En El perfeccionista en la cocina,
el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del
juicio, Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con
Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:
“¿Cocinaba él mismo?”, pregunta
el abogado. “No lo sé”, responde Wilde, “nunca he comido en su casa”. “¿Quiere decir
que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?”, insiste el otro. “No, y si lo hacía,
no me parecería mal. Más bien me parece inteligente…”, vuelve a responder Wilde.
“Yo no he insinuado que fuera algo malo”, comenta el abogado. “No, cocinar es un
arte”, afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. “¿Otro arte?”, pregunta
el abogado. “Otro arte”, afirma Wilde con toda seriedad.
Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido
en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina
es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a
zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer.
El arte de cocinar en la misma categoría
del arte de la sumisión, una más de las necesarias cualidades de la perfecta casada;
y aunque Fray Luis de León advierte que “grandes vicios son los del comer y beber”,
lo son aún más “la afición excesiva del aderezo y afeite, porque, para satisfacer
al gusto, la mesa llena basta y la taza abundante; más a las aficionadas a los oros,
y a los carmesíes, y a las piedras preciosas, no les es suficiente ni el oro que
hay sobre la tierra o en sus entrañas de ella..”
Pero para el tiempo en que Wilde enfrentaba a sus adustos jueces, la cocina
era ya en Francia una de las bellas artes. Cuando en plena belle époque Rubén Darío
llega en 1900 a París, comisionado por el diario La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, y habría
de quedarse allí por largos años, ya hace tiempo la cocina ha sido declarada la
décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea: la musa que “preside
los deleites del gusto”.
“En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas
en bellos hexámetros; y en todos los tiempos, los poetas amadores de la vida y de
sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina,
sí, puede considerarse «como una de las bellas artes» …”, dice Rubén en su crónica
Literatura y cocina.
Darío se respalda en toda esta tradición para ver a la cocina como “cosa
intelectual y artística”, y se ocupa del tema no propiamente como cocinero ilustrado,
sino como gourmet, aunque tampoco como gourmand.
Ni muñecas, ni cucharones. El oficio de los hombres era sentarse a la mesa
a la hora debida, donde eran servidos de primeros. Pero viendo de lejos los trajines
de la cocina, u oyendo contar acerca de ellos, en su memoria llevaba unas cuantas
recetas domésticas nicaragüenses que transmitió a su mujer Francisca Sánchez, la campesina española de la sierra de Gredos, quien estuvo a su lado por
largos años en Madrid, París y Barcelona, y
que ella se empeñaba en reproducir para él, como lo relata Carmen Conde en Acompañando a Francisca
Sánchez.
Alardeaba él de conocer la manera de preparar los frijoles fritos, tradicionales
de la mesa diaria en Nicaragua, y estaba en lo cierto cuando
la aleccionó de ponerlos a cocer con una hoja de laurel y una cabecita de ajo, y
freírlos luego en manteca de cerdo, volteándolos en la cazuela.
Había nacido en 1867 en un pequeño país de esencia rural, su población diezmada
por las constantes guerras civiles, de modo que la vida urbana era poca, y los restaurantes
escasos, o nulos, salvo los que servían las comidas a los huéspedes de los hostales.
Y la dieta casera estaba compuesta de carne de res, que abundaba, desde luego el
número de cabezas de ganado superaba al número de habitantes, y que se comía fresca
o en tasajos salados y espetados en asador; gallinas, patos y chompipes criados
en los patios, donde hozaban los cerdos entecos de pelambre oscura, alimentados
con desperdicios; ocasionalmente caza mayor, principalmente carne de venado, que
igual que la carne de res se ponía a salar y a secar al sol en tendales, y de caza
menor, conejos y liebres, tepezcuintles, armadillos y guatusas; pescados, tanto
mareños, cuando se vivía cerca de las costas, como laguneros; arroz, frijoles, tortillas
de maíz, y todas las variadas formas del uso del mismo maíz en tamales, moles y
panes; plátanos cocidos o fritos, quesos rústicos y cuajadas ahumadas, además de
las sopas, de carne de res con toda clase de verduras y tubérculos, de albóndigas,
o de mondongo.
Una cocina sin grandes sofisticaciones; se almorzaba de manera sustanciosa
al mediodía, y se cenaba frugalmente al caer la tarde. En sus Notas Geográficas y Económicas de la República
de Nicaragua, de 1873, Pablo Levy escribe: “Los caracteres generales de la alimentación
nicaragüense, son: la sobriedad y la uniformidad; la cocina tiene por base universal
la manteca de cerdo, y, en fin, salvo la gente más pobre, se come generalmente sentado
a una mesa cubierta de un mantel; pero el uso de la servilleta es muy poco conocido.
Hay algunas irregularidades en el uso de la cuchara, del tenedor y del cuchillo;
sin embargo, sólo la gente muy común come con las manos. Un gran número de personas
ha aprendido de los americanos del Norte la costumbre de llevar los alimentos a
la boca con la punta de cuchillo. Muchos comen sin beber, y, sólo después de la
comida, beben agua; otros beben chocolate y café”.
Darío vivió de muy joven en Chile, y luego, andando el tiempo, viviría en
Argentina, en España, y luego en Francia, países donde completaría su aprendizaje
culinario. Sobre el buen comer en Chile, dice en su crónica Literatura y cocina:
No tengo inconvenientes
en declarar que nunca he sido millonario; pero me he siempre complacido en la bonne chère. Recordaré siempre que siendo muy joven, allá en
Chile, el arte literario y el culto brillat-savarinesco se nos juntaban, en la amable
compañía de Pedro Balmaceda, el hijo del presidente suicida, Alfredo Irarrázaval,
M. Rodríguez Mendoza, Orrego Luco, y otros más…
En Santiago alternaba su vida de periodista de gacetillas, destinado a cubrir
los hechos policíacos, con las noches de bohemia. En aquellos años sería un gourmet
a distancia, un sibarita pobre que sólo podía concurrir a esos lugares si alguno
de sus amigos ricos lo invitaba.
Luego conocería, por fin, París. En su autobiografía recuerda con candor a esa ciudad de cuentos de hadas pecaminosas,
tal como lo vivió en su primer viaje. Y habla sobre la comida popular:
La buena mesa es un concepto siempre presente en sus disquisiciones; pero
en la vida doméstica su comida de todos los días es sabrosa pero sencilla. En Acompañando a Francisca Sánchez,
su mujer campesina nos habla de las preferencias de cocina del poeta:
Le gustaba el puré de patatas,
los lenguados (sin espinas); todos los excitantes, nuez moscada, mostaza... él mismo
le leía recetas de cocina, para que ella guisara a su gusto. Prefería las patitas
de ave y de cordero; las sopas, el queso frito con mantequilla... moldes de puré
de patata rodeados de carne, ensalada... ¡ah! y la polenta italiana. Los dulces
caseros, las compotas, mermeladas, natillas, el arroz con leche, el flan...
Su larga estancia en Buenos Aires, desde 1893 a 1899, será el período de
su maduración como escritor que vive en la urbe más importante de América Latina,
y la de más intensa vida cultural y mundana. En su autobiografía nos cuenta que
escribía sus poemas en las mesas de los cafés, y en la redacción de La Nación:
Casi todas las composiciones de Prosas Profanas fueron escritas rápidamente, ya en la redacción de La Nación, ya en las
mesas de los cafés, en el Aue's Keller, en la antigua casa de Lucio, en lo de Monti…
Sus escritos sobre cocina se encuentran dispersos, pero hay dos que son fundamentales:
La literatura y la cocina, escrito en
París en 1904, y Letras y cocina, de 1913,
también escrito en París, donde repasa los gustos culinarios de los escritores franceses
conocidos en la época. Cuenta que una revista de moda, a la que no nombra, pidió
a varios escritores recetas de sus platos preferidos:
Pese a sus estrecheces, se considera un gourmet, delicada condición que caracteriza
a los buenos comedores, atentos y reposados, sabios e inspirados, de ninguna manera
hartones apresurados e irreflexivos; si no, como quería Balzac, cultores del apetito
con talento. Se trata de una selecta cofradía que debe rendir culto a ese insaciable Messer Gaster, el señor y maestro estómago, tan rezongón y exigente, pues
ante cualquier necesidad o trastorno suyos todo el cuerpo sufre y se resiente, según
recuerda Rabelais.
Se juzga a sí mismo como un hombre moderno, audaz, cosmopolita, y al mismo
tiempo muy siglo dieciocho y muy antiguo, feliz ambigüedad de la que disfruta y
padece en un mundo trepidante que parece inventado para él, aunque no logre nunca
penetrarlo a fondo. París es “el ombligo de la neurosis”, y vive allí sin libreta
de cheques del Crédit Lyonnais
ni automóvil devorador del viento, como se queja en la Epístola que dedica a Juana Lugones.
Los modernistas ven expandirse la
utilización de las máquinas, la electricidad, la iluminación, el teléfono, el cable
submarino, el radiotelégrafo, los barcos de vapor, los automóviles, las redes ferroviarias,
la aviación, y verá también expandirse la vulgarización del gusto, los restaurantes
mediocres de 5 francos el menú completo, los enlatados y las comidas rápidas, como
expresa en Literatura y cocina:
Bien está que se deba a
los escritores este renacimiento del gusto por la bonne
chère, ya que los mundanos y millonarios no
tienen tiempo para comer como es debido, ni saben a estas horas nutrirse despaciosa,
sabrosa y sabiamente, como sus antepasados. El automóvil, los deportes, mataron
las antiguas maneras. Hoy se come de prisa y mal, pues los mismos cocineros, con
singular excepciones, no se preocupan de la exquisitez de platos y los hacen como
una máquina, sin reflexión ni amor. Gracias a que en París existen aún tres o cuatro
rincones en donde se dicen para señalados fieles, verdaderas misas culinarias, la
tradición se conserva. Pero no van allí los jóvenes que no tienen otra idea que
la de sus bíceps y sus H.P., sino gentes de gran cordura, de tranquilidad y de buena
conciencia…
La musa muere atropellada en el pavimento, y se degrada en los restaurantes mediocres. Y así, hijo de la modernidad, Rubén abjura de los vicios de la misma modernidad, y descubre los entretelones sórdidos de lo que parecía un mundo tan feliz y tan inextinguible.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 187 | novembro de 2021
Curadoria: Daisy Zamora (Nicarágua, 1950)
Artista convidada: Berta Marenco (Nicarágua, 1949)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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¡Hermosa nota!!!!!!!!!!
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