Laboran como los
biólogos, pienso en el siglo XIX, en Humboldt, en sus libretas llenas de dibujos
y descripciones minuciosas donde consignaba sus descubrimientos botánicos. Me regreso
aún más en el tiempo y observo a Leonardo da Vinci maravillado con su entorno, en
busca de nuevos pigmentos, en encontrar la lógica y el orden al movimiento de los
cuerpos o el vuelo de las aves. Ambos encuentran la revelación dentro de la naturaleza
a través del pensamiento, aplicando el método científico más rudimentario, la observación
y la experimentación.
La poesía de José
Ángel Leyva pertenece, sin lugar a dudas, a este mundo. No es una poesía continental,
no trata de abarcar a la humanidad, su tono no es profético, no es un León Felipe
o un Walt Whitman, es más bien hijo de Mallarmé y Valéry, heredero de lo mínimo,
pero también de lo profundo porque las cosas del mundo siempre tienen hondura, se
abren hacia dentro, nos enseñan los siglos a través de sus formas y colores, de
sus materiales, el objeto es uno, pero es múltiple, en él está la memoria, los sentimientos,
las sensaciones, la experiencia acumulada del hombre:
Ámbar
Trozos de luz debajo de la tierra
Sudor y lágrimas de tiempo…
La brea encierra el signo interrogante
imagen viva del insecto rapaz
en la sustancia que traga y lo devora…
Se agita el fósil en el nacimiento de los senos
Asoma la muerte en los pendientes
Todo el ámbar oculto en la mirada
El poema anterior
engloba a la perfección la poética de lo mínimo, pero también la del propio José
Ángel Leyva. La reflexión será el punto de partida que nos permite ahondar en las
propiedades de la resina. El pensamiento alumbra lo inanimado, lo deja brillar y
vivir al cumplir un ciclo, al mirar en ella los signos del tiempo: el olvido en
la tierra, el recordatorio de la muerte representada en el insecto tragado por el
ámbar; después, su memoria resucitada por el erotismo presente al describir la joya
entre los senos y los pendientes de las orejas y regresar todo a la mirada, de quién,
¿de la mujer que carga con el ámbar o la del yo lírico que ha mirado en el trabajo
del joyero algo más que un adorno para el cuerpo?
En Luz y cenizas (FOEM, 2018) del propio José
Ángel, en el prólogo a ese libro, Juan Gelman se centra en la obsesión por la palabra
que tiene el poeta mexicano; y no hay nada más intelectual que pensar sobre el propio
trabajo escritural, sobre la forma del discurso; por tanto, no es el mundo quien
se desborda por Leyva, es la palabra quien debe marcar el horizonte, quien dicta
el amanecer y lo conduce al final del día.
La palabra no
sólo nombra, también crea o resucita de la muerte, da una brújula, un espacio para
habitar o reencontrarse con uno mismo y con el otro que nos habita, pero también
la palabra es ser, es ya existir si pensamos en el “cogito ergo sum” de Descartes,
porque escribir es la forma tangible del pensamiento:
¿En dónde sobrevivo? Se pregunta
ese hombre cuando escribe
y le pesan los versos como plomo
y le vuelven los nombres de la muerte
Urde la mente los hilos de su propia sombra
Ilumina la noche con ráfagas de dudas
Las cuelga del pozo firme del silencio
Del verbo surge
el mundo, pero también la imperfección, el tiempo, la duda, uno mismo escindido
por lo que es, pero también el verbo levanta el instante, la memoria y con ella
el diálogo con la infancia, con la sociedad, pero la acción también es un acto de
fiereza, porque el desplazarse en el espacio también es violentarlo y el hombre
avanza demasiado rápido, también su brutalidad, la violencia ejercida sobre el mundo
es la llama del progreso y la cicatriz que dejó la modernidad, pero esa acción,
esa violencia no la vemos si no se escribe, por ello es necesario nombrarla para
observar su olvido que sigue golpeando y clavando sus cuchillos en hombres y en
animales:
Por años la imagen de la perra te persigue
Es fiel a tu dolor y su tortura
Cada mañana aparece en la puerta de tu casa
En su mirada ciega los ojos son los mismos
que preguntan por qué desde la infancia
o
Recolectores de basura sacuden su mortaja
retiran los detritus del gesto adolescente
Alicia se va de la ciudad que intenta
tapar el agujero para ocultar el sol
El poeta lo quiera
o no es un ser político porque pertenece a la polis, su oficio no es otro que el
de alumbrar la oscuridad y dotar de matices a la luz, de descubrir su degradación
–porque quizá la ignora–, pero también de conocer su propio espacio y todo ello
sucede al escribirlo, no antes ni después. José Ángel por más que evite una poesía
que trate algún suceso coyuntural, como muchas veces lo ha declarado, no puede dejar
de hacerlo porque el mundo parece describirse a partir de sus heridas, de la violencia
cotidiana ejercida sobre éste, y el poeta, lo quiera o no, porque está en su sino,
cantará de ella tarde o temprano porque la vivirá.
La urbe nos moldea;
las querencias se forman gracias al espacio donde vivimos; todo pueblo o ciudad
cultiva sus estigmas, sus lacras, pero también sus paraísos, sus encuentros y desencuentros,
la memoria y el olvido, en resumen, la ciudad es un cuerpo vivo, que crece inconmensurable
en sus rabias, pero también en su amor: “No puedo odiar esta ciudad que me consume
el odio”, escribe Leyva. Ya cité un fragmento de “La perra” y de “Alicia en Ciudad
Juárez”; un ejemplo más lo encuentro en “Ciudad”:
Esta ciudad hecha de nervios y presagios
capaz de abaratar el optimismo en sus pregones
sin mesura ni límite se expande
Mancha que asciende y desciende con violencia
a los suburbios pobres y grises entre sal y lodo…
Amo esta ciudad enmarañada a su condena
Soy adicto a sus costumbres sin horario
a esta maraña de cables y adefesios…
En la poesía de
José Ángel precisamente el espacio, real o imaginado, será otra de sus obsesiones,
en “Chipre”, por ejemplo, hace una relectura de Otelo; en “Río Turia” el cambio no se da sólo en la geografía del río,
sino en la de los hombres, el poema nos habla del paso del tiempo, del cambio, del
recuerdo, de la nostalgia. El poeta observa el pasado para entender el complejo
ciclo de la naturaleza y al hombre que pende entre el deseo y la calma, entre la
memoria y el presente que se acrisolan en la escritura, en el conjuro de la poesía:
Allí donde se ahogaron los perplejos crecen frondas…
Respiran de nuevo las algas azules de la no existencia
Corre el aire el tiempo que empuja las palabras
Se embalsan recuerdos de ciudad antigua
La ausencia es cicatriz en este sueño
La palabra es
plástica, el color y la forma se describen, tienen densidad, símbolos porque son
parte de la comunidad, del proceso de cultura, de la comunicación misma. La lengua
teje otra especie de totalidad que ciertamente no es la misma que la mirada, la
última es inmediata en el discurso pictórico, vemos el todo en un instante, no así
en la escultura, donde también caminamos para conocer la obra; en ambas manifestaciones
para “hacernos” de ellas tenemos que ir paso a paso, pero es necesario tender puentes
de reflexión, articular el pensamiento sobre las formas dadas, hacer símiles, comparaciones
crear la estructura que sostendrá la reflexión: el lenguaje; sólo así accederemos
a la comprensión de la epifanía; entre el caos sensitivo y la razón, entre el deslumbramiento
y la claridad tiende Leyva su propia escritura.
La pintura, la
escultura se observan al comprenderse, antes sólo es la belleza que destruye, aquella
más cerca de la divinidad, porque sólo se padece, no se comprende; no será hasta
saber los límites de su hermosura, hasta asirla a nuestra altura, a nuestra capacidad
de razonamiento que podremos tener un gozo aún mayor, entenderla y así paladearla,
hacerla nuestra.
José Ángel Leyva
busca encarnar el objeto, tornarlo sensible, trazar un camino hacia su propia memoria,
hacia sus miedos, hacia la médula que lo conforma, por ello reflexiona sobre éste;
el pensamiento es un onanismo de la mente, un proceso amoroso porque la palabra
erotiza los objetos del mundo para hacerlos nuestros y nadie piensa sin palabras;
el amor surge gracias a la existencia del discurso, según Roland Barthes; el poeta
levanta su diálogo con el objeto, sus deseos, sus obsesiones, lo seduce y entonces
la cama tiembla y la piedra canta: “el lecho es nido de palabras” o:
En el laberinto sonoro de la roca
vibra el hueso ancestral
Más adentro escucho la pasión
El material se descompone
en viajes y en lluvias sin recuerdos…
o
Quién puede descifrar la geometría del gesto
de la mano abisal que presta ayuda al náufrago
Quién tiene el color
la pincelada blanca oscura sobre el agua
corriente de los siglos
el instante del alma
Un ritmo de cincel marca su acento
La obsesión del canto de sus vetas
en la dureza de un yo
sordo
informe
cuentan los golpes de barreta
Los filones de un cuerpo en otro
De uno en otro…
El hombre y la
materia se fusionan, conjugan un ritmo, la arquitectura de la metáfora, el diálogo
con los símbolos, la eternidad de las preguntas, la dureza de la forma y de lo informe
de ser y sentir la pesadumbre, el peso del cincel exigiendo el canto, la partitura,
el poema, la pérdida de uno en el otro, y luego la soledad desbarrancada en versos
sobre la infancia (un espejo); su padre (otro espejo)… Leyva despierta las esculturas,
los frisos del pasado en su poesía, reflexiona sobre éste, es decir, dialoga con
lo que fue, con todos aquellos que lo conformaron, ya sean personas o personajes
literarios.
Catulo en el destierro (1993), un poema de largo aliento,
es un buen ejemplo de todo aquello que lo conforma como poeta: su tradición literaria,
la obsesión por el recuerdo no sólo propio sino del hombre en general, visto no
como un ser aislado, individual, sino como parte de un proceso histórico, evolutivo,
el hombre diseccionado en sus querencias, en sus deseos, derrotas, abdicaciones,
por ejemplo: en las traiciones que ejerce sobre sí mismo para ganarse el sustento,
las preguntas sobre dios, su existencia, etc.
Es interesante
que tome a un poeta, a un ser intelectual y extremadamente erótico como centro del
poemario y más que lo describa a partir de su vejez, sin ningún atributo destacable
en lo físico. De Catulo sólo queda el recuerdo, es decir, Catulo en el destierro es el mejor ejemplo de su poética, de lo que
he tratado en este texto, porque intelectualiza en grado sumo la corporalidad de
su personaje, nos encontramos ante una reflexión sobre el Eros y el Thánatos sostenida
a través de un trabajo de memoria y de meditación, búsqueda de las palabras exactas
para plasmar toda lo pensado, pero en esa búsqueda sobreviene el encuentro con la
revelación, la poesía, porque Catulo encarna al Hombre, nos hace partícipes de su
angustia, de su desesperación, de sus vacíos, de su agonía. La vejez de Catulo,
sus estados anímicos viven en nosotros incluso al término de la lectura, y eso sólo
lo logra la literatura, en especial la poesía cuando se centra en esa nimiedad que
es sólo un hombre, en este caso, un poeta.
Catulo recoge del suelo sus despojos
la perversa inquietud de las hormonas
los miembros desollados del deseo
envueltos en la palidez de algunas páginas
Escucha los gruñidos subterráneos de la muerte…
Catulo en el destierro quizá sea el mejor poemario de José
Ángel Leyva hasta la fecha, en él podemos encontrar todas las obsesiones del poeta
que mezcla la intuición con la razón, la epifanía con la memoria zurcidas por la
doble cara del erotismo, vida y muerte, que no son otra cosa que escritura.
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Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México, 1981). Es escritor, tallerista, profesor universitario en las carreras de Comunicación y Letras Hispánicas en la UNAM. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (UANL, 2017), Los ojos negros de la noche (Surdavoz, 2019), Regusto a diablo (2019, Tintanueva), Calaverio (2020, Cómics poéticos), El infierno es con nosotros (2020, Mantra). Ha obtenido distintos reconocimientos y premios en poesía, cuento, crónica y ensayo.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 188 | novembro de 2021
Artista convidada: Ana Sabiá (Brasil, 1978)
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