¿Paisaje o sinfonía? Enorme efusión verbal, poema atravesado
entre las alturas de la exaltación lírica y las metamorfosis de una épica, una narrativa
sin principio ni fin, de apariencia voluble, pétrea y rigurosa dentro de su aspiración
a cordillera dispersa, saturada de imágenes geológicas, animales, humanas, gloriosa
(o aterradoramente) fantásticas. Procede la analogía musical, sí, pero como una
exigencia elemental del oído (imagínese una lectura en alta voz): sugiere el entorno
instrumental, la interpretación de un coro feroz, de otras esferas y a un tiempo
del medio terreno.
A falta de tal compositor y de su alquimia auditiva,
vale considerar el poema, olvidando por un momento la riqueza de sus posibles significados,
como una elaboración, una verbalización de un paisaje paradójicamente telúrico e
ideal; observado igual a un vasto horizonte, una puerta al caos universal, y simultáneamente
fragmentado… (Así, la percepción; así, la conciencia.)
El canto abre con una vista panorámica de la cordillera.
La tierra asciende vertiginosamente, antes de precipitarse (la siguen la observación
exaltada del bardo, la del espectador) hasta las aguas del océano. El punto de observación,
el de una geografía ajena a los mapas, una cuenca hidrográfica convertida en excelso,
casi imposible mirador. El descendimiento marino y la metáfora floral y solar ceden
su dinamismo a la contemplación:
Y vi toda la tierra de
Tomebamba, florecida! / Sibambe, con su hoces de azufre, cortando antorchas en la
altura! / Las rocas del Carihuayrazo, recamadas de sílice e imanes. / El Cotopaxi,
ardiendo en el ascua de su ebúrnea lascivia! / Hasta la mar dormida en la profundidad,
después de tanta audacia estéril y voluble! / Todo ardía bajo los despedazados cálices
del sol!
Esta dinámica de la visión (y es también Catedral salvaje una visión de profeta a
la que no coronan una revelación, un perdón o una amenaza, que se sostiene y se
agota en sí misma), ese distanciarse hacia arriba y ese retorno al suelo, a la manera
de un gavilán sobre la presa, se harán constantes a lo largo de las catorce páginas
(aproximadas) del texto. La pluma del poeta se quiere inspirada (¿para qué hablar
de los trabajos impuestos por la inspiración a sus elegidos, a fin de lograr una
encarnación como es debido, de salir limpia y brillante de la ganga de la invención
y el germen del balbuceo?). Irá por turnos combinando o yuxtaponiendo la imagen
de origen realista, afín al ojo (Abajo, veo
una delgada vicuña mordisquear tus hojas frías. / Veo al loro gárrulo maldecir su
lengua seca como una nuez.) y los vocablos sin equivalente plástico exacto,
emparentados con la idea, con la aspiración a la idea, guiados por el empeño de
sumar elementos, inclusive de distinto orden, en beneficio de la múltiple sugerencia.
(¡Aquí, suena en la noche un pedazo de costilla
contra el aire! Me atrevería a identificar en el ejemplo el misterio nocturno
de la montaña, el viento de los cerros, la amedrentadora sugerencia de la muerte,
la imitación de la osamenta nada extraña a los volúmenes de los picachos y los bordes
de los abismos. Por sobre todo, la develación a medias de la eternidad, obsesión
del Dávila religioso y esotérico.)
La pintura verbal de Catedral salvaje oscila entre la grandiosidad del mural y el detalle
del dibujo del ornitólogo o del entomólogo. Entre el cuadro romántico (en él, la
presencia del hombre se reduce a unos cuantos trazos físicos o a la huella de su
paso. Aquí termina la eventual analogía) y la amplificación prodigiosa del perfil
cordillerano a todo un país, a la región andina, adición de cimas y de estribaciones,
de selvas y de lagos. Entre la reminiscencia histórica y antropológica, la indiferencia
de la naturaleza, la violencia del caos, la redención predeterminada quizás, sin
justificación racional y no totalmente apaciguadora:
Yo, que jugué a la Juventud
del Hombre, / alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses! / Y, mientras cae el
rocío sobre el mundo, / atravieso la hoguera de la resurrección!
Duda uno antes de asimilar la cordillera al país, a
la América, al mundo, a una representación del cosmos. El poema parece pretender
ese salto, por encima de la singularidad de imágenes, de metáforas, de visiones.
Ante la dificultad de seguir las intenciones o los impulsos, inclusive involuntarios
-¿volveré a denominarlos inspirados?- de Dávila, se ha de perdonar la resignación
que nos conduce a considerar únicamente algunos de los paisajes atrapados, tallados
en la piedra del verbo, por la vehemencia constructora y destructora de Catedral salvaje, de orden cósmico, geográfico,
zoológico, humano, tratando de pasada de apuntar el particular enfoque, las transformaciones,
deformaciones y transfiguraciones provocadas por una imaginación activa hasta la
incandescencia, hasta el límite de los controles de la inteligencia. Cabe recordarlo:
el paisaje, aquí, no es el marco del drama, es la acción (¿la pasión?), el drama
mismo.
La “toma de muestras” difícilmente será exhaustiva y
no ha de excluir otros modos de intelección de Catedral salvaje. Se la ha de aceptar por una selección algo arbitraria
de puntos de referencia, tomados de los múltiples paisajes reinventados por el poema,
de sus diversos planos, del inmenso, fragmentario, inasible en fin de cuentas, mundo
de este adoratorio al Todo y, acaso, a su reverso gemelo, la nada, según la probable
concepción del poeta.
Un huracán continuo traga
y devuelve las vísceras, las olas, / las formas otorgadas y los mitos!
………………..
Territorio de cumbres
enhebradas al cenit, / por ti está ya árido el pecho de los ángeles! / Pero tú roncas,
concentrando el oro que hace llorar a los locos / y pone a bailar la puntiaguda
ropa del demente!
El último verso figuraría dignamente junto a uno cualquiera
de la hermética lírica tardía de Dávila Andrade.
Se hace imposible, sin transcribir dos terceras partes
del poema, resumir la multiforme variedad de escrituras y reescrituras del paisaje
geográfico, de esta comarca en ebullición, continuo levantamiento y erupción, en
permanente y paradójica situación de fertilidad y atracción de la muerte.
La zoología adquiere idéntico revestimiento visionario,
ya se apodere de las bestias rapaces de la superficie, de los grandes volátiles
o los mínimos huéspedes de subsuelos y grietas, ya sorprenda la voz su inmovilidad
o sus secretas actividades:
La uña del comején tiene
la fosa en que se hospeda la basílica…
La aparente extrañeza de la imagen se atenúa si se toma
a la basílica por equivalente de la catedral, de las formaciones (¿mal formaciones?)
volcánicas, montañosas.
Alguna tarde, en una
sorda pausa entre dos tempestades, / torna a elevarse el negro cóndor ciego, hambriento
de huracanes. / En el más alto límite del vuelo, cierra las alas repentinamente
/ y cae envuelto en su gabán de plumas!
Valga lo que valga la comparación del plumaje del majestuoso
buitre de los Andes con un gabán, la estrofa no deja de ser impresionante. Revive
o anticipa la historia de uno de los relatos del autor.
El erotismo, uno que no se distancia demasiado de la
atribución vital, creadora, concedida a la sierra, se enciende y apaga sobre estas
laderas materiales y vocales, confirma la anulación de valores morales y sociales,
de la común medida, en la desmesura del ambiente, de ese desierto del alma individual:
Oh, cópula sin pausa,
la bestia sucesiva entra y sale de ti, / pudriendo la gran noche salobre como una
vianda / en continuo horario de carne pisoteada / por carne aguda que se baña /
en el hueco de la chorreante llamarada!
………………..
Qué animal es ese, de
ojos de mujer, que mira los nevados / como un aposento de espejos o una piedra de
placer? / Mastica con lenta gracia y yace entre volcanes. / Tiene vagina de muchacha
y cohabita con los pastores solitarios / de las cumbres, en coito poderoso / de
escultura funeraria!
El paisaje botánico (Y tú, maizal de la altura, en verde arcangelería, / cabeceas bajo un falo
transmutado en plumaje!) asedia al poeta hasta las riberas y los follajes tropicales
(Quebrantan, roen, lamen y esmaltan el cadáver
del amo / las alimañas, las flores sedientas, las corolas carnívoras, / las mariposas vagabundas, las orquídeas de
la fornicación!), sigue a su pupila penetrante
hasta la disolución. Vida que engendra muerte. Muerte que se alimenta de vida.
Los peones caminan en
hileras por el monte / y van perdiendo siempre el último hombre que nadie ve / al
volver el rostro; hasta que el síncope llega al guía / y lo devora solo con una
palmada!
Cierro -con una excepción- las transcripciones con la
cita siguiente. Enlaza el bajo mundo equinoccial y andino (¡bajo, sí, por comparación!)
con el insondable del universo y, sobre todo, del vértigo de la idea-imaginación:
En la solemnidad de la
alta noche, / los Arquetipos lloran por sus pequeños títeres! / Todo es hueco tardío
/ en esta velocidad que apaga su futuro, al besarlo!
Y pongo fin a esta ojeada de pájaro del paisaje daviliano,
con una constatación: ir en pos de la secuencia de imágenes y figuras del poema,
de apariencia caótica, exigiría un análisis pormenorizado. Ha de sufrir acaso quien
lo emprenda, antes de someter al poema al bisturí de la disección textual, un deslumbramiento:
el de la irrupción visual de una caminata cinematográfica alocada, documental, de
precisiones fotográficas, de bruscos alejamientos, al azar del vuelo y del objetivo;
de lecturas de fragmentos de un guión apasionado y apocalíptico. Baste con sugerir
que el gran movimiento lírico-profético se inicia con el florecimiento de la cordillera
y se desvanece -convendría indagar por el significado del paso- con dos estrofas
(prescindamos de la final, ya citada, la de la resurrección) dedicadas a un entierro
arcaico, de visos antropológicos, a la faz humana de la Catedral (¿sus catacumbas?), mineralizada (¿provisionalmente? Los términos
no son concluyentes…), asimilada, digerida por el cataclismo telúrico:
Dentro, en cuclillas,
los cadáveres de los incas, / frente a un puñado de maíz, esperan el retorno de
sus almas, / coronadas de plumas y rociadas de especias! / Los blancos fémures de
las mujeres / duermen entreverados con los fémures rojos de los reyes. / Larga boda
sin calor ni semilla, / asegura en la tierra mortal, un lecho sepultado!
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 197 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidada: Helena García Moreno (Equador, 1968)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2021
Visitem também:
Atlas Lírico da América Hispânica
Nenhum comentário:
Postar um comentário