Pero no fueron
estas razones de, digamos, humildísima prosapia inmigratoria las que me llevaron
a redactar las siguientes líneas, sino el mero hedonismo que rige mi conducta literaria:
por completo libre del menor sentido del deber, sólo leo y escribo sobre lo que
me interesa y me agrada. He aquí un ejemplo…
Italianos
La Primera Junta de Gobierno
Patrio que se formó en Buenos Aires el 25 de mayo de 1810 constaba de nueve integrantes.
Seis de ellos portaban, como parece lo más lógico en una colonia hispana (Virreinato
del Río de la Plata), apellidos provenientes de diversas regiones de España: Cornelio
Saavedra, Juan José Paso, Mariano Moreno, Juan Larrea, Domingo Matheu, Miguel de
Azcuénaga. Pero el tercio restante, a modo de involuntario vaticinio sobre la futura
constitución poblacional del país, exhibía apellidos italianos: Manuel Belgrano,
Manuel Alberti, Juan José Castelli.
En la Argentina
basta mirar la nómina de un conjunto cualquiera de personas (un equipo de fútbol,
el alumnado de un colegio, los miembros de una academia, los divertidos diputados,
los abnegados senadores, los laboriosos sindicalistas, los irreprochables jueces)
para advertir que los apellidos originarios de la segunda península mediterránea
empatan en cantidad a los de la primera.
Digamos, grosso
modo, que las huestes hispanas e itálicas reúnen algo así como el 80 % de todos
los apellidos argentinos; el 20 % restante se reparte, ignoro en qué precisas proporciones,
entre la mayor parte de los países de Europa y algunos del Asia.
También viene
a cuento la siguiente humorada de Borges: “A veces pienso que no soy argentino,
ya que no tengo sangre ni apellido italianos”.
La gran inmigración
italiana se produjo —con altibajos de máxima y de mínima— entre la segunda mitad
del siglo xix y la primera del siglo
xx. El censo de 1887 reveló que los
italianos constituían nada menos que el 32 % de los habitantes de Buenos Aires.
Sólo fue suficiente
una generación para trocar la nacionalidad: los hijos de esos italianos ya no se
sintieron compatriotas de sus padres sino ciudadanos del país donde habían nacido.
Naturalmente, supieron que su lengua no era el italiano sino el español.
Cocoliche
En los siglos xix y xx
abunda, sobre todo en comedias y sainetes, el remedo jocoso e hiperbólico de la
lengua española (la castilla) que empleaban los italianos. Esta jerga literaria
artificial se denominó, muy afortunadamente, cocoliche, vocablo tomado de
Cocoliche, un personaje que creó, en 1890, el acróbata y actor uruguayo José J.
Podestá (1858-1937). Según parece —pues hay más de una versión—, el nombre del personaje
se inspiró en el apellido de un peón del circo de los Podestá que se llamaba Francesco
Cocoliccio y que hablaba fingiéndose compadrito argentino. Por ejemplo: Mi quiamo
Franchisque Cocoliche, e songo cregollo gasta lo güese de la taba e la canilla de
lo caracuse, amique.
También recuerdo
cocoliche en Moneda Falsa (1907), sainete
de Florencio Sánchez, y en muchos otros, por ejemplo, el admirable El conventillo de la Paloma (1929), de Alberto
Vacarezza. En la letra de Julio Alberto Cantuarias, del tango Padrino pelao (1930), el “tano cabrero” amonesta
así al atrevido que intentó pasar por invitado a la fiesta de casamiento:
Acuí, en cuesta casa,
osté no me entra.
Me son dato coenta
que osté es un colao.
Pero no es
posible, ni tendría sentido, exponer una exhaustiva lista cocolichera.
Vivencia
personal
En el ahora inexistente
Teatro Variedades, frente a la plaza Constitución, supongo que allá por 1952, he
presenciado ¡Qué noche de casamiento!,
comedia de Ivo Pelay. El protagonista, el italiano don Humberto, era interpretado
por el maravilloso actor Francisco Charmiello que, con un hiperbólico cocoliche
de su invención, hacía trepidar en carcajadas las paredes del teatro y desternillar
de risa al niño que era yo en aquel entonces.
Era
un gringo tan bozal…
En
el canto V de El gaucho Martín Fierro
(1872) se presenta a
un gringo tan bozal,
que nada se le entendía.
El
protagonista formula esta ¿ingenua o irónica? deducción:
¡Quién sabe de ánde sería!
Tal vez no juera cristiano,
pues lo único que decía
es que era pa-po-litano. [1]
Al volver Martín
Fierro una noche al fortín, el gringo, que —algo borracho— se encuentra de centinela,
no lo reconoce; una sextina es suficiente para describir la situación y reproducir
el humorístico diálogo entre el lenguaje torpe del gringo y las respuestas taimadas
del gaucho:
Cuando me vido acercar,
“¿Quén vívore?”, preguntó.
“¿Qué víboras?”, dije yo.
“¡Haga arto!”, me pegó el grito,
y yo dije despacito:
“Más lagarto serás vos”.
Como vemos,
dieciocho años antes de que José J. Podestá “patentara”, en 1890, la jerga literaria
llamada cocoliche, éste aparece a modo de pincelada cómica en un contexto
trágico, merced al ilimitado talento creador de José Hernández.
Un
paisano del Bragao…
No. En este caso no voy
a referirme a don Laguna, el del célebre overo
rosao y fraternal amigo de Anastasio el Pollo, tal como nos lo hizo conocer
el Fausto (1866) de Estanislao del Campo.
En el año 2002 publicó, en Buenos Aires, el libro Las Catorce Provincias
(relatos del boliche), donde evoca recuerdos de épocas lejanas. Siendo
entonces niño de nueve o diez años, testimonia el uso, hacia 1940, del cocoliche
(no literario sino espontáneo) por parte de los italianos (los tanos) que
jugaban a los naipes en el comercio de su familia:
[Los criollos] jugaban al truco,
al mus y al tres siete mezclándose con los tanos. Era gracioso escucharlos cuando imitaban los dichos de los
gringos tratando de traducirlos… O cuando, a la inversa, eran ellos los que, acriollándose
en una imitación muy graciosa del decir de nuestros paisanos, improvisaban sus versos.
Muchas veces mi padre me llamó para que los escuchara…
Io sono un criocho italiano
que parla mal la castilla.
¡Non se caiga de la silla,
que tengue flor nella mano…!
Y yo soy criollo, no gringo,
y atajate, que te bocho:
¿cómo se dice en tu lengua
contraflor
con treinta y ocho?
Terminada esa partida, o la
siguiente (porque el orden no viene al caso), uno de los truqueadores gringos respondía
en tono de milonga pampeana:
Aquí me pongo a cantare
co la guetarra a la mano
e le canto ¡contraflore!
Angárresela, paisano.
Sin duda, no
menos de ocho de aquellos gringos cocolicheros confluyen, a modo de pirámide invertida,
en el monoglótico hispanohablante argentino que ahora pone fin a este trabajo.
NOTA
1. Desde luego,
el gringo se declararía a sí mismo como napoletano,
pero, rápido para la burla y la sutileza, Martín Fierro prefiere oír papo-litano, ya que papo es uno de los nombres vulgares del órgano sexual femenino. No está
de más recordar que la tontería no era el fuerte del señor Martín Fierro; él mismo
lo comentó con sorna: “me les hacía el dormido, / aunque soy medio dispierto”.
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FERNANDO SORRENTINO (Buenos Aires, 1942). Escritor y profesor de literatura. Ha publicado ensayos, cuentos y entrevistas. Ha colaborado en los periódicos La Nación y La Prensa, entre otros. Muchos de sus cuentos han sido traducidos y publicados en más de veinticinco idiomas. Sus últimos libros de cuentos son Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (2015) y Para defenderse de los escorpiones, y otros cuentos insólitos (2018), ambos publicados en Madrid por Apache Libros. Autor de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974), cuya más reciente edición es la de la Editorial Losada (2007).
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 185 | novembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidado: Luis Scafati (Argentina, 1947)
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