quarta-feira, 7 de abril de 2021

EDWIN R. QUILES RODRَÍGUEZ | Arquitectura contestataria y la construcción de utopías

  


Hacer arquitectura en estos tiempos de transición, en ruta hacia cambios que, si bien necesarios, todavía no definimos con precisión, me provoca una mezcla de sensaciones encontradas y confusas. Este texto es un poco una confesión, un compartir mis propios duendes —esas criaturas de mi ciudad interior que provocan el deseo— y una terrible esperanza de que estamos en un momento privilegiado en el que, muy a pesar de todos los signos y señales de pérdida (de modelos y utopías), estamos construyendo ‘un mundo otro’. De eso no tengo duda, como tampoco dudo que los arquitectos y los diseñadores ambientales estamos llamados a participar en la creación de esta nueva Ciudad que se está gestando. Una ciudad más habitable e inclusiva donde pueda florecer una economía, una política, una cultura y una cotidianidad diferentes; esto a partir de la formulación de nuevos modelos y propuestas, de la reinvención de actos cotidianos, de nuevas utopías. Y a pesar, además, de la distancia cada vez más abismal entre la cultura arquitectónica y la cultura popular, entre los cánones espaciales aceptables y las cotidianidades de la inmensa mayoría de la población con su capacidad de invención y construcción. El espacio es una fuerza esencial en la construcción de esta nueva sociedad; es parte de ese cambio. No solo por darle abrigo para que funcione mejor, sino por su capacidad de expresión simbólica.

Arropado por la globalización neoliberal, nuestro mundo resulta insostenible. Una parte creciente de la población, incapaz de ser absorbida por el nuevo orden económico, se convierte en excedente, gente que, a decir del escritor argentino Ernesto Sábato, ya no están ni siquiera abajo en la pirámide social sino afuera. Según el World Bank, en el año 2100 la población del globo alcanzará los 11 mil millones. De estos, 7 mil serán pobres, según Roberto Segre. En las urbes, la llamada ciudad informal no goza de los mismos beneficios de la vida urbana, como el acceso a infraestructura y servicios. Sus residentes viven bajo la amenaza continua del desalojo y no cualifican para financiamiento convencional, lo que dificulta el mejoramiento de sus viviendas y sus comunidades.

Si bien es cierto que las condiciones de desigualdad llevan a una pérdida de autonomía y de capacidad para decidir sobre sus vidas, no es menos cierto que, cuando las condiciones de dificultad extrema amenazan la subsistencia, los seres humanos utilizamos nuestros recursos de maneras impensables, la más de las veces en franca confrontación con el modelo de ciudad establecido. Lejos de sumirse en la desesperanza y la aceptación de las condiciones desfavorables que le han sido impuestas, la humanidad en todos los rincones del planeta se encuentra en lucha franca para reinventar este mundo. La sociedad civil, como se ha venido a llamar esta muchedumbre, está creando entre la esperanza y la desesperación alternativas de gobierno y de gestión, de comunidad, programas de salud, economía, transportación, manejo del ambiente, producción agroecológica, alimentación, espiritualidad, alojamiento, desarrollo social y maneras de hacer cultura, por decir algunos. Pretende construir un mundo más equitativo donde vivir a partir de conceptos de solidaridad e inclusión, utilizando las tecnologías de formas más humanas. No puedo dejar de consignar aquí la gran influencia de las culturas indígenas ancestrales que, basadas en el respeto hacia los seres vivientes, han ayudado a ver y reencontrar otras maneras posibles de convivencia con la madre tierra, la pachamama, y todas las manifestaciones de la vida. A nivel internacional, reconociendo que la desigualdad tiene una base económica, el llamado movimiento altermundista trabaja por una nueva regulación democrática del sistema financiero y comercial internacional y el perdón de la deuda externa de los países del Sur.

Todo lo anterior viene acompañado, no puede ser de otra manera, de nuevos espacios y nuevos usos para viejos espacios. A su manera, la gente está reinventando la ciudad, creando lugares, construyendo sus propias estructuras desde donde, a su vez, incidir en las estructuras del poder. ¿Cómo podemos los arquitectos colaborar en esos procesos y ser parte de esos nuevos proyectos donde se está construyendo ese “otro mundo posible”? Estoy convencido de que en este momento de cambio los arquitectos y diseñadores ambientales tenemos la capacidad, y por eso mismo la responsabilidad, de dar forma a estas nuevas construcciones sociales, de representarlas adecuadamente; esto como acompañantes solidarios y como líderes. Para ello necesitamos un cambio de mirada o, como sugiere el urbanista en la novela Texaco del martiniquense Patrick Chamoiseau (Editorial Anagrama), un aprender de nuevo a leer para reinventar la ciudad (Pp.277). Esto requiere unir fuerzas con otros profesionales, como los científicos sociales, economistas, ambientalistas, entre otros, y, sobre todo, con los ciudadanos y activistas.

¿Qué hacer? ¿Cómo pensar y hacer una arquitectura que respalde estas iniciativas y estas búsquedas? Esta práctica arquitectónica comunitaria, por necesidad contestataria y participativa, confronta las ideas convencionales sobre la función del profesional que se centra más en la valoración de los objetos y la forma que en los procesos a través de los cuales la gente piensa, se apropia y crea sus territorios.

       Hace ya muchos años, cuando iniciaba mis primeros pasos como arquitecto, unos niños negros de ojos grandes y cara de asombro de una comunidad puertorriqueña en Boston me mostraron algunas de las lecciones más importantes que han dirigido mi práctica de arquitectura y diseño ambiental. Todavía recuerdo las miradas de sorpresa y suspicacia, atentos a la convocatoria del arquitecto para crear un sitio donde jugar en un terreno vacante, lleno de basura y escombros.

Privados por demasiado tiempo de un lugar con el cual identificarse, de apropiarse su territorio cotidiano, de marcarlo con sus propios rituales de interacción e interlocución, los niños dudaron, pero decidieron darle una oportunidad a la provocación. Para ellos el terreno vacante era una condición sobre la cual no tenían ninguna injerencia. La propuesta suponía una confrontación entre lo inmediato y la posibilidad de cambio, entre la dejadez y el tomar la responsabilidad de reclamar un espacio en la comunidad. Al pensar en esto, recordé el siguiente pasaje de Derek Walcott, en su libro La voz del crepúsculo, que pone en evidencia la imposibilidad de cambiar las cosas si no se cambian las referencias ni se amplía el campo de las posibilidades:

 

“Habitantes de las colonias, partimos de esta debilidad palúdica: que jamás sería posible construir nada entre estas podridas casuchas, patios descalzos y guijarros; que al ser pobres teníamos ya el teatro de nuestras vidas”. La voz del crepúsculo. Alianza Editorial. 1998

 

Caminamos por el solar, pasamos revista sobre lo que hasta ese momento eran escombros distribuidos en el terreno: asientos de carros descartados, pedazos de postes del alumbrado, sogas, retazos de madera, un pedazo de escalera, dos pedazos de madera laminada, clavos herrumbrosos y varios neumáticos, además de neveras, estufas y otros enseres eléctricos. Más tarde, preparamos un modelo de cómo se podían juntar las piezas y nos dimos a la tarea de limpiar, recoger y construir una estructura para inventar juegos. Construí un armazón de madera y dejé que los propios niños desarrollaran el proyecto añadiendo las sogas, el asiento y neumático. Solo intervine para corregir posibles problemas de seguridad. Ciertamente, la pieza no reunía los criterios establecidos por la Academia de lo que debe ser una obra de arquitectura. Para un observador, el proyecto podía parecer extraño, hasta caótico, un elogio a la estética de la basura. Pero el proyecto iba más allá. Las lecciones más importantes que nos ofrece esta experiencia tienen que ver menos con la forma que con el contenido y más con la experiencia del proceso que con el producto final.

Mirando desde la distancia me preguntaba, mientras escribía estas cuartillas: ¿qué significado tuvo para mí esta experiencia? Al ocupar el terreno, hasta ese momento vedado para ellos y marcar esa apropiación, los niños intentaron combatir el desarraigo y fortalecer su identidad como residentes. Al hacerlo transformaron su comunidad. Una parte de las ciudades se hace en el día a día, en las decisiones y acciones individuales y colectivas de quienes las habitan. A mí me pareció una buena metáfora sobre la extraordinaria capacidad de la arquitectura para mostrarnos una manera distinta de mirar y mirarnos, convocarnos para asumir la ciudad y el entorno como actores y sujetos, transformar las condiciones de vida, apoyar los rituales cotidianos, construir memoria, detonar procesos creativos y complementar la protesta con propuestas ambientales creativas.


Estos procesos no son totalmente espontáneos: le corresponde al arquitecto y al diseñador ambiental provocar a la gente para que tomen parte activa en la construcción de sus proyectos y se conviertan en autores de sus comunidades; hacer que descubran los hilos que tejen las decisiones mediante las cuales se construye la ciudad para provocar la discusión crítica y hacer posible la preparación de propuestas a partir de las posibilidades, condiciones y capacidades de la población e incorporar la dimensión espacial a las luchas sociales y económicas. En síntesis, le corresponde al arquitecto ser un educador que muestra escenarios alternativos. Al hacerlo, amplía el campo de visión de la gente para influir en la toma de decisiones y que, de esa manera, tomen un mayor control sobre sus comunidades y sus vidas.   Esto define la postura del arquitecto, del diseñador ambiental y del educador que pretende incidir en esas márgenes creativas y provocadoras de las comunidades para, de esa manera, ser parte de la construcción de esa nueva sociedad. Son los temas que me apasionan como arquitecto y profesor-fundador del Taller de Diseño Comunitario de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico con la colaboración del arquitecto Elio Martínez Joffre. En el Taller los estudiantes trabajan con grupos de las comunidades que, por su condición económica, no pueden contratar los servicios de un arquitecto. Al acercarse a los problemas de diseño desde la perspectiva de la gente, los estudiantes aprenden a diseñar con mayor responsabilidad. Mientras aprenden, educan.

Participar supone la disponibilidad de información sobre la cual tomar decisiones. Generalmente, las propuestas y la información sobre la cual se toman las decisiones están escritas o dibujadas utilizando códigos y vocabularios que son incomprensibles para la población general. Esta información debe ser a veces decodificada, es decir, interpretada. Solo a partir de ese nuevo conocimiento se puede generar un proceso de búsqueda y preparación de propuestas alternativas que respondan a las necesidades, posibilidades y expectativas de la gente. Para lo anterior, hemos explorado el uso de medios de comunicación alternativos, como las caricaturas y las tirillas cómicas. Las utilizamos para establecer una base de información desde la cual tomar decisiones sobre el desarrollo y para facilitar la discusión comunitaria de propuestas.

Para hacer su trabajo más efectivo, el arquitecto —que podemos llamar comunitario— necesita, no solo comunicar conceptos e ideas de maneras creativas y accesibles, sino provocar a la gente para que cuenten sus historias, sus miradas y experiencias del lugar donde están interviniendo. La construcción de maquetas, explicar lo que son sus condiciones de vida a partir de la descripción de imágenes fotográficas y escribir o contar historias sobre sus vivencias son algunas estrategias de diseño participativo que ayudan a mirar críticamente los lugares y proponer alternativas.

La convicción de que el desarrollo debe ser sustentable ha sido objeto de muchos de los trabajos alternativos que surgen de las comunidades. La utilización de tecnología de bajo consumo, fuentes de energía renovable, el desarrollo de proyectos económicos cooperativos, la experimentación con el diseño de viviendas y comunidades no tradicionales ni jerarquizadas que posibiliten la participación y apoderamiento de la gente, la integración de la dimensión espiritual a las luchas comunitarias, el cuestionamiento de los patrones de consumo y la utilización ingeniosa de desechos en la construcción, entre otros, son propuestas que, como ya he dicho, se pueden beneficiar de la aportación de los arquitectos y diseñadores ambientales. Esto —parafraseando al gran educador del siglo XX, Paolo Freire— no solo como educadores sino como educandos. Es decir, retomando la dimensión dialéctica del diseño. El espacio puede facilitar —y limitar— procesos de cambio, así como también sirve para representar. Es producto, así como mediador de procesos sociales.

A medida que los territorios ocupados por las comunidades populares son incorporados al mercado inmobiliario y se invierte la relación valor de uso-valor de cambio, estos son reclamados para usos considerados “más productivos”. Esta remoción de comunidades ha sido combatida por la sociedad civil con éxitos y fracasos. No hay duda de que la lucha contra los desalojos requiere la colaboración de muchos y la invención de estrategias creativas. Además de aportar nuestras capacidades para manejar creativamente el escenario de la protesta, que es la calle, nos corresponde también interpretar estas propuestas y guiar la discusión sobre sus efectos y trabajar propuestas alternativas con la propia comunidad. Al elaborar contrapropuestas que apoyen la protesta, se capacitan para defender sus comunidades. Las propuestas se convierten en instrumentos que les facilita negociar desde una posición de poder. El diseño es una herramienta de poder. Al proveer alternativas, la arquitectura contestataria con base comunitaria es una práctica que descoloniza y empodera a las comunidades.

Nos corresponde a nosotros demostrar las falacias de algunos de los preceptos desde los que partimos para tomar decisiones sobre la ciudad. Por ejemplo, demostrar que los barrios populares, sin perder su personalidad ni sus elementos de identidad, se pueden revitalizar, se pueden incorporar como espacios útiles a las ciudades. Parafraseando al arquitecto inglés John Turner, la ciudad es un verbo, no un sustantivo. Siempre está en proceso de ser y, en esa faena de hacerse, todos sus habitantes somos creadores. Aún con la mera presencia.

Hacer arquitectura en este contexto conlleva también aprender de las experiencias de la propia gente, el uso y manejo de materiales, la organización y usos de los espacios y territorios públicos, conocer las memorias y los significados del lugar. A partir de ese conocimiento, podemos generar procesos de aprendizaje sobre organización de espacios, usos de materiales y tecnologías alternativas. No se trata solamente de seguir los patrones establecidos por las propias comunidades sino de incorporar los saberes nuestros a los de sus habitantes para innovar y mostrar otras maneras de diseñar y construir.


Río Piedras, la ciudad donde vivo y trabajo, ha sufrido un proceso de deterioro causado por la falta de atención gubernamental, la destrucción para construir proyectos de infraestructura y el abandono de la propia población. ¿Cómo estimular a la ciudadanía para reapropiar sus territorios, ver las posibilidades de cambio y volver a identificarse con su ciudad? El proyecto Re-Crear Río Piedras, del Taller de Diseño Comunitario, convocó a los niños y jóvenes escolares junto con estudiantes del primer año de la Escuela de Arquitectura para hacer una mirada crítica a la ciudad y sus espacios y pensar en las posibilidades de cambio. Por medio de talleres, caminatas y la documentación fotográfica y textual, los participantes generaron nuevo conocimiento sobre la ciudad y las maneras de operar dentro de ella y desarrollaron criterios para animar y reinventar su ciudad, expresado en obras de arte público. Al ser creado a través de procesos participativos con los que se estimuló la mirada crítica, el arte público se convierte en marcas de identidad del deseo y posibilidad de cambio. Son marcas que sirven para resignificar los espacios, expresar nuevas apropiaciones y rescatar territorios. Algunas de las obras fueron efímeras para llamar la atención sobre ausencias en la ciudad y para convocar a la reflexión sobre las condiciones que requieren atención. La última instalación fue una fiesta-comparsa para celebrar la ciudad y presentar al público general las propuestas.

La construcción de alternativas genera resistencias individuales y en las instituciones del poder, sean comunitarias, gubernamentales, empresariales o profesionales. Un último relato para abundar sobre este asunto. Hace varios años la municipalidad de San Juan me solicitó el diseño de una cancha de baloncesto para una esquina del barrio Melilla, un asentamiento popular urbano. El proyecto parecía simple: buscar los estándares y las medidas correctas de un espacio propio para practicar ese deporte, dibujar y construir. Sin embargo, cuando de gente se trata, las cosas nunca son tan sencillas como parecen a simple vista. Hay siempre otras dimensiones a considerar. Quería saber, por ejemplo, ¿Para quiénes era el proyecto? ¿Dónde estaba la gente de este barrio? ¿Qué papel desempeñaban en este proyecto? O, puesto de otra manera, ¿cuál era el lugar de este espacio baldío en el imaginario de la comunidad, en su cotidianidad? Y, basado en lo anterior, ¿qué debía ser este proyecto para ellos?

Me dediqué por un tiempo a conocer el lugar y su función como lugar comunitario. No tardé en descubrir que lo que parecía un solar yermo, con alguna maleza y escombros de alguna casa venida a menos, era en realidad un espacio de usos múltiples compartido por una población diversa. Bajo la sombra de un quenepo, sentados en cuatro cajones que una vez fueron el empaque de bacalao importado de la Nueva Escocia, y sobre un pedazo de tabla que apoyaban sobre las rodillas, algunos jugaban dominó. En otra ocasión, sobre esos mismos cajones y un asiento de algún auto ya descartado, percusionistas de la vecindad hacían su toque de rumba brava o, como dirían allí, su bembé. De pronto, como una validación de su apropiación y celebración del lugar, llegaron algunas viandas o tubérculos, pedazos de carne de res, maíz y un caldero con agua. Rápidamente y sobre un fogón improvisado, comenzaron a cocinar un sancocho criollo, nuestro cocido nacional, el ajiaco. En esa rápida sucesión de eventos el lugar mostró sus caras o, como diría Christian Norberg Schulz, su genius ‘loci’ o espíritu del lugar.

No obstante, todavía quedaba el problema de la cancha. ¿Cómo diseñar una cancha en lo que parecía ser el centro gravitacional de la comunidad? ¿Hacía falta? Era evidente que la experiencia del lugar no concordaba con el problema de diseño. La lectura ‘oficial’ no concordaba con la de los residentes y usuarios del espacio. ¿Por qué una cancha y no una plaza? Si bien ambos son espacios públicos, la cancha, por su naturaleza de espacio deportivo segrega, mientras que la plaza es un espacio polivalente que integra, une e incorpora distintas poblaciones. Para la municipalidad, el lugar como estaba era un espacio tenebroso y desgarbado lleno de basura en donde se expresaban conductas desenfrenadas que escapan el control de las autoridades. Desde la perspectiva de la oficialidad, el solar era un espacio perdido ocupado por transgresores. La cancha era una forma de ‘sanear’ el lugar según criterios tecnocráticos, cambiar los contenidos y establecer una nueva carga simbólica que neutralizara la ya adquirida. Era una forma de imponer usos o desusos que permitiesen controlar las expresiones de los subalternos y borrar la memoria del lugar. El proyecto perdió toda la inocencia e ingenuidad que se le pretendió dar. No es ingenuo el Estado que, en su intención de controlar, intenta borrar la memoria del lugar; ni el diseñador, que puede escoger entre la complicidad o aliarse con la gente y apoyar sus expresiones de la cotidianidad y sus procesos de convertirla en arquitectura. Cada práctica responde a una visión de comunidad, ciudad y sociedad distintas. Para la municipalidad, el proyecto se definía como un producto, un objeto espacial que resolviera una necesidad de espacio de ocio que fuera controlable y que limpiara el solar de “basura”. De ahí el manejo de la forma para manipular las expresiones culturales, de ahí la idea de una explanada vacía que muy poca gente utilizaría y se mantendría ‘limpia’.

Era evidente que la cancha no venía a resolver un problema de la comunidad sino de la municipalidad. Hubiese sido erróneo definir el problema solamente en términos de la espacialidad institucional. De haber hecho esto hubiéramos diseñado la cancha de básquet. Era necesario conocer el entorno social del que el espacio era parte. Solo así pudimos conocer el problema y sus bemoles. Al redefinir el proyecto, la explanada se convirtió en un espacio plurifuncional y plurisignificativo, capaz de ser apropiado por los usuarios y capaz de transformarse en el proceso de usarse. Reconocimos que existía la necesidad por un espacio que, siendo único y comunitario, proveyera lugares adecuados para toda la población. Un lugar para los niños jugar, un lugar para la rumba y la expresión cadenciosa de los cuerpos en fuga sensual, bancos y mesas para la conversación casual, ‘pasar el tiempo’ y el juego de dominó y, ¿por qué no?, un canasto de baloncesto y un lugar para el fogón improvisado. La placita, que fue construida, es un lugar diverso hecho de espacios interconectados, un lugar de paso y punto de encuentro: un lugar que respeta la diversidad. Un espacio fluido, capaz de permitir distintas actuaciones y capaz de adecuarse a las necesidades cambiantes de la comunidad y sus tiempos.


Hacer arquitectura en este momento, cuando muchas certezas están bajo sospecha, es un gran privilegio y, huelga decir, un reto enorme. Un momento en que, parafraseando al Maestro cubano Fernando Salinas, la gente se está transformando y, al hacerlo, está transformado la arquitectura. La respuesta nuestra, como ha advertido otras veces Roberto Segre, no puede restringirse a la búsqueda de una tipología arquitectónica sino, como diría Jorge Enrique Hardoy, debemos esforzarnos en crear colectivamente ciudades en las que la solidaridad, la confianza y la alegría se extiendan, basadas en la libertad, la igualdad y el diálogo.

 

EDWIN QUILES RODRÍGUEZ. Estudió arquitectura en la Universidad de Puerto Rico, Washington University y el Massachussets Institute of Technology, donde obtuvo el grado de Maestría. Posee, además, un Diploma con Honores en Planificación Urbana, Regional y Nacional del London Architectural Association. En la actualidad se desempeña como arquitecto y urbanista, consultor de grupos comunitarios, activista urbano, conferenciante, investigador y escritor sobre el tema de la ciudad y las comunidades de trabajadores. Fue catedrático de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico por 32 años. Allí fundó el Taller de Diseño Comunitario, proyecto que propone “llevar la Academia a la ciudad y traer la ciudad y los ciudadanos a la Academia” para trabajar juntos en la construcción y el mejoramiento del ambiente construido. Ha sido profesor invitado y conferenciante en universidades del Caribe, América Latina y los Estados Unidos y ha representado a Puerto Rico en una variedad de eventos internacionales tanto académicos como profesionales. Ha sido jurado en certámenes de arquitectura en Puerto Rico y en el extranjero, además de gestor de proyectos de arte público con la participación de la ciudadanía. Ha publicado ¿Quiénes hacen ciudad? Ambiente urbano y participación popular en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana (1997 - coautor), San Juan tras la fachada, una mirada desde sus espacios ocultos:1508-1900 (2003 y 2007) y La ciudad de los balcones (2009). Es autor de una decena de capítulos y ensayos en diversos libros y decenas de artículos en revistas y periódicos. Fue productor del documental Re-Crear Río Piedras sobre un proyecto del mismo nombre que creó y gestó. Entre sus obras de arquitectura y diseño urbano se encuentran proyectos de rehabilitación de comunidades de bajos ingresos en Puerto Rico, el Caribe y los Estados Unidos, el diseño de viviendas de interés social, cooperativas de ahorro y crédito, parques urbanos, centros culturales, proyectos industriales cooperativos y la recuperación de edificios de valor histórico. Su obra ha sido reseñada en periódicos, documentales y revistas de Puerto Rico y el Caribe, así como en el libro Arquitectura Antillana del Siglo XX, de Roberto Segre. Entre los múltiples reconocimientos recibidos, dentro y fuera de Puerto Rico, se destacan el Premio Henry Klumb por su trayectoria profesional (la distinción más alta que confiere el Colegio de Arquitectos y Arquitectos Paisajistas de Puerto Rico, 2001), el Premio Manuel A. Pérez (otorgado por el gobierno de Puerto Rico) por su aportación al servicio público (1998) y numerosos premios por diseños y publicaciones en bienales locales, del Caribe y América Latina.  



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 168 | abril de 2021

curadoria: Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952)

artista convidada: Dhara Rivera (Puerto Rico, 1952)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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