domingo, 26 de dezembro de 2021

BRUNO SÁENZ A | Visiones del paisaje en Catedral salvaje, de César Dávila Andrade

 


César Dávila Andrade, único como Alfredo Gangotena y, a ratos, tan difícilmente accesible como él (acaso no exista, al lado de cierta apropiación geológica y cósmica, sino ese punto de contacto entre los dos), escribió un gran poema a la opresión y al dolor secular del indio y, en suma, a su redención, empujada por ese pasado, por la acumulación de nombres y de sangres, asumida por la raza y su presente, Boletín y elegía de las mitas. Cantó al Creador (Oda al Arquitecto) desde una perspectiva panteísta que no prescinde de rasgos personales, dándole un nombre adoptado antes por la masonería. Prescindió de la lógica de la imagen para expresar lo inexpresable, abarcando con un instrumento insuficiente, la palabra, la irreal realidad de ese Gran todo en polvo, a quien pide el título una de sus colecciones líricas tardías. Arduo sería escarbar por temáticas semejantes, no a causa de su ausencia, sino por la abundante y no disimulada presencia, a lo largo de sus textos de amor, sus exploraciones esotéricas, sus páginas más tradicionales y sus más audaces concepciones. De ello y otros asuntos se nutre también Catedral salvaje (1950-1951), libro integrado por tres amplios poemas*, el primero de los cuales recibe precisamente esa denominación. Probablemente se trata de su pieza más grandiosa y la más grandilocuente (véase la proliferación de signos de admiración, convocados invariablemente al cabo de cada estrofa), pensada se diría para una orquesta de cobres y percusiones (¿habrá por aquí un compositor dotado del talento y la musculatura necesarios?). Solo la vena amatoria, intimista, de Dávila, carece de sitio. Lo acompañan El habitante (¿de la inabarcable basílica? Ecos anticipados del Boletín resuenan bajo los pasos del huésped ancestral) y Vaticinio (recuperación del aliento profético, verso de reminiscencias bíblicas, cuyo sosiego solo se advierte por comparación con los excesos de la Catedral). De ninguno de los dos se han de ignorar los vínculos temáticos, la continuidad con el primero, ni la persistencia de las obsesiones caras al poeta.

¿Paisaje o sinfonía? Enorme efusión verbal, poema atravesado entre las alturas de la exaltación lírica y las metamorfosis de una épica, una narrativa sin principio ni fin, de apariencia voluble, pétrea y rigurosa dentro de su aspiración a cordillera dispersa, saturada de imágenes geológicas, animales, humanas, gloriosa (o aterradoramente) fantásticas. Procede la analogía musical, sí, pero como una exigencia elemental del oído (imagínese una lectura en alta voz): sugiere el entorno instrumental, la interpretación de un coro feroz, de otras esferas y a un tiempo del medio terreno.

A falta de tal compositor y de su alquimia auditiva, vale considerar el poema, olvidando por un momento la riqueza de sus posibles significados, como una elaboración, una verbalización de un paisaje paradójicamente telúrico e ideal; observado igual a un vasto horizonte, una puerta al caos universal, y simultáneamente fragmentado… (Así, la percepción; así, la conciencia.)

El canto abre con una vista panorámica de la cordillera. La tierra asciende vertiginosamente, antes de precipitarse (la siguen la observación exaltada del bardo, la del espectador) hasta las aguas del océano. El punto de observación, el de una geografía ajena a los mapas, una cuenca hidrográfica convertida en excelso, casi imposible mirador. El descendimiento marino y la metáfora floral y solar ceden su dinamismo a la contemplación:

 

Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida! / Sibambe, con su hoces de azufre, cortando antorchas en la altura! / Las rocas del Carihuayrazo, recamadas de sílice e imanes. / El Cotopaxi, ardiendo en el ascua de su ebúrnea lascivia! / Hasta la mar dormida en la profundidad, después de tanta audacia estéril y voluble! / Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol!

 


Un morador interandino mal va a dejar de evocar, desde los valles aledaños a Quito o, digamos, no lejos de Riobamba, una mañana abierta, sin nubes. Cambian tal vez los nombres de las cumbres. Cambia la villa. Es otro el espectador real, con seguridad menos propenso al vuelo de cóndor de la imaginación daviliana. Al aficionado al cine le vendrán luego a la mente los acercamientos y los alejamientos, los planos generales y los detalles rápidos, deslumbrantes, los movimientos atrevidos de una cámara aérea.

Esta dinámica de la visión (y es también Catedral salvaje una visión de profeta a la que no coronan una revelación, un perdón o una amenaza, que se sostiene y se agota en sí misma), ese distanciarse hacia arriba y ese retorno al suelo, a la manera de un gavilán sobre la presa, se harán constantes a lo largo de las catorce páginas (aproximadas) del texto. La pluma del poeta se quiere inspirada (¿para qué hablar de los trabajos impuestos por la inspiración a sus elegidos, a fin de lograr una encarnación como es debido, de salir limpia y brillante de la ganga de la invención y el germen del balbuceo?). Irá por turnos combinando o yuxtaponiendo la imagen de origen realista, afín al ojo (Abajo, veo una delgada vicuña mordisquear tus hojas frías. / Veo al loro gárrulo maldecir su lengua seca como una nuez.) y los vocablos sin equivalente plástico exacto, emparentados con la idea, con la aspiración a la idea, guiados por el empeño de sumar elementos, inclusive de distinto orden, en beneficio de la múltiple sugerencia. (¡Aquí, suena en la noche un pedazo de costilla contra el aire! Me atrevería a identificar en el ejemplo el misterio nocturno de la montaña, el viento de los cerros, la amedrentadora sugerencia de la muerte, la imitación de la osamenta nada extraña a los volúmenes de los picachos y los bordes de los abismos. Por sobre todo, la develación a medias de la eternidad, obsesión del Dávila religioso y esotérico.)

La pintura verbal de Catedral salvaje oscila entre la grandiosidad del mural y el detalle del dibujo del ornitólogo o del entomólogo. Entre el cuadro romántico (en él, la presencia del hombre se reduce a unos cuantos trazos físicos o a la huella de su paso. Aquí termina la eventual analogía) y la amplificación prodigiosa del perfil cordillerano a todo un país, a la región andina, adición de cimas y de estribaciones, de selvas y de lagos. Entre la reminiscencia histórica y antropológica, la indiferencia de la naturaleza, la violencia del caos, la redención predeterminada quizás, sin justificación racional y no totalmente apaciguadora:

 

Yo, que jugué a la Juventud del Hombre, / alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses! / Y, mientras cae el rocío sobre el mundo, / atravieso la hoguera de la resurrección!

 

Duda uno antes de asimilar la cordillera al país, a la América, al mundo, a una representación del cosmos. El poema parece pretender ese salto, por encima de la singularidad de imágenes, de metáforas, de visiones. Ante la dificultad de seguir las intenciones o los impulsos, inclusive involuntarios -¿volveré a denominarlos inspirados?- de Dávila, se ha de perdonar la resignación que nos conduce a considerar únicamente algunos de los paisajes atrapados, tallados en la piedra del verbo, por la vehemencia constructora y destructora de Catedral salvaje, de orden cósmico, geográfico, zoológico, humano, tratando de pasada de apuntar el particular enfoque, las transformaciones, deformaciones y transfiguraciones provocadas por una imaginación activa hasta la incandescencia, hasta el límite de los controles de la inteligencia. Cabe recordarlo: el paisaje, aquí, no es el marco del drama, es la acción (¿la pasión?), el drama mismo.

La “toma de muestras” difícilmente será exhaustiva y no ha de excluir otros modos de intelección de Catedral salvaje. Se la ha de aceptar por una selección algo arbitraria de puntos de referencia, tomados de los múltiples paisajes reinventados por el poema, de sus diversos planos, del inmenso, fragmentario, inasible en fin de cuentas, mundo de este adoratorio al Todo y, acaso, a su reverso gemelo, la nada, según la probable concepción del poeta.


La geografía, palpitante a través de los estados de ánimo del testigo de los gestos sin conciencia, aunque no sin consecuencias, de la naturaleza, se apropia de un sitial preponderante, combinando con frecuencia orografía e hidrografía con otras vertientes del panorama, a menudo extremas, cósmicas o propiamente vitales:

 

Un huracán continuo traga y devuelve las vísceras, las olas, / las formas otorgadas y los mitos!

………………..

Territorio de cumbres enhebradas al cenit, / por ti está ya árido el pecho de los ángeles! / Pero tú roncas, concentrando el oro que hace llorar a los locos / y pone a bailar la puntiaguda ropa del demente!

 

El último verso figuraría dignamente junto a uno cualquiera de la hermética lírica tardía de Dávila Andrade.

Se hace imposible, sin transcribir dos terceras partes del poema, resumir la multiforme variedad de escrituras y reescrituras del paisaje geográfico, de esta comarca en ebullición, continuo levantamiento y erupción, en permanente y paradójica situación de fertilidad y atracción de la muerte.

La zoología adquiere idéntico revestimiento visionario, ya se apodere de las bestias rapaces de la superficie, de los grandes volátiles o los mínimos huéspedes de subsuelos y grietas, ya sorprenda la voz su inmovilidad o sus secretas actividades:

 

La uña del comején tiene la fosa en que se hospeda la basílica…

 

La aparente extrañeza de la imagen se atenúa si se toma a la basílica por equivalente de la catedral, de las formaciones (¿mal formaciones?) volcánicas, montañosas.

 

Alguna tarde, en una sorda pausa entre dos tempestades, / torna a elevarse el negro cóndor ciego, hambriento de huracanes. / En el más alto límite del vuelo, cierra las alas repentinamente / y cae envuelto en su gabán de plumas!

 

Valga lo que valga la comparación del plumaje del majestuoso buitre de los Andes con un gabán, la estrofa no deja de ser impresionante. Revive o anticipa la historia de uno de los relatos del autor.

El erotismo, uno que no se distancia demasiado de la atribución vital, creadora, concedida a la sierra, se enciende y apaga sobre estas laderas materiales y vocales, confirma la anulación de valores morales y sociales, de la común medida, en la desmesura del ambiente, de ese desierto del alma individual:

 

Oh, cópula sin pausa, la bestia sucesiva entra y sale de ti, / pudriendo la gran noche salobre como una vianda / en continuo horario de carne pisoteada / por carne aguda que se baña / en el hueco de la chorreante llamarada!

………………..

Qué animal es ese, de ojos de mujer, que mira los nevados / como un aposento de espejos o una piedra de placer? / Mastica con lenta gracia y yace entre volcanes. / Tiene vagina de muchacha y cohabita con los pastores solitarios / de las cumbres, en coito poderoso / de escultura funeraria!

 

El paisaje botánico (Y tú, maizal de la altura, en verde arcangelería, / cabeceas bajo un falo transmutado en plumaje!) asedia al poeta hasta las riberas y los follajes tropicales (Quebrantan, roen, lamen y esmaltan el cadáver del amo / las alimañas, las flores sedientas, las corolas carnívoras, / las mariposas vagabundas, las orquídeas de la fornicación!), sigue a su pupila penetrante hasta la disolución. Vida que engendra muerte. Muerte que se alimenta de vida.


El paisaje humano se cierne sobre un hombre solitario, en trance de caída, de desaparición, cuando no lo hace de una vez sobre la historia, una retrotraída a las osamentas de remotos antepasados, a la conquista española, a horas no menos intensas ni más pacíficas o explicables que las actuales, las de un ser extraviado aquí y ahora, por el laberinto de roca y de letras ebrias de exaltación de una Catedral salvaje, un templo hambriento dispuesto, sí, a conservar las memorias (¿quién ha de consultarlas, antes de degenerar igualmente en memoria?) y a ofrecerse por cómplice de la fugacidad (ni siquiera la piedra es siempre idéntica a sí misma):

 

Los peones caminan en hileras por el monte / y van perdiendo siempre el último hombre que nadie ve / al volver el rostro; hasta que el síncope llega al guía / y lo devora solo con una palmada!

 

Cierro -con una excepción- las transcripciones con la cita siguiente. Enlaza el bajo mundo equinoccial y andino (¡bajo, sí, por comparación!) con el insondable del universo y, sobre todo, del vértigo de la idea-imaginación:

 

En la solemnidad de la alta noche, / los Arquetipos lloran por sus pequeños títeres! / Todo es hueco tardío / en esta velocidad que apaga su futuro, al besarlo!

 

Y pongo fin a esta ojeada de pájaro del paisaje daviliano, con una constatación: ir en pos de la secuencia de imágenes y figuras del poema, de apariencia caótica, exigiría un análisis pormenorizado. Ha de sufrir acaso quien lo emprenda, antes de someter al poema al bisturí de la disección textual, un deslumbramiento: el de la irrupción visual de una caminata cinematográfica alocada, documental, de precisiones fotográficas, de bruscos alejamientos, al azar del vuelo y del objetivo; de lecturas de fragmentos de un guión apasionado y apocalíptico. Baste con sugerir que el gran movimiento lírico-profético se inicia con el florecimiento de la cordillera y se desvanece -convendría indagar por el significado del paso- con dos estrofas (prescindamos de la final, ya citada, la de la resurrección) dedicadas a un entierro arcaico, de visos antropológicos, a la faz humana de la Catedral (¿sus catacumbas?), mineralizada (¿provisionalmente? Los términos no son concluyentes…), asimilada, digerida por el cataclismo telúrico:

 

Dentro, en cuclillas, los cadáveres de los incas, / frente a un puñado de maíz, esperan el retorno de sus almas, / coronadas de plumas y rociadas de especias! / Los blancos fémures de las mujeres / duermen entreverados con los fémures rojos de los reyes. / Larga boda sin calor ni semilla, / asegura en la tierra mortal, un lecho sepultado!




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Número 197 | dezembro de 2021

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