En
cambio, un pueblo pequeño y pobre como el nicaragüense, creó su propia cocina, con
los ingredientes traídos de España y los aportados por los indígenas de la tierra,
mezclados en el caldero de su economía tiánguica, porque precisamente se formó como
pueblo en el seno de una cultura colectiva de caracteres originales. Hay una frase
de un escritor francés que se ha popularizado porque resume en dos palabras la situación:
Une cuisine? Voilá une politesse! Donde haya una cocina nacional es porque
existe una cultura. Hoy es frecuente hablar de una cocina típica. Se la equipara
a los otros banales pintoresquismos de un país, con los que se espera atraer al
turismo y sus dólares. Afortunadamente no es su tipismo lo que distingue a la cocina
nicaragüense, como tampoco al pueblo, ni a Nicaragua, sino su autenticidad, el ser,
como éstos, expresión de una misma realidad. Lo típico es lo propio visto con ojos
de extranjero. Lo auténtico es lo de uno cuando se mira con los propios ojos.
Vista
con ojos nicaragüenses, la cocina de Nicaragua es tan auténtica como cualquiera
de las que existen. Lo que realmente importa es su existencia, la cual es indudable
para el nicaragüense y está a la vista del extranjero que haya vivido en Nicaragua
el tiempo suficiente para tomarle gusto a la comida del país o lo contrario. Es
aquella una inconfundible cocina mestiza, cuyos antecedentes hispánicos e indígenas
y aun africanos sería fácil establecer en un estudio detenido. Pero también son
tales su calidad y variedad que no bastaría conocer los elementos básicos inicialmente
entrados en su composición, para explicarse su carácter y menos su significado en
la historia o, si se quiere, en la sociología del pueblo nicaragüense. Este creó
una cocina original tan abundante como rica, hecha a imagen y semejanza del tiangue
nicaragüense. Está, naturalmente, emparentada con las de los indios y los conquistadores,
pero es distinta de ambas, sin que esto signifique, desde luego, que supere a la
española. Poco tiene, sin embargo, que envidiar a las cocinas regionales de España.
La pobreza mayor de la cocina popular en Nicaragua –y si no es popular no es propiamente
nicaragüense–, consiste en la falta del vino y el aceite. La manteca de cerdo, su
base principal, pesada, aunque sabrosa, es incapaz de vuelo y carece de la fecundidad
culinaria y las gracias lustrales del aceite de oliva. El vino, más que como ingrediente,
se echa de menos como bebida para la mesa, como alma y espiritualidad de la comida.
Por ser objete de importación comercial nunca estuvo al alcance del pueblo. Esto
fue una desgracia inmensa para la cultura popular, pues no es difícil imaginar la
diferencia que existiría si, en vez de guaro, el pueblo bebiera vino. Los
llamados vinos nicaragüenses, que, al decir de García Peláez, tenían fama hasta
en España, eran seguramente de frutas de la tierra como el de marañón o el de nancite,
cuando no de frutas aclimatadas como el de naranja, fermentos espirituosos que no
son ni parientes del vino. Las verdaderas bebidas alcohólicas nicaragüenses –la
chicha, el aguardiente, la cususa– son de carácter primitivo y salvaje, apenas controlables
dentro del espíritu ritual de la fiesta, pero infaliblemente explosivas en el bochinche
rural o en la guerra civil. Hay una frase de Gabry Rivas, sabia como un proverbio:
“El que bebe guaro, mata con machete.” El guaro, sin embargo, en dosis moderadas
es buen aperitivo y combina a la perfección con ciertas comidas o meriendas de carne,
especialmente de animales silvestres, como el cusuco, o bien con sopas de varias
clases, empezando con el mondongo. En tales casos el guaro es de rigor. Tiene, además,
todo el estilo de la comida varonil, sólida y suculenta de Nicaragua. Lo cierto
es que la fuerza de la buena cocina nicaragüense está en la carne, por la abundancia
de ésta en el país y su precio regalado en la época colonial, que es cuando se inventaron
o se arreglaron a la nicaragüense los incontables platos criollos en cuya preparación
entran las carnes.
En
la lista de las sopas de carne, que va desde los caldos más ralos y las substancias
más concentradas a los más suculentos pucheros, el mondongo es sin duda la más robusta
y masculina –la masculinidad es lo que el pueblo nicaragüense lleva hasta la jactancia–,
la más famosa, al menos, pues por sí sola constituye una cena y justifica una mondonguería.
Pero nada más rico y casero, para los días ordinarios, que la sopa de pobre,
así llamada en algunos lugares del país, porque nunca faltaba en los hogares por
humildes que fueran. Se parecía en esto al puchero español, del cual se originaba
en parte solamente, ya que también seguía la tradición indígena como lo indica la
olla de barro puesta en el fogonero de la cocina, si no en el suelo sobre tres piedras,
y todo cuanto hervía en su interior a la par de la carne con hueso: los jocotes
celeques o verdes y las semillas de guava, cuyo sabor resultaba parecido al de la
aceituna, los ayotes, chayotes, quequisques y yucas, los elotes partidos en dos
o tres pedazos, los chilotes enteros, los tomates, los mimbros, el culantro y las
demás verduras de la tierra o que en ella se daban. Sopas honradas y verdaderas,
realmente populares, pero sin nada que envidiar a las mejores de cualquier parte,
eran y siguen siéndolos las de Nicaragua, principalmente la sopa de frijoles, las
de gallina, la de pescado y la de cangrejos, cada una de ellas con un toque especial
que no permite confundirlas con las de otros países, aunque lleven los mismos o
parecidos elementos.
El
cerdo, más popular aún en Nicaragua que el ganado vacuno, pues eran raras las familias
pobres, colonos campesinos, indios, artesanos o de cualquier otra condición, que
no los criaran en sus patios y solares –andaban sueltos y en manadas, como los cabros,
por las calles de pueblos y ciudades hasta que un día fueron expulsados por las
autoridades sanitarias–, el chancho, como el pueblo le llama, es el otro gran productor
de carne para la cocina nicaragüense. Aunque las condiciones de la vida tropical
no facilitaban, ni hacían necesaria la fabricación doméstica de jamones y otras
conservas similares –una pérdida, no cabe duda, para la despensa popular nicaragüense–,
se adaptaron, en cambio, a la forma de vida al sol y al aire libre, excelentes chorizos
cargados de achiotes, conservados en largas sartas para colgar de los horcones o
postes de las cocinas, chorizos que se comen y combinan de múltiples maneras, con
huevos fritos y perdidos o maduros hornados, cuando no con arroz o frijoles o con
ambos revueltos o simplemente con tortilla caliente; morongas o morcillas en nada
indignas de sus antecesoras españolas, sino más bien en cierto modo superiores,
combinadas con la telilla del mismo cerdo y con granos de arroz que le dan consistencia
y mejoran su gusto; el pebre, esa suculentísima picadura o picadillo de la cabeza
y las pezuñas del sabroso animal elogiado por Charles Lamb en uno de sus ensayos,
y más que nada los chicharrones nicaragüenses que no tienen rival en el mundo. Pero
la obra maestra de la combinación del cerdo de Castilla con la cocina aborigen,
esto es, del mestizaje culinario, son los nacatamales nicaragüenses. El nacatamal
–tamal o envoltorio de masa de maíz y de carne de monte– tiene, desde su mismo nombre,
un evidente origen nahua, pero la forma nicaragüense de preparar la masa, condimentarla
y aderezarla con trozos escogidos de cerdo y de tocino, trajo una novedad que superó
no sólo a su antecedente precolombino, sino también a sus semejantes de México y
Centroamérica. Dice más sobre la historia de Nicaragua un silencioso nacatamal que
todas las páginas de don José Dolores Gámez sobre la colonia. Dice, por ejemplo,
que el indio mejoró su comida, perfeccionando su arte culinario y su gusto por los
buenos manjares, con la adopción del cerdo de Castilla, criado en su propia huerta,
junto a su rancho. ya no tuvo que depender para complementar con carne sus tamales
de maíz tan sólo de los azares de la caza del jabalí, el zahíno o el venado. Indirectamente
habla también el nacatamal de los otros animales domésticos, especialmente las gallinas,
que significaron una mayor seguridad económica que las de monte y los patos silvestres,
y hasta un refinamiento para la vida de la familia india. Recuerda la aportación
de la manteca de cerdo a la cocina indígena y el paso de las hojas de bijagua a
las hojas de plátano, que ya suponen la valiosa novedad del chagüite. Cuenta, así,
como el indio se apropiaba de lo que recibía y transformándolo en algo nuevo, lo
propagaba luego en el tiangue. Sobre todo resume a su manera el silencioso proceso
histórico en que nahuas, orotinas, chontales, etcétera, se convertían en nicaragüenses,
haciendo al mismo tiempo nicaragüenses a los criollos y mestizos, combinando lo
de los unos y los otros para crear entre todos lo nicaragüense.
La
contribución indígena a la cocina nicaragüense no es menos importante que la española.
En manos de los indios no sólo el cerdo, sino también la gallina, tratada a la manera
de las silvestres, con una fuerte salsa recargada de achiote y sembrada de chiles
colorados llegó a imponerse como uno de los platos más populares en las fiestas
patronales: la llamada gallina de chinamo, cuyo nombre mismo la sitúa en
el tiangue. De las aves que los indios cazaban en los pantanos y costas de los lagos
o en las orillas de los ríos y los esteros, las que más se vendían en los mercados
de antes y hasta en bateas de vendedoras ambulantes que llegaban muy de mañana a
ofrecerlas ya sancochadas a las puertas de las casas, eran los piches y las zarcetas,
pues la gente solía comerlas en el desayuno, sazonándolas únicamente con limón y
sal. De las carnes de monte, la favorita ha sido siempre la de venado, cuyas piernas
especialmente, cuando no se mandaban de regalo, se vendían también en bateas por
las mujeres de los tiradores. Pero pasaba igual con los cusucos o armadillos y las
guatusas –pues los conejos en general se regalaban vivos–, y sobre todo las guardatinajas
o tepezcuintes, que, según don Antonio Batres Jaureguí, hombre entendido en los
refinamientos de la mesa, es, sin disputa, como lo es en efecto, la más exquisita
de todas las carnes del mundo.
Los
indios, además, transmitieron al pueblo nicaragüense lo mejor de su gusto por los
reptiles. Nunca llegó, en verdad, la gente de Nicaragua, como sus antepasados indígenas,
a formarse un apetito generalizado y tradicional por las orugas, tapachiches o langostas,
gusanos y culebras. Estas últimas, si no son venenosas, aún las comen algunos campesinos
mestizos en haciendas o caseríos remotos, y no es de suponer que resulten inferiores
a las anguilas, siempre que se preparen debidamente. Los gusanos de maguey, populares
en México, son excelentes y constituyen, con razón, una de las delicadezas de la
incomparable cocina mexicana. Pero los mismos indios de Nicaragua, posiblemente
contagiados de la repugnancia criolla y mestiza por aquellos manjares, terminaron
abandonándolos por otros más afines al gusto colonial nicaragüense. La iguana, sin
embargo, venció las objeciones de la gran mayoría y aún sigue figurando entre los
platos característicos del país. Tal como suele prepararse, acompañada de sus huevos,
en un recado de pinol con los usuales condimentos, aunque no goza del prestigio
de las ancas de rana, no lo merece menos y las supera en todo lo demás. Para los
campesinos y los gastrónomos populares vale más una iguana que una gallina. Recuerda
el gusto de ésta y tiene el toque de aventura y misterio primitivo que han perdido
las aves de corral.
Otro
gran plato de Nicaragua es la tortuga. La sopa de tortuga de los ingleses –que no
es sino una excusa de marineros para tomar la sopa– es toda austeridad, mientras
el plato de tortuga nicaragüense quiere ser una orgía gastronómica. Más mestizo
que indígena, lo que el plato sugiere sobre todo es la influencia directa de cocineras
y mulatas en las haciendas próximas a los lagos y a sus ríos tributarios. Ya la
sola llegada de la tortuga evocaba en la gente a los ladinos Tortuguero que vagaban
por playas y playuelas o junto a los canales de los archipiélagos de agua dulce
en las noches de plenilunio de marzo en busca de las tortugas salidas a poner y
de las paseras de huevos de paslama ocultas bajo la arena. Hay que tener presente
que era en las vísperas de Semana Sante, cuando la economía tiánguica se orientaba
en sentido litúrgico. La degollación de las tortugas, ejecutadas por las cocineras,
le daba el toque barbárico de fiesta primitiva a la preparación del plato para los
días de abstinencia ritual. Pero lo que sugiere más que otra cosa la intervención
de una cuchara negroide, no es la tortuga con sus reminiscencias de Jamaica, ni
las docenas de huevos y tomates sacados de su vientre, sino el recado de pan y huevo,
revuelto con manteca y vinagre y toda especie de condimentos, cuya abundancia y
suculencia no tiene paralelo en otros platos nicaragüenses de procedencia indígena
o española.
El
pescado no rivaliza con la carne en la cocina nicaragüense como sucede en otros
países. Esto también se debe a las circunstancias coloniales. El pueblo aprendió
a comer en la colonia y sus hábitos adquiridos entonces apenas han variado. Los
pescados de mar y los mariscos nunca alcanzaron verdadera popularidad, porque las
ciudades se fundaron y surgieron más cerca de los lagos y ríos que del Pacífico,
cosa que, por otras razones, criticaba después el sabio Valle. El pueblecito de
El Realejo era el único puerto nicaragüense, y sus precarias condiciones, así como
la falta de caminos, no invitaban al desarrollo de la pesca marina. Los habitantes
de León, cuyas temporadas en la costa del mar vecino eran más concurridas y alegres
en la colonia que a mediados del siglo XIX –según contaban al viajero Squier varias
damas leonesas–, adquirieron, parece, el gusto por las conchas en su jugo y las
sopas de ostiones que competían con las de cangrejo. De occidente también provenían
los ostiones secos que se vendían en los mercados hasta hace poco tiempo. Pero en
el resto del país y en occidente mismo, la popularidad pertenecía a los pescados
de agua dulce. Hoy son famosos los que se ofrecen a los pasajeros del tren de occidente
en la estación de Nagarote, sofritos con pinol y adornados ligeramente con un recado
de tomate a la manera tradicional. No es otra generalmente la manera sencilla pero
inmejorable, en que las cocineras nicaragüenses continúan preparando los guapotes
y mojarras, laguneros, barbudos y guavinas que aún llegan diariamente, vivos o frescos,
a los mercados y que antes se vendían en bateas o en sartas, formadas en los verdes
bejucos de las plantas acuáticas, hasta en las mismas puertas de las casas. Los
gaspares se tendían a secar sobre la arena de la playa, junto a los ranchos de los
pescadores, y se vendían como bacalao, especialmente en la cuaresma. Igual cosa
ocurría con las minúsculas sardinas o pepescas que sacaban en cantidades fabulosas
con redes apropiadas y que luego comían en tortas amasadas con pinol, gratas a los
isleños y gente de las playas, que aún conservan el gusto indígena por esa clase
de manjares. Los huevos de lagarto han desaparecido o van desapareciendo de los
mercados. En otro tiempo fueron, al parecer, para las clases populares sin pretensiones
elegantes, lo que el caviar es hoy para las clases adineradas con esas pretensiones.
El
maíz dio, además, los tamales –el tamal pisque, tamales o tamalitos rellenos o revueltos,
nacatamales y yoltamales– que son también comidas sueltas, apropiadas a la venta
ambulante y convenientes para viajes, paseos y meriendas–. El tamal pisque es el
único de ellos que ha conservado su pureza indígena, su condición antigua de alimento
primitivo y manual –como el pan y la tortilla–, con una masa fresca pero compacta,
sin grasa o jugos que suelten humedad. Así se deja manejar, partir y repartir. Nada
más cómodo para dar de comer a tribus migratorias, tropas o prisioneros. Un tamal
con un tuco o pedazo de queso ha sido en Nicaragua, desde los tiempos de
la colonia, una ración frugal. El pueblo dice todavía: Tamal con queso, comida
de preso. Esas comidas básicas, elementales –el pan, la tortilla, el plátano
verde, el tamal–, que son el acompañamiento obligatorio de todas las otras, se llaman
en Nicaragua bastimentos. Parece natural que el nombre que se le daba en
la conquista a los abastecimientos o provisiones de boca para las huestes expedicionarias,
quedara restringido a los alimentos más fáciles de transportar y repartir. Nicaragua,
además, necesitaba de la palabra por ser uno de los países con mayor variedad de
bastimentos. Hasta hace pocos años la costumbre era el pan en el desayuno, el plátano
en el almuerzo y la tortilla para la cena. Pero se recorría en las comidas y meriendas
a lo largo del año toda la escala de los bastimentos, desde los plátanos asados
y los tamales hasta los guineos de menor prestigio.
No se puede cerrar, sin embargo, este banquete interminable, sin la brevísima alabanza de los postres. La dulcería de Nicaragua ha sido tan rica y variada, como su cocina. Atoles, atoles agrios, motajatoles, atolillos, manjares, almíbares, jaleas, cajetas, requesones, melcochas, alfeñiques, alfajores o gofios, panecillos o mazorcas de chocolate, caramelos, confites de semilla de marañón, frutas azucaradas, tortas, pasteles, hojuelas, buñuelos, cosas de pan y cosas de horno, infinidad de dulces, golosinas, espumillas, mistelas, refrescos, se originaban por igual, según su estirpe, en los ranchos de los indios que en las queseras de los hatos y lo mismo en los conventos de monjas, panaderías y cajeterías que en las cazuelas o los puestos de tiangue. Todas las frutas y muchas verduras y semillas, si no eran ellas mismas postres o golosinas se prestaban divinamente a la confección de almíbares, cajetas y refrescos. En las cajeterías del pasado se contemplaban kilometrales mesas o filas de mesas cubiertas de cajetas de coco o de leche, de batata o camote, de papaya y de cidra, de arroz, naranja agria y toronja, cajetas de zapoyol y piñonates. Con mangos, mameyes, jocotes, marañones, grosellas, papayas, hojas de higo, flor de azucena y dulce de rapadura, todo mezclado en una cazuela de barro, o bien, más refinadamente, cada fruta por separado en el almíbar de azúcar y mezcladas después, se hacía el más nacional de los postres, el curbasá, que aún ahora es de regla en la Semana Santa. Para aliviar los rigores del clima, Nicaragua ofrecía los mejores refrescos naturales del mundo: la chicha de maíz o de coyolito, las horchatas de semilla de jícaro y de arroz, chingues, posoles, y frescos de frutas o semillas, realmente refrescantes y deliciosos, como cebadas, chías, piñadas, granadillas, naranjadas, limonadas, tamarindadas, pitahayas, marañonadas o la finísima guayaba casera. Salvo alguna excepción, todos esos refrescos vienen de la colonia, pero su edad de oro empezó en este siglo XX con la fabricación de hielo en el país, y, por lo visto, será muy breve, porque van siendo rápidamente desalojados por las cocacolas y las fuentes de soda.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 187 | novembro de 2021
Curadoria: Daisy Zamora (Nicarágua, 1950)
Artista convidada: Berta Marenco (Nicarágua, 1949)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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