quarta-feira, 7 de abril de 2021

ÁNGEL G. QUINTERO RIVERA | El tiempo se hizo cuerpo en el espacio danzante. Una música caribeña dinámica e inclusiva

                                  


Ritmo y sorpresa: la salsa

Como parte de sus reportajes para el nuevo milenio, uno de los principales periódicos españoles elaboró un listado de quienes consideraba los más importantes forjadores del mundo hasta entonces. El listado incluyó a dos puertorriqueños. Ambos se habían destacado por sus aportaciones a la música popular: desde el jazz latino hasta el bolero, la rumba, la güaracha… y otros géneros de la llamada “música tropical”; pero, sobre todo, se les identificaba con esa innovadora manera de hacer música que ha venido a conocerse como salsa. Catalino “Tite” Curet Alonso fue el más importante entre una pléyade de compositores de salsa (aunque compuso además boleros célebres, plenas y otros géneros). El timbalero y director de orquesta Tito Puente, el segundo incluido, fue uno de los principales intérpretes de ese movimiento musical. Curet Alonso, aunque vivió algunos años en Nueva York, fue formado por los barrios proletarios de la capital de Puerto Rico, mientras Puente constituyó parte de la diáspora puertorriqueña en Nueva York. Ambos eran mulatos; Curet Alonso más oscuro y Puente un mulato claro.

Estos listados son siempre incompletos e irremediablemente arbitrarios. De cierta manera, además, esconden el rico y diverso patrimonio del país. Aunque la consigna del pabellón de Puerto Rico en la Feria internacional de Sevilla del 1992 fuera ¡Puerto Rico es salsa!, en realidad nuestro país es mucho más que salsa. Ambas anécdotas resaltan, no obstante, una indiscutible realidad: la indudable importancia de la música entre las contribuciones de Puerto Rico a la alegría en el mundo.

Estos relatos apuntan también hacia prácticas inmateriales patrimoniales que requieren de una indagación más profunda. Quisiera comenzar mencionando el carácter inclusivo de sus prácticas culturales según se manifiestan en la música, su propensión a incluir elementos que se le atraviesan, en lugar de excluirlos por una supuesta integridad previa. Uno de los elementos constitutivos centrales de la salsa es su libre combinación de formas. Una manera de hacer música que fueron conformando músicos principalmente puertorriqueños en su origen, entre la Isla y su diáspora neoyorquina, incorporó formas y patrones de diversos géneros caribeños previos —cubanos, puertorriqueños, colombianos, panameños…—, así como del mundo afronorteamericano y del Brasil, quebrando la caracterización tradicional de las músicas populares referentes a particulares estado-naciones. Los “ingredientes” de la salsa podían tener orígenes nacionales diversos, pero su forma de “cocción” está estrechamente relacionada a patrimonios inmateriales que se conforman en la historia puertorriqueña, como puertorriqueños han sido sus principales protagonistas.

Siendo una manera de hacer música que fue constituyéndose en procesos dinámicos —como la migración, que, facilitada por el tipo de relación política entre Puerto Rico y los Estados Unidos representó no sólo un traslado de población (una emigración) sino un frecuente movimiento de ida y vuelta y una continuada comunicación entre residentes en la Isla y en la metrópoli—, tanto o más que por unas formas o estructuras, esa música se caracteriza por unas prácticas musicales. Esas prácticas o modos de hacer manifiestan expresiones y relaciones que marcan las continuidades e identidades de un Puerto Rico irremediablemente cambiante.

A nivel internacional, superficialmente se llama a veces salsa a cualquier música “tropical”, pero, en los países que conformaron la música “tropical”, la salsa es una particular manera de “hacerla”, con su propia historicidad, características y sonido. En los años cincuenta, se experimenta un intenso proceso migratorio de puertorriqueños a Nueva York (aproximadamente una tercera parte de la población), anticipando las emigraciones de la “periferia” a las ciudades centrales del “primer mundo” que caracterizarían al mundo “occidental” décadas después. En los barrios donde los puertorriqueños se asentaron, no sólo se reprodujo la música tradicional de su país de origen, sino su práctica inclusiva llevó, sobre todo a los jóvenes, a desarrollar una música que combinaba la “latina-tropical” con la música de los norteamericanos negros: el boogaloo (lo que más tarde se retomaría con el rap en el movimiento hip-hop). No obstante, la incorporación de emigrantes de otros países hispano-caribeños (y sus músicas y músicos) al mismo ambiente musical que compartían y, sobre todo, por responder a un importante nivel de identidad de los barrios puertorriqueños como “latinos” —cuyo valor tenían que reafirmar frente al mundo anglo que los minusvalorizaba—, transformó esta primera fusión en una música más compleja y rica.

Fue desarrollándose una manera de hacer música que privilegiaba las letras en español y combinaba muy diversos géneros “tropicales” previos con otros afroamericanos, pero no para consolidar una nueva estructura, sino de manera muy fluida y libre de acuerdo con lo que quisieran expresar su letra y sonoridad. El resultado era una música variada bajo una rúbrica abarcadora que reconocía y valoraba la heterogeneidad. En ese sentido —no empece los intentos estandarizadores de la industria disquera—, esa salsa emergente se basaba y celebraba la indeterminación y la sorpresa.

Estas fueron, de maneras diversas como veremos, características de los troncos centrales desde donde fue forjándose el patrimonio musical puertorriqueño. Pero completemos antes esta apretada caracterización de la salsa

 La naturaleza sorpresiva e indeterminada de su variada y libre combinación de elementos y formas se fortalece además con otras dos prácticas que han venido a formar parte de lo que se considera la mejor manera de “salsear”: la improvisación verbal o “soneo” y la improvisación instrumental o “descargas”.

Es preciso explicar antes que la salsa, como el jazz y otras músicas afroamericanas, combinan dos importantes tradiciones de elaboración sonora. Por un lado, la tradición de la composición, con la que un creador ha imaginado el desarrollo posible de unas ideas musicales que plasma en una partitura previo a que los músicos comiencen a tocar. Ese proceso creativo —que permite la reflexión, las posibles rutas descartadas, la vuelta atrás para modificar o pulir— posibilita el logro de un sentido dramático al concebir la obra como un sistema delimitado con principio, desarrollo, clímax y desenlace identificables al oído. Por otro lado, limita a los ejecutantes a la interpretación. La otra gran tradición sonora —llamada comúnmente canción abierta u “open-ended”— se basa en la comunicación entre los músicos en el proceso mismo de elaborar alguna idea o sentimiento. Depende de la improvisación y la empatía en el proceso de comunicación, no sólo entre los agentes sonoros, sino también entre ellos y los bailadores; abre las posibilidades a la creatividad del conjunto, pero limita el sentido estructural dramático que puede imprimirle una línea de desarrollo sofisticadamente desarrollada ante su propia indefinición.

La salsa intenta reunir la posible riqueza expresiva de ambas tradiciones. Se inicia con una composición que marca la estructura dramática fundamental, pero de inmediato pasa a una sesión antifonal o responsorial donde, ante un coro que repite alguna idea central, el cantante solista (o sonero) improvisa sus elaboraciones. Se distingue de formas tradicionales que seguían esta combinación, como el son y la guaracha, por el carácter muy libre de su métrica y rima, que elaboran síncopas (o ritmos desplazados) frente a la regularidad “hispana” del estribillo del coro, casi siempre en octosílabos. El espacio de un soneo en vivo es absolutamente elástico. Dependerá de la habilidad e inspiración del sonero y de la empatía que logre desarrollar con el público bailador o que escucha.

Comúnmente, luego de una sesión del soneo y antes de volver al cuerpo de la composición, se desarrolla la improvisación instrumental o descarga (equivalente al jam session en el jazz). Acá la improvisación es un fenómeno de comunicación pues se improvisa a base de lo que el compositor y el arreglista han querido expresar, y en diálogo con la improvisación de los instrumentistas que le han precedido en la descarga.

El virtuosismo desplegado en una descarga no es, pues, una manifestación individual, sino una expresión de individualidad en una labor de conjunto. Convierte la composición, por tanto, en una práctica colaborativa, dialogante: donde la individualidad se constituye, no en términos de lo que busca o lo que recibe, sino de lo que ofrece, de lo que da. Las individualidades no se diluyen en la colectividad, pero tienen sentido sólo en términos de ésta.

Otra expresión del patrimonio inmaterial en las descargas salseras es su sentido democrático pues quiebra jerarquías históricas entre timbres sonoros. En éstas pueden manifestar su virtuosismo comunicativo tanto los instrumentos valorados por la tradición “occidental” (violín, piano, flauta…) como otros que se asocian a otras tradiciones étnicas o subordinadas clases sociales, como el cuatro identificado con el campesinado—, el trombón —identificado con las bandas militares (vía de ascenso social de artesanos negros o mulatos en el siglo XIX)— o variantes de tambores provenientes de la herencia africana.


Una última característica que no quisiera dejar de mencionar en esta apretada síntesis sobre la salsa —música hispano-caribeña amplia en contenido y vivencias en la que los puertorriqueños hemos sido protagonistas y la hemos marcado como manera de hacer música por nuestro complejo patrimonio inmaterial— es su carácter descentrado. La tradición musical “occidental” se centra en la melodía y los otros elementos de la música —texturas, armonía, ritmo…— son más bien complementarios; gravitan en torno a la tonada. Algunas músicas africanas que heredamos giran en torno al ritmo (aunque no sería correcto generalizarlo para toda esa compleja tradición). La salsa, como otras músicas “mulatas” de América, generalmente manifiesta más bien una alegre tensión dialogante entre sus distintos componentes sin que ninguno llegue a imponerse. Hamaquea una larga tradición “occidental” monocéntrica (no sólo en la música, sino en muchos aspectos, como la religión y las ciencias) con una más democrática heterogeneidad dialógica.

 

La bomba: diálogo entre baile y tambor (espacio y tiempo)

La salsa, en su libre combinación, incorpora ritmos, giros y frases de los géneros formativos de la tradición musical puertorriqueña, como también cubanos, colombianos, etc. Quisiera enfatizar aquí, más bien, su herencia respecto a maneras de hacer y proceder. Comencemos con la bomba, la música tradicional puertorriqueña más apegada a su herencia africana, equivalente a la rumba en Cuba, tumba en Haití y Curazao, gwo-ka en Guadalupe y bámbula en otras regiones del Caribe. Estas músicas son fundamentalmente rituales de comunicación entre sonido y movimiento: entre toques rítmicos, cantos, repiqueteo de tambor y baile. Se caracterizan por el uso de, al menos, dos tambores, uno que lleva un ritmo básico (el buleador) y otro (el primo o subidor) que repiquetea, que elabora de forma improvisada, sobre ese toque básico, enormes variaciones rítmicas que estimulan la creatividad coreográfica.

Contrario a la tradición europea —donde, a partir del siglo XVI (ante un creciente predominio de la melodía) los tambores se relegaron paulatinamente al papel de acompañantes—, en estas músicas continuaron siendo fundamentales para la elaboración musical. Ésta se genera sobre todo en el diálogo creativo entre bailador y tocador: descentrado entre el espacio y el tiempo. Los bailadores, en parejas o en grupo, siguen el toque básico del buleador, mientras a nivel individual desarrollan variadísimos movimientos creativos en controversia improvisadora con el subidor. Aunque existe un repertorio de pasos y de toques, la controversia es indeterminada pues se busca y celebra sorprender: el bailador al subidor y viceversa.

Surgida de grupos humanos a los que se había privado de la palabra —los esclavistas acostumbraban a agrupar esclavos procedentes de distintas regiones africanas que hablaban diferentes lenguas para que no pudieran comunicarse entre sí—, la “lírica” de la canción en la bomba ocupa un lugar secundario, aunque se registran hermosos logros sencillos. La comunicación, más que con palabras, se establece con los ritmos (sean percusivos o en los cantos), las expresiones corporales y los toques de tambor. Los cantos son de tipo responsorial, es decir, de llamada y respuesta entre un cantante solista y el colectivo a coro. El coro establece —con un estribillo que se repite— la idea básica de la canción; mientras, el solista improvisa variaciones en torno a esa idea central, variaciones que en la bomba tradicional tienden a ser más melódicas y rítmicas que en la letra propiamente.

       El buleador —con los toques básicos— y el colectivo en coro —con el ritmo del estribillo— establecen un tiempo recurrente “sincopado” (por basarse en una métrica de unidades no equivalentes y acentos desplazados: las claves). Mientras tanto, el subidor y el (o la) solista enriquecen la regularidad temporal con las enormes e impredecibles variaciones del repiqueteo o el soneo, según el caso: con las insospechadas elaboraciones de la improvisación creativa. Por momentos parece que el repiqueteo rompe con la recurrencia, pero en realidad la complejiza en sus infinitas indeterminaciones internas pues no se considera buen sonero ni repicador del primo quien al improvisar pierde la clave (el patrón rítmico implícito).

Como ya se ha señalado, el baile se ejecuta siempre en diálogo con los tambores. Es la manera, en la bomba, de materializar en el espacio el tiempo que los tambores expresan: el tiempo recurrente del buleador, con oscilaciones corporales sencillas, y la complejidad temporal de las múltiples indeterminaciones del repiqueteo, con las enormes posibilidades expresivas de los movimientos del cuerpo. La máxima bíblica de “el verbo se hizo carne” en el Belén de la cristiandad debía tener otro sentido en sociedades donde la comunicación fundamental no había sido verbal: el tiempo se hizo cuerpo en el espacio danzante y el baile constituirá, por tanto, base central de las identidades. Tanto lo que coreográficamente uno ve, como lo que musicalmente escucha, son productos de ese diálogo creativo abierto a la sorpresa, lo que quiebra la radical separación entre mente (cultura) y cuerpo (naturaleza) en una práctica donde el cuerpo no sólo “reacciona”, sino participa en la creación cultural.

 

El largo abolengo del aguinaldo y el seis

El segundo gran tronco de la tradición musical puertorriqueña lo constituyen las sonoridades y géneros originalmente producidos por el campesinado libre, que en Puerto Rico se le llamó jíbaro. La práctica de la inclusión o la apertura, la improvisación, el ritmo y la sorpresa cuentan aquí también con un largo abolengo, aunque con facetas distintas a las de la bomba y matizadas por la difícil condición de la coexistencia por siglos de esta agricultura parcelaria junto a la plantación esclavista, donde muchos de sus valores y realidades debían camuflarse para que se les permitiera vivir en paz.

Sus principales géneros musicales fueron el aguinaldo y el seis. Ambos encierran, al nivel tan vital del ritmo, una clara, pero camuflada presencia de la amalgama racial que fue por siglos poblando la ruralía del país. Los ritmos, fundamentalmente negros y afro-árabes se separan de los tambores, con los cuales se identificaba la bomba. La combinación de ritmos variados simultáneos o la polirritmia que caracteriza sonoridades de la herencia africana (y que se resaltará en la libre combinación de formas de la salsa) se establece en el rejuego de otros instrumentos: la guitarra, el cuatro (u otras variantes locales de las cuerdas con plectro, como el tiple o la bordonúa), el güiro y la voz.


La guitarra, tan identificada con la cultura española (aunque, en realidad, proveniente de su veta árabe-andaluza), marca el ritmo central (equivalente al toque en la bomba) mientras establece el patrón armónico. Así, ritmos sincopados tipo guaracha, habanera o tumbao, se camuflan a través de una armonía que “suena” española. Además de la clásica combinación de tónica, dominante y subdominante (en diverso orden), abunda entre aguinaldos y seises el uso del patrón armónico llamado cadencia andaluza.

El único instrumento de percusión que originalmente este mundo retuvo fue el güiro, que en la tradición puertorriqueña se identifica como herencia indígena. El güiro cumple dos funciones en el armazón rítmico de esta música. En primer lugar, por seguir un patrón básico (que en ocasiones da el acento al final y no al inicio del patrón; lo que evoca, de hecho, la tradición amerindia), establece un contrapunto rítmico a la guitarra que resulta fundamental para la conformación de la textura polirrítmica de esta música. En segundo lugar, los buenos güireros se apartan en momentos claves del patrón básico y repiquetean en floreos similares a los del tambor repicador de la bomba. En su contribución a la textura polirrítmica y a través del repiqueteo, el tambor repicador de la bomba se camufla en la música jíbara a través del (como lo llamaban en el siglo XIX) “humilde e inofensivo” güiro. (Desde hace ya décadas, se han incorporado a esta música los bongós, tornando más evidente la apertura e inclusión que originalmente se camuflaba. Además, enfatizan la importancia de los ritmos implícitos, y participan de la improvisación y la sorpresa.)

La voz del canto —que, contrario a la bomba, no era originalmente antifonal, sino de un trovador solista (que recuerda la tradición europea del juglar, y manifiesta el individualismo de la economía parcelaria del Puerto Rico de la época donde fue formándose esta música)— lleva supuestamente la melodía principal improvisando en la muy castiza forma poética de décimas espinelas. La forma de cantar la décima, sin embargo, camufla una herencia morisca. El pionero investigador del cantar folklórico Richard Waterman notaba el timbre “afectado” que se asemeja al flamenco.

En estudios más recientes, el etnomusicólogo Luis Manuel Álvarez ha identificado algunas frases como paréntesis que con frecuencia rompen la métrica de la espinela mientras se canta (como óigame compay o ay bendito nena) con la tradición árabe de cantar tipo zéjel. La incorporación de la influencia morisca parece estar presente también en la utilización del le-lo-lai (ay-el-ay en Cuba) para iniciar la improvisación, para ir buscando “la inspiración”. Tanto en el le-lo-lai, como a través de las frases endentadas y en la manera de agrupar en los compases los castizos octosílabos de cada verso —(1) (2-3-4) (5) (6) (7) (8-9-10)—, el trovador le imparte a la décima, por su manera de cantarla, ritmos sincopados propios que contribuyen a la riqueza de la textura polirrítmica total.

El instrumento principal de la música jíbara, que ha adquirido con el tiempo el significado en Puerto Rico de símbolo nacional, es el cuatro, cuyo timbre evoca la muy española mandolina o el laúd (aunque los materiales y técnicas de construcción evidencian influencias africanas también, según ha investigado el etnomusicólogo Emanuel Dufrasne). Toda música de aguinaldo y de seis comienza con un preludio instrumental en el cual el cuatro toca el tema melódico que identifica la particular variante sobre la cual el trovador tendrá que improvisar su letra. Cuando la versificación comienza, el cuatro acompaña al trovador con un tipo de recurso similar a lo que en la música clásica se conoce como obbligato (segunda voz melódica suplementaria), pero en este caso improvisado. Esta línea melódica subsidiaria se improvisa a base de variaciones armónicas o cadencias del tema de la introducción que define la variante. Lo sumamente significativo de esta polifonía (que impresionó tanto a músicos de la talla de Pablo Casals y Jack Delano cuando vinieron a vivir a Puerto Rico a mediados del siglo XX) es que la melodía subsidiaria del cuatro se establece muy frecuentemente a base de la transferencia a nivel melódico de ritmos afrocaribeños, como ha investigado con gran meticulosidad Luis Manuel Álvarez.

Con un timbre tan radicalmente distinto al del tambor, un timbre metálico brillante que evoca las cuerdas de la música española, el cuatro camufló en su música ¡extraordinariamente! —en una época marcada por la opresión “racial” y el discrimen— la vívida presencia afro de su negada constitución.

 En “la cuerda floja” por donde debía transitar la difícil lucha oblicua del campesinado libre, “racialmente” entremezclado, en una situación donde la esclavitud se justificaba ideológicamente con el constructo de las “razas”, la improvisación —central en el aguinaldo y el seis— oscila, en una tensión constante, entre la inventiva creativa y el reto de mantenerse en moldes. La más celebrada expresión de estas músicas ocurre cuando el trovador improvisa enteramente sus letras, sobre todo en controversia con la improvisación de otros trovadores. La improvisación del trovador se da, no obstante, a nivel verbal, manteniendo moldes de rima, métricos y melódicos prefijados. Más aún: mientras más rígidos los moldes de rima y métrica (décimas espinelas, rimas consonantes en sucesión de patrones absolutamente establecidos, etc.), más retantes y celebradas resultan sus improvisaciones verbales.

Su principal instrumento de “acompañamiento”, el cuatro puertorriqueño, generalmente ejecuta virtuosísimas improvisaciones creativas a nivel melódico (y a nivel de una rítmica que se expresa melódicamente), pero siguiendo patrones armónicos tradicionalmente inquebrantables. Además, sus improvisadas secuencias melódicas son consideradas “de apoyo” a los trovadores, no empece que frecuentemente constituyan explosiones de creatividad, de ritmos complejos y sorpresas. Igualmente, por lo general pasan inadvertidos los extraordinarios repiqueteos improvisados del güiro (como en el último siglo, también de los bongós), formalmente “secundarios” en la armazón sonora.

 


La amalgama salsera y la Nueva trova “tropical”

No obstante las contradicciones y limitaciones que los conflictos sociales impusieron a estas músicas en la época histórica cuando fueron tomando forma, no cabe duda que tanto la tradición de la bomba como la del aguinaldo y el seis constituyeron ricos arsenales patrimoniales de prácticas que habrían de rehacerse en la compleja amalgama salsera. La apertura de su sentido de inclusión, la tensión descentrada dialogante entre melodías, texturas y ritmos, la expresividad de la elaboración rítmica y la camuflada melodización de ritmos, la desconcertante combinación entre tradición e innovación; y entre la meticulosa reelaboración de formas con la sorpresa de la improvisación, junto al entrecruce dialogante entre las coordenadas principales de la vida —el tiempo y el espacio—, sonoridad y cuerpo, y la indeterminación en este último de la seducción, convirtieron la salsa con tal abolengo en una música presta a la rica complejización elaborada, manteniendo la frescura de la espontaneidad.

Algunos elementos de este patrimonio inmaterial se han manifestado también en otros tipos de expresiones musicales, como en algunas composiciones de la llamada Nueva Trova (Roy Brown, Haciendo Punto en Otro Son o Antonio Cabán Vale, por ejemplo) desde la década de 1970, experiencia que retrabajan algunos grupos o cantautores juveniles.

 Muy importante además ha sido su presencia en la música de formación “erudita” o clásica. Ya a mediados del siglo XX, Amaury Veray, Jack Delano y Héctor Campos Parsi parecían con ese patrimonio estar configurando una musicalidad clásica nacional. En realidad, más que una intención programática “nacionalista”, considero que estaban sencillamente asumiendo su patrimonio de una manera consciente, lo que ha expresado de manera más evidente una generación siguiente de compositores como Ernesto Cordero, Roberto Sierra, William Ortiz Alvarado, Luis Manuel Álvarez, Carlos Vázquez, Raymond Torres, Johanny Navarro y Alfonso Fuentes, entre otros.

 

Danza, plena, sonata, bolero… “and all that jazz”

Finalmente, estas prácticas patrimoniales han comenzado a permear a otro de los movimientos de mayores potencialidades creativas actuales que, no obstante su relativa autonomía a nivel internacional, en Puerto Rico ha estado generalmente vinculado de alguna forma a la salsa. Me refiero al jazz latino, que, ciertamente, abusó por muchos años de un ostinato “tropical” estereotipado en la percusión. No obstante ese abuso, las elaboraciones rítmicas realmente parlantes —protagónicas— de Giovanni Hidalgo, las experimentaciones de William Cepeda al montar elaboraciones armónicas jazzísticas sobre los fundamentos de la bomba y el aguinaldo, y las sutiles incorporaciones y reelaboraciones de David Sánchez y ¡de manera especial, Miguel Zenón! de las secuelas de los troncos patrimoniales “latinos” y puertorriqueños en el variado lenguaje de la historia del jazz para sólo mencionar estos esfuerzos entre varios—, abren posibilidades de nuevos derroteros y desarrollos insospechados a la dinámica transformación de los patrimonios inmateriales históricos.

Por pretender una apretada síntesis, concentré en este ensayo en los dos troncos básicos patrimoniales de la bomba y del aguinaldo y el seis, y en sus repercusiones, reapariciones y reelaboraciones, sobre todo en la salsa. Quise enfatizar la línea argumentativa en unas prácticas musicales, a mi juicio, fundamentales de esa relación, en lugar de la enumeración de obras y artistas. No debo concluir esta sección, sin embargo, sin alertar al lector interesado sobre algunos ángulos no examinados, que merecen, al menos, tener presentes. Por un lado, están los géneros desarrollados en el devenir histórico entre los que he llamado “troncos” originarios y las expresiones más contemporáneas, que también contribuyeron a consolidar o reformular las prácticas que constituyen el patrimonio inmaterial. No pueden dejar de mencionarse tres:

La danza en la segunda mitad del siglo XIX introdujo camufladamente, a través del acompañamiento de vientos metal, un carácter sincopado a la música de salón. Fue tan importante para prácticas consensuales que el sentimiento nacional conlleva que, mientras la mayoría de los países adoptan himnos de estilo marcial, Puerto Rico luchó (y logró) que su himno fuera una danza, una música sincopada que se baila.

La plena desde principios del siglo XX otorgó una narrativa, una épica, y, por tanto, énfasis en la palabra a la tradición rítmico-bailable de la bomba, hasta ese momento muy parca en la expresión verbal, como antes señalamos. Sigue siendo la música que “más nos mueve”, tan identificada con el sentimiento comunal que predomina en las fiestas de calle y, acompañando las consignas, en protestas sindicales y políticas.

Finalmente, el bolero, que —principalmente en las décadas intermedias del siglo XX— recalcó la relación entre lo íntimo (personal) y lo social, entre el ritmo y el lirismo, entre el baile y la melancolía. Distinto a la danza y la plena, el bolero no es sólo puertorriqueño. Es una de las primeras músicas latinoamericanas, en su sentido amplio, que se conforma precisamente junto a la emergencia de la difusión mediática de la radio y el disco. Tradiciones y músicos puertorriqueños colaboraron, junto a mexicanos, cubanos, colombianos, dominicanos y de otros países, en su formación y desarrollo.

Por otro lado, de manera en cierto sentido similar (sin olvidar las grandes diferencias de época), no puede obviarse la importancia del patrimonio inmaterial musical puertorriqueño en dos de los géneros de mayor difusión trasnacional hoy en día, estrechamente vinculados (como la salsa) a la migración: el pop latino y la llamada “cultura hip-hop”. Estudiosos como Juan Flores y Raquel Rivera entre otros, han evidenciado la marcada presencia de puertorriqueños y sus expresiones desde los comienzos del hip-hop, que no sólo incluye el rap, sino otros elementos como el breakdance y la pintura mural con aerosoles o graffiti, donde el haitiano-puertorriqueño Jean-Michel Basquiat fue su figura cimera. Del rap fue derivando el reggaetón y el trap, que los puertorriqueños como Calle 13, Daddy Yanqui, Don Omar, Tego Calderón, Bad Bunny, la Sista, Wisin y Yandel… han protagonizado a nivel mundial.

 De igual manera, es imposible no considerar intérpretes como Chayanne, Luis Fonsi, Jennifer López y Ricky Martín o compositores como Robi Draco Rosa, con hitos en el desarrollo del pop latino, como María, Despacito, La copa de la vida o Living la vida loca.

Es necesario aclarar, para concluir, que las tradiciones de la bomba y del aguinaldo y el seis no son meros patrimonios inspiradores. Siguen cultivándose con relativa frecuencia, con naturales cambios en sus significados que responden a las transformaciones de las condiciones sociales que los conformaron. No son mero folklore fosilizado; sin el protagonismo de antaño, claro está, siguen creándose y recreándose.

 

NOTA

Capítulo de libro en preparación. Una versión muy preliminar se publicó como capítulo II de MAPFRE (2007) Cultura y ambiente en el Puerto Rico de hoy, San Juan: Terranova editores, pp. 40-67. Para este número de Agulha he resumido para un público lector no especializado investigaciones culturales y de sociología histórica que llevo años trabajando. Aquellos lectores interesados en análisis más abarcadores y las fuentes, pueden complementar su lectura con algunas de mis publicaciones previas; especialmente los libros ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música “tropical”, México: Siglo XXI, 1998, Vírgenes, magos y escapularios, San Juan, CIS-UPR, 2da ed. 2003 y La danza de la insurrección, Buenos Aires: CLACSO, 2020.

 

ÁNGEL QUINTERO RIVERA. Dirige proyectos sobre sociología de la cultura en el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico. Completó su doctorado en la London School of Economics and Political Science. Es frecuentemente invitado a dictar conferencias en universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa. Es autor o coautor de 16 libros y más de 100 artículos o monografías. Entre estos, Cuerpo y cultura, las músicas “mulatas” y la subversión del baile (2009), fue galardonado con el Frantz Fanon Book Award por su contribución destacada al pensamiento caribeño, y ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música “tropical” (1998) con el Premio Casa de las Américas en Cuba y el Premio Iberoamericano de la Latin American Studies Association (LASA). Sus más reciente libros son ¡Saoco salsero! Sociología urbana de la memoria del ritmo (2015) y La danza de la insurrección, para una sociología de la música latinoamericana (2020).  

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 168 | abril de 2021

curadoria: Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952)

artista convidada: Dhara Rivera (Puerto Rico, 1952)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

logo & design | FLORIANO MARTINS

revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES

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