terça-feira, 23 de novembro de 2021

ROBERTO ACUÑA | La comprensión de la epifanía. Bosquejo a la poesía de José Ángel Leyva

 


André Gide escribió sobre Valéry que éste trabajaba a la manera de Descartes, es decir, intentaba acorralar su pensamiento, no el mundo exterior más bien las cavilaciones sobre éste. A su vez, Valéry escribe en 1891, después de su primer encuentro con Mallarmé, que la mirada del poeta, sus gestos, sus silencios estaban ordenados hacia un fin secreto y alto, regido por un principio supremo de reflexión. No recuerdo si fue él mismo u otro escritor quien opinaba que hay dos tipos de poetas los que escriben sobre la grandilocuencia de las cosas, el universo, la totalidad, el mito –pienso por ejemplo en Octavio Paz y Carlos Pellicer–; y otros que se emocionan en lo diminuto, lo cotidiano y de ello hacen su obra, como el propio Mallarmé.

Laboran como los biólogos, pienso en el siglo XIX, en Humboldt, en sus libretas llenas de dibujos y descripciones minuciosas donde consignaba sus descubrimientos botánicos. Me regreso aún más en el tiempo y observo a Leonardo da Vinci maravillado con su entorno, en busca de nuevos pigmentos, en encontrar la lógica y el orden al movimiento de los cuerpos o el vuelo de las aves. Ambos encuentran la revelación dentro de la naturaleza a través del pensamiento, aplicando el método científico más rudimentario, la observación y la experimentación.

La poesía de José Ángel Leyva pertenece, sin lugar a dudas, a este mundo. No es una poesía continental, no trata de abarcar a la humanidad, su tono no es profético, no es un León Felipe o un Walt Whitman, es más bien hijo de Mallarmé y Valéry, heredero de lo mínimo, pero también de lo profundo porque las cosas del mundo siempre tienen hondura, se abren hacia dentro, nos enseñan los siglos a través de sus formas y colores, de sus materiales, el objeto es uno, pero es múltiple, en él está la memoria, los sentimientos, las sensaciones, la experiencia acumulada del hombre:

 

Ámbar

Trozos de luz debajo de la tierra

Sudor y lágrimas de tiempo…

La brea encierra el signo interrogante

imagen viva del insecto rapaz

en la sustancia que traga y lo devora…

Se agita el fósil en el nacimiento de los senos

Asoma la muerte en los pendientes

Todo el ámbar oculto en la mirada

 

El poema anterior engloba a la perfección la poética de lo mínimo, pero también la del propio José Ángel Leyva. La reflexión será el punto de partida que nos permite ahondar en las propiedades de la resina. El pensamiento alumbra lo inanimado, lo deja brillar y vivir al cumplir un ciclo, al mirar en ella los signos del tiempo: el olvido en la tierra, el recordatorio de la muerte representada en el insecto tragado por el ámbar; después, su memoria resucitada por el erotismo presente al describir la joya entre los senos y los pendientes de las orejas y regresar todo a la mirada, de quién, ¿de la mujer que carga con el ámbar o la del yo lírico que ha mirado en el trabajo del joyero algo más que un adorno para el cuerpo?

En Luz y cenizas (FOEM, 2018) del propio José Ángel, en el prólogo a ese libro, Juan Gelman se centra en la obsesión por la palabra que tiene el poeta mexicano; y no hay nada más intelectual que pensar sobre el propio trabajo escritural, sobre la forma del discurso; por tanto, no es el mundo quien se desborda por Leyva, es la palabra quien debe marcar el horizonte, quien dicta el amanecer y lo conduce al final del día.

La palabra no sólo nombra, también crea o resucita de la muerte, da una brújula, un espacio para habitar o reencontrarse con uno mismo y con el otro que nos habita, pero también la palabra es ser, es ya existir si pensamos en el “cogito ergo sum” de Descartes, porque escribir es la forma tangible del pensamiento:

 

¿En dónde sobrevivo? Se pregunta

ese hombre cuando escribe

y le pesan los versos como plomo

y le vuelven los nombres de la muerte

 


Leyva pone sobre su pensamiento un lente sobre otro lente, después otro para ver mejor, es un optometrista que se mira a sí mismo, la batalla no es con el ángel, con lo ininteligible, con lo que está fuera del tiempo, la eternidad es un brillo que nos ciega y destruye como dice Rilke y lo demuestra Zeus, la batalla del poeta mexicano es con su propia reflexión que signa la noche y la hoja en blanco; la escritura acomoda la mente, los miedos, las obsesiones, alumbra las preguntas que lo queman, trae de las cenizas el pasado, porque escribir es precisamente revelar las epifanías personales, poner en orden las querencias y los recuerdos, darles una forma, dejarlas ser al acomodar la respiración, el silencio, la música en el poema:

 

Urde la mente los hilos de su propia sombra

Ilumina la noche con ráfagas de dudas

Las cuelga del pozo firme del silencio

 

Del verbo surge el mundo, pero también la imperfección, el tiempo, la duda, uno mismo escindido por lo que es, pero también el verbo levanta el instante, la memoria y con ella el diálogo con la infancia, con la sociedad, pero la acción también es un acto de fiereza, porque el desplazarse en el espacio también es violentarlo y el hombre avanza demasiado rápido, también su brutalidad, la violencia ejercida sobre el mundo es la llama del progreso y la cicatriz que dejó la modernidad, pero esa acción, esa violencia no la vemos si no se escribe, por ello es necesario nombrarla para observar su olvido que sigue golpeando y clavando sus cuchillos en hombres y en animales:

 

Por años la imagen de la perra te persigue

Es fiel a tu dolor y su tortura

Cada mañana aparece en la puerta de tu casa

En su mirada ciega los ojos son los mismos

que preguntan por qué desde la infancia

 

o

 

Recolectores de basura sacuden su mortaja

retiran los detritus del gesto adolescente

Alicia se va de la ciudad que intenta

tapar el agujero para ocultar el sol

 

El poeta lo quiera o no es un ser político porque pertenece a la polis, su oficio no es otro que el de alumbrar la oscuridad y dotar de matices a la luz, de descubrir su degradación –porque quizá la ignora–, pero también de conocer su propio espacio y todo ello sucede al escribirlo, no antes ni después. José Ángel por más que evite una poesía que trate algún suceso coyuntural, como muchas veces lo ha declarado, no puede dejar de hacerlo porque el mundo parece describirse a partir de sus heridas, de la violencia cotidiana ejercida sobre éste, y el poeta, lo quiera o no, porque está en su sino, cantará de ella tarde o temprano porque la vivirá.

La urbe nos moldea; las querencias se forman gracias al espacio donde vivimos; todo pueblo o ciudad cultiva sus estigmas, sus lacras, pero también sus paraísos, sus encuentros y desencuentros, la memoria y el olvido, en resumen, la ciudad es un cuerpo vivo, que crece inconmensurable en sus rabias, pero también en su amor: “No puedo odiar esta ciudad que me consume el odio”, escribe Leyva. Ya cité un fragmento de “La perra” y de “Alicia en Ciudad Juárez”; un ejemplo más lo encuentro en “Ciudad”:

 

Esta ciudad hecha de nervios y presagios

capaz de abaratar el optimismo en sus pregones

sin mesura ni límite se expande

Mancha que asciende y desciende con violencia

a los suburbios pobres y grises entre sal y lodo…

 

Amo esta ciudad enmarañada a su condena

Soy adicto a sus costumbres sin horario

a esta maraña de cables y adefesios…

 

En la poesía de José Ángel precisamente el espacio, real o imaginado, será otra de sus obsesiones, en “Chipre”, por ejemplo, hace una relectura de Otelo; en “Río Turia” el cambio no se da sólo en la geografía del río, sino en la de los hombres, el poema nos habla del paso del tiempo, del cambio, del recuerdo, de la nostalgia. El poeta observa el pasado para entender el complejo ciclo de la naturaleza y al hombre que pende entre el deseo y la calma, entre la memoria y el presente que se acrisolan en la escritura, en el conjuro de la poesía:

 

Allí donde se ahogaron los perplejos crecen frondas…

Respiran de nuevo las algas azules de la no existencia

Corre el aire el tiempo que empuja las palabras

Se embalsan recuerdos de ciudad antigua

La ausencia es cicatriz en este sueño

 


El espacio no sólo es imagen, es materia sensible y espiritual, un cuerpo dotado de identidad propia, de recuerdos, amores y dolores, Leyva es un poeta muy icónico y plástico, hay un importante trabajo ecfrástico en su obra debido a que su quehacer poético se nutre de otras manifestaciones artísticas como la pintura o la escultura –no hablaré del musical, hay prueba de ello en su obra–.

La palabra es plástica, el color y la forma se describen, tienen densidad, símbolos porque son parte de la comunidad, del proceso de cultura, de la comunicación misma. La lengua teje otra especie de totalidad que ciertamente no es la misma que la mirada, la última es inmediata en el discurso pictórico, vemos el todo en un instante, no así en la escultura, donde también caminamos para conocer la obra; en ambas manifestaciones para “hacernos” de ellas tenemos que ir paso a paso, pero es necesario tender puentes de reflexión, articular el pensamiento sobre las formas dadas, hacer símiles, comparaciones crear la estructura que sostendrá la reflexión: el lenguaje; sólo así accederemos a la comprensión de la epifanía; entre el caos sensitivo y la razón, entre el deslumbramiento y la claridad tiende Leyva su propia escritura.

La pintura, la escultura se observan al comprenderse, antes sólo es la belleza que destruye, aquella más cerca de la divinidad, porque sólo se padece, no se comprende; no será hasta saber los límites de su hermosura, hasta asirla a nuestra altura, a nuestra capacidad de razonamiento que podremos tener un gozo aún mayor, entenderla y así paladearla, hacerla nuestra.

José Ángel Leyva busca encarnar el objeto, tornarlo sensible, trazar un camino hacia su propia memoria, hacia sus miedos, hacia la médula que lo conforma, por ello reflexiona sobre éste; el pensamiento es un onanismo de la mente, un proceso amoroso porque la palabra erotiza los objetos del mundo para hacerlos nuestros y nadie piensa sin palabras; el amor surge gracias a la existencia del discurso, según Roland Barthes; el poeta levanta su diálogo con el objeto, sus deseos, sus obsesiones, lo seduce y entonces la cama tiembla y la piedra canta: “el lecho es nido de palabras” o:

 

En el laberinto sonoro de la roca

vibra el hueso ancestral

Más adentro escucho la pasión

 

El material se descompone

en viajes y en lluvias sin recuerdos…

 

o

 

Quién puede descifrar la geometría del gesto

de la mano abisal que presta ayuda al náufrago

Quién tiene el color

la pincelada blanca oscura sobre el agua

corriente de los siglos

el instante del alma

 


La poesía nos hace partícipes de nuestros propios sentidos: escucho, saboreo, palpo…; pero también nos enfrenta a los enigmas universales, el mayor: la muerte. Leyva pone el ritmo a la duda, a los encuentros y desencuentros humanos. La palabra vibra, se erotiza y es parte del rito del recuerdo, de la catarsis y a veces de su anagnórisis. El poeta escribe de la noche ante la noche y en contra de ella, escarba en su hondura buscando la luz, ¿cuál? No sabrá hasta encontrarla, hasta escribirla y encarnar la materia y el recuerdo al cuerpo, al alma, crear esa totalidad entre naturaleza y espíritu, ese oxímoron o metáfora que exige la poesía, lenguaje de lo intraducible, de las imágenes, de las iluminaciones, de los sentimientos humanos; porque la poesía, cito unas palabras de José Ángel Leyva a propósito de la obra de Louise Bourgeois, es un “diálogo entre el artista y la materia; es el encuentro de la razón y la naturaleza, los cabos bestiales que atan el delirio intelectual”.

 

Un ritmo de cincel marca su acento

La obsesión del canto de sus vetas

en la dureza de un yo

                               sordo

                               informe

cuentan los golpes de barreta

Los filones de un cuerpo en otro

De uno en otro…

 

El hombre y la materia se fusionan, conjugan un ritmo, la arquitectura de la metáfora, el diálogo con los símbolos, la eternidad de las preguntas, la dureza de la forma y de lo informe de ser y sentir la pesadumbre, el peso del cincel exigiendo el canto, la partitura, el poema, la pérdida de uno en el otro, y luego la soledad desbarrancada en versos sobre la infancia (un espejo); su padre (otro espejo)… Leyva despierta las esculturas, los frisos del pasado en su poesía, reflexiona sobre éste, es decir, dialoga con lo que fue, con todos aquellos que lo conformaron, ya sean personas o personajes literarios.

Catulo en el destierro (1993), un poema de largo aliento, es un buen ejemplo de todo aquello que lo conforma como poeta: su tradición literaria, la obsesión por el recuerdo no sólo propio sino del hombre en general, visto no como un ser aislado, individual, sino como parte de un proceso histórico, evolutivo, el hombre diseccionado en sus querencias, en sus deseos, derrotas, abdicaciones, por ejemplo: en las traiciones que ejerce sobre sí mismo para ganarse el sustento, las preguntas sobre dios, su existencia, etc.

Es interesante que tome a un poeta, a un ser intelectual y extremadamente erótico como centro del poemario y más que lo describa a partir de su vejez, sin ningún atributo destacable en lo físico. De Catulo sólo queda el recuerdo, es decir, Catulo en el destierro es el mejor ejemplo de su poética, de lo que he tratado en este texto, porque intelectualiza en grado sumo la corporalidad de su personaje, nos encontramos ante una reflexión sobre el Eros y el Thánatos sostenida a través de un trabajo de memoria y de meditación, búsqueda de las palabras exactas para plasmar toda lo pensado, pero en esa búsqueda sobreviene el encuentro con la revelación, la poesía, porque Catulo encarna al Hombre, nos hace partícipes de su angustia, de su desesperación, de sus vacíos, de su agonía. La vejez de Catulo, sus estados anímicos viven en nosotros incluso al término de la lectura, y eso sólo lo logra la literatura, en especial la poesía cuando se centra en esa nimiedad que es sólo un hombre, en este caso, un poeta.

 

Catulo recoge del suelo sus despojos

la perversa inquietud de las hormonas

los miembros desollados del deseo

envueltos en la palidez de algunas páginas

Escucha los gruñidos subterráneos de la muerte…

 

Catulo en el destierro quizá sea el mejor poemario de José Ángel Leyva hasta la fecha, en él podemos encontrar todas las obsesiones del poeta que mezcla la intuición con la razón, la epifanía con la memoria zurcidas por la doble cara del erotismo, vida y muerte, que no son otra cosa que escritura.

 

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Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México, 1981). Es escritor, tallerista, profesor universitario en las carreras de Comunicación y Letras Hispánicas en la UNAM. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (UANL, 2017), Los ojos negros de la noche (Surdavoz, 2019), Regusto a diablo (2019, Tintanueva), Calaverio (2020, Cómics poéticos), El infierno es con nosotros (2020, Mantra). Ha obtenido distintos reconocimientos y premios en poesía, cuento, crónica y ensayo.



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[A partir de janeiro de 2022]
 

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