En la convulsión de sombras de nuestro inconsciente colectivo
se esconde el dolor inexplicable, un escozor que nos corroe, la certeza de que es
falsa la certeza que creemos vivir; la raíz del callado tormento que padecemos,
la tumba sin lápida de los ancestros, la pérdida del reino, del hogar, el naufragio
de nosotros mismos. De ahí el vértigo; el vértigo y la náusea, la esquizofrenia
entre verdad absoluta y el rechazo absoluto a la verdad, entre fe ciega y nihilismo,
entre cinismo y culto a los mártires; entre las danzas y gritos paganos y el orden
de la obediencia ritual a las nuevas imágenes.
Regreso a la liturgia: “la mayoría de los seres humanos
vive su vida en callada desesperación”. Somos hijos de un olvido que apenas
nos deja resquicios para atisbar el origen, el vientre abierto, la placenta ensangrentada,
el hogar que la guerra vació. Somos hijos de la mentira con que el olvido ha impuesto
su dominio entre nosotros.
La ameba
Es el siglo
XXI y Managua me parece, a la distancia, una ameba. Hace casi cincuenta años dio
un salto fatídico desde la adolescencia provinciana (vestida con modestia, pero
cierta ilusión, en fiestas de guardar y quinceañeras) a una decrepitud prematura
y áspera. No fue nunca vigor joven, ni ha llegado a la noble ancianidad que hace
eternas a las ciudades viejas, que les hace visible el corazón y da toponimias al
recuerdo. La ameba es un inmenso campo de refugiados, llena de vacíos y manchada
por aglutinamientos caóticos. Que esté asentada sin arte en medio de un paisaje
que la Providencia debió esbozar para una urbe bella habla del fracaso de la nación.
Y habla especialmente de lo hecho—más bien, de lo destruido—desde 1972, el año en
el que un terremoto acabó con buena parte de la ciudad, y prácticamente con todo
el viejo casco urbano. “Viejo”, claro, es un decir inadecuado: la ciudad había sido
reconstruida después de un terremoto similar apenas después de 1931. Tenía aún cabeza,
tenía cuerpo y corazón, y tenía una piel. No era todavía una ameba.
¡No se le ocurra!
A quince
kilómetros de Managua—dice la medida oficial—se encuentra una escuela de postgrados
en Finanzas y Negocios. La región conserva buena parte de su verdor original, y
su altura de meseta arranca al horizonte un paisaje azul de lago, península y volcanes;
un aire fresco la toca por las tardes, la hora del bochorno allá abajo, en el vapor
que hace hervir la bahía entre el Xolotlán y las sierras. Pero el verde se ha hecho,
con el tiempo, algo más ralo, y en los alrededores de la escuela la pobreza rural
pareciera tocarse los dedos con la urbana, como dos túneles unidos en la oscuridad
que acecha los enclaves de los ricos. Numerosas veces descendí desde aquella altura
fresca al calor inhóspito de la ciudad, de paso—me había agenciado un empleo temporal
de investigador académico mientras trabajaba en mi tesis doctoral—a reuniones insulsas
y consuntivas con equipos de trabajo de varios ministerios del gobierno. Quizás
decir “de trabajo” sea generoso, pero ese es otro tema, otro momento. El de hoy
es un recuerdo, el del chofer que me llevaba a la ciudad y me traía de regreso al
campus: un tipo jovial, narrador de llanura, como los que abundan en la libertad
del anonimato; un contador de detalles deliciosos sobre la vida que toca el polvo
de la calle y transcurre lejos de cálculos de triunfo.
— Mire doctor, lo que me pasó hace poco— empezó, cuando estábamos
ya aproximándonos, de regreso, a la escuela— usted sabe que yo vivo aquí cerca…
— ¿Ah, si? La verdad, no sabía.
— Sí, allá, por la pulpería de doña Yese.
— Y fíjese usted que un día veo a mi hijo que andaba como
loquiiito detrás de una chavala… y vuelvo a ver, ¡jueputa!, dije, ya la cagamos…
— ¿Y eso? ¿Por qué?
— Pues nada, que tuve que ponerme serio con el chavalo.
— ¿Ajá?
— Le dije: “veya hijo, ¡no se le ocurra!.. ¡que ni se le
ocurra tocar a esa muchachita!... porque es su hermana.”
Ometepe y Marilyn
Dice Marilyn
–invento el nombre, solo el nombre—en su primera visita a Nicaragua, a Ometepe:
“the little brown kids are so cute!” “Brown”, en su país, suena equidistante a “White”
[blanco] y “Black” [negro]. Pero no es sencillamente “moreno”, sino un signo que
se balancea entre cierta opacidad de origen étnico y la noción de “mestizo— indígena”;
es más cercano a “pueblo originario de América” que al “mulato” de las alambicadas
clasificaciones españolas.
Ometepe flota en medio de un lago inmenso que pisa con timidez
y tonos grises la costa donde aventureros, enarbolando estandartes castellanos,
creyeron haber llegado al mar. “Una mar dulce”, pensaron, cuando vieron abrevar
a sus caballos. Ometepetl: dos montañas. Dos volcanes estilizados que irrumpen en
las nubes con sus cumbres puntiagudas. Son el azul y la niebla que tapa el horizonte:
detrás de Ometepe, el sol. Cuando de mi memoria falte todo, quedará eso.
Yo me pregunto cómo fue aquel terror, o aquel ingenio, o la
ambición, el día en que há mucho tiempo dieron la espalda a sus abuelos vencidos,
empezaron a tratarlos como figuras del pasado, y al pasado como pasado ya, como
algo que mejor olvidar. ¿Cómo habrá sido dejar de hablar como el padre, dejar de
escuchar al padre, dejar atrás al padre? ¿Cómo, dejar a la madre atrás? ¿Cómo, adoptar
los modos y la lengua de un puñado de invasores? Venerar al vencedor, a quien ha
conquistado. A quien nos ha conquistado. Há mucho tiempo, é no se nos acuerda,
porque no fue en nuestro tiempo. Y vamos cruzando un tiempo que ya no es nuestro.
¿Qué somos en él? ¿Qué fuerza tiene el poder para arrancarnos de nosotros mismos,
y hacernos diáspora en la tierra que fue nuestra, en la tierra de la que somos tierra?
En Zaragoza
Hoy leí un
ensayo enjundioso. Uno de esos que desmenuzan con calma la angustia. Los nicaragüenses,
decía el ensayo, padecen “inseguridad lingüística”. “Los salvadoreños en Los Angeles
ya no se diferencian de los mexicanos”, me explicó una amiga: “una minoría cultural
pequeña dentro de una minoría cultural más grande”. Pobres más pobres mimetizan
a pobres menos pobres. Pobres a ricos. Débiles a fuertes. Derrota y victoria. Pasos
en la danza del poder.
La muestra del estudio era nicaragüense, en Nicaragua.
Hay una nicaragüense en Zaragoza. La conoció un familiar que
iba de paso. Notó una fisonomía más cercana a los little brown kids de Ometepe
que al godo del norte español. Y un acento castellano grueso, pero que hacía aguas
entre frases.
— ¿De dónde sos?
— De Nicaragua, ¿y tú?
— De Nicaragua también.
— ¡Joder!, no lo había notado.
— ¿Y hace cuánto que vivís aquí?
— Pues, tía, ya tengo nueve mezzzesh en Esshpaña.
¿Vamos ganando?
El atardecer
llovía triste en las hondas rajaduras de la calle de tierra alrededor de la iglesia.
Llegábamos poco a poco, de uno a uno o en pares. Íbamos buscando ubicación en rincones
que creíamos poco visibles. Fingíamos hablar, pasear como transeúntes. Aunque de
poco servía la maniobra que creíamos ingeniosa: no hay transeúntes desconocidos
en un barrio así, el intestino lodoso de la ciudad, donde solo circulan los que
van y vienen del vecindario, a la rebusca, a los trabajos de chamba y a los
mercados donde las mujeres llevan tortillas o frutas en canastas.
Después de un rato, una negrura casi total parecía tragarse
el único poste de luz, a una cuadra de distancia. En las pocas ventanas abiertas
temblaban luces agónicas. Podrían haber sido barquitos cruzando el horizonte en
el borde de una noche de mar.
— Compas, juímonos pues, a volar verga.
En el centro de la calle, justo frente a la iglesia, una fogata
hecha de llantas de carros. Jairo apareció en su moto con una caja de bombas de
contacto, la entregó a Javier, y se fue sin decir palabra.
— A mí, compa, deme dos.
— A mí también.
Habrán tenido 12 años, el pelo grueso de polvo y la piel curtida,
delgados y fibrosos, pequeños, hombres en cuerpos ágiles de niños, o al revés, adultos
sin saberlo, niños de corta niñez. La pobreza acelera la vida. Tomaron las bombas,
una en cada mano, y se pararon a ambos lados de la bocacalle. El resto de nosotros
tomó las suyas y se escondió como pudo.
— ¡Ahí vienen las bestias!
Corrieron a pararse a la vista de los soldados.
— ¡Qués la verga, jueputas, qués la verga, perros de mierda,
muera Somoza!
Como a dos cuadras de distancia, los jeeps de la Guardia,
que parecían tener en su trompa la cola erecta de un alacrán (habían sido equipados
para proteger de otras emboscadas, en otra guerra) aceleraron, y empezaron a disparar.
No podría decir a ciencia cierta si apuntaron a los cuerpos o al aire, porque todo
ocurrió en fracciones de segundos, y no los segundos que transcurren en la normalidad
despierta, sino en los sueños, donde un segundo atropella al siguiente y el próximo
se revuelca con los anteriores, y el que viene arrastra en un alud a los que siguen,
hasta que todo es una polvareda de gases, ruidos, explosiones y gritos, ¡Hijos de
la gran puta, le dieron al teniente!, ¡Agárrenlos, vuélenles verga!, ¡Compa, deme
otra! ¡Por atrás, por allá, ahí vienen más perros! ¡Traigan la camioneta,
que el Chino está herido! Había tropezado en la oscuridad. Le habían explotado en
las manos dos bombas de contacto. Iba delante de mí. No sé quién era. Solo sé que
era un niño, y era del barrio. Nunca he podido olvidar la carne desgarrada y la
sangre en sus dos manos. Ni lo que dijo cuando lo montaban en la tina del vehículo
para llevarlo a un hospital: “Compa, ¿vamos ganando?”.
Negocios
— Esa verga
del ADN es puro cuento.
— ¿Por qué decís?
— A mi mama y a mí nos sale una cosa rara, pura mierda.
— ¿Qué les salió?
— Como que tenemos de Nigeria. Creo que así se llama. País
de negros. Imaginate vos.
— Solo vergas son. Puro negocio.
— A esa puede ser, con razón el papa es trompudo.
— Y la jodida es gusto’e jincho, ¡ja, ja, ja!
— Ve… ¿Ya estará la comida?
— ¿El indio viejo?
— ¿La próxima va a ser negro viejo? ¡ja, ja, ja!
De viaje
— Nunca en
mi puta vida creí que iba a vivir aquí.
— ¿Y te gusta?
— Es deacachimba, pero, la verdad, yo estaba deaverga allá.
Ni dólares quería. Con córdobas vivíamos deacachimba.
— Ni modo, echémonos un vergazo antes de llorar
— ¡ja, ja, ja!
— Fíjese, doña Silvia, que nuallo qué hacer con mi nieta,
no me hace caso.
— ¿Qué edad tiene ya mi ahijada?
— Ya la Yamilet va a cumplir quince, ¿se acuerda? Es ahora
en septiembre.
— Si, me acuerdo, no estaba segura si eran catorce o quince.
Ideay, pues hablale a Ronald.
— Qué va, doña Silvia, si ese anda enqueridado y ya ni llega…
— Es que… pobrecita la chavala, imaginate vos, con un papa
vago y con la mama loca que se llevó solo al hijo varón a España.
— Ella dice que no podía llevarse a los dos.
— Pues no se hubiera ido
— Eso digo yo, doña Silvia, mejor le hubiera aguantado sus
cosas a Ronaldo, por lo menos estaría con sus dos criaturas, no que ahora…
— Al principio lloraba todos los días, ya después me acostumbré,
y menos mal, porque cada vez va peor la cosa por allá.
— Yo me vine porque no había pegue. Y cuando había era una
mierda. Buena dieta, no daba para ponerle grasa a la comida, ¡ja, ja, ja!
— Ve, ¿y vos entraste legal?
— Qué va, tuve que cruzar a pincel, mojado, hecho turca llegué;
tuve que pagar coyote y dormir en el piso con otros diez hijueputas para entrar
a Roma. Te juro que así se llamaba el hijueputa lugar. De ahí busqué el rumbo hacia
McAllen donde el primo; ahí me quedé unos meses trabajando con él, hasta que me
agarró la migra un día.
— Tuviste suerte, sí…
— Por Dios, jodían menos entonces, me soltaron con condiciones
y me les perdí…ahí al rato dieron una amnistía, y aquí estamos…
— Pues sí, amor, menos mal, porque cada vez va peor la cosa
por allá.
Ni siquiera en espejos
Hijos del ojo sagaz y del ojo asustado,
del invasor en fuga y del rebelde
que vuelve a enfrentar
la traición de sus dioses;
hijos huérfanos sin pasados que imitar,
criaturas de la nueva frontera,
de la sombra recién inventada,
mestizos de violencias lejanas y cercanas,
gestación brutal y parto en vergüenzas,
los hijos de los hijos y los hijos de sus hijos
sangre ya de la tierra, extraños
en los ojos de sus muertos,
sangre conquistadora
y conquistada,
liberada y violada,
noble y mezquina,
acorralada,
hambrienta y volcánica,
en sus hombros, la tierra recién talada y el brillo del oro
encienden los fuegos del mito,
la ansiedad de la máscara,
persiguen el rastro del labriego y del soldado,
y del páter sanctus, padre de la cruz, padre del maíz,
odiado y amado,
y no saben cómo recordarlo,
ni siquiera en espejos, ni siquiera.
__________
Francisco Larios, nicaragüense. Su libro más reciente, el poemario Parece una república, Katakana editores, EE.UU., ganó el Florida Book Award 2020. Autor de la primera traducción al inglés de El soldado desconocido, de Salomón de la Selva, publicada en edición bilingüe como The Unknown Soldier/El soldado desconocido, editorial Casasola, Colección Clásicos Centroamericanos, Massachusets, EE.UU., Julio del 2021. Seleccionó y tradujo al castellano Los hijos de Whitman – Poesía norteamericana en el siglo XXI (Valparaíso, México, 2017). Tradujo también el libro ganador del Pulitzer del 2013, 3— Sections, de Vijay Seshadri, escritor estadounidense nacido en la India [“El sol detrás de la neblina”, editorial Vaso Roto, España/México, 2019]. Ha publicado además los poemarios: Cada Sol Repetido, anamá Ediciones, Managua, Nicaragua, Noviembre del 2010; The Net in Sight/La red ante los ojos, Editorial Rascacielos, Quito, Ecuador, 2015; La Isla de Whitman, Editorial Buenos Aires Poetry, Argentina, 2015; Sobre la vida breve de cualquier paraíso, Editorial 400 Elefantes, Nicaragua, 2017; más la plaquette Schwarze milch, Proyecto Editorial La Chifurnia, El Salvador, 2016, y la plaquette bilingüe (inglés/castellano), Astronomía de un sueño/Astronomy of a Dream, Carmina in minima, Barcelona, 2013. Es fundador y editor general de Revista Abril [revistaabril.org]. Su poesía ha aparecido en publicaciones digitales e impresas en numerosos países y ha sido parcialmente traducida al italiano, griego, rumano, estonio, árabe e inglés. Es doctor en Economía, consultor de economía internacional y profesor en el Miami Dade College de Miami, Florida. Preside la fundación Paz Nicaragua.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 187 | novembro de 2021
Curadoria: Daisy Zamora (Nicarágua, 1950)
Artista convidada: Berta Marenco (Nicarágua, 1949)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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