Arropado por
la globalización neoliberal, nuestro mundo resulta insostenible. Una parte creciente
de la población, incapaz de ser absorbida por el nuevo orden económico, se convierte
en excedente, gente que, a decir del escritor argentino Ernesto Sábato, ya no están
ni siquiera abajo en la pirámide social sino afuera. Según el World Bank, en el
año 2100 la población del globo alcanzará los 11 mil millones. De estos, 7 mil serán
pobres, según Roberto Segre. En las urbes, la llamada ciudad informal no goza de
los mismos beneficios de la vida urbana, como el acceso a infraestructura y servicios.
Sus residentes viven bajo la amenaza continua del desalojo y no cualifican para
financiamiento convencional, lo que dificulta el mejoramiento de sus viviendas y
sus comunidades.
Si bien es cierto
que las condiciones de desigualdad llevan a una pérdida de autonomía y de capacidad
para decidir sobre sus vidas, no es menos cierto que, cuando las condiciones de
dificultad extrema amenazan la subsistencia, los seres humanos utilizamos nuestros
recursos de maneras impensables, la más de las veces en franca confrontación con
el modelo de ciudad establecido. Lejos de sumirse en la desesperanza y la aceptación
de las condiciones desfavorables que le han sido impuestas, la humanidad en todos
los rincones del planeta se encuentra en lucha franca para reinventar este mundo.
La sociedad civil, como se ha venido a llamar esta muchedumbre, está creando entre
la esperanza y la desesperación alternativas de gobierno y de gestión, de comunidad,
programas de salud, economía, transportación, manejo del ambiente, producción agroecológica,
alimentación, espiritualidad, alojamiento, desarrollo social y maneras de hacer
cultura, por decir algunos. Pretende construir un mundo más equitativo donde vivir
a partir de conceptos de solidaridad e inclusión, utilizando las tecnologías de
formas más humanas. No puedo dejar de consignar aquí la gran influencia de las culturas
indígenas ancestrales que, basadas en el respeto hacia los seres vivientes, han
ayudado a ver y reencontrar otras maneras posibles de convivencia con la madre tierra,
la pachamama, y todas las manifestaciones de la vida. A nivel internacional, reconociendo
que la desigualdad tiene una base económica, el llamado movimiento altermundista
trabaja por una nueva regulación democrática del sistema financiero y comercial
internacional y el perdón de la deuda externa de los países del Sur.
Todo lo anterior
viene acompañado, no puede ser de otra manera, de nuevos espacios y nuevos usos
para viejos espacios. A su manera, la gente está reinventando la ciudad, creando
lugares, construyendo sus propias estructuras desde donde, a su vez, incidir en
las estructuras del poder. ¿Cómo podemos los arquitectos colaborar en esos procesos
y ser parte de esos nuevos proyectos donde se está construyendo ese “otro mundo
posible”? Estoy convencido de que en este momento de cambio los arquitectos y diseñadores
ambientales tenemos la capacidad, y por eso mismo la responsabilidad, de dar forma
a estas nuevas construcciones sociales, de representarlas adecuadamente; esto como
acompañantes solidarios y como líderes. Para ello necesitamos un cambio de mirada
o, como sugiere el urbanista en la novela Texaco del martiniquense Patrick Chamoiseau (Editorial Anagrama),
un aprender de nuevo a leer para reinventar la ciudad (Pp.277). Esto requiere unir
fuerzas con otros profesionales, como los científicos sociales, economistas, ambientalistas,
entre otros, y, sobre todo, con los ciudadanos y activistas.
¿Qué hacer? ¿Cómo
pensar y hacer una arquitectura que respalde estas iniciativas y estas búsquedas?
Esta práctica arquitectónica comunitaria, por necesidad contestataria y participativa,
confronta las ideas convencionales sobre la función del profesional que se centra
más en la valoración de los objetos y la forma que en los procesos a través de los
cuales la gente piensa, se apropia y crea sus territorios.
Hace
ya muchos años, cuando iniciaba mis primeros pasos como arquitecto, unos niños negros
de ojos grandes y cara de asombro de una comunidad puertorriqueña en Boston me mostraron
algunas de las lecciones más importantes que han dirigido mi práctica de arquitectura
y diseño ambiental. Todavía recuerdo las miradas de sorpresa y suspicacia, atentos
a la convocatoria del arquitecto para crear un sitio donde jugar en un terreno vacante,
lleno de basura y escombros.
Privados por
demasiado tiempo de un lugar con el cual identificarse, de apropiarse su territorio
cotidiano, de marcarlo con sus propios rituales de interacción e interlocución,
los niños dudaron, pero decidieron darle una oportunidad a la provocación. Para
ellos el terreno vacante era una condición sobre la cual no tenían ninguna injerencia.
La propuesta suponía una confrontación entre lo inmediato y la posibilidad de cambio,
entre la dejadez y el tomar la responsabilidad de reclamar un espacio en la comunidad.
Al pensar en esto, recordé el siguiente pasaje de Derek Walcott, en su libro La voz del crepúsculo, que pone en
evidencia la imposibilidad de cambiar las cosas si no se cambian las referencias
ni se amplía el campo de las posibilidades:
“Habitantes de
las colonias, partimos de esta debilidad palúdica: que jamás sería posible construir
nada entre estas podridas casuchas, patios descalzos y guijarros; que al ser pobres
teníamos ya el teatro de nuestras vidas”.
La voz del crepúsculo. Alianza Editorial. 1998
Caminamos por
el solar, pasamos revista sobre lo que hasta ese momento eran escombros distribuidos
en el terreno: asientos de carros descartados, pedazos de postes del alumbrado,
sogas, retazos de madera, un pedazo de escalera, dos pedazos de madera laminada,
clavos herrumbrosos y varios neumáticos, además de neveras, estufas y otros enseres
eléctricos. Más tarde, preparamos un modelo de cómo se podían juntar las piezas
y nos dimos a la tarea de limpiar, recoger y construir una estructura para inventar
juegos. Construí un armazón de madera y dejé que los propios niños desarrollaran
el proyecto añadiendo las sogas, el asiento y neumático. Solo intervine para corregir
posibles problemas de seguridad. Ciertamente, la pieza no reunía los criterios establecidos
por la Academia de lo que debe ser una obra de arquitectura. Para un observador,
el proyecto podía parecer extraño, hasta caótico, un elogio a la estética de la
basura. Pero el proyecto iba más allá. Las lecciones más importantes que nos ofrece
esta experiencia tienen que ver menos con la forma que con el contenido y más con
la experiencia del proceso que con el producto final.
Mirando desde
la distancia me preguntaba, mientras escribía estas cuartillas: ¿qué significado
tuvo para mí esta experiencia? Al ocupar el terreno, hasta ese momento vedado para
ellos y marcar esa apropiación, los niños intentaron combatir el desarraigo y fortalecer
su identidad como residentes. Al hacerlo transformaron su comunidad. Una parte de
las ciudades se hace en el día a día, en las decisiones y acciones individuales
y colectivas de quienes las habitan. A mí me pareció una buena metáfora sobre la
extraordinaria capacidad de la arquitectura para mostrarnos una manera distinta
de mirar y mirarnos, convocarnos para asumir la ciudad y el entorno como actores
y sujetos, transformar las condiciones de vida, apoyar los rituales cotidianos,
construir memoria, detonar procesos creativos y complementar la protesta con propuestas
ambientales creativas.
Participar supone
la disponibilidad de información sobre la cual tomar decisiones. Generalmente, las
propuestas y la información sobre la cual se toman las decisiones están escritas
o dibujadas utilizando códigos y vocabularios que son incomprensibles para la población
general. Esta información debe ser a veces decodificada, es decir, interpretada.
Solo a partir de ese nuevo conocimiento se puede generar un proceso de búsqueda
y preparación de propuestas alternativas que respondan a las necesidades, posibilidades
y expectativas de la gente. Para lo anterior, hemos explorado el uso de medios de
comunicación alternativos, como las caricaturas y las tirillas cómicas. Las utilizamos
para establecer una base de información desde la cual tomar decisiones sobre el
desarrollo y para facilitar la discusión comunitaria de propuestas.
Para hacer su
trabajo más efectivo, el arquitecto —que podemos llamar comunitario— necesita, no
solo comunicar conceptos e ideas de maneras creativas y accesibles, sino provocar
a la gente para que cuenten sus historias, sus miradas y experiencias del lugar
donde están interviniendo. La construcción de maquetas, explicar lo que son sus
condiciones de vida a partir de la descripción de imágenes fotográficas y escribir
o contar historias sobre sus vivencias son algunas estrategias de diseño participativo
que ayudan a mirar críticamente los lugares y proponer alternativas.
La convicción
de que el desarrollo debe ser sustentable ha sido objeto de muchos de los trabajos
alternativos que surgen de las comunidades. La utilización de tecnología de bajo
consumo, fuentes de energía renovable, el desarrollo de proyectos económicos cooperativos,
la experimentación con el diseño de viviendas y comunidades no tradicionales ni
jerarquizadas que posibiliten la participación y apoderamiento de la gente, la integración
de la dimensión espiritual a las luchas comunitarias, el cuestionamiento de los
patrones de consumo y la utilización ingeniosa de desechos en la construcción, entre
otros, son propuestas que, como ya he dicho, se pueden beneficiar de la aportación
de los arquitectos y diseñadores ambientales. Esto —parafraseando al gran educador
del siglo XX, Paolo Freire— no solo como educadores sino como educandos. Es decir,
retomando la dimensión dialéctica del diseño. El espacio puede facilitar —y limitar—
procesos de cambio, así como también sirve para representar. Es producto, así como
mediador de procesos sociales.
A medida que
los territorios ocupados por las comunidades populares son incorporados al mercado
inmobiliario y se invierte la relación valor de uso-valor de cambio, estos son reclamados
para usos considerados “más productivos”. Esta remoción de comunidades ha sido combatida
por la sociedad civil con éxitos y fracasos. No hay duda de que la lucha contra
los desalojos requiere la colaboración de muchos y la invención de estrategias creativas.
Además de aportar nuestras capacidades para manejar creativamente el escenario de
la protesta, que es la calle, nos corresponde también interpretar estas propuestas
y guiar la discusión sobre sus efectos y trabajar propuestas alternativas con la
propia comunidad. Al elaborar contrapropuestas que apoyen la protesta, se capacitan
para defender sus comunidades. Las propuestas se convierten en instrumentos que
les facilita negociar desde una posición de poder. El diseño es una herramienta
de poder. Al proveer alternativas, la arquitectura contestataria con base comunitaria
es una práctica que descoloniza y empodera a las comunidades.
Nos corresponde
a nosotros demostrar las falacias de algunos de los preceptos desde los que partimos
para tomar decisiones sobre la ciudad. Por ejemplo, demostrar que los barrios populares,
sin perder su personalidad ni sus elementos de identidad, se pueden revitalizar,
se pueden incorporar como espacios útiles a las ciudades. Parafraseando al arquitecto
inglés John Turner, la ciudad es un verbo, no un sustantivo. Siempre está en proceso
de ser y, en esa faena de hacerse, todos sus habitantes somos creadores. Aún con
la mera presencia.
Hacer arquitectura
en este contexto conlleva también aprender de las experiencias de la propia gente,
el uso y manejo de materiales, la organización y usos de los espacios y territorios
públicos, conocer las memorias y los significados del lugar. A partir de ese conocimiento,
podemos generar procesos de aprendizaje sobre organización de espacios, usos de
materiales y tecnologías alternativas. No se trata solamente de seguir los patrones
establecidos por las propias comunidades sino de incorporar los saberes nuestros
a los de sus habitantes para innovar y mostrar otras maneras de diseñar y construir.
La construcción
de alternativas genera resistencias individuales y en las instituciones del poder,
sean comunitarias, gubernamentales, empresariales o profesionales. Un último relato
para abundar sobre este asunto. Hace varios años
la municipalidad de San Juan me solicitó el diseño de una cancha de baloncesto para
una esquina del barrio Melilla, un asentamiento popular urbano. El proyecto parecía
simple: buscar los estándares y las medidas correctas de un espacio propio para
practicar ese deporte, dibujar y construir. Sin embargo, cuando de gente se trata,
las cosas nunca son tan sencillas como parecen a simple vista. Hay siempre otras
dimensiones a considerar. Quería saber, por ejemplo, ¿Para quiénes era el proyecto?
¿Dónde estaba la gente de este barrio? ¿Qué papel desempeñaban en este proyecto?
O, puesto de otra manera, ¿cuál era el lugar de este espacio baldío en el imaginario
de la comunidad, en su cotidianidad? Y, basado en lo anterior, ¿qué debía ser este
proyecto para ellos?
Me dediqué por un tiempo a conocer el lugar y su función como lugar comunitario.
No tardé en descubrir que lo que parecía un solar yermo, con alguna maleza y escombros
de alguna casa venida a menos, era en realidad un espacio de usos múltiples compartido
por una población diversa. Bajo la sombra de un quenepo, sentados en cuatro cajones
que una vez fueron el empaque de bacalao importado de la Nueva Escocia, y sobre
un pedazo de tabla que apoyaban sobre las rodillas, algunos jugaban dominó. En otra
ocasión, sobre esos mismos cajones y un asiento de algún auto ya descartado, percusionistas
de la vecindad hacían su toque de rumba brava o, como dirían allí, su bembé. De
pronto, como una validación de su apropiación y celebración del lugar, llegaron
algunas viandas o tubérculos, pedazos de carne de res, maíz y un caldero con agua.
Rápidamente y sobre un fogón improvisado, comenzaron a cocinar un sancocho criollo,
nuestro cocido nacional, el ajiaco. En esa rápida sucesión de eventos el lugar mostró
sus caras o, como diría Christian Norberg Schulz, su genius ‘loci’ o espíritu del
lugar.
No obstante, todavía quedaba el problema de la cancha. ¿Cómo diseñar una
cancha en lo que parecía ser el centro gravitacional de la comunidad? ¿Hacía falta?
Era evidente que la experiencia del lugar no concordaba con el problema de diseño.
La lectura ‘oficial’ no concordaba con la de los residentes y usuarios del espacio.
¿Por qué una cancha y no una plaza? Si bien ambos son espacios públicos, la cancha,
por su naturaleza de espacio deportivo segrega, mientras que la plaza es un espacio
polivalente que integra, une e incorpora distintas poblaciones. Para la municipalidad,
el lugar como estaba era un espacio tenebroso y desgarbado lleno de basura en donde
se expresaban conductas desenfrenadas que escapan el control de las autoridades.
Desde la perspectiva de la oficialidad, el solar era un espacio perdido ocupado
por transgresores. La cancha era una forma de ‘sanear’ el lugar según criterios
tecnocráticos, cambiar los contenidos y establecer una nueva carga simbólica que
neutralizara la ya adquirida. Era una forma de imponer usos o desusos que permitiesen
controlar las expresiones de los subalternos y borrar la memoria del lugar. El proyecto
perdió toda la inocencia e ingenuidad que se le pretendió dar. No es ingenuo
el Estado que, en su intención de controlar, intenta borrar la memoria del lugar;
ni el diseñador, que puede escoger entre la complicidad o aliarse con la gente y
apoyar sus expresiones de la cotidianidad y sus procesos de convertirla en arquitectura.
Cada práctica responde a una visión de comunidad, ciudad y sociedad distintas. Para
la municipalidad, el proyecto se definía como un producto, un objeto espacial que
resolviera una necesidad de espacio de ocio que fuera controlable y que limpiara
el solar de “basura”. De ahí el manejo de la forma para manipular las expresiones
culturales, de ahí la idea de una explanada vacía que muy poca gente utilizaría
y se mantendría ‘limpia’.
Era evidente que la cancha no venía a resolver un problema de la comunidad
sino de la municipalidad. Hubiese sido erróneo definir el problema solamente en
términos de la espacialidad institucional. De haber hecho esto hubiéramos diseñado
la cancha de básquet. Era necesario conocer el entorno social del que el espacio
era parte. Solo así pudimos conocer el problema y sus bemoles. Al redefinir el proyecto,
la explanada se convirtió en un espacio plurifuncional y plurisignificativo, capaz
de ser apropiado por los usuarios y capaz de transformarse en el proceso de usarse.
Reconocimos que existía la necesidad por un espacio que, siendo único y comunitario,
proveyera lugares adecuados para toda la población. Un lugar para los niños jugar,
un lugar para la rumba y la expresión cadenciosa de los cuerpos en fuga sensual,
bancos y mesas para la conversación casual, ‘pasar el tiempo’ y el juego de dominó
y, ¿por qué no?, un canasto de baloncesto y un lugar para el fogón improvisado.
La placita, que fue construida, es un lugar diverso hecho de espacios interconectados,
un lugar de paso y punto de encuentro: un lugar que respeta la diversidad. Un espacio
fluido, capaz de permitir distintas actuaciones y capaz de adecuarse a las necesidades
cambiantes de la comunidad y sus tiempos.
EDWIN QUILES RODRÍGUEZ. Estudió arquitectura en la Universidad de Puerto Rico, Washington University y el Massachussets Institute of Technology, donde obtuvo el grado de Maestría. Posee, además, un Diploma con Honores en Planificación Urbana, Regional y Nacional del London Architectural Association. En la actualidad se desempeña como arquitecto y urbanista, consultor de grupos comunitarios, activista urbano, conferenciante, investigador y escritor sobre el tema de la ciudad y las comunidades de trabajadores. Fue catedrático de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico por 32 años. Allí fundó el Taller de Diseño Comunitario, proyecto que propone “llevar la Academia a la ciudad y traer la ciudad y los ciudadanos a la Academia” para trabajar juntos en la construcción y el mejoramiento del ambiente construido. Ha sido profesor invitado y conferenciante en universidades del Caribe, América Latina y los Estados Unidos y ha representado a Puerto Rico en una variedad de eventos internacionales tanto académicos como profesionales. Ha sido jurado en certámenes de arquitectura en Puerto Rico y en el extranjero, además de gestor de proyectos de arte público con la participación de la ciudadanía. Ha publicado ¿Quiénes hacen ciudad? Ambiente urbano y participación popular en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana (1997 - coautor), San Juan tras la fachada, una mirada desde sus espacios ocultos:1508-1900 (2003 y 2007) y La ciudad de los balcones (2009). Es autor de una decena de capítulos y ensayos en diversos libros y decenas de artículos en revistas y periódicos. Fue productor del documental Re-Crear Río Piedras sobre un proyecto del mismo nombre que creó y gestó. Entre sus obras de arquitectura y diseño urbano se encuentran proyectos de rehabilitación de comunidades de bajos ingresos en Puerto Rico, el Caribe y los Estados Unidos, el diseño de viviendas de interés social, cooperativas de ahorro y crédito, parques urbanos, centros culturales, proyectos industriales cooperativos y la recuperación de edificios de valor histórico. Su obra ha sido reseñada en periódicos, documentales y revistas de Puerto Rico y el Caribe, así como en el libro Arquitectura Antillana del Siglo XX, de Roberto Segre. Entre los múltiples reconocimientos recibidos, dentro y fuera de Puerto Rico, se destacan el Premio Henry Klumb por su trayectoria profesional (la distinción más alta que confiere el Colegio de Arquitectos y Arquitectos Paisajistas de Puerto Rico, 2001), el Premio Manuel A. Pérez (otorgado por el gobierno de Puerto Rico) por su aportación al servicio público (1998) y numerosos premios por diseños y publicaciones en bienales locales, del Caribe y América Latina.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 168 | abril de 2021
curadoria: Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952)
artista convidada: Dhara Rivera (Puerto Rico, 1952)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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