quarta-feira, 17 de novembro de 2021

SERGIO RAMÍREZ | La décima musa

 


El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, de paso inventor de las reglas del boxeo, se hallaba indignado tras descubrir la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres. Entonces escribió una brevísima nota para el poeta y, muy al estilo británico, se la dejó con el conserje de su club: Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]. El poeta, de brillante ingenio, pero a la vez de pasmosa inocencia, demandó por injurias al marqués, y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra el acusador al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading, más bien un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra del homosexualismo como desviación de las leyes de la naturaleza y por tanto como vicio y pecado capital.

En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del juicio, Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:

 

“¿Cocinaba él mismo?”, pregunta el abogado. “No lo sé”, responde Wilde, “nunca he comido en su casa”. “¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?”, insiste el otro. “No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente…”, vuelve a responder Wilde. “Yo no he insinuado que fuera algo malo”, comenta el abogado. “No, cocinar es un arte”, afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. “¿Otro arte?”, pregunta el abogado. “Otro arte”, afirma Wilde con toda seriedad.

 

Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer.

El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión, una más de las necesarias cualidades de la perfecta casada; y aunque Fray Luis de León advierte que “grandes vicios son los del comer y beber”, lo son aún más “la afición excesiva del aderezo y afeite, porque, para satisfacer al gusto, la mesa llena basta y la taza abundante; más a las aficionadas a los oros, y a los carmesíes, y a las piedras preciosas, no les es suficiente ni el oro que hay sobre la tierra o en sus entrañas de ella..”

Pero para el tiempo en que Wilde enfrentaba a sus adustos jueces, la cocina era ya en Francia una de las bellas artes. Cuando en plena belle époque Rubén Darío llega en 1900 a París, comisionado por el diario La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, y habría de quedarse allí por largos años, ya hace tiempo la cocina ha sido declarada la décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea: la musa que “preside los deleites del gusto”.

“En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas en bellos hexámetros; y en todos los tiempos, los poetas amadores de la vida y de sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina, sí, puede considerarse «como una de las bellas artes» …”, dice Rubén en su crónica Literatura y cocina.

Darío se respalda en toda esta tradición para ver a la cocina como “cosa intelectual y artística”, y se ocupa del tema no propiamente como cocinero ilustrado, sino como gourmet, aunque tampoco como gourmand.


Podemos sospechar, con buen fundamento, que en León de Nicaragua, donde creció, no lo dejaban entrar a la cocina ni doña Bernarda Sarmiento, la tía abuela tuerta que lo crio, ni tampoco las cocineras mulatas e indígenas, dueñas de la sabiduría de mezclar los sabores europeos, indios y africanos, pues, siendo un recinto de mujeres, de su puerta los niños varones no pasaban, menos que se les permitiera meter la cuchara en el perol para probar la sazón de los guisos.

Ni muñecas, ni cucharones. El oficio de los hombres era sentarse a la mesa a la hora debida, donde eran servidos de primeros. Pero viendo de lejos los trajines de la cocina, u oyendo contar acerca de ellos, en su memoria llevaba unas cuantas recetas domésticas nicaragüenses que transmitió a su mujer Francisca Sánchez, la campesina española de la sierra de Gredos, quien estuvo a su lado por largos años en Madrid, París y Barcelona, y que ella se empeñaba en reproducir para él, como lo relata Carmen Conde en Acompañando a Francisca Sánchez.

Alardeaba él de conocer la manera de preparar los frijoles fritos, tradicionales de la mesa diaria en Nicaragua, y estaba en lo cierto cuando la aleccionó de ponerlos a cocer con una hoja de laurel y una cabecita de ajo, y freírlos luego en manteca de cerdo, volteándolos en la cazuela.

Había nacido en 1867 en un pequeño país de esencia rural, su población diezmada por las constantes guerras civiles, de modo que la vida urbana era poca, y los restaurantes escasos, o nulos, salvo los que servían las comidas a los huéspedes de los hostales. Y la dieta casera estaba compuesta de carne de res, que abundaba, desde luego el número de cabezas de ganado superaba al número de habitantes, y que se comía fresca o en tasajos salados y espetados en asador; gallinas, patos y chompipes criados en los patios, donde hozaban los cerdos entecos de pelambre oscura, alimentados con desperdicios; ocasionalmente caza mayor, principalmente carne de venado, que igual que la carne de res se ponía a salar y a secar al sol en tendales, y de caza menor, conejos y liebres, tepezcuintles, armadillos y guatusas; pescados, tanto mareños, cuando se vivía cerca de las costas, como laguneros; arroz, frijoles, tortillas de maíz, y todas las variadas formas del uso del mismo maíz en tamales, moles y panes; plátanos cocidos o fritos, quesos rústicos y cuajadas ahumadas, además de las sopas, de carne de res con toda clase de verduras y tubérculos, de albóndigas, o de mondongo.

Una cocina sin grandes sofisticaciones; se almorzaba de manera sustanciosa al mediodía, y se cenaba frugalmente al caer la tarde. En sus Notas Geográficas y Económicas de la República de Nicaragua, de 1873, Pablo Levy escribe: “Los caracteres generales de la alimentación nicaragüense, son: la sobriedad y la uniformidad; la cocina tiene por base universal la manteca de cerdo, y, en fin, salvo la gente más pobre, se come generalmente sentado a una mesa cubierta de un mantel; pero el uso de la servilleta es muy poco conocido. Hay algunas irregularidades en el uso de la cuchara, del tenedor y del cuchillo; sin embargo, sólo la gente muy común come con las manos. Un gran número de personas ha aprendido de los americanos del Norte la costumbre de llevar los alimentos a la boca con la punta de cuchillo. Muchos comen sin beber, y, sólo después de la comida, beben agua; otros beben chocolate y café”.

Darío vivió de muy joven en Chile, y luego, andando el tiempo, viviría en Argentina, en España, y luego en Francia, países donde completaría su aprendizaje culinario. Sobre el buen comer en Chile, dice en su crónica Literatura y cocina:

 

No tengo inconvenientes en declarar que nunca he sido millonario; pero me he siempre complacido en la bonne chère.  Recordaré siempre que siendo muy joven, allá en Chile, el arte literario y el culto brillat-savarinesco se nos juntaban, en la amable compañía de Pedro Balmaceda, el hijo del presidente suicida, Alfredo Irarrázaval, M. Rodríguez Mendoza, Orrego Luco, y otros más…

 

En Santiago alternaba su vida de periodista de gacetillas, destinado a cubrir los hechos policíacos, con las noches de bohemia. En aquellos años sería un gourmet a distancia, un sibarita pobre que sólo podía concurrir a esos lugares si alguno de sus amigos ricos lo invitaba.

Luego conocería, por fin, París. En su autobiografía recuerda con candor a esa ciudad de cuentos de hadas pecaminosas, tal como lo vivió en su primer viaje. Y habla sobre la comida popular:

 


…Nuestras idas por la madrugada a los grandes mercados, a comer almendras verdes, o bien salchichas en los figones cercanos, donde se surten obreros y trabajadores de les Halles. Todo ello regado con vinos como el petit vin bleu y otros mostos populares. (Jean) Moreas regresaba a su casa, situada por Montrouge, en tranvía, cuando ya el sol comenzaba a alumbrar las agitaciones de París despierto. Nuestras entrevistas se repetían casi todas las noches. Estaba el griego todavía joven; usaba su inseparable monóculo y se retorcía los bigotes de palíkaro, dogmatizando en sus cafés preferidos, sobre todo en el Vachette, y hablando siempre de cosas de arte y de literatura…

 

La buena mesa es un concepto siempre presente en sus disquisiciones; pero en la vida doméstica su comida de todos los días es sabrosa pero sencilla. En Acompañando a Francisca Sánchez, su mujer campesina nos habla de las preferencias de cocina del poeta:

 

Le gustaba el puré de patatas, los lenguados (sin espinas); todos los excitantes, nuez moscada, mostaza... él mismo le leía recetas de cocina, para que ella guisara a su gusto. Prefería las patitas de ave y de cordero; las sopas, el queso frito con mantequilla... moldes de puré de patata rodeados de carne, ensalada... ¡ah! y la polenta italiana. Los dulces caseros, las compotas, mermeladas, natillas, el arroz con leche, el flan...

 

Su larga estancia en Buenos Aires, desde 1893 a 1899, será el período de su maduración como escritor que vive en la urbe más importante de América Latina, y la de más intensa vida cultural y mundana. En su autobiografía nos cuenta que escribía sus poemas en las mesas de los cafés, y en la redacción de La Nación:

 

Casi todas las composiciones de Prosas Profanas fueron escritas rápidamente, ya en la redacción de La Nación, ya en las mesas de los cafés, en el Aue's Keller, en la antigua casa de Lucio, en lo de Monti…

 

Sus escritos sobre cocina se encuentran dispersos, pero hay dos que son fundamentales: La literatura y la cocina, escrito en París en 1904, y Letras y cocina, de 1913, también escrito en París, donde repasa los gustos culinarios de los escritores franceses conocidos en la época. Cuenta que una revista de moda, a la que no nombra, pidió a varios escritores recetas de sus platos preferidos:

 


Ha agradado mucho en estos días, el número de Navidad de una revista muy difundida, dedicado a las artes de la mesa, que como es harto sabido son y han sido siempre tan de Francia. Y, en lo contenido en ese número, lo que más ha movido la atención general son las recetas y fórmulas de platos y manjares hechas por algunos artistas y muchos hombres de letras. Es tradicional que la preparación de buenas viandas ha tenido aficionados hasta entre reyes y príncipes, y entre los poetas, a quienes por mucho tiempo tan solamente se les adjudicara el extremado apetito; el viejo Melesígenes sabía bien lo qué era un buen asado para sus héroes, que tenían dientes de fieras…

 

Pese a sus estrecheces, se considera un gourmet, delicada condición que caracteriza a los buenos comedores, atentos y reposados, sabios e inspirados, de ninguna manera hartones apresurados e irreflexivos; si no, como quería Balzac, cultores del apetito con talento. Se trata de una selecta cofradía que debe rendir culto a ese insaciable Messer Gaster, el señor y maestro estómago, tan rezongón y exigente, pues ante cualquier necesidad o trastorno suyos todo el cuerpo sufre y se resiente, según recuerda Rabelais.

Se juzga a sí mismo como un hombre moderno, audaz, cosmopolita, y al mismo tiempo muy siglo dieciocho y muy antiguo, feliz ambigüedad de la que disfruta y padece en un mundo trepidante que parece inventado para él, aunque no logre nunca penetrarlo a fondo. París es “el ombligo de la neurosis”, y vive allí sin libreta de cheques del Crédit Lyonnais ni automóvil devorador del viento, como se queja en la Epístola que dedica a Juana Lugones.

 Los modernistas ven expandirse la utilización de las máquinas, la electricidad, la iluminación, el teléfono, el cable submarino, el radiotelégrafo, los barcos de vapor, los automóviles, las redes ferroviarias, la aviación, y verá también expandirse la vulgarización del gusto, los restaurantes mediocres de 5 francos el menú completo, los enlatados y las comidas rápidas, como expresa en Literatura y cocina:

 

Bien está que se deba a los escritores este renacimiento del gusto por la bonne chère, ya que los mundanos y millonarios no tienen tiempo para comer como es debido, ni saben a estas horas nutrirse despaciosa, sabrosa y sabiamente, como sus antepasados. El automóvil, los deportes, mataron las antiguas maneras. Hoy se come de prisa y mal, pues los mismos cocineros, con singular excepciones, no se preocupan de la exquisitez de platos y los hacen como una máquina, sin reflexión ni amor. Gracias a que en París existen aún tres o cuatro rincones en donde se dicen para señalados fieles, verdaderas misas culinarias, la tradición se conserva. Pero no van allí los jóvenes que no tienen otra idea que la de sus bíceps y sus H.P., sino gentes de gran cordura, de tranquilidad y de buena conciencia…

 

La musa muere atropellada en el pavimento, y se degrada en los restaurantes mediocres. Y así, hijo de la modernidad, Rubén abjura de los vicios de la misma modernidad, y descubre los entretelones sórdidos de lo que parecía un mundo tan feliz y tan inextinguible.



*****

 


[A partir de janeiro de 2022]
 

*****

Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 187 | novembro de 2021

Curadoria: Daisy Zamora (Nicarágua, 1950)

Artista convidada: Berta Marenco (Nicarágua, 1949)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

logo & design | FLORIANO MARTINS

revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES

ARC Edições © 2021

 

Visitem também:

Atlas Lírico da América Hispânica

Conexão Hispânica

Escritura Conquistada

 


 

 

Um comentário: