Fue José María
Arzuaga un director formado en Europa quién con su película Pasado el meridiano (1954), logra introducir
un punto de vista que deja en claro la existencia de unos lugares marginados para
las lentes de la época, en la que en ese tiempo fuera llamada la Atenas Suramericana,
Bogotá.
Más que imitar
los paraísos artificiales soñados, la cultura colombiana debe ser celebrada, pero
el nepotismo bajo el cual padecemos nuestro deseo de dar a conocer lo que pensamos
de esta masacre debe ser señalado, debe ser removido y dejar que el agua de la creación
de nuestro cine, logre tocar las verdaderas entrañas, donde nuestras películas no
sean tan abiertamente controladas por el sistema del ¿para qué son? y lo que deseamos
ver, sino la exploración real y profunda de las razones de nuestra masacre latinoamericana.
Pero en el cine
Colombiano donde como en todas partes son los argumentos los que señalan el ritmo
y los deseos o necesidades de un público, que ha sido centro de una sociedad formada
en la época quimérica de los años 30, 40 y 50 con lo que llegada de las grandes
producciones de Hollywood o el cine mexicano, nunca ha hecho parte real de las visiones
de futuro de nuestra sociedad, los políticos que le dan la espalda a todo, han dejado
la memoria al azar y nuestra sociedad se ha visto cegada por la violencia, con la
incapacidad de reflexionar sobre su propia memoria, dada la velocidad a la que navegan
las reformas, los asesinatos, las desapariciones de líderes ilustres como el caudillo
liberal Jorge Eliécer Gaitan el 9 de abril de 1948, los líderes políticos Luis Carlos
Galán el 18 de 1988, Bernardo Jaramillo Ossa el líder de izquierda asesinado el
2 de abril de 1990 o la muerte de Carlos Pizarro para nombrar aquí apenas a unos
pocos representantes de la intolerable lista de asesinados bajo los sucesivos gobiernos
de lo que es la historia de esta nación. Pero el cine ha hecho su parte y la censura
institucional también. Amparados en la no existencia de memorias cinematográficas
se ocultaron por más de 70 años las verdades o fueron contadas a pedazos las verdades
del Bogotazo, de la muerte de Gaitán, hasta que apareció Cesó la horrible noche (2013), documental de Ricardo Restrepo, donde
muestra las memorias del Bogotazo grabadas desde una ambulancia por un médico que
al azar de los años podría considerarse un documentalista manizaleño casi para todos
desconocido, Roberto Restrepo.
Y ese clima de
muerte cambia el destino de quienes han deseado hacer arte, hacer memoria de lo
sucedido, en la propia experiencia de los artistas también perseguidos, sino también
en una sociedad sin oportunidades.
Hay nuevas miradas
en cada encuentro con nuestro cine y nos vamos reencontrando con esta pregunta.
¿Dónde están las violencias en nuestro cine? ¿por qué ese episodio rural que no
termina? Tierra en la lengua (2014) de
Rubén Mendoza o La sombra del Caminante
(1985) de uno de nuestros más reconocidos directores Ciro Guerra, traen una impronta
un sello, memoria de la guerra, los personajes trazados por las violencias, caracteres
particulares por las masacres. En ese camino empieza a aparecer también un cine
sobre lo que se ha conocido en Colombia como falsos positivos, como se llama aquí
al fenómeno de las desapariciones forzadas, o los crímenes de civiles a manos de
agentes estatales, un ejemplo directo el cortometraje El Chichipato de Felipe Moreno (2010).
Y allí comienza
una especie de peregrinación extensa por el dolor, y vienen todos los nuevos directores
con el pecho roto, La Sirga (2012) de
William Vega, la película de uno de esos nuevos directores comprometidos que abre
una lista de nuevos realizadores todos conectados con la necesidad de denunciar
esto que nos ha sucedido y que parece nos hemos demorado en comprender, porque una
lista de muertos viene detrás de la otra y no alcanzamos a procesar esta verdad.
Historias con argumentos
profundos, miradas sobre la guerra en Colombia desde todos los ángulos, Jardín de Amapolas (2012) de Juan Carlos
Melo, podría ser un ejemplo de cómo empieza a mezclarse a la luz de todos, el fenómeno
del paramilitarismo y su coincidencia en los sembrados de amapolas al sur del país,
y es la historia de un niño y su amistad con una niña víctima de la guerra, lo que
conecta la emoción al ver que la vida de estos niños está marcada por las mismas
grietas de tierra latinoamericana, de cuerpos latinoamericanos marcados de sangre
por las balas de una industria fatal.
En estas miradas
que duelen en las entrañas de una tierra agrietada, no es el arado, es la muerte
y la grieta en el alma o las manos o el rostro cansado de nuestro pueblo, es la
Colombia que nos muestra Lisandro Duque en Los
Actores del conflicto (2008) o que nos hubiera querido mostrar más abiertamente
Carlos Mayolo en Carne de tu carne (1986)
o que ha logrado presentarnos abiertamente William González en La sargento Matacho (2015).
Son muchos los representantes de nuestro nuevo cine, historias urbanas, personales, autobiográficas, la tragedia nacional se ha mudado al rincón de cada hogar, ha tomado asiento y ha obligado a los individuos a contarse, aún resuenan voces y vemos imágenes de inigualable factura llenas de miedo, una narración de un país que crea en medio del llanto y el dolor de sus últimos desaparecidos, en medio del duelo por los muertos y desapariciones de sus últimas marchas contra un gobierno prepotente, donde la muerte se hace paisaje y todos debemos guardar silencio.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 189 | novembro de 2021
Curadoria: Luis Fernando Cuartas (Colombia, 1956)
Artista convidada: Flor María Bouhot (Colombia, 1949)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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