terça-feira, 20 de julho de 2021

DAVID CORTÉS CABÁN | Cinco poemas de El Reino, de Ramón Palomares

 


El Reino (1958), [1] el primer libro de Ramón Palomares (1935 2016), se nos ofrece como el punto de partida de la singular obra de un joven poeta que a los veintitrés años ya poseía una personalidad poética definida y el pleno dominio del lenguaje que iría moldeando, a través de los años, su visión de mundo. Una visión cuya sinceridad y ternura nunca ya podrían desprenderse de su experiencia creativa. Hay en El Reino una particular visión de la vida que armoniza con lo que misteriosamente queda grabado en la memoria como señal de humildad y grandeza del paisaje lírico que traza un camino hacia la interioridad del ser.

Ramón Palomares crea una poesía cuya imagen emana de su relación íntima con el entorno. Nos ofrece una percepción que retiene un profundo conocimiento de lo propio hasta alcanzar una proyección universal. Su reino, tan expresivo en experiencias y hondura humanas, confirma la conciencia de esa relación con la naturaleza y la inquietud que la define. Pero ¿qué es lo que podríamos hallar en este reino como manifestación y esencia de la vida? ¿qué tipo de sensaciones, una vez hayamos rasgado el velo que cubre su contenido? La respuesta la intuimos en el lenguaje y en el asunto de sus temas. Y ciertamente, en todos aquellos elementos que parecen sostenerse de un modo natural pero funcionan unidos a unas experiencias en las que el hablante se reconoce. Por eso, como señala Evelyn C. A. Páez, en Ramón Palomares “La imagen poética no es una simple y llana reproducción de la realidad, sino un proceso creativo en donde cada elemento tiene siempre un valor simbólico, es decir, es siempre lo que es y algo más”. [2] Y es que en Palomares la naturaleza misma confirma esa exaltación de la vida en una visión que reclamará para sí el dolor y las sombras de la muerte cuando ésta discurra silenciosamente sobre el cuerpo del padre fallecido, como veremos en el poema “Elegía a mi padre”.

 Estas composiciones establecen un sistema de correspondencia que nos permiten valorar los textos independientemente, y a la vez apreciarlos en conjunto. Divergen, es natural, en los temas y las emociones que cristalizan y en lo que directa o indirectamente sugieren. Pero vistos en su totalidad recrean una poderosa metáfora de la vida que retiene la intimidad del poeta en el conocimiento de esa visión reveladora. Son poemas que nada tienen que ver con la abstracción de territorios soñados, ni con influencias de índoles extranjerizantes. La percepción de ese mundo está fundida directamente en la flora y la fauna por un lado, y, por otro, en la visión de la tierra y el paisaje andino y las voces y tradiciones de las gentes.

 En la confección de El Reino el crítico Víctor Bravo ha subrayado una clave importante que sintetiza la elocuencia y la atmósfera del mismo: “ …en sus versos el lenguaje se muestra como un sexto sentido que no es sino la prolongación de los demás: la mirada y el tacto, el gusto y el oído, el olfato, todos en esa trama y ese milagro del lenguaje que es el poema, para mostrarnos como uno de sus principales dones, una experiencia íntimamente sensible con el mundo…” [3] Y, naturalmente, esa vinculación del poeta con el mundo es la que nos conmueve por lo que contiene como referencia y revelación de la vida. Todas estas composiciones están impregnadas de un sentimiento que potencia los límites entre lo contemplado y lo vivido como si las palabras arrojaran una luz más intensa sobre lo nombrado. De ahí que el entrañable amor del poeta por el paisaje andino y el contacto con los seres que lo pueblan influya siempre en su obra.

Pero es necesario transcribir aquí un pensamiento que el propio Ramón Palomares escribiera específicamente para esta edición: Mi primer libro, “El Reino” me encaminó definitivamente hacia la Poesía y me enseño como hasta hoy que era la belleza de la palabra mi único y verdadero camino hacia lo más profundo y acendrado de mi ser interior”. Esa belleza de la palabra que resplandece es la revelación que ostenta el signo de su grandiosidad para culminar en la imagen que proyecta un sentido de la vida en el tiempo. Y este camino “profundo y acendrado” del que habla el poeta, será también el que justifique la alegría de vivir y sentir la naturaleza como la experiencia de un acto jubiloso. Ese entusiasmo es el que transfiere la emoción de un mundo cuya lucidez cristaliza toda forma de conocimientos elevando de igual modo la vida sobre la incertidumbre y el dolor. Sin embargo, reconocemos que habrá motivos para angustiarse cuando la muerte señale el camino del “viaje definitivo” como lo llamó Juan Ramón Jiménez.

En el poema “El viajero” (5-11) la visión poética responde a hechos y experiencias humanas que reflejarán en el sujeto lírico diversas connotaciones. Se recreará en el texto la continua integración y comunicación con los elementos de la naturaleza para resaltar la conciencia y temporalidad del yo ente el tiempo. Y se explorará en el transcurso de ese viaje la presencia del ser como si éste estuviera viendo por primera vez el esplendor del mundo, e intuyendo aun por un instante la profunda dimensión de la vida frente al paisaje:

 

 Me permito mirar atrás,

 tomar una copa y reír

 en todo igual al cielo

 y sus brindis de licor fino sobre mi cabeza

 

 Comienzo así la deliciosa fiesta

 en que la feria

 por mi corazón queda trasformada

 pura, despojada de los malos sabores

 y los asuntos del desprecio.

 

Como quien está investido por el misterio de lo divino, el hablante poético hallará en todo aquello que lo rodea la naturaleza que lo vivifica: “Si no se conoce mi nombre / me llamo el viajero, /el que no alcanza a ser la flor trinitaria”, dice. Y en ese no alcanzar las cosas como son, sino como las siente a través de la poesía, revelará el sentido del viaje que resaltará la profunda experiencia del hallazgo que lo cobija:

 

 Entro así,

 parecido al ganador de las mañanas

 o al pájaro que roba la última estrella.

 Esta es mi suerte

 y así quedan mis dados,

 mis cartas entre los paños amos del azar.

 

Sin duda, ese viaje lo llevará a reflexionar sobre el tiempo en el paisaje deslumbrante de la mañana y en la memoria de los amigos, y del amor y la belleza en la luz y la flor, y la lluvia y las cosas que irán mostrándole lo esencial de la vida. La certeza de su verso será suficiente para hacerle comprender que la vida misma está hecha de íntimos y fugaces instantes. Por eso la plenitud de ese vivir se cumplirá en secreta armonía con el pasado y las fuerzas que marcan su paso por el mundo, ya sean para intuir en ellas la felicidad o la nostalgia de la juventud o las mismas referencias de un tiempo al que ya no ha de volver:

 

 […]

 Qué larga la tarde

y dada a la meditación.

Pronto, al árbol que miro cerca de la noche

aparecerán densas riberas

brillantes hacia el cielo.

 

Por todo esto que peso

y comparo al paso de los vientos

veo que debo ser algo triste.

 

Pero en un instante sopló la nostalgia

y arrancó de mí la alegría

como a la más bella flor de mi cuerpo.

 

Los últimos versos del poema proyectarán la percepción del hablante asomado a la realidad antagónica de ese vivir frente a la problemática misma del tiempo: “Y al paso de los astros / las gentes muertas / y los hechos desparecidos / brindo a los ocultos / los desconocidos pájaros del rodeo próximo, / diciéndome que no retornaré más nunca. / Y así comienzo mi aventura”. Y en efecto, esa aventura se convertirá en la conciencia trascendental de un viaje que representará la transitoriedad de su propia vida.

En el poema “Saludos” (pp. 13-18), la imagen del pájaro implicará algo más que un expresivo saludo. Su vuelo, como motivo evocador, lo llevará a reflexionar sobre la movilidad y la mudanza, sobre la conciencia temporal de las cosas que permanecen como evocaciones lejanas y nostálgicas. Su significado quedará enmarcado en ese saludo. Pero también en las pérdidas y ganancias que sugiere ese vuelo, y en el contexto real y físico de las condiciones que impondrá esa mudanza.

Por eso la vida, de quien se aparta de la provincia para instalarse en ciudades modernas y desconocidas, estará llena de incertidumbres. En la transición hacia ese mundo moderno el yo enfrentará un contraste y un conflicto con los valores espirituales. Será en la provincia donde el hablante encontrará un sentido más genuino y profundo de la vida y estará en relación directa con el paisaje y la fauna y la flora que lo sustenta. Y no sólo esta relación beneficiará su percepción del mundo, sino también la ética y los valores que imprime a sus versos: “Saludos. / Apenas para ti hay tiempo de cantar / en el delicioso jardín / y sacudir en el estanque las alas / allí donde el viento no ha podido vencer”.

El poema “jardín” implica esa imagen o aurora del mundo primigenio que cantara el poeta español Vicente Aleixandre (1898-1984), en Sombra del paraíso. Pero uno de los poemas más conmovedores dedicados a la muerte de un padre en la poesía hispanoamericana del siglo XX es indudablemente “Elegía a la muerte de mi padre” (21-27). [4] Desde el primer verso esa pérdida se convertirá en el sentimiento desgarrador de esa visión de la muerte. El poema revelará la inevitable realidad de la vida. Y en efecto, la conmoción de esa partida acercará al poeta a un horizonte en el que se borran los límites de la existencia y el alma escapa hacia regiones insondables. No bastarán entonces las palabras para comprender que hay un final. Habrá que comprobar el acontecimiento de la muerte para confirmar que es real: “ábrele los ojos / huélelo / tócalo / con la terrible mano tuya recórrelo…” La mano se demorará amorosamente sobre el cuerpo del padre como palpando la condición temporal de esa vida, ese fluir cuya sustancia humana se pierde en el tiempo:

 

Esto dijéronme:

Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo.

Ábrele los ojos por última vez

y huélelo y tócalo por última vez.

Con la terrible mano tuya recórrelo

y huélelo como siguiendo el rastro de la muerte

y entreábrele los ojos por si pudieras

mirar adonde ahora se encuentra.

 

Su mano se desplazará por última vez sintiendo la nostálgica desolación del entorno, del escenario donde irán asomando los habitantes de la selva quejumbrosa: el jaguar y las aves que desaparecen a lo lejos, la joven vestida de primavera, y los mirtos, y los zamuros que inclinados caminan hacia la altura de las montañas, y los lobos y las serpientes heridas por las claridades del día. Y como en alucinada visión, las sombras de la naturaleza misma se detendrán allí como intuyendo la profunda conmoción del paisaje: “Ya las flores nacidas anoche, / como el lirio, como la amapola, como la orquídea blanca; / las flores nacidas anoche han desaparecido / y sólo cuelgan con olores tristes de los gajos”. Todo el sentido místico de esa pérdida reflejará la estremecida realidad de esa partida. La flora y la fauna destacarán su presencia como mudos protagonistas ante la precariedad de la vida: “los gavilanes han dejado sus garras en la cumbre”, allí las “potentes mandíbulas del jaguar, allí los “corderos…como mansos puercos pintados de arroyo”.

 

(…)

Pero aquel cuerpo que como una piedra descansa

húndelo en la tierra y cúbrelo

y profundízalo hasta hacerlo de fuego

y que el pavor se hunda con sus exánimes miembros

y que su fuerza descoyuntada desaparezca

como en el mes de mayo desaparecen algunas aves

que se van, errantes, y nadie las distinguirá jamás.

 

La figura del padre entrará en contacto con la vastedad del universo y a fin con esa visión el hablante reconocerá también la insuficiencia del lenguaje. No habrá otro modo de expresar su angustia sino dejándose arrastrar por el misterio en la que la materia se integra a otra realidad donde la conciencia del tiempo no existe. “Hace poco tiempo han pasado ante tus ojos / sobre la tarde gris, por el cielo inhóspito, / ciertas aves migratorias llenas de tristeza.” El poeta nos advierte de la limitación de la palabra frente a un cuerpo ya mudo para siempre, un cuerpo que viaja hacia la blanca planicie donde “…el limpio sueño nos levanta las manos y nos independiza / de esta intemperie, de esta soledad, / de esta enorme superficie sin salida”.

En el poema “Conquistas” (29,36) hallaremos también la imagen del padre, [5] pero evocado en la imagen de su juventud. Nada habrá ahora de adolorida emoción o presagiada amargura. La dimensión humana del padre será contemplada en su fortaleza, su hombría y plenitud, como si el amanecer que cubre toda sombra se alzara con la imagen del padre llenándolo de un jubiloso esplendor:

 

 Al oeste irás y allí colocarás tu estandarte.

 Sobre una loma dorada pondrás tu corazón.

 

 Vislumbrarás el tesoro.

 Descubrirás el primer palacio.

 Colocarás tus manos a la altura de la frente

 y te harás cornisa para distinguir el lago de sangre.

 Aguardarás que un caminante abra su camisa

 y muestre sus tetillas como ojos del corazón.

 Recogerás la aureola que tiembla sobre la loma del oeste.

 

 El primer verso introducirá el concepto de lugar para fijar el contenido del poema en un lenguaje de diversas connotaciones: “Al oeste irás…” (29), y luego, “Del oeste vendrás como un vagabundo” (34); y, una tercera y cuarta ocasión: “Vuelves del oeste.” (35), “Vuelves del oeste.” (36). Esta afirmación establecerá el nexo entre lo que presentan las imágenes y lo que pudieran sugerir la palabra oeste como espacio real o imaginario. Pero es posible que ese oeste [6] refiera aquí a la parte geográfica de la región occidental de Venezuela, Trujillo, estado donde nace el poeta y cuya intimidad espiritual y estética observamos en su obra. El mismo Ramón Palomares ha afirmado en una entrevista concedida al poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio: “Yo le podría decir que uno de mis maestros del lenguaje lo constituye el vecindario de mi casa, la muchacha que se crió conmigo allí, las voces de mis tías, de mis familiares que he venido tratando de asumir con mayor atención, con mayor posibilidad de ubicación en ellos. De ahí viene, por ejemplo, de que mi relación con el idioma, mis posibilidades en cuanto a esto, sean diferentes a las de otros poetas, como usted ha podido notar”. [7] Este trasfondo que envuelve su vida ratificará esa cosmovisión impregnada de lo auténtico y de las cosas que influyen su entorno:

 

 […]

 Beberás el agua mágica.

 Entrarás en la noche.

 Toma el viento entre los dedos

 y estréllalo.

 Los astros salvajes que sobre ti duermen

 quiébralos con tus colmillos y escúpelos.

 Pisa lo que sea delicado.

 Aplasta lo que sea bello.

 Las nubes como cabras que nadan

 despedázalas con tus brazos.

 Ataca los rayos abalanzados sobre ti,

 sean tus mandíbulas un escudo.

 No vuelvas la cara hacia donde espanta la noche.

 He allí el gran espectáculo:

 El salón maravillante.

 La cabeza que anuncia y deslumbra.

 

Hay un tono fantástico en la intensidad de estos versos que elevan las imágenes a una categoría sobrenatural, y una difícil asociación con lo que sugiere la descripción. Esto ocurre debido a que el punto de apoyo que sostiene el verso oculta su trasfondo imposibilitando al lector descifrar su contenido.

 

 […]

 Vuelves del oeste.

 El sol arrasó con el último estandarte de las poblaciones.

 Rompió las columnas que brillaban.

 Tumbó los altísimos árboles que hacían hogueras.

 Esbelto, grande en el polvo y la hediondez de tu cuerpo,

 bello en el descuido de tus miembros,

 dulce en la rugosidad de tus manos.

 

 Toma el reflejo de la noche

 y llévalo en tus brazos.

 Guarda la oscuridad con tristeza.

 

 Vuelves del oeste.

 Recoges tu corazón

 Miras cómo la colina tórnase roja como una perdiz.

 

Lo que canta el poeta es la imagen de un mundo sostenido por la presencia del padre, una presencia que ennoblece la vida al evocar el ambiente de la juventud y la confianza y fortaleza. El propio lenguaje reflejará esa evocación condicionada por una visión inmersa en el futuro: colocarás tu estandarte, vislumbras, descubrirás, aguardarás, recogerás, beberás. Al referirse al tiempo presente, recurrirá al imperativo para alternar la visión temporal de ese cuerpo alucinante con la contemplación misma de la naturaleza: toma el viento, pisa los astros, aplasta lo que sea bello, ataca los rayos, toma la aurora, asoma tu cabeza, siéntate conmigo, toca la colina con tus pies…” [8] El poema rompe con el sentido de la realidad y nos obliga buscar detalles y asociaciones que puedan revelar lo que verdaderamente ocurre en el texto. Lo que se contempla y transforma allí en una imagen fantástica, aunque sabemos que el pensamiento evoca una realidad precisa, hay que reconocer sin embargo que existen intrincadas imágenes inaccesibles. Habría que subrayar que los poemas aquí comentados no tienen nada que ver con el surrealismo ni su estética. Sobre este particular ya se había expresado el crítico norteamericano Paul W. Borgeson Jr. al señalar lo siguiente:

 

El lector citadino tiende a leer los versos de Palomares como si fueran surrealistas, pues las casas vuelan, piedras, árboles y vientos tan vivos como los seres humanos y las sogas que hablan hacen pensar en símbolos o bien en los sueños del subconsciente. Pero esta lectura, paradójicamente, no sólo errónea y deformante, nace de una tendencia a ver el surrealismo en todas partes. Palomares no es surreal. Sí coincide con sus lectores en la búsqueda de otra realidad; difiere profundamente, sin embargo, en haberla hallado desde siempre… [9]

 

De ahí que sean varios los matices que confluyen en un texto y los que puedan igualmente prestarse a una interpretación engañosa. ¿Pero, qué lector puede tener la última palabra o la total revelación de lo que encierra un poema? Lo que importa, al fin y al cabo, es sentir el poema y acercarse a las posibilidades interpretativas que ofrece en virtud de lo que revela su contenido, si es que algo revela.

En la poesía de Palomares la intuición está en perfecta armonía con las imágenes que funden la intensidad del poema y despliegan una profunda emoción. De ahí que al referirse a su mundo poético la escritora Beatriz Pineda de Sansone haya señalado: “La conciencia poética está totalmente absorta en la imagen que aparece sobre el lenguaje, por encima del lenguaje habitual ––habla con la imagen poética, un lenguaje nuevo, primario––…” [10] Es decir, busca gravitar más allá de la connotación misma de las palabras en el sentido cósmico que sugieren las imágenes. Por tal razón no es de extrañar que el poema “Conquistas” preceda a “Elegía a la muerte de mi padre”, en el orden en que aparecen los poemas en el libro. Y no se trata de una disposición al azar ya que podríamos interpretar esto como un modo de contrarrestar el dolor por la muerte del padre.

Hay en el poema “La casa” (39-45) una imagen que trasciende el significado familiar para revestir la casa de una aureola atemporal y mágica. Su estructura física, y la realidad emocional que representa, se expresará a través de una variedad de imágenes sugerentes y conmovedoras. Al liberarse del sentido de gravedad que la fija, la casa aparecerá fundida en una secuencia de valores humanos que, en cierto modo, determinarán su imagen amorosa y fugaz. La fuerza del viento que la lleva creará un sentido de lejanía y de situaciones que contribuyen a hacer de ella un lugar inalcanzable, una presencia consumida por el tiempo:

 

 Eternamente advertidos:

 No permanecerías más, casa.

 No tendrías más tus horcones en tierra.

 No estarías como asentamiento de tierra.

 

 La casa estaba girando, girando,

 igual que viento;

 cargadas por aves.

 Por las rojas gallinas,

 el gallo de cola extensa y azul,

 las perdices mínimas en la hierba,

 los cardenales de encanto.

 Toda removida la casa.

 Desprendiéndose de la tierra,

 subiendo, con alas, con vuelo.

 

Como ocurre en algunos de los poemas de Palomares, la realidad se transforma en una cadena de situaciones entrelazadas por acontecimientos fantásticos. Las cosas parecen desvanecerse en el tiempo como llevadas por una fuerza invisible. El dinamismo de las imágenes arrastrará todo aquello que parecía tener una forma real y precisa. Así la casa que veíamos desplegarse ante nuestros ojos se transformará en una silueta que se aleja de su entorno y aparece en un sentimiento de sorpresa y nostalgia:

 

 […]

 La casa se fugaba

 porque la casa era para no tenernos.

 La casa para la huida, la huida de siempre.

 Como una carreta. Como inventada

 para desilusión.

 Como un polvo que atraviesa con esplendor

 e ilumina, hecho palmas, a la media noche.

 Huye. Arrancada.

 

 Llevada como un palio en lo alto.

 No son las aves.

 No son las estrellas.

 Y tampoco se asentará más allá.

 Todos advertidos:

 Se va la casa. Huye.

 No estará más asentada en tierra.

 Es igual que humo.

 Cruza, extraña al peligro,

 igual que una lanza tirada para siempre,

 fija en el vuelo hacia el blanco;

 la casa que huye

 como un esplendor hacia otras noches.

 

La casa, sostenedora del calor humano, refugio y espacio en el que fluye la esencia de la vida, tiende a despersonalizarse convirtiéndose en un paisaje abstracto. Todo se vuelve extraño como la temporalidad misma de las cosas que comparten su estructura física. Nada se detiene, la vida misma como a una casa deshabitada ha perdido su esplendor y gira como una ave cubierta por la niebla: “Allí la casa. / Allí, huida. / Más triste que el humo de los vestidos del desposorio / quemados por el viudo”. El adverbio (allí) marcará la mística de esa huida hacia un pasado cuya belleza se pierde en las nubes.

Acude ahora a nuestra memoria el poema de Jorge Manrique, Complas a la muerte de su padre, como si la realidad existencial de Ramon Palomares se cruzara en el vasto océano del tiempo con el poeta español para reflejar nuestro breve paso por la vida:

 

[…]

¿Qué fue de aquellos ojos, aquella mano

velada tras la celosía, encubierta por amor

al extraño, echada después al olvido?

¿Qué fue de aquel jarrón de regalo,

transportado desde tierras de otra maravilla,

cubierto por temor a su pérdida?

¿Qué fue de los domésticos?

¿Y el calor de los fogones, las llamaradas

cuyo gasto hizo algún claro del monte?

¿Qué del azar allí corrido,

jugado allí por fuertes y hambrientos?

¿Qué de los esplendores,

de los asesinatos de la pasión,

del roce del odio?

Los extraños abrirán la puerta, la de aldabas brillantes.

Penetrarán.

 

 En el recogimiento de esa “…casa que huye / como un resplandor hacia otras noches” vislumbramos el vivir del poeta en su luz mística y su presencia en el tiempo. Los poemas aquí comentados manifiestan la vitalidad y belleza de la obra poética de Ramón Palomares. Quienes se acerquen a ella no quedarán nunca defraudados, pues hallarán la sostenida presencia de un imaginario profundamente humano y en armonía con el universo.

 

NOTAS

1. Hay que recordar que para la década del ’50 aparecieron publicados en Venezuela libros tan significativos como Elena y los elementos (1951) y Animal de costumbre (1959), de Juan Sánchez Peláez; Una isla (1958), de Rafael Cadenas; Los espacios cálidos (1952), Círculos del trueno (1953), y Tirano de sombra y fuego (1955), de Vicente Gerbasi; Humano paraíso (1959), de Eugenio Montejo; De la casa arraigada (1953), Cercos (1954) de Alfredo Silva Estrada; Primeros poemas (1954), La torre de los pájaros (1955), Los herbarios rojos (1958), de Juan Calzadilla. Para muchos críticos estas obras marcaron, junto a las revistas literarias que aparecieron en estos años, el comienzo de la modernidad en la poesía venezolana. Véase, Antología histórica de la poesía venezolana del siglo XX (1907-1996), Río Piedras, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Ira Ed., 2001. Estudio y selección de Julio Miranda.

2. Evelyn A. Páez, Visión de lo urbano y popular en la poética de Ramón Palomares y Rafael Cadenas en el contexto histórico-cultural de la Venezuela del siglo XX; http://producción-uc.bc.uc.edu.ve/documentos/trabajos/700030D 4.pdf

3. Véase, “El lenguaje y la transparencia en El Reino de Ramón Palomares”, Edición especial con motivo del Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad de Los Andes al poeta Ramón Palomares, el 14 de junio de 2001. Esta Ira edición Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2001, se hizo para conmemorar dicho evento. En esta ocasión también les fue otorgado este importante reconocimiento a los poetas Juan Sánchez Peláez y a Rafael Cadenas.

4. Este poema nos recuerda la elegía de Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre, escrita en el siglo XV. Otros poetas españoles e hispanoamericanos han escrito elegías sobre el tema de la muerte; entre éstos, cabe mencionar a Federico García Lorca (“Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”), Miguel Hernández (“Elegía a Ramón Sijé”), Jaime Sabines (“Algo sobre la muerte del mayor Sabines”), entre otros.

5. El poema está dedicado a la memoria de Rómulo Sánchez Vivas, padre del poeta.

6. El diccionario de la Real Academia Española define este concepto como: Punto cardinal del horizonte por donde se pone el sol en los equinoccios. Y como una región o territorio situado al oeste de un país o de un área geográficamente determinada. En Wikipedia se designa con el termino latino vesper, que significa “tarde”. Y agrega: El origen de este significado proviene del movimiento aparente del Sol cuando se dirige a su ocaso, que según creencia popular de los antiguos ocurre en el punto cardinal oeste.

7. Harold Alvarado Tenorio, “Conversación con Ramón Palomares” en Jornal de Poesía Banda Hispánica, http://www.jornaldepoesia.jor.br/bh13palomares.htm

8. Aclaro que prescindo aquí de las mayúsculas y uso las palabras en cursiva.

9. Véase, “(Sur) realismo en la poesía venezolana del ´58”, http//cvc.cervantes.es/aih/pdf/10/aih_10_3_051.pdf

10. Beatriz Pineda de Sansone, “Cosmogonía en la obra de Ramón Palomares”, en Revista de Literatura Hispanoamericana, No. 36 (1998): 25–42.

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