quarta-feira, 7 de abril de 2021

SONIA CABANILLAS | La versión de los vencidos

 


Percibo lo secreto, lo oculto:

¡Oh vosotros señores!

Así somos, somos mortales,

de cuatro en cuatro nosotros los hombres,

todos habremos de irnos,

todos habremos de morir en la tierra.

NEZAHUALCÓYOTL

 

Vivimos momentos ominosos. Encerrados en nuestros hogares, acompañados o aislados, asilados o refugiados, internados en hospitales o agotados por el trabajo incansable, aburridos, asustados, todos tenemos en mente una sola cosa: sobrevivir el estrago del Covid-19. En la coyuntura en que escribo, 32.6 millones de personas se han contagiado con este maléfico e intratable virus para el cual no tenemos ni defensas ni tratamientos de probado éxito. Nos acercamos al umbral de un millón de muertes con un sentido de impotencia y desánimo alarmante. El tema del contagio, los síntomas, los comentarios de los expertos y de los farsantes abundan en las redes. No es de sorprender que en esta crisis echemos mano de otros sucesos históricos de muertes masivas por epidemias globales. Que recurramos al análisis y al recuento de pasadas tragedias, quizá para convencernos de que, según esto o aquello se superó y volvimos a la normalidad, ahora también lo lograremos. En estas circunstancias, la memoria colectiva se convierte en una aliada. Sin embargo, la memoria es selectiva.

Leí una vez, no sé dónde, que si en un mundo alterno sólo los japoneses, en exclusión del resto del mundo, hubieran escrito su historia, en una generación nadie sabría que ellos perdieron la segunda guerra mundial. No hay que ir a un universo posible para ver esto realizado: la mayor parte de la población en Estados Unidos desconoce que ellos perdieron tanto la guerra de Corea como la de Vietnam. La mayoría de nosotros los puertorriqueños desconocemos nuestros triunfos y logros; la nuestra es una historia codificada por los fracasos y los olvidos. Una historia, al decir insistente de Eduardo Lalo, que nos invisibiliza no sólo ante el mundo, sino frente a nosotros mismos, por lo que no deberá sorprendernos los relatos de borraduras y extinciones. De esto se trata lo que quiero compartir.

Sorprenden sobremanera los periplos recientes hacia épocas previas en las cuales la humanidad sufrió el estrago de las pandemias: la peste bubónica, epidemia en que una tercera parte de los europeos perecieron; la de tuberculosis (estetizada por los románticos); la de la influenza española (que, irónicamente, no se inició en España); la del sida (de origen africano) además de otras que se han visibilizado en estos momentos de estragos del coronavirus. Y he esperado que alguien le dé voz al elefante en el salón: la muerte del 90% de la población indígena, consecuencia de las enfermedades (30) traídas por los europeos. La que causó la pérdida del 10% de la población del planeta, lo que tuvo como efecto el enfriamiento global, con una debacle general de hambruna por el congelamiento de las cosechas, como queda evidenciado en los registros helados de la Antártica. Descreerá el lector estas cifras. Realidades tan terribles provocan olvidos colectivos. Mas si esta desgracia la sufrieron seres extintos o excluidos de la sociedad, y si se le añade que fueron conquistados por los responsables de esa catástrofe, no es de sorprender que a estas fechas nadie se acuerde de ellos, ni siquiera los que sobrevivieron. Muchos estudiosos de este cataclismo le llaman, y con razón, “the great dying”, o la gran mortandad (haciendo eco de la gran extinción del Pérmico-Triásico).

Repasemos los datos. Según se publicara en el 1992 en el Yearbook of Physical Anthropology, los “conquistadores” fueron portadores de una amplia gama de enfermedades para las que los indígenas no tenían defensas ni anticuerpos. Fueron treinta enfermedades contagiosas las que causaron la casi extinción de los habitantes originarios: influenza, viruela, sarampión, plaga bubónica, difteria, tifus, cólera, fiebre escarlatina, varicela, fiebre amarilla, malaria, enfermedad de Lyme, fiebre vacuna, leishmaniosis (parásitos), tosferina, enfermedad del sueño (de la mosca tse-tse, de África), filaria (parasítica), dengue, plaga septicémica, esquitosomiasis, ántrax, botulismo, tétano, toxoplasmosis, teniasis (parasitaria), estafilococo, estreptococo, enfermedad micótica (hongos), sífilis (aunque sobre esto hay controversia) y legionella. Algunas de estas enfermedades, como la peste bubónica, se originaron en la China, otras, como la viruela, nos llegaron en cuerpos de africanos esclavizados, muchas fueron producto de la estrecha convivencia de los europeos con los animales (también esclavizados por miles de años —el eufemismo es “domesticados”). A diferencia de la proximidad en que se vivía en un occidente rural con el ganado, los indígenas no tenían bestias de carga con quienes guardar cercanía (lo más próximo, en algunas regiones, eran la llama y la alpaca).

 


Las Antillas

La primerísima de estas epidemias nos toca muy de cerca y es un ejemplo del tercer tipo de contagio: los animales. En el otoño de 1493, antes de partir para lo que luego llamarán América [1] en su segundo viaje, Colón desembarca en La Gomera, una de las islas del archipiélago de Las Canarias. Allí consigue ocho cerdas para alimentar a su tripulación durante el viaje. Las carabelas venían repletas de todo tipo de animales para poblar el “nuevo territorio”. En un estudio sobre esta pandemia, el Dr. Francisco Guerra, catedrático de la Universidad de Alcalá de Henares y de Yale explica:

 

Allí subieron a bordo a ocho hembras de cerdo, que se unieron al resto de los animales como caballos, mulas, ovejas, cabras y vacas, que viajaban en los barcos españoles. Las ocho cerdas enfermaron durante el trayecto, y todo hace pensar que fueron estos animales el origen de la gripe o bien sirvieron de intermediarios al virus. La epidemia de influenza porcina se propagó con rapidez, y las condiciones higiénicas y de hacinamiento en aquellos barcos durante la travesía contribuyeron, y de qué manera, a que esto sucediera. Al poco de desembarcar la expedición española y fundar La Isabela, el primer asentamiento hispánico en el Nuevo Mundo en lo que hoy en día es la actual República Dominicana, Colón cayó enfermo junto con varios miembros de su tripulación. El Almirante genovés describió en su diario los síntomas que padecía: fiebre y problemas al respirar.

 

Este terrible contagio entre los tripulantes será comentado por el doctor de Colón en su segundo viaje, Diego Álvarez Chanca. Fray Bartolomé de las Casas lo menciona en sus cartas: “más de la mitad de los hombres de Colón mueren, pero las muertes de los indios son infinitas” y Pedro Mártir de Anglería apunta en su crónica que “…estaban los indios muertos a cada parte. El hedor era muy grande y pestífero”. La epidemia de influenza afectó a los taínos de La Española, pero arrasó en todas las Antillas Mayores, anticipando inclusive la llegada de los españoles a nuestras respectivas islas. Hay que tener presente que la nuestra era una cultura de amplia y frecuente intercomunicación en el archipiélago, lo que aceleró el proceso de contagio. Antes de la llegada de Ponce de León y Cristóbal de Sotomayor (1508-1509), ya habíamos sufrido otra invasión, diezmados por la influenza.

En el artículo publicado por La Revista de Indias, “¿Una primera epidemia americana en 1493?”, Noble David Cook propone que los indígenas que Colón llevó a Cádiz en el regreso de su primer viaje murieron de viruela en España, lo que adelantaría por veinticinco años las muertes por este virus. Los cronistas de la época consignan la primera gran epidemia de viruela en Las Antillas para el 1518. Comenzó en La Isabela y se regó con fuerza inmisericorde por todas las islas vecinas.

Es difícil afirmar cuántos taínos habitaban en Boriquén (Puerto Rico) antes de la llegada de los españoles. Algunas fuentes estiman hasta 600,000 habitantes, aunque la cifra más aceptada propone que rondaban por los 100,000. José L. Vázquez, en su artículo “El crecimiento poblacional de Puerto Rico: 1493 al presente”, dice que ya para el 1511se habían repartido a los encomendados alrededor de 5,500 esclavos indígenas; veinte años después sólo quedaban 1,148. Entre las causas principales de este descenso poblacional está la llegada de la viruela, la cual diezmó dos terceras partes de la población (que, como dijimos arriba, ya había sido impactada por la influenza). Pero Vázquez advierte que “[a]unque el número de indígenas mermó considerablemente, éstos no desaparecieron tan rápidamente como algunos alegan. Al abolirse la esclavitud indígena, muchos buscaron refugio en los montes lejos de las aldeas españolas. De acuerdo con el historiador Salvador Brau, todavía para fines del siglo XVIII algunos indios vivían en la Indiera cerca de San Germán. En 1797, se contaron 2,312 indígenas separadamente por última vez en un censo español de Puerto Rico”. Hay evidencia contundente de que la noticia de la extinción de los indígenas en Puerto Rico ha sido “grandemente exagerada”, recordando a Mark Twain.

La población del continente americano es otro tópico que levanta rencillas y desacuerdos entre los expertos. Se calcula entre 114 millones, como mucho, a 60 millones, la cifra más conservadora. El número de mayor consenso se estima en 80 millones, lo que convierte a este continente en uno de los de mayor concentración poblacional en el mundo precolombino. (Consideremos que la población europea estaba diezmada por la peste bubónica.) Cálculos poblacionales de la China y la India presentan cifras parecidas. Para el 1600, se estima que 56 millones habían perecido, víctimas de las múltiples pandemias que arrasaron América, de norte a sur. Para finales del siglo XVII, 90% de los indígenas había sucumbido a las distintas pestilencias que azotaron las regiones recurrentemente.

Recordemos algunas de ellas.

 


La cultura de la triple alianza: Excan Tlahtoloyan
[2]

No puedo evitar evocar a Boccaccio, cuando al comienzo del Decameron dice:

 

Y digo pues, que ya habían los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando en la egregia ciudad de Florencia, bellísima entre todas las de Italia, sobrevino una mortífera peste. La cual, bien por obra de los cuerpos superiores, o por nuestros inicuos actos, fue en virtud de la justa ira de Dios […] tras haber comenzado algunos años atrás en regiones orientales, en las que arrebató innumerable cantidad de vidas y desde donde, sin detenerse en lugar alguno, prosiguió, devastadora, hacia Occidente, extendiéndose de continuo.

 

Cronistas de la época narran horrorizados cómo llegan, el primero de diciembre de 1347 al puerto de Messina, en Sicilia, barcos provenientes de las fábricas italianas en Crimea, la flota contagiada desde su estancia en la China con pestilentes “bubas”. Para cuando atracan a principios del 1348 en Génova, prácticamente toda la tripulación ha muerto. Puedo imaginar una toma cinemática a vuelo de pájaro en la cual el destino mortífero de los barcos se aproxima a los opulentos puertos italianos; la vida cotidiana de los habitantes transitando en completa ignorancia de lo que ha de sucederles.

Así también observo desde lo alto, como si un dios maléfico lo ordenara, la llegada a Veracruz del barco de Pánfilo de Narváez, enviado a perseguir a Cortés, quien se le ha escapado a Diego de Velázquez (el conquistador y primer gobernador de Cuba, no el famoso pintor). Cortés había ignorado la prohibición de éste a su empresa exploradora. Decidió obedecer más a su impulso aventurero y a su ambición de fama y riquezas que a sus obligaciones militares. Narváez lleva en su nave un esclavo suyo, el africano Francisco Eguía, a la sazón enfermo de viruela. Se enfrentarán en Cempoala; Narváez pierde la batalla no sólo debido a la fuerza superior de Cortés, sino porque muchos de los hombres de Narváez lo abandonan anticipando las ganancias que les brindará el nuevo jefe. Entre los capturados, cual golpe fatal, estará Eguía.

Los indígenas le llamarán a esta enfermedad mayacimil: “la muerte fácil”; en otras regiones los mexicas le llamaban “teozahual” o “grano divino” por las pustulencias que cubrían la piel. En su tercera carta al emperador Carlos V, Hernán Cortés da cuenta de las muertes causadas por la plaga, entre ellas las del tlatoani azteca Cuitláhuac, hermano de Moctezuma, quien previamente había vencido al conquistador en una batalla. En el artículo “Viruela en la República Mexicana”, publicado por la Secretaría de Salubridad y Asistencia, se detalla que:

 

El rey tarasco, Zuanga, envió mensajeros a la ciudad de México para discutir la ayuda que podía brindarle contra los españoles; pero, al llegar con el contingente de sus tropas, encontraron a Cuitláhuac enfermo ya, y a la ciudad presa de la epidemia. Regresó Zuanga con sus tropas a Tzintzuntzan y llevó el virus de la viruela, la cual se propagó con prontitud por toda la ciudad, de la que fueron víctimas el mismo rey y gran parte de la población [] Para los aborígenes la enfermedad era un castigo de los dioses, en especial de Xipectotec ("el desollado"), señor de los oscuros mitos de la muerte y del renacimiento, de la fertilidad y de las enfermedades de la piel, al que hacían cruentos sacrificios.

 

Hay relatos de los cronistas que afirman que dos expediciones previas a la región del Yucatán (con Hernández de Córdoba y Juan de Grijalba, respectivamente) ya habían llevado una primera oleada de viruela a la región, la que arropó las regiones entre Darién en Cuba hasta el norte del Yucatán, pero con consecuencias menos severas. La epidemia viral en México fue inmisericorde. El cronista López de Gómara comenta que “en algunos poblados murieron todas las familias, en otros solo quedó la mitad”.

No podemos inferir lo que fue la cultura de la América precolombina por la forma de vida de los indígenas del presente. Un comentarista propone que es como si tratáramos de extrapolar la cultura europea de mediados del siglo XX utilizando como base los sobrevivientes del holocausto. Hernán Cortés, en su segunda Carta de Relación, se queda sin palabras cuando entra a Tenochtitlán, capital de los mexicas. [3] Lo más próximo que tiene para compararlo es Granada, una ciudad creada por los almorávides. En un momento de gran entusiasmo exclama que es casi tan rica como África (lo que nos lleva a otro espacio catastrófico). Pero escuchémosle en sus propias palabras:

 

Tiene esta ciudad muchas plazas, donde hay continuo mercado y trato de comprar y vender. Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo; donde hay todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras se hallan, así de mantenimientos como de vituallas [provisiones], joyas de oro y de plata así como de latón… Véndese cal, piedra labrada y por labrar. Hay casa como de boticarios donde se venden las medicinas hechas, así potables como ungüentos y emplastos. Hay casa de barberos, donde lavan y rapan cabezas. Hay casa donde dan de beber y comer por precio…

 

Esa misma ciudad será destruida, sus habitantes diezmados por las epidemias, por suicidios, por la matanza. En El Anónimo de Tlatelolco (1528) podemos escuchar las voces silenciadas por la cultura dominante, [4] una verdadera y (des)afortunada anomalía:

 

En los caminos yacen dardos rotos;

Los cabellos están esparcidos.

Destechadas están las casas,

Enrojecidos tiene sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas,

Y están las paredes manchadas de sesos.

Rojas están las aguas, cual si las hubieran teñido,

Y si las bebíamos, eran agua de salitre.

Golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad

Y nos quedaba por herencia una red de agujeros.

En los escudos estuvo nuestro resguardo,

Pero los escudos no detienen la desolación…

¡Déjennos ya morir,

déjennos perecer,

puesto que ya nuestros dioses han muerto!

 

Uno de los informantes de Bernardino de Sahagún [5] describe la epidemia:

 

…sobre nosotros se extendió [la] gran destruidora de la gente. Algunos bien los cubrió, por todas partes [de su cuerpo] se extendió. En la cara, en la cabeza, en el pecho…Ya nadie podía andar, no más estaban acostados, tendidos en su cama. No podía nadie moverse, no podía mover el cuello, no podía hacer movimientos del cuello…no podía acostarse cara abajo ni acostarse sobre la espalda…y cuando se movían algo, daban de gritos. A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad del grano.

 

Tawantinsuyu – Los incas

En el celebrado libro de Charles Mann 1491: nuevas revelaciones de las Américas antes de Colón, se relata cómo la conquista de Perú por Francisco de Pizarro y su pequeño ejército no se debió al uso de armas y acero (para recordar el famoso libro de Jared Diamond) sino al de los gérmenes, que se habían regado como la pólvora desde su llegada al Yucatán. La epidemia fue tan cruenta que causó una guerra civil antes de la llegada de los conquistadores. Dicho conflicto se precipitó por la muerte del emperador Wayna Qhapaq, de su hijo designado como heredero, su hermano, su tío y su hermana-esposa. En su impulso expansivo, Wayna Qhapaq había invadido la región de Cajamarca, pero la epidemia ya se había depositado inclemente en la capital, Cusco. El cronista Cabello Balboa comenta que el emperador se encontraba…

 

… satisfecho en la isla de Puná [Ecuador] y habiendo participado de sus vicios y sus atractivos, recibió malas noticias del Cusco, donde le avisaban que reinaba una peste general y cruel, de que habían muerto Auqui-Topa- Inga, su hermano, y Apoc Iliaquita su tío, a los cuales había dejado como gobernantes, al partir, Mama Toca, su hermana, y otros principales señores de su familia habían muerto de la misma manera...

 

Cieza de León, cronista de la Conquista, escribe que esta pandemia —que brotó en la región hacia 1524-25— causó tales estragos que murieron sobre 200,000 personas a lo largo y ancho de Tawantinsuyu, el nombre que los incas le dieron a su imperio. Atawallpa, el líder que triunfó ante el levantamiento de los leales a Wayna Qhapaq y quien, sin preparación, se enfrentó a Pizarro, no había sido coronado todavía. Los conquistadores no habrían podido escoger un momento más propicio para el ataque. De un golpe oportuno, cayó Tawantinsuyu. Para el momento de la conquista, el imperio inca era el más extenso de todo el mundo: esto incluye a la China Ming, a las inacabables extensiones de Rusia y al imperio Otomano. Atravesaba partes de la húmeda Amazonia, los altos picos de los Andes, los desiertos costeros y las amplias planicies. Incluía hasta Pasto, en lo que hoy en día es Colombia, casi todo Ecuador, Perú y partes de Bolivia y Argentina. En Chile llegaba hasta el río Maule, donde los araucanos los detuvieron.

Estudios que se iniciaron a partir de la última década del siglo XX confirman que los incas sí tenían escritura, solo que en una forma tan original y tan distanciada de nuestro modo de codificar información que por siglos se pasó por alto. Ni siquiera ellos fueron los inventores de este original sistema de anotación. Cuando en los años noventa lo arqueólogos desenterraron la antigua ciudad de Caral-Supe (contemporánea con Egipto y Mesopotamia), encontraron las mismas cuerdas anudadas conocidas como “quipus”. Hoy en día hay un grupo de expertos que trabajan empeñadamente en desentrañar los mensajes ocultos tras las sogas multicolores. [6] Esperemos que, en un futuro, esas voces silenciadas se vuelvan a oír.

 


El Amazonas 

Como resultado del descalabro ecológico que ha sufrido el Amazonas, áreas antes cubiertas por la espesa selva han quedado expuestas, revelando antiguos asentamientos delimitados por zanjas profundas. Ostentan un diseño reticulado —los geoglifos— que evidencian el empleo de la planificación urbana basada en conocimientos matemáticos. Todos comparten rectas y perpendiculares calles con una gran plaza central, intrincados ramales para el desagüe y un dominio avanzado en la modificación del terreno que transforma el barro bajo en nutrientes en “terra preta”, un humus fértil y vivo que la ciencia no ha podido todavía desentrañar.

Los arqueólogos aseguran que todavía quedan en la selva dos terceras partes sin descubrir, pero por fotografías satelitales se anticipa que la Amazonía fue el hogar de culturas complejas que acogían de entre ocho a diez millones de personas en una región de aproximadamente 400,000 km2. Hasta ahora se piensa que esta red cultural floreció hacia el 1250 y sus habitantes perecieron en masa con la llegada de los conquistadores.

El centro del terreno deforestado está en Acre, bañado por el río tributario Xingú. Allí se están estudiando 450 de estos geoglifos. Algunos son circulares, otros son cuadrados y otros son combinados, cuadrados dentro de círculos o de círculos concéntricos. Promedian de entre 50 a 350 metros de diámetro; los fosos miden 11 metros de ancho y 4 metros de profundidad, por lo que se distinguen mejor desde grandes alturas (sorprende la necesidad de mano de obra numerosa para la remoción de tanta tierra). Tal parece que no sirvieron de viviendas permanentes, sino que, debido a las temporadas de lluvia en las que el terreno se inunda, fueron ocupadas temporeramente. Se calcula que en cada asentamiento vivía un promedio de 4,400 habitantes.

Estos terrenos fueron ocupados desde hace aproximadamente seis mil años, pero la construcción de los geoglifos data de hace cuatro mil años. Lo que es todavía más sorprendente es que hay evidencia irrebatible de que el 15% del Amazonas ha sido modificado por la presencia de los humanos, quienes sembraron cerca de sus asentamientos aquellos árboles preferidos por ellos o por animales que ellos cazaban. Entre los más numerosos están las palmas y el bambú. Las aldeas se comunicaban a través de una red de tributarios, verdaderas avenidas acuáticas que facilitaban la comunicación y el intercambio. En su libro 1499: Brasil antes de Cabral, Reinaldo José Lopes acota que:

 

No existía tanta piedra para construir pirámides y fuertes, como en otros lugares. Pero muchas funciones rituales, religiosas, simbólicas equivalentes a esas mega construcciones existían en el territorio brasileño. No habría pirámides, pero sí montes artificiales llamados “tesos” que cumplían esa misma función. En la región de Santarém podría haber existido un “cuasi estado”, con líderes aristocráticos, guerreros y una diferenciación social que debía incluir sacerdotes y, con certeza, artesanía especializada. [7]

 

En 1542 Francisco de Orellana (dicen que primo de Francisco Pizarro y compinche suyo) emprende una exploración del río Amazonas y sus tributarios. De hecho, es a él al que le debemos el nombre del río más caudaloso del planeta. [8] En su paso por las distintas regiones, Orellana y sus hombres se han de tropezar con un pueblo (probablemente los Pira-tapuya), con los cuales tendrán un belicoso enfrentamiento. Orellana afirma que tanto pelearon contra ellos los hombres como las mujeres, guerreras temibles y diestras en el combate. El explorador afirma que la tribu le pide ayuda a estas “amazonas”:

 

…y sabida nuestra venida, vánles a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que éstas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios como capitanas, y peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaron volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos y ésta es la cabesa por donde los indios se defiendan tanto. Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; y en verdad que hubo mujer de estas que metió un palmo de flecha por uno de los bergantines, y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín.

 

Orellana muere en un segundo intento por reencontrar aquella fabulosa gente, convencido de que se había topado con “el Dorado”. Por siglos se puso en duda que éste dijera la verdad cuando narró el encuentro con la civilización del Amazonas. Él los describe como “pueblos grandes, con murallas y muy ricos, en los que encuentran también vestiduras de plumas de diversos colores que utilizan para sus sacrificios”. Ahora se puede afirmar, después de siglos de pensar que esto era resultado de su febril imaginación, que Orellana sí fue un testigo ocular del crepúsculo de esta misteriosa cultura amazónica que hoy comenzamos a desenterrar y rescatar del olvido.

 

Norte América [9]

Se nos ha hecho creer que la colonización de lo que hoy es el este de Estados Unidos (las trece colonias) y la subsiguiente conquista del oeste fue mucho más benigna que la de los crueles españoles porque se logró a base de una serie de acuerdos (muchas veces fallidos y fraudulentos), actos de compraventa (como en el caso de Nuevo Amsterdan, ahora Nueva York) y la lenta ocupación de terrenos inmensos y “despoblados”, la llamada “conquista del oeste”. Sabemos que esta “benevolencia” no es otra cosa que parte de los mitos fundacionales, como el famoso árbol de cereza de Jorge Washington, y que esas llanuras deshabitadas e interminables —donde se encarnará el destino manifiesto— una vez acogieron las numerosas pisadas de los “pieles rojas”.

Hay que reconocer que hay unas diferencias importantes entre la estrategia concertada, centralizada y agresiva que emplearon España y Portugal y la de “los separatistas”, como preferían llamarse los peregrinos, quienes obraron inicialmente motu proprio, movidos por el deseo de escapar de persecuciones religiosas en Inglaterra. El poblamiento de estos territorios fue posterior al de los peninsulares y consistió a menudo en intentos fracasados y empresas abandonadas al poco tiempo de ser iniciadas. Ya para el 1497, John Cabot funda la primera colonia inglesa en Newfoundland, una isla visitada previamente por los vikingos en la Edad Media. Luego de esto hubo una larga lista de intentos exitosos y malogrados durante el siglo XVI. [10] Pero el impulso grande se inició a lo largo del siglo XVII con las primeras colonias permanentes:1607, Jamestown, Virginia y (fundamental para el imaginario de los “padres fundadores”) en 1620 llegaron en el barco Mayflower los peregrinos que se asentaron a orillas del Plymouth en Massachusetts. Le siguen muy de cerca los holandeses, en 1624, en lo que será Nueva Amsterdam, inicialmente un asentamiento de la primera gran transnacional, la Dutch East India Company.

El francés Samuel de Champlain, quien exploró el área de la desembocadura del río Plymouth hacia el 1605, comentó en su informe sobre los mapas detallados de la región que la aldea de los Patuxet estaba densamente poblada. Sin embargo, testimonios de los colonizadores que llegaron hacia el 1617-1618 afirman que la zona estaba prácticamente despoblada como efecto de una epidemia. Se pensó originalmente que la viruela había sido la causante, pero luego se determinó que había sido la leptospirosis (también traída por los europeos) la causante de la muerte de los indígenas. Esto ocurrió antes de que los peregrinos desembarcaran del Mayflower. Los estudiosos utilizan el término de “pandemia de suelo virgen” para referirse a la facilidad de contagio entre nativos que no habían desarrollado defensas contra los gérmenes portados por los invasores.

El territorio del que se van a adueñar muchos de estos grupos de disidentes religiosos estaba ocupado ya por una numerosa población organizada en naciones —pueblos agrupados en confederaciones y unidos por alianzas, propósitos afines, creencias compartidas y rituales que cimentaban el imaginario colectivo—. Los pueblos son organizaciones sociales que comparten la misma etnia, las mismas narrativas ancestrales de trasfondo histórico y los mismos elementos representativos de identidad (tales como vestimenta, diseño de moradas, hábitos alimenticios). Este tipo de estructura social acogía con gran flexibilidad las diferencias entre distintos pueblos que formaban parte de una misma nación. Hay que destacar esto porque es fundamental para comprender la tolerancia inicial que los nativos tuvieron hacia los advenedizos. Bastante más altos y esbeltos que los invasores, de constitución recia y saludable, los indígenas a menudo comentaban que los ingleses —en realidad, todos los invasores— apestaban y no acostumbraban a asearse (a menudo no se habían bañado nunca); su apariencia era desaliñada y repulsiva. No entendían la arrogancia con que les hablaban, pues repetidamente comprobaban que carecían de las destrezas mínimas para sobrevivir en un ambiente que los locales dominaban sin esfuerzo.

Cuando estos migrantes llegaron, las noticias de los “carapálidas del sur” era cosa conocida. Ya para el 1480 se había dado contacto entre ingleses y nativos en Newfoundland. En 1501, el aventurero portugués Gaspar Corte-Real captura de la costa de Maine a 50 personas, algunas ataviadas con adornos venecianos (una lanza rota y dos anillos de plata). Aunque distintos nativos se comportaron de manera cautelosa y por momentos defensiva contra los advenedizos, en general su conducta fue hospitalaria. Les cedieron tierra, los alimentaron (hay testimonios numerosos que afirman que todos los recién llegados habrían muerto de hambre si no hubieran gozado de la hospitalidad indígena), les enseñaron a sembrar y a cosechar (recordemos aquí, no sin ironía, la “Acción de Gracias”), [11] a procesar alimentos, a desarrollar estrategias de sobrevivencia en tiempos de sequía o de las heladas invernales. Es motivo de acalorados debates el tema de la densidad poblacional de este territorio. El estimado fluctúa de entre casi dos millones, pasando por cinco millones y llegando a 12 millones. Sobre lo que no hay desacuerdo es que, para el siglo XIX, quedaban aproximadamente 250,000 indígenas acorralados en reservaciones ubicadas en terrenos inclementes y, por lo tanto, no codiciados por los blancos.

No es nuestro propósito detallar las horribles masacres perpetuadas por los ingleses y que aceleraron el fallecimiento de miles de “americanos nativos” (“Native Americans”). Sin embargo, debo subrayar que, en el proceso de diezmar la población indígena, los ingleses emplearon una estrategia novedosa: la guerra biológica. Ward Churchill, estudioso del tema y profesor de la Universidad de Colorado, apunta sobre este tema que “fue precisamente la malicia, no la naturaleza, lo que causó que la población indígena de Norte América pereciera”. [12]

El proyecto de genocidio se conoció bajo el nombre de “trade blankets” [tráfico de mantas] y, aunque anterior a esta época, se documenta de forma oficial en el 1763. Sir Jeffrey Amherst, quien estaba a cargo de las fuerzas británicas de Norteamérica, le escribió al Coronel Henry Bouquet, dirigente de Fort Pitt, en Pennsylvania, ordenándole que… “You will do well to try to inoculate the Indians [with smallpox] by means of blankets, as well as to try every other method, that can serve to extirpate this execrable race.” Pero, lamentablemente, esto no fue un suceso aislado. En un documento del 1837 del ejército de Estados Unidos, se establece el uso y costumbre de entregar a la población indígena (en esta ocasión en reservaciones de Dakota del Norte) estas mantas contaminadas con viruela. Provenían de salas de enfermería en San Luis donde estaban en cuarentena pacientes de viruela. Se le advirtió al ejército destacado cerca de la reservación que se retiraran y buscaran “santuario” en pueblos cercanos. [13]

Charles Mann [14] cuenta sobre la accidentada vida de Tisquantum, [15] oriundo del pueblo de Patuxet, en la región de Narrangasett (entre Massachusetts y Rhode Island), miembro de la confederación Wampanoag, quien fuera capturado junto a otros en 1614 por una flota inglesa que pretendía venderlos como esclavos en Málaga. Para sorpresa de sus secuestradores, ya para ese momento el papa Pablo III se había pronunciado sobre la humanidad de los indígenas (sí, hubo que recurrir al Papa para determinar que los indígenas no eran animales, suerte que no gozaron los africanos). Esta sanción prohibía su compraventa, pero obligaba su conversión. Tisquantum disimuló su asentimiento a la nueva fe y aprovechó su desgracia para aprender el idioma de sus captores sirviendo luego como traductor entre los ingleses y los indígenas.

A través de negociaciones y artimañas, Tisquantum logra regresar a su tierra después de cinco años. Al momento de su partida, toda la región del este de los Estados Unidos estaba salpicada de numerosos poblados desde los cuales humeaban las chimeneas de los hogares. De nuevo, hay interpretaciones diversas sobre el número de habitantes de esta región, pero el estimado promedio propone que Nueva Inglaterra tenía una población de alrededor de 100,000 americanos nativos. Cuando Tisquantum regresó para reunirse con su gente, todos habían perecido como resultado de la pandemia. Mann acota: “When he returned, everything had changed —calamitously. Patuxet had vanished. The Pilgrims had literally built their village on top of it”.

 

Impacto global

Muchas de las enfermedades mortíferas que diezmaron la población de América han sido superadas hoy día, ya sea porque las erradicamos, las medicamos y prevenimos, porque creamos defensas o porque los hábitos profilácticos transformaron nuestra relación con los animales, los gérmenes y la convivencia. Hoy en día vivimos en cuerpos globalizados, tanto en el sentido de herencia genética —en nuestras venas conviven en feliz fusión (y no con-fusión) [16] la sangre de indígenas, africanos y europeos. Además, nuestra sobrevivencia como especie depende de cosechas que llegan a nuestra mesa desde el mundo entero. El nuestro es un cosmos de comunicación instantánea organizada a través de redes transnacionales. Nos es evidente la interconexión planetaria.

La muerte del 90% de los habitantes del continente que, para el momento de la Conquista, no era ni un mundo nuevo, ni americano ni despoblado, tuvo consecuencias ambientales devastadoras no sólo para los indígenas, sino para el orbe entero. Significó la desaparición abrupta del 10% de la población mundial. Las tierras cultivadas por los habitantes desaparecidos se transformaron en densos pastizales; los bosques se revirtieron a tupidas selvas; la maleza cubrió la evidencia de civilizaciones milenarias.

En el artículo “European colonization of the Americas killed 10 percent of the world population and caused global cooling” [17] se afirma que:

 

The lower temperatures prompted feedbacks in the carbon cycle which eliminated even more CO₂ from the atmosphere —such as less CO₂ being released from the soil. This explains the drop in CO₂ at 1610 seen in Antarctic ice cores, solving an enigma of why the whole planet cooled briefly in the 1600s. During this period, severe winters and cold summers caused famines and rebellions from Europe to Japan.

 

Esto confirma que la Tierra es de una pieza, que lo que sucede en una región, repercute en países distantes. Estas pandemias apoteósicas se han borrado de nuestra memoria histórica, de nuestros anales y nuestras referencias actuales. Solo los especialistas trabajan con estas cifras de incontables seres. Para el resto de nosotros, es como si esa desgracia nunca hubiera ocurrido. Con la muerte de ellos se borraron también sus saberes, sus sentires, sus aportaciones y sabidurías ancestrales. No sé qué es más lamentable, la muerte de millones o nuestra ignorancia de ella. Reivindiquemos su memoria, por favor, no los olvidemos.

 

NOTAS

1. Este continente nunca tuvo, en época precolombina, un nombre genérico. Los toponímicos se referían a las etnias o las agrupaciones de etnias o pueblos, que podríamos designar como “naciones”.

2. Para el momento de la conquista, México pertenecía a una federación de pueblos de extracción étnica diversa: México-Tenochtitlán, Texcoco Tlacopán. Estaban unidos por tratados de cooperación y pagos de impuestos. Muchas de las regiones de Mesoamérica estaban entrelazadas por modelos de alianzas tripartitas.

3. La palabra “azteca” se refiere a la aristocracia; el término para referirse a este pueblo y a su cultura es “mexica” y, de ahí, México.

4. Durante el proceso de la Conquista, miles de códices fueron quemados por considerarlos producto de demonios. Sólo sobrevivieron cerca de veinte porque fueron regalados al rey de España (y éste, a su vez, los regaló a otras cortes europeas), por lo que se encuentran en Europa. Sólo quedan en México el Códice Colombino, el Tonalámtl de Aubin (devuelto a regañadientes por Francia) y el Códice De La Cruz-Badiano, devuelto a México como un acto de buena fe por el Papa Juan Pablo II.

5. Este visionario monje (s. XVI) fundó una escuela de copistas mexicas que documentaron su cultura, sus conocimientos y sus creencias. Se publicó en una versión bilingüe náhuatl-castellano bajo el título de Historia general de las cosas de Nueva España. Sahagún, a través de Fray Jacobo de Testera, le regaló una copia al papa Gregorio XIII, quien la depositó en la Biblioteca Medinacea, por lo que hoy se conoce como El Códice Florentino. Miguel de León Portilla publicó dos resúmenes muy popularizados de este códice: La visión de los vencidos y El reverso de la conquista.

6. Se pensaba que los quipus eran formas de anotación numérica, similares a los chinos, que los incas usaban para codificar inventarios de bienes. Hoy se ha probado que eran también una forma de escritura. Ver: Los quipus, la escritura secreta de los antiguos incas en National Geographic.

7. Traducción del portugués mía.

8. En tiempos de la Conquista, a este río se le conocía como “río de Orellana”.

9. A pesar de que México es parte de Norte América, lo he separado de esta categoría porque los pueblos que invadieron el este Estados Unidos y Canada provienen de otras regiones europeas: Holanda, Francia, Gran Bretaña, Alemania, entre otros. Tampoco voy a hacer referencia a los territorios, como Florida, explorados por españoles, pero nunca formalmente incorporados al imperio, ni a los estados arrancados a México en el Tratado Guadalupe-Hidalgo de 1848: California, Nevada, Utah, Nuevo México, Texas, Colorado y partes de Arizona, Wyoming, Kansas y Oklahoma. (Equivale al 15% del territorio actual de Estados Unidos y más de la mitad del territorio original de México.)

10. Florida, que incluía partes de Alabama, fue parte del imperio español y vendida por éste a Estados Unidos.

11. Fue precisamente con los nativos de Patuxet que los peregrinos celebraron su primer “Thanksgiving”.

12. En el maravilloso libro 500 Nations: An Illustrated History of North American Indians, de Alvin M. Josephy, Alex White Plume, miembro del pueblo lacota, afirma que “…it takes centuries and centuries to develop forms of government, to develop a way of life… we have not yet come with a ritual to forgive the white man for what he did. He can’t just come out here and apologize. First he has to wipe out the tears of our nation”.

13. En “Were American Indians Victims of Genocide?”, por Guentes Lewy, Commentary (2004). Ver también The Conquest of Paradise (1990), por Kirkpatrick Sale, y 1999 Encyclopedia of Genocide, editado por Israel Charny.

14. 1491: New Revelations of the Americas Before Columbus, Vintage Books, (2006)

15. No se sabe si éste era su nombre real porque significa “la ira de manitoba”, los dioses vengativos, según su cultura.

16. Por supuesto, discrepo de Antonio S. Pedreira, autor de Insularismo, y de su concepto de la raza como una con-fusión.

17. Publicado en The Conversation, con Alexander Koch, Cris Brierley, Mark Maslin, Simon Lewis.

 

SONIA CABANILLAS. Es docente de la División de Artes Liberales de la Universidad Ana G. Méndez (UAGM), donde dicta cursos de humanidades, filosofía (especialmente filosofía de la tecnología y filosofía de la ciencia), arte, literatura e historia. Durante una década dirigió la ya extinta revista Cupey y actualmente es miembro de la revista Cruce. Desarrolló los cursos de Humanidades-Cultura Mundial para Sedue (lecciones televisadas), los cuales cuestionan las premisas ideológicas de la cultura occidental. Escribe sobre arte y cultura y sus escritos han sido publicados en revistas tanto en Puerto Rico como en el exterior. Es miembro del Comité Consultivo del Museo de las Américas y ha sido curadora de varias exposiciones.  

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 168 | abril de 2021

curadoria: Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952)

artista convidada: Dhara Rivera (Puerto Rico, 1952)

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