De generaciones
Para mayor comodidad
de cierta crítica, además de dividirse a un fenómeno literario –como loes la poesía
escrita en un país o una región- en generaciones establecidas por décadas, se suele
apelar al fácil recurso de mostrarla constituida por núcleos estéticos agrupados
en torno a un cierto número de revistas, señaladas como las más significativas de
cada período. El procedimiento no deja de ser pasible de algunas interesantes objeciones.
En principio, se entiende por generación tal o cual a un supuesto conjunto de autores
que, además de coincidir estéticamente en algunos puntos, desarrollaron su primera
obra en la década asignada. Si por una parte, ello permite segmentar el continuum poético de un país a fin de poder
focalizar nuestra atención en un período, lo cual no sólo es deseable sino absolutamente
necesario, por la otra resulta cuestionable este procedimiento, por cuanto se agrupa
así en el mismo segmento a autores que, leídos con un poco más de profundidad que
la requerida por la monografía, acusan evidentes e insalvables diferencias entre
sí, en cuanto a recursos expresivos, registros individuales y calidades poéticas,
amén de diferir marcadamente en sus concepciones estéticas. La divergencia se intensifica,
curiosamente, desde la generación del 50 a la del 80 en Argentina, siendo esta última
marcadamente abundante en diferencias estilísticas en relación a las anteriores.
Otro punto relevante de la misma cuestión tiene que ver con que –para ser
honestos- muchas veces nos vemos obligados a incluir en una generación tal a autores
pertenecientes a la anterior, dado que sus concepciones son las determinantes de
las poéticas suscitadas por la siguiente. Así, por ejemplo, Flora Alejandra Pizarnik,
cuyo primer libro, La tierra más ajena, data de 1955, es habitualmente incluida
dentro de la generación del 60. Lo mismo sucede con Juan Gelman, la voz más destacada
del 60, cuyos primeros 3 poemarios - Violín
y otras cuestiones (1956), Gotán (1956),
El juego en que andamos (1959)- se editaron
en la década anterior.
Existen todavía dos ejemplos anteriores, al menos, representados por Olga
Orozco, cuyo Desde lejos se publicó en
1946, mientras que su autora se ubica preferentemente en la década del 50, más acorde
con sus afinidades estéticas; y por otro referente de la poesía argentina, Enrique
Molina, quien publicó Las cosas y el delirio
en 1941 y Pasiones terrestres en 1946,
cuando el núcleo de su poética lo coloca más en directo parentesco con la generación
del 50, en la que ya había enraizado el surrealismo.
Para cerrar la lista de ejemplos de lo mismo y no abundar excesivamente,
vamos a uno más reciente, dado por la poeta Paulina Vinderman: su primer poemario
es Los espejos y los puentes, editado
en 1978, mientras que su poética la ubica más definidamente en la generación de
1980.
Una primera conclusión sobre el asunto podría señalar que, si es necesario
y hasta imprescindible dividir el fenómeno poético argentino en generaciones –y
reza lo mismo para cualquier otro fenómeno literario- , con fines puramente sistemáticos,
se debe hacer la salvedad de que, al ajustar el microscopio, surgen inmediatamente
las diferencias de formas y sustancias de cada organismo poético en consideración.
El catastro de las revistas no es una operación tan
inocente
Si la catalogación
antes señalada es objetable según la conclusión última, veremos que el procedimiento
de trazar las líneas predominantes en una generación poética lo es más cuando se
procede siguiendo el fácil camino, para el trabajo de campo, de cosechar flores
de los tiestos que ofrecen las revistas de la época. La argumentación esgrimida
a favor del procedimiento se apoya en que las revistas suelen ser de más fácil acceso
que los poemarios individuales, difíciles de conseguir sin un previo conocimiento
personal con los autores. Se trata en el caso de los poemarios de ediciones reducidas
–de entre 200 y 500 ejemplares, por lo habitual- mientras que las revistas, por
su trayectoria extendida a veces durante años, se consiguen con mayor facilidad
y nuclean en sus páginas a diversos autores representativos de las estéticas del
período.
Ello sería atendible, de no mediar un factor determinante: las revistas de
poesía de cada período no representan al conjunto de la poesía del período, sino
que actúan como órgano más o menos oficial de difusión de una estética determinada,
y por lo tanto excluyente, que desea inscribir su marca en esa generación y ocupar
el sitial de lo predominante. Estamos hablando, en un sentido lato, de un proyecto
de política literaria ejercido desde un órgano de poder y difusión, en realidad,
no tanto de una estética, como de un grupo de autores dispuestos a exhibirse y demostrar
que son “lo mejor de cada casa”.
Son las revistas literarias, fuente de información para la crítica local
y la extranjera, las constructoras habituales de un período dado. En este sentido,
las revistas literarias son una suerte de objetos arrojados a la posteridad, intencionalmente,
a fin de que la construcción posterior los tenga en cuenta y que la arqueología
resultante los considere a la hora de oficializar el pasado.
Si hacemos la historia de la poesía argentina reciente en base a lo que nos
dicen las revistas literarias, lo que obtendremos es un muestrario de los esfuerzos
de ciertos núcleos del pasado embarcados públicamente en una aventura estética y,
privadamente, en un proyecto de política literaria tendiente a lograr la legitimación
de la propia obra, con el apoyo estratégico de los “iguales” y los “aliados” de
turno.
Dejaremos afuera, en nuestra apresurada reconstrucción, a cuantos en ese
período dado labraban más silenciosamente sus poéticas personales, a menos que se
hayan abierto por sus propios medios un espacio dentro de la poesía argentina que
no permita ignorarlos tan cómodamente como a tantos otros de la misma época.
Sin embargo, aun esta consideración obligada peca de insuficiente, en un
país donde la producción literaria, y específicamente, la producción poética, es
más que abundante.¿Cuál es el registro, fuera de lo que dicen las revistas literarias,
de los miles de títulos anuales que se producen en Argentina desde 1950 hasta el
comienzo del siglo XXI? Nos introducimos en un terreno todavía más incómodo: ¿de
qué manera damos cuenta de todo lo que se escribe fuera de las fronteras de la ciudad
capital, Buenos Aires, cuando esas revistas literarias que tomamos en cuenta para
el trabajo de campo, mayoritariamente, son las editadas en Buenos Aires?¿Cuál es
el papel del cómodo crítico en este proceso de construcción cultural, el de una
realidad pasada creada sobre la base de los elementos que están más a mano, los
que son más fáciles de recabar y, aun intencionadamente, son aquellos que se ponen
más inmediatamente a disposición de sus observaciones?
La respuesta a estas preguntas es muy desagradable: entonces el crítico se
convierte en cómplice, por desconocimiento o por comodidad, de aquellos que desean
una imagen de la poesía lo más favorable posible... a ellos mismos.
Generación del 50: La estrategia de las vanguardias
Desde sus orígenes,
cada núcleo estético se estableció, en lo que era la modernidad, como una barricada
de confrontación no con lo anterior, sino con lo todavía predominante en su época
formativa. Bajo la proclamada consigna de combatir los residuos estéticos del pasado,
se soslaya convenientemente que lo que se pretende en realidad en imponer a futuro
las consignas actuales. Esta premisa vanguardista, bien a tono con la modernidad,
fue la que animó a los 10 años de vida de la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960), que recogió en sus páginas un intento
de renovación de los aires predominantes todavía, embargados en el resucitado romanticismo
de la generación argentina del 40.
Además, frente a Poesía Buenos Aires,
se alzaba todavía para la confrontación tácita o explícita, el bastión representado
por la revista Sur, fundada por Victoria
Ocampo en 1931 y por entonces en su pleno apogeo. Si bien Sur tenía como una de sus premisas la difusión de literatura internacional,
lo hacía desde aquellos nombres ya consagrados a escala mundial; la diferencia principal
con Poesía Buenos Aires, además de que
esta última reducía su campo de acción a la poesía, es que Poesía Buenos Aires partía de un criterio fundamentalmente vanguardista,
atendiendo a dar a conocer a autores y poéticas que, inclusive y en casos repetidos,
no tenían todavía un reconocimiento pleno en sus países de origen.
En un ambiente que la generación anterior, la del 40, había impregnado de
una reivindicación del romanticismo y del hispanismo, con sesgos nacionalistas que
podían propiciar un ensimismamiento en el pasado, la llegada de Poesía Buenos Aires abrió, con sus abundantes
traducciones de autores todavía no muy conocidos aun en sus propios países, un respiradero
saludable que además, atrajo a aquellos autores que, habiendo publicado sus libros
primeros en la década anterior, entre ellos, Orozco y Molina, los ya nombrados,
no congeniaban en absoluto con las premisas del 40 y que, por su parte, desarrollaban
su trabajo de difusión estética y política literaria a través de publicaciones propias
–en su mayoría, de corta duración- que mantuvieron con Poesía Buenos Aires una saludable y amistosa relación, acorde con los
intereses mutuos.
Un fenómeno que ya aparecía esbozado en los 40 haría crisis en las décadas
posteriores y fue en los 50 donde primeramente se pronunció con mayor notoriedad:
la realidad de un país que no le brindaba al poeta un espacio acorde con su instalación
en el devenir nacional, ni formal ni real. Los espacios de influencia y de acomodamiento
en el establishment se iban reduciendo;
a medida que el papel del poeta y del escritor en general como figura pensante de
la realidad nacional se iba angostando, este más se iba ubicando en un papel de
“exiliado”, que mucho tuvo que ver con el peronismo, para el que los autores eran
vistos más como sospechosos de opositores que como figuras capaces, por su prestigio
social, de avalar al régimen.
En definitiva, durante el período en cuestión se instala más evidentemente
este “malestar en la cultura”, que llevaría a sucesivas reacomodaciones en las décadas
venideras, tendientes a buscar un papel y un radio de acción posible al autor nacional,
si no real, al menos nominal. También como consecuencia de esta crisis, se establece
un auge de la poesía argentina relacionado con el desplazamiento del papel del poeta,
como representante de los valores de las clases dominantes, hacia una zona de exclusión
que permite que ingresen a la categoría autoral individualidades no representativas
de las clases altas. El escribir poesía ya no es privativo de un núcleo selecto,
bien representado por la academia y las publicaciones acostumbradas, sino que a
la vez que se desacraliza, se democratiza –si estos términos resultan válidos- el
ejercicio de la versificación.
Desde luego, este proceso no surgió en los 50 sino que tuvo un desarrollo
progresivo y anterior, pero es a mediados del siglo pasado cuando se hizo más definitivamente
evidente.
Los 60: otra vuelta de tuerca
A fin de resolver
el problema esbozado en los párrafos anteriores, buena parte de la generación siguiente,
la del 60, se impuso a sí misma lo que se llamó entonces “el compromiso con la época”,
una premisa que signó sus versos con el intento de reflejar los acontecimientos
políticos y sociales de entonces, a través de un poesía donde lo coloquial ganó
el campo en gran medida, en un intento de cuño existencial por dar cuenta tanto
del hombre como de la circunstancia del momento.
Este compromiso de la poesía con la época compelía al autor a reflejar y
dar cuerpo textual en el poema a las ideologías y concepciones características de
ese entonces, fuertemente abonadas por el triunfo de la revolución cubana en 1959
y por la ”gesta guevarista” y el Mayo Francés después. Esta concepción de izquierdas
del momento histórico no fue patrimonio exclusivo de la poesía argentina ni de la
latinoamericana en general, sino que fue uno de los nutrientes de la cultura en
su aspecto más amplio en ese segmento histórico, impregnando el conjunto de sus
manifestaciones.
De todos modos, ni la generación del 60 se reduce a lo explicitado ni todos
sus representantes se reducen al compromiso con la época. En algunos más que en
otros, el límite inherente a este compromiso es numerosas veces traspasado, registrándose
en esa misma generación autores que desarrollaron sus obras fuera de esa concepción
imperante. Tal el caso de Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, Joaquín Giannuzzi
y otros. Se entiende que no estamos hablando de nombres menores con los aquí nombrados.
Sin embargo, el grueso del subrayado tiene que caer en las obras de autores que,
sin deslindarse absolutamente de ese compromiso con la época -prácticamente obligatorio
entonces- ofrecen matices y diferencias con esta concepción.
El caso de Juan Gelman, que fue el gran disparador de esta idea de compromiso
con la época, aunque se alinea en la práctica con la actitud más radical de optar
por la acción política directa, como Miguel Ángel Bustos, Roberto Santoro y otros,
es paradigmático. Su libro Violín y otras
cuestiones, de 1958, había sido adoptado como el canon a seguir por buena parte
de los autores del 60 y su elección posterior de la lucha política y aun por la
vía armada vista como un ejemplo admirable de coherencia política, se la compartiera
o no.
El compromiso con la época se fue diluyendo lentamente en las aguas menos
seguras de sí mismas de la poesía siguiente, la de los 70, donde a la vez que se
abandonaba muy pausadamente la obligación de reflejar la época, con sus características
y contradicciones, así como con su coloratura ideológica, cobraba mayor peso la
subjetividad del poeta y volvía a un primer plano la concepción de la cultura como
un fenómeno más universal que estrictamente latinoamericano.
Los 70: Poesía y dictadura
Si el hecho que
traspasó y signó a la generación del 60 fue la revolución cubana, el que atravesó
de lado a lado a la del 70 fue la llegada al poder del autoproclamado Proceso de
Reorganización Nacional.
Si bien nunca se puede hacer una lectura unívoca de los segmentos de la cultura,
ni desde lo sociológico, lo económico ni lo político -ni siquiera desde lo estrictamente
estético- el peso de acontecimientos como este, que golpearon al conjunto de la
sociedad argentina, acredita por su solo suceder cambios, desviaciones y giros del
rumbo también en la cultura, como ya fue abundantemente reseñado desde entonces
hasta la actualidad.
De hecho, cuando se produjo el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, ya
el mapa político del conjunto de Latinoamérica había cambiado, con el florecimiento
de dictaduras de índole similar en el resto del continente, que a su vez signaron
el acontecer cultural de cada una de sus regiones.
En este contexto, hay que comprender en su justa dimensión el enorme paso
dado por los poetas del 70, desde las concepciones anteriores, resueltas, seguras,
avaladas por la época, hacia una zona de incertidumbre respecto de esas premisas
y que no alcanzaran la puesta en duda y el paulatino abandono de esas concepciones
para dar a esta generación unas afirmaciones tan tajantes ni explícitas como aquellas.
En sí, la generación del 70 posee valor por las muy buenas poéticas que comenzaron
a escribirse en ella, pero no ofrece una coherencia ni una coincidencia conceptual
como aquellas de las que hiciera gala la generación anterior. El 70 en poesía y
en la Argentina es la década de la disgregación de las vanguardias, de su atomización
en individualidades meritorias, precisamente porque estas individualidades son los
elementos más dinámicos de la poesía de la época, que ya no podían ser reunidas
bajo un programa común o unas premisas generales.
Los 80: auge y diversificación de la poesía argentina
Los independientes.
La generación de los años 80, para la poesía argentina,
significó el auge no solo de revistas literarias y estéticas muchas veces encontradas,
sino también la aparición en escena de numerosos autores no alineados en esas líneas
estéticas, llamados por ello “los Independientes” y cuyas poéticas se desarrollaron
luego a través de búsquedas muy personales, que abrevaron en múltiples fuentes,
no solamente literarias.
Este gran caudal incluye la historia reciente y el pasado, la política, la
filosofía y aun –aunque generalmente para un uso metafórico- las ciencias naturales.
Este segundo auge de la poesía argentina, en su faceta independiente de las revistas
y corrientes estéticas por ellas representadas, marca un aluvión de autores y títulos
que no se centran como núcleo creativo en Buenos Aires, sino que se extiende por
todo el país. Por aquellas fechas, el poeta Raúl Vera Ocampo –en comunicación personal-
me manifestaba que él calculaba en más de un millón el número de autores que escribían
poesía en la Argentina, editaban sus revistas propias y financiaban sus ediciones,
con la reducida difusión que se deduce de esas mismas circunstancias.
Esta característica, lejos de mermar, se ha acrecentado hacia el fin de siglo
con las facilidades que brinda Internet en cuanto a difusión de textos dentro y
fuera de la Argentina.
Entre estos autores independientes podemos suscribir a un mayoritario número
de poetas, tanto de Buenos Aires como del interior del país, que no se sintieron
representados por las propuestas estéticas de las más conocidas publicaciones de
la época. Sería incompleta una nómina que ofreciéramos aquí, pero resulta interesante
referir la descripción que de los Independientes hizo el crítico argentino Daniel
Fara en su libro Signos Vitales. Una Antología
Poética de los Ochenta, publicada por Editorial Martin a comienzos de 2002:
““la independencia es esa posibilidad de reconocer
peculiarmente un pathos que, desde antiguo,
nos afecta a todos, es el combate que sucede al reconocimiento, es la cicatriz que
resulta de vencer con palabras, hasta el momento, ajenas. O bien, a efectos prácticos,
es saber qué hacer con las influencias, con todos los rangos de influencias, desde
la voz irresistible de los clásicos hasta el estilo del propio libro anterior, desde
el llamado de la calle hasta la convocatoria implícita en cada sueño. Y, least
but not last -porque el tema es interminable
y todo lo que se agregue será siempre mínimo-, es saber también que las escuelas,
los movimientos, las tendencias, al menos hasta hoy, sólo han servido para subrayar
los méritos de los que nunca se ajustaron del todo a sus pautas (pero tampoco desconocieron
las convergencias culturales que les dieron origen)”.
En cuanto a las corrientes que muchos refieren como las predominantes en
la década, son ellas las siguientes. El neoconcretismo, compuesto por autores
agrupados en torno a la revista Xul, fundada a comienzos de la década por Jorge
Santiago Perednik, aunque podemos señalar una subdivisión, el neobarroco, compuesta
por autores que se dijeron influidos por Lezama Lima.
El neobjetivismo, una propuesta de los
poetas nucleados en torno a la revista Diario
de Poesía, fundada en 1986 y que perduró hasta 2012. El neorromanticismo, atribuido
a los poetas reunidos alrededor de la revista Último Reino, fundada en 1979 y que culminó su ciclo en 1994, fuertemente
influidos por el romanticismo alemán, en especial por las obras de Novalis y Hölderlin
(aunque no solamente por este movimiento estético; el espectro de predilecciones
era mayor).
Fin de siglo: nuevos auges, nuevas dispersiones
Paradojalmente,
cuando se intenta precisar el suceder de una época a través de las corrientes y
las revistas que la han animado, en vez de reseñar los autores que han dejado una
obra detrás de sí, se obvia el detalle de que esas corrientes suelen desaparecer
sin dejar descendencia visible. Exactamente eso es lo que sucedió con los “neos”
señalados anteriormente. Con los noventa, las corrientes estéticas que decían representar
se fundieron en el conjunto de las posibilidades de expresión ofrecidas a las nuevas
generaciones, más propensas a seguir búsquedas individuales –al estilo de los Independientes
de la generación del 80- que a adoptar una expresión formal semejante.
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LUIS BENÍTEZ (Argentina, 1956). Poeta, narrador y ensayista literario. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.); de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en París, Francia. Miembro de la Asociación de Poetas Argentinos (APOA), de Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina (SEA) y del PEN Club Argentino. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales por su obra literaria, entre ellos el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); la Mención de Honor del Concurso Municipal de Literatura (Poesía, Buenos Aires, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); el Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); el Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); el Tercer Premio Eduardo Mallea de Narrativa (Buenos Aires, período 1995-1997); el Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); el Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Primer Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2007). Sus 36 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 185 | novembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidado: Luis Scafati (Argentina, 1947)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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