otro lado, exhiben su
africanidad en la voluptuosidad colorida de la vestimenta. Los caballeros ¡asesinos de vejigantes! son los buenos, los nobles, los
gentiles.
Esta compleja
problemática de aparente inversión de mensajes o valores, que se asumen en apariencia
como para camuflar lo “central”, propio de la máscara misma como símbolo, se manifiesta
también en otros aspectos de la celebración. En la procesión, cuando se “pasea”
al santo, se acompaña con música de danza
(que es música decimonónica de baile de salón) interpretada principalmente por
una banda de vientos de metal. Una vez concluida la ceremonia, por la noche, como
al margen de “lo oficial”, se celebran espontáneamente, al ritmo de los tambores,
los bailes de bomba.
Las máscaras
de estos hitos del calendario ritual han sido motivo para el desarrollo de verdaderas
obras de arte popular. Los artesanos no se han limitado a reproducir moldes tradicionales.
Partiendo de la tradición, han ido desarrollando estilos expresivos propios e innovando
constantemente sobre innumerables variaciones. Para el Carnaval de Ponce se destaca
de una manera especial el arte de Miguel Ángel Caravallo y, en Loíza, la familia
Ayala.
La
talla de santos
Mientras las máscaras se
originaron de festividades relacionadas con conmemoraciones religiosas, el arte
más directamente devocional (al menos hasta mediados del siglo XX, cuando empieza
a revalorizarse como “arte” y, además, relativamente extendido a lo largo y ancho
del país) es la talla de santos. Como
expresión secular al fin —fuera de la institucionalidad eclesiástica—, la talla
de santos se vio atravesada de los más
profundos conflictos culturales que fueron marcando la sociedad puertorriqueña en
su historia y devinieron pronto en símbolos de identidad. Para empezar, devinieron
pronto símbolos de identidad. Las casas de un campesinado de amplia heterogeneidad
“racial” eran los bohíos (es decir, viviendas
de origen indígena). Una manera de identificarlas como cristianas (y, por tanto,
como no-extranjeras o “españolas”) era con la presencia de la imagen católica del
santo. La imagen identitaria, no obstante, no sería nunca fija o estática.
La libertad y espontaneidad de un campesinado libre se manifestará en la forma de
vestir al santo, que se hará pintando
y repintando la imagen tallada de acuerdo con particulares ocasiones.
Contrario a
las máscaras, que evidencian una estética de marcada presencia africana, la tradición
de talla de santos ha sido generalmente
considerada en Puerto Rico parte de su herencia hispana, dada la importancia de
la devoción a los santos y de la talla religiosa en madera del catolicismo español.
Es interesante observar, sin embargo, las transformaciones de esta tradición en
una sociedad conformada por el “encuentro” problemático de diversas etnias. Una
de las principales coleccionistas y estudiosas de la talla de santos, Irene Curbelo, examina muy perceptivamente
varias diferencias de estilo respecto a las imágenes españolas que son muy reveladoras
a nivel de las mentalidades que irán conformando el patrimonio inmaterial. Señala
que el arte religioso español de esa época enfatizaba el gesto doloroso o sobrio,
mientras el santo puertorriqueño
no ensalza el martirio; al contrario, son frecuentemente sonrientes e, incluso,
a veces expresan, citando a Curbelo, “un tono festivo, y ocasionalmente irreverente”.
Esta estudiosa añade que, mientras las imágenes españolas tienden a fijar su mirada
en el cielo en señal de obediencia pasiva, los santos puertorriqueños
miran de frente al tallador o al devoto. Expresan, según su análisis, una especie
de politeísmo donde el santo tiene comunicación
con sus devotos y posee poderes mágicos independientes, actuando más como instrumento
de la voluntad mundana que de la voluntad divina.
Mucho dice
el que, entre el extenso y variado santoral católico, los santeros puertorriqueños
hayan tallado, más que a ningún otro, unos “santos” no considerados como tales por
el dogma eclesiástico institucional: los Reyes Magos. El mundo popular caribeño “canonizó” a los Magos, pero, significativamente, sólo a nivel colectivo, en plural
-los Santos Reyes-; jamás se hará referencia
a alguno de ellos individualmente con su nombre precedido del San. La importancia de su “canonización”
popular radica en su imagen colectiva, como representación de la heterogeneidad
“racial”. Como bien canta una copla recogida (de un anciano informante) por Teodoro
Vidal, el más erudito y dedicado estudioso de la iconografía popular en el país,
Los
tres Santos Reyes,
ellos
son iguales,
en
colores no,
pero
en cualidades.
Los Santos Reyes son, pues, de los pocos “santos”
cuyo modo de nombrárseles evade la canonización de la jerarquía institucional: se
dirá siempre Melchor, nunca San Melchor,
por ejemplo. Esta espontánea familiaridad con el icono sagrado se manifiesta también
en otra tradición recogida por el estudioso Vidal de un anciano informante. Cuenta
éste que en los velorios de Reyes se acostumbraba
lanzar entre los asistentes la talla al final de la celebración, como hacen las
novias con su ramo de flores en las bodas. La imagen no quedaba distanciada, fija
en un altar, sino próxima, sentida sensorialmente —besada, manoseada— en la fiesta.
La mayoría
de los santos en el catolicismo se identifican con una iconografía dada: la Virgen
de Monserrate sentada con el niño en la falda, la Virgen del Carmen de pie con el
niño en el brazo izquierdo, San Jorge a caballo, San Antonio con azucenas en la
mano izquierda y el niño Dios a la derecha, etc. Por el tipo de pose puede uno, de hecho, saber a cuál santo
la talla refiere. Sin embargo, los Reyes
Magos son una de las pocas imágenes religiosas que nunca se presenta de manera
fija: “figuran a caballo, de pie, hincados...
etc.” señala Teodoro Vidal. El énfasis en la talla de los Santos Reyes podría representar también
una afirmación del valor de la indeterminación —de la libertad frente a moldes establecidos—
y de la diversidad.
Existen tallas
religiosas en madera en el arte popular de varias regiones de América Latina. Para
el análisis social de las tallas puertorriqueñas conviene detenerse en aquellos
tipos que los estudiosos de la imaginería han identificado como típicos. Las más
autorizadas investigaciones identifican tres. Uno de estos presenta la primera aparición mariana en el país, el Milagro de Hormigueros, que generalmente
se ubica a finales del siglo XVI. (Sorprende que aún hoy —varios siglos después—
tantos santeros continúen practicando esta talla, lo que evidencia la fuerza y el
arraigo de esta simbología de orígenes). Es muy revelador, a mi juicio, que la Virgen
que vino a salvar a un campesino del ataque de un toro bravo en Hormigueros —en
esos inicios de la colonización “española”— fuera la Monserrate, que algunos han
identificado con la inmigración catalana. Sin embargo, a finales del siglo XVI la
migración desde Cataluña al Caribe era todavía exigua, tratándose de un fenómeno
más bien del siglo XIX. ¿Por qué, tan temprano, esa devoción a la catalana Virgen
de Monserrate? Por un fenómeno aparentemente debido al hollín de las velas en una
devoción en grutas (¿o tendrá también allá vinculaciones con la etnicidad?), la
Monserrate es la más importante Virgen de tez obscura en la amplia iconografía mariana
española. No es casual que el mito fundador de la religiosidad popular, no estatal,
se centre en una virgen española, pero morena: en una virgen parda.
En el Milagro de Hormigueros la Virgen morena apareció para salvar a un campesino de la
embestida de un toro bravo: de las fuerzas de una naturaleza salvaje. En la tradición
española, el enfrentamiento entre el hombre y el toro simboliza un particular tipo
de virilidad. El hombre domina al toro en las corridas a través de la valentía civilizadora: de la maestría en el ingenio
y el arte. En este mito fundador de la cultura puertorriqueña, el hombre domina al toro
a través de la religiosidad; esta confrontación se resuelve con la mediación de
una Virgen morena. Tanto el hombre como el toro, civilización y naturaleza, ambos
iconografiados masculinamente y símbolos de virilidad, aparecen generalmente en
este tipo de tallas arrodillados frente a una impresionante mujer de tez obscura.
Esta debió
haber sido una imagen muy poderosa en un mundo conformado por una colonización principalmente
masculina. Varios documentos de esos primeros siglos de historia del país identifican
a la mujer “parda” con el hogar o el lar nativo. Por ello, no es de extrañarnos,
que las canciones que irían a convertirse en himnos, en estandartes de lo nacional,
emblematizan siempre al país en la mujer:
La Borinqueña en el siglo XIX (Bellísima trigueña, imagen del candor...) y Verde Luz en décadas recientes, que se refiere a la nación como “isla virgen” o “isla doncella”. El uso de la palabra trigueña en la primera línea de la versión original del himno nacional
es muy reveladora porque, en contraste con la terminología colonial oficial —que
contaba con numerosos términos específicos para distintos tipos de mezcla “racial”—,
trigueña es un término abarcador desarrollado
por el habla popular para referirse a un amplio espectro de “colores”: desde la
mujer blanca con pelo oscuro hasta la negra retinta,
¡transformando su sentido original asociado al trigo, que es de color más bien rubio! Es sumamente revelador el hecho de
que, entre las tallas de santos que los
estudiosos identifican como “netamente puertorriqueñas”,
encontremos de manera prominente una imagen de una Virgen trigueña obscura frente a la cual se arrodilla tanto el blanco civilizador
como el toro salvaje.
Es significativo
que, aparte de la típica talla del Milagro de Hormigueros, sea la Monserrate la
Virgen que más esculpen los santeros puertorriqueños. La frecuencia con que aparece
esta imagen es superada sólo por las tallas de los Reyes Magos. Estas tallas de la Monserrate siguen básicamente la iconografía
tradicional, con la importante excepción del color de su piel. No siempre se pinta
morena, sino en muchas ocasiones india y a veces blanca, sobre todo a partir del
“blanqueamiento” decimonónico que intentó imponer la metrópoli colonial en el país.
Dicho proceso se manifestó también en el arte popular. Vidal menciona incluso estudios
técnicos museológicos que sugieren que monserrates inicialmente “achocolatadas”
fueron “blanqueadas” después. Ha encontrado también piezas donde aparece la Virgen
morena y el niño en su falda blanco, combinación que, según sus estudios, no se
ha encontrado en España, aunque es frecuente en las vírgenes cubanas. La
combinación es sugerente respecto a las visiones étnicas de un mundo “racialmente”
heterogéneo.
Melchor
era blanco,
ahora
es moreno,
porque
lo quemó
le
estrella de Venus.
No fue quemado
por el sol, por lo que su negrura hubiera sido más “entendible”, ni por ningún otro
astro; sino por la estrella de Venus, símbolo de la mujer deseada y del amor carnal
(la Ochún “occidental”). Fue a través de la pasión erótica, de la relación con la
mujer, que la piel del celebrado Melchor se transformó míticamente.
Melchor
era blanco,
pero
se quemó;
la
estrella de Venus
fue
quien lo abrasó…
…que en el
Caribe se pronuncia igual que abrazó,
y es lo que espontáneamente y de inmediato evoca dicha voz. También “abrasar” no
sólo significa quemar, sino, además, como dice el Diccionario Vox en sentido figurativo “estar muy agitado de alguna pasión”, principalmente amorosa.
No es coincidencia,
entonces, que el santo más frecuentemente tallado después de los racialmente heterogéneos Reyes y de la parda —trigueña— Virgen de Monserrate, en la tradición plástica popular
puertorriqueña fuera San Antonio, el intermediario del apareamiento. Como bien señala
el tradicional merengue dominicano
Tengo
a San Antonio
puesto
de cabeza(el mundo al revés, carnavalizado)
si
no me busca novio
a
nadie le interesa.
Tampoco resulta
fortuito que se adoptara como canción navideña, canción para celebrar el nacimiento,
el nuevo comienzo, una canción llena de “nebulosos” simbolismos que abre con la
referencia a este santo.
Padre
San Antonio mi devoto eres,
¡llévame
a la gloria, mañana a las nueve!
Tratándose
de una canción navideña, es probable que la referencia al futuro nueve tenga
relación con la continuación de las celebraciones de Reyes, cuando en muchos barrios las fiestas de “Octavas” comenzaban el 9 de
enero, habiéndose celebrado el 6, 7 y 8 fiestas para cada uno de los Santos Reyes.
El segundo
y tercer tipo de tallas de santos
que, como el Milagro de Hormigueros, los estudiosos tipifican como típicos del país
(presentes sólo en la tradición plástica popular puertorriqueña), están ambas relacionadas
con la importancia otorgada por este mundo a los Reyes Magos. Una es la llamada Virgen de los Reyes, en la que la cultura popular puertorriqueña trastoca
radicalmente el significado de la patrona de Sevilla, de la ciudad eje de la colonización
americana. Los Reyes a los cuales refiere la Virgen de los Reyes sevillana eran los Reyes Católicos, las máximas
autoridades del Estado. En Puerto Rico (aparentemente también en las Islas Canarias)
son substituidos por los nómadas, errantes, paganos popularmente canonizados Tres Reyes Magos. Nuevamente, se privilegia
la imagen de la mujer. No sólo representa ella en la talla la continuidad en el
tiempo —carga al niño—, sino que, además, guía a los transeúntes varones de este
mundo nómada —luce la estrella de Oriente en la mano—. Su hegemonía se simboliza
iconográficamente a través del tamaño de su figura: es marcadamente mayor que la
imagen de los Reyes. (Resulta sugerente
el hecho de que la tradición estatuaria yoruba tiende a agrandar desproporcionadamente,
en formas parecidas, la imagen femenina-madre, aunque sea imposible establecer directamente
la posible relación de la talla puertorriqueña de la Virgen de los Reyes con esta tradición plástica.) Los Reyes aparecen comúnmente en su falda;
es decir, como si hubieran sido amamantados por ella.
Me parece revelador que, ante la “avanzada” protestante
que experimentó el país con el cambio de dominación colonial en 1898, el catolicismo
popular respondiera con fenómenos como el movimiento de Los Hermanos Cheo, que se autodenominaba “ejército de campesinos... para defender... la devoción de la Virgen...”
y el culto de los santos.
El tercer tipo
de estatuaria tradicional “típica”
que identifican las investigaciones de la imaginería religiosa es una combinación
de los Reyes Magos y las tres Marías, lo que, según una importante
estudiosa, Doreen M. Colón Camacho, “…resulta anacrónico en lo cronológico y religioso.
Las Tres Marías son: María Magdalena, María la de Cleofás y la Virgen María... que
visitaron la tumba de Cristo la mañana del domingo de Resurrección, lo que resulta
en un tema propio de la Pasión y Muerte antes que asociado a la Navidad”. Pero la
combinación de las distintas “pascuas” —Pascua de Natividad y Pascua de Resurrección—
es característica de esa religiosidad cimarrona e inclusiva donde los mitos de orígenes
son más de renacimiento que de nacimiento en una sociedad que requiere estar constantemente
reconstituyéndose. Así, las fiestas de Reyes,
entre octavas y octavitas, se prolongan hasta la Cuaresma (hasta la víspera del
Miércoles de Cenizas) y el cancionero navideño incluye letras como:
Dios
bendiga el Santo
nombre
de Jesús,
que
murió en la cruz,
donde
sufrió tanto...
que
los tres Santos Reyes eran pretendientes de las tres Marías, unas jóvenes muy hermosas
a quienes llevaban de noche a bailes y fiestas...
Los tres Santos Reyes
y
las tres Marías
iban
los seis juntos
llenos
de alegría.
Los
tres Santos Reyes
y
las tres Marías
iban
a acostarse
y
los cogió el día.
Los Reyes Magos y las Tres Marías aparecen como bailadores, trasnochadores y enamora’os; camuflando sus tallas —en la religiosidad popular— un mundo
atravesado de un problematizado pero profundo erotismo. No en balde los obispos
de la época recalcaban que los vicios dominantes
(en el país) eran el juego (el azar) y la sensualidad.
En una historia
como la del Caribe —atravesada por muy variados y poderosos tipos de dominación—,
la cultura popular puertorriqueña ha desarrollado formas interesantes en su patrimonio
inmaterial de afirmar sus valores de manera camuflada. A través de los tan aparentemente
inofensivos y “españoles” santos
—tradición tan antigua y, a su
vez, tan persistente y viva—, el arte popular
religioso nos provee
formas significativas
y complejas de entrelazar dos de los más problemáticos e importantes aspectos de
la cultura caribeña: las relaciones entre lo femenino y masculino y las relaciones
relativas a lo étnico-“racial”.
La
gastronomía popular y el “bricolaje” cimarrón con disimulo
Mientras numerosos “escapados”
(de ascendencia europea, indígena o africana) buscaban cimarronearse en Puerto Rico
en sus primeros siglos, al colonialismo militar citadino le resultaba conveniente
que se diseminaran súbditos leales por todo el territorio (especialmente después
de la experiencia en La Hispaniola, donde España perdió ante filibusteros franceses
casi su mitad occidental). Frente al modelo colonial de la ruralía controlada que
las plantaciones británicas y francesas representaban, el colonialismo citadino
español, que permitía campesinos libres a través del territorio, fue defendido a
brazo partido por los escapados, como testimonia la participación popular en el
rechazo de varios ataques de las potencias rivales (aunque a nivel cotidiano se
contrabandeara sin pudor con dichos “enemigos”). Esa tácita concertación social
requería que la jíbara amalgama étnica cimarrona no apareciera como “extranjera”;
debía manifestarse “hispana”, lo que en aquellos siglos de consolidación del Estado
nacional español –tanto en términos de su “limpieza” u homogenización interna, como
en su rivalidad externa– significaba, sobre todo, manifestar una identidad católica:
comer cerdo —prohibido entre practicantes judíos y moros— y venerar a la Virgen
y a los santos, en contraposición a la insistencia monoteísta del protestantismo.
El cerdo —pero
no el cotidiano peninsular del jamón y el chorizo, por ejemplo, sino el de celebración,
el lechón asado a la varita de las festividades principales— a la intemperie, para
testimoniar ante todos su “cristianismo”, se convirtió en elemento gastronómico
de especiales valores simbólicos identitarios que se mantiene hasta hoy. A nivel
de la alimentación cotidiana, la gastronomía popular ha sido más claramente —como
la ha caracterizado su principal estudioso, el historiador Cruz Miguel Ortiz Cuadra,
sobre cuyas investigaciones me baso— un “bricolaje” de las diversas herencias. Predominarán
el arroz y las alubias o frijoles (en Puerto Rico llamadas habichuelas), alimentos
que fueron tornándose corrientes en España, pero nunca —como allá— separados, sino
siempre juntos, como en otros territorios americanos cercanos. El arroz “guisado”
(cuando se cocina con otros ingredientes) se teñirá amarillo-naranja, simulando
al peninsular; pero no con azafrán, sino con pepitas de achiote, tradicional pigmento
indígena. Tampoco se cocerá horizontal, en sartén, como en España, sino vertical,
en olla, como se acostumbraba en África.
Se les llamará
“viandas” —término que alude a “lo que sustenta, lo que da vida”—no a la carne ni
embutidos, sino a diversos tubérculos fundamentales en la cocina taína y africana:
yuca, yautía, malanga, ñame… y se incorpora a esta categoría una fruta que sólo
se come cocida, el plátano verde.
Es con vianda
guayada (principalmente plátano) que se prepara la masa del segundo plato “nacional”
emblemático: los pasteles (significativamente en plural, pues se cocinan en “yuntas”).
Se adopta un término en castellano, pero otorgándole un significado diferente, pues
no se trata de un postre, sino de un plato principal “salado” que frecuentemente
se acompaña con el “matrimonio” del arroz y habichuelas. La masa se rellena con
un picadillo cocido de variados ingredientes y, dándole una forma tipo tamal, se
cocina hirviéndola envuelta en hoja de plátano. Con un nombre que evoca lo árabe
—alcapurria— y en el que predomina en el guayado la yautía, se prepara una variante
más pequeña (que se parece, de hecho, al quipe) que se fríe sin envolver.
La gastronomía
popular se encuentra hoy tremendamente golpeada ante la proliferación en el país
de establecimientos “globalizados” de comida rápida. Culturalmente, me parece significativo
que, ante dicha amenaza real, nuestra gastronomía sea motivo de celebración u homenaje
en numerosos festivales populares, como se discutirá en la próxima sección. No obstante,
no se trata de fosilizarla rígidamente; en muchos de estos festivales se estimula
la creatividad y la inventiva sobre la base de alimentos de simbología tradicional,
práctica que también se asoma en algunos artistas de la “nueva cocina” gourmet,
en la que el patrimonio gastronómico sienta las bases para nuevas utopías que trenzan
la economía, el arte y la ecología.
Festividades
y patrimonio
La Epifanía o Fiesta de
los Reyes Magos, ya sea en la noche de la víspera (cuando se le denomina “Velorio
de Reyes”) o el propio día 6 de enero, constituye, por lo ampliamente explicado
antes, el momento festivo principal en el país. Tradicionalmente, se combinaba la
presencia de la talla, de la música, el baile (principalmente de la vertiente jíbara)
y la gastronomía típica. Otra tradición navideña que indirectamente evoca también
a los errantes Magos son las parrandas, con las que un grupo de amigos sorprende
a un vecino en la noche (idealmente ya dormido) para “ofrendarle una música” (tradicionalmente
jíbara, aunque en las últimas décadas se está utilizando mucho también la plena). La familia sorprendida (por eso se
les llama asaltos) debe abrir su sala
a la parranda y reciprocar con bebida y comida, mientras los parranderos cantan
y tal vez bailan. La familia puede unirse al grupo para despertar (“asaltar” con música) a otros vecinos; y así
sucesivamente hasta la madrugada.
Además de las
Fiestas de Santiago Apóstol, los Santos Inocentes y el Carnaval de Ponce descritos
(por sus máscaras) antes, existen otras fiestas que combinan lo sagrado y lo profano
con tendencia a ir enfatizando en lo segundo, como las Fiestas de Cruz (o de la
Cruz de Mayo) y la noche víspera de San Juan Bautista. Los altares de las Fiestas
de Cruz constituyen expresiones importantes de una estética plástica popular.
Otro período
festivo importante que varía en fecha para cada localidad o municipio es las fiestas
patronales con las que se conmemora al santo patrón de la iglesia del pueblo. Estas
fiestas siguen celebrándose hasta hoy, pero con la secularización de la cotidianidad
se han ido transformando básicamente en una serie de espectáculos musicales que
brinda a sus compueblanos la administración municipal y algún auspiciador comercial,
combinado con juegos de azar y pequeños puestos de comida “rápida”.
En la medida
en que la ciudadanía siente que ha perdido el control de la actividad festiva ante
intereses comerciales, administrativos o políticos, se ha ido desarrollando en las
últimas décadas (ya por casi medio siglo) una práctica muy reveladora del patrimonio
inmaterial, con cuya mención quisiera concluir este ensayo. Grupos de vecinos en
asociaciones (que, significativamente, muchas se autodenominan “culturales”)
en casi todos los pequeños pueblos o en barrios de ciudades han intentado retomar
la actividad festiva utilizando el concepto de “festival”.
No se todavía
a ciencia cierta de dónde y cómo surge y se consolida el denominar “festival” a
estos movimientos sociales de base popular por el disfrute de la vida. Fiesta es
una palabra más castiza; de hecho, “festival” no aparece en algunos diccionarios
castellanos. El Diccionario crítico etimológico Corominas identifica la palabra
como “anglicismo reciente (Acad. Después de ¡1899!) y todavía con sabor extranjero”
(énfasis y exclamación añadidos; 1954, p. 520). Lo cierto es que la definición que
mejor corresponde al fenómeno que en Puerto Rico denominamos festival la
encontré en el más autorizado diccionario estadounidense, el Webster:
… a program of cultural
events consisting typically of a series of performances of works in the arts, sometimes
devoted to … a particular genre and often held annually for a period of several
days…/ sometimes resembling such. (1981, p. 841).
Cada festival
toma su nombre de algo que el pueblo quiere conmemorar y que, de alguna forma, contribuye
a su identidad. La enorme mayoría de las ocasiones son precisamente los elementos
que hemos discutido en este ensayo: elementos de música, artesanía y de la cultura
alimentaria y gastronomía popular. Cito del programa del Festival de la Pana celebrado
en el barrio rural de Mariana del municipio de Humacao en la década de 1980:
“Esta fiesta de pueblo ha sido preparada con mucha
devoción para que juntos disfrutemos de nuestro arte expresado en música, bailes,
artesanías y platos típicos.
Mientras disfrutamos estamos conociendo y fomentando
nuestro legado cultural que nos identifica como pueblo puertorriqueño.
Hemos tomado la pana como símbolo porque este fruto
está íntimamente ligado a nuestra vivencia cultural y existencia material. La pana
ha sido alimento en nuestra tierra desde el tiempo de la esclavitud hasta nuestros
días.
-pan seguro
-pan común
-fuente de esperanza.
La pana nos hermana, nos hace comunidad…”
Además de ser
uno de esos tres elementos el central en cada festival (lo que el festival conmemora),
los tres elementos forman parte fundamental de casi todo festival. Puede que en
diversos momentos de la cotidianidad se escuche música norteamericana o baladas
de un “no-lugar”, puede que se coma una hamburguesa o un pedazo de pizza y que se
compren artefactos plásticos de producción en masa, pero en el espacio del festival,
en el momento cuando se intenta recuperar la actividad festiva, en ese tiempo y
espacio de especial significación simbólica, se escuchará y bailará música puertorriqueña
(en sus variadas expresiones), se admirarán las artesanías del país y se saborearán
los “platos típicos”.
Parecería que
ante tendencias homogeneizantes de la llamada globalización, el espacio ritual y
el tiempo particularmente destinado a la alegría –la fiesta– se erige más que ninguno
como reducto, defensa, celebración y utopía del heterogéneo, pero ciertamente identitario,
patrimonio inmaterial del país.
NOTA
Este ensayo forma parte
de un libro en preparación. Una versión muy preliminar se publicó como capítulo
II de MAPFRE (2007), Cultura y ambiente en el Puerto Rico de hoy, San Juan:
Terranova editores, pp. 40-67.
ÁNGEL QUINTERO RIVERA. Dirige proyectos sobre sociología de la cultura en el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico. Completó su doctorado en la London School of Economics and Political Science. Es frecuentemente invitado a dictar conferencias en universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa. Es autor o coautor de 16 libros y más de 100 artículos o monografías. Entre estos, Cuerpo y cultura, las músicas “mulatas” y la subversión del baile (2009), fue galardonado con el Frantz Fanon Book Award por su contribución destacada al pensamiento caribeño, y ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música “tropical” (1998) con el Premio Casa de las Américas en Cuba y el Premio Iberoamericano de la Latin American Studies Association (LASA). Sus más reciente libros son ¡Saoco salsero! Sociología urbana de la memoria del ritmo (2015) y La danza de la insurrección, para una sociología de la música latinoamericana (2020).
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 168 | abril de 2021
curadoria: Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952)
artista convidada: Dhara Rivera (Puerto Rico, 1952)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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Atlas Lírico da América Hispânica
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