quarta-feira, 17 de novembro de 2021

ROBERTO CARLOS PÉREZ | Padre nuestro: perfil de un sandinista

 


“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo”. Así arranca Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo (1917-1986), la gran novela hispanoamericana. Si tomamos prestadas las palabras de Honoré de Balzac (1799-1850) con respecto al género de la novela, bien podríamos decir que Pedro Páramo es “la historia privada” de nuestro continente.

Desgarrador es su comienzo puesto que en él queda planteado el abandono del hijo y la consecuente búsqueda del padre a petición de la madre mancillada. Pedro Páramo es la sempiterna historia hispanoamericana del canalla que engendra y abandona.

Esta historia puede caber en un diálogo de tipo freudiano: “Mamá, ¿quién es mi padre?”. A lo que la madre responde: “Un gran rencor”. Luego el hijo recrea el modelo de su progenitor y también lo harán sus hijos, en una cadena que manifiesta una grave falla social que reaparece en nuestra sociedad a modo de represión: el inconsciente pugna por liberarse de los recuerdos dolorosos, arrinconados en las sombras de la memoria, y al entrar en contacto con otras estructuras psíquicas y sociales, producen violencia.

El padre ausente se convierte en carencia, deseo, voluntad que exige saciar, a costa de lo que sea, los vacíos que éste le produjo. Una niña nicaragüense de nombre Raquel nos da el ejemplo: al abrazar a Daniel Ortega (1945) en televisión nacional, incitada por la madre, la niña rompe en llanto y dice las siguientes palabras arrobada por la emoción y con un nudo en la garganta: “Gracias mi comandante por hacer linda a mi Nicaragua”. La madre grita exultante: “¡Se te cumplieron tus deseos!”.

Decía el escritor André Gide (1869-1951): “Es una simpleza pensar que hay sentimientos simples”. Nada de simple hay en las palabras de Raquel. Tampoco en el júbilo y la socarronería de la madre. Detrás de las frases de ambas hay claroscuros, negruras, incurias y los más perversos sentimientos que, de principio, inspiran horror, y luego, al pensar en la orfandad de ambas, lástima.

Las cifras son escandalosas. De acuerdo con la Dirección de Orientación y Protección Familiar, cuarenta por ciento de los hogares nicaragüenses -sesenta por ciento en Managua- carecen de una figura paterna. No hay que olvidarlo: el sandinismo nació por acción de Carlos Fonseca Amador (1936-1976) y Tomás Borge (1930-2012), ambos de padres ausentes. Muchos de sus seguidores tienen esta marca indeleble y se cubren con la misma e invariable máscara en la que vemos reflejados el deseo del abrazo del padre, sus cariños, sus palabras de amor, su protección. Pero también el rencor por el abandono.

En Hispanoamérica las ausencias paternales producen mesías. Quiénes siguieron con fervor religioso a Fidel Castro (1926-2016), Hugo Chávez (1954-2013) y lo hacen ahora con Nicolás Maduro (1962), Andrés Manuel López Obrador (1953) y Daniel Ortega, ven en sus rostros la figura del salvador.

Los sandinistas que como la madre de Raquel reciben los “abrazos” y dádivas del padre en forma de pollos y láminas de cinc, lo hacen con la ilusión de que, al igual que Vladimir Lenin (1870-1924) y Joseph Stalin (1878-1953), Daniel Ortega les dé un lugar en la historia. Sin embargo, fueron Lenin y Stalin quienes idearon los Gulags y las Checas que durante el siglo XX produjeron cien millones de muertos, más que los cobrados por la Primera y Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil Española y todos los conflictos civiles en el mundo hasta entonces.


Basta leer el nuevo libro de la periodista Anne Applebaum (1964), Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania (2019), para estar medianamente informados sobre uno de los peores crímenes de la era soviética, mimetizada por Castro, Chávez, Maduro y Ortega. El dictador nicaragüense carga en la conciencia miles de asesinatos, desde los ajusticiamientos y la guerra fratricida –hecho que jamás debe ser olvidado– de los ochentas, hasta la masacre de los estudiantes de abril de 2018.

Daniel Ortega ha convertido a Nicaragua en su Gulag tropical. Los campos de exterminio e intimidación tienen los nombres más absurdos, jamás ideados por los escritores del Realismo Mágico, cuya imaginación nos dejó perplejos. Se llaman La Modelo y La Esperanza. Allí Edwin Carcache, Irlanda Jerez, Yubrank Suazo, Amaya Coppens, Cristhian Fajardo, María Adilia Peralta, Medardo Mairena, Miguel Mora y Lucía Pineda, por nombrar algunos, fueron vejados y torturados atrozmente. En La Modelo también fue asesinado a quemarropa Eddy Montes Praslím. Todavía permanecen en La Esperanza y La Modelo decenas reos políticos.

Pero antes todos pasaron por El Chipote, el remedo de Ortega del legendario monte de la Segovia nicaragüense en el que Augusto César Sandino (1895 – 1933) estableció su cuartel general durante su lucha contra la intervención norteamericana en Nicaragua.

Por su parte, Fidel Castro, el padre ideológico de Daniel Ortega, engendró y abandonó a decenas de hijos e hizo de los cubanos, adoctrinados durante sesenta años de revolución, los discípulos que asisten a una triste cena de pascua, sin saber que están más empobrecidos económica y espiritualmente que nunca, y que jamás les llegó la redención prometida por su salvador. En esta concordia caribeña un médico gana veinte dólares al mes y un jubilado recibe diez por su pensión.

Lo mismo sucedió en la Venezuela de Chávez. La gran potencia económica de Hispanoamérica durante la segunda mitad del siglo XX, a la que llegaban inmigrantes de diversas partes del mundo por su prosperidad, es hoy uno de los países más pobres del planeta y sufre una galopante inflación sin parangón en la historia.

Ya nadie va a Venezuela. Millones la han abandonado. Los que aún quedan mueren de hambre y falta de medicinas a cada minuto en los hospitales, mientras que las reas políticas ceden a las demandas sexuales de sus carceleros a cambio de un mendrugo de pan o a fin de evitar torturas. No obstante, Hugo Chávez, Nicolás Maduro y sus familiares se cuentan hoy entre los más ricos del mundo sin haber trabajado nunca.

Daniel Ortega, asesino confeso y violador de su hijastra Zoilamérica Narváez, ese señor de grueso bigote y mirada torva que los sandinistas ven como el emancipador de los pobres y el autor de sus días, es el padre que ellos piensan que les da cobijo y amparo. Pero es el hombre más acaudalado de Nicaragua. En esa figura mesiánica depositan sus esperanzas.

Su valedor es nada menos que aquel que en 1987, en plena guerra civil, le dijo a la periodista Claudia Dreyfus en una entrevista para la revista Playboy: “Yo había participado en el ajusticiamiento, o asesinato si usted lo quiere poner así, del principal verdugo de las fuerzas de seguridad de Somoza, este tal Gonzalo Lacayo. En agosto de 1967 participé en esa acción para matarlo”.

Los “desamparados” que buscan el abrazo de papá en Daniel Ortega son los que, desde el 19 de abril de 2018, se encapuchan el rostro para disparar a muerte contra los que luchan por deshacerse de la peor dictadura en los anales de Nicaragua.

Los fieles hijos de Daniel Ortega son la Juventud Sandinista, los Consejos del Poder Ciudadano, la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua, el Ejército Nacional, la Policía Nacional, entre otros; entidades que a raíz de la Insurrección de Abril hacen las veces del Comité de Salvación Pública fundando durante el Reino del Terror de la Revolución Francesa (1789) bajo el lema de Maximilien Robespierre (1759 – 1794): “El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible”.

A diferencia de Pedro Páramo, que si bien abandonó a muchos hijos murió de amor por Susana San Juan, Daniel Ortega no es capaz de amar. A su lista de crímenes hay que añadirle los sesenta mil jóvenes muertos en la guerra civil de los ochenta, la masacre de los Misquitos en la Navidad Roja (1982), los más de quinientos muertos desde abril de 2018, los miles de desaparecidos y lisiados por la represión, el narcotráfico, y el ecocidio de las reservas naturales Bosawás e Indio Maíz, que componen el cinco por ciento de la biosfera mundial. La tala de árboles y los misteriosos incendios de los que Daniel Ortega no se preocupa por apagar, han destrozado el hogar de especies nativas de animales que lentamente mueren de hambre.


Estos incendios también han desplazado a los pocos indígenas que aún quedan en el país. El mito fundacional del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) es un mito sangriento. El baño de sangre y el latrocinio no han cesado desde aquella funesta mañana del 19 de julio de 1979. Sin embargo, a diferencia de los grandes mitos de la historia, como el judío y el griego, el mito sandinista no ha construido; más bien ha aniquilado todo cuanto le sale al paso.

La líder campesina doña Francisca Ramírez (1977), cuyo padre fue forzado a ir a la guerra en los ochenta, abandonándola a ella y a su madre con otros cinco hijos, es testigo de esto. Doña Francisca, junto con Medardo Mairena, ha sido la voz de los campesinos e indígenas asesinados a quienes Daniel Ortega ha robado las tierras bajo la farsa de construir un canal interoceánico en Nicaragua. Hoy sabemos el desenlace de ese cuento chino.

Daniel Ortega es la violencia personificada, y los “hijos” que lo siguen por su “bondad” la reproducen de mil maneras. Como su padre, también ellos mienten, matan y roban. La crueldad de su progenitor es repetida bajo los mismos patrones: hurtos, asesinatos, violaciones y torturas.

Los sandinistas creen haber encontrado en Daniel Ortega al padre que los abandonó, y emulan su crueldad al disparar contra los manifestantes que luchan por la libertad, y al torturar a los presos políticos con los métodos más horrendos ideados en Cuba y la Unión Soviética. Por proteger el trono y los caudales de su creador reciben prebendas.

Pero mientras Daniel Ortega es dueño de una billonaria fortuna, sus “hijos” se conforman con el sueldo de mil córdobas cada tanto tiempo para servir de sicarios y matar a civiles desarmados que desde el 19 de abril de 2018 han venido gritando ¡Nunca más! Los otros, los “hijos” de menor rango, los espurios conocidos como “rotonderos” ganan doscientos córdobas por enarbolar, bajo la fuerte lluvia o el inclemente sol, la bandera sandinista o bailar al son de la cumbia “Daniel se queda”.


Lo que no saben o no aceptan estos hijos abandonados, pues aceptarlo sería admitir que nunca tuvieron la protección y el cariño paternal, es que Daniel Ortega los ha negado en varias ocasiones. En múltiples entrevistas para canales internacionales ha insistido en que quienes masacran y torturan a los estudiantes y civiles no son sus seguidores. Su padre los desconoce en todo momento. Ante las sanciones por parte de la Unión Europea y los Estados Unidos, Daniel Ortega se convierte en Judas y hace suya la letrilla de Francisco de Quevedo (1580-1645):

 

Madre, yo al oro me humillo,

él es mi amante y mi amado,

pues de puro enamorado

anda continuo amarillo.

Que pues doblón o sencillo

hace todo cuanto quiero,

Poderoso caballero

es don Dinero.

 

¡Qué huérfanos están los sandinistas! Si los asistiera el reconocimiento de su fracaso, exclamarían: “Padre, ¿por qué nos has abandonado?”.

 

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ROBERTO CARLOS PÉREZ (Granada, Nicaragua, 1976). Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D.C. En la Universidad de Maryland estudió una maestría en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012), de las novelas cortas Un mundo maravilloso (2017) y Rodrigo: un relato sobre el Cid (2020), y del libro de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018). Roberto Carlos Pérez es miembro correspondiente de la Academia Nicaragüense de la Lengua y cofundador y editor en jefe de la revista Ágrafos.



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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Número 187 | novembro de 2021

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