sábado, 11 de dezembro de 2021

ELA URRIOLA | Ornel Urriola Marcucci, Agua del tiempo o la poética de la memoria

 


Las barreras son para los que no saben volar.

GEORGE MEREDITH

 

Cuando se recuerda se regresa al momento, el espacio y el lugar donde transcurrieron las cosas. En ese instante hay movimiento y distancia: una distancia que se pacta a medida que olvidamos y nos adentramos en la posibilidad de reacomodarnos a las circunstancias; pero también está el movimiento de ser y dejar de ser a cada instante, la posibilidad de perdernos o recuperarnos en el lecho del tiempo. La poesía es un medio adecuado para eso. Para alejarnos y regresar, escarbar, hurgar las imágenes que flotan entre el silencio y la palabra.

Escribir es de algún modo entender por qué estamos vivos. Con la poesía nos adueñamos del movimiento que también somos, lo que recordamos, la nostalgia que nos hala, lo que nos lleva a ese sitio y tiempo que hemos abandonado ya. El tiempo es ese río de Heráclito que fluye dentro de cada uno. Así, rociar, humedecer, mojar, salpicar, derramarse, secarse, nadar y ahogarse pudiesen representar los movimientos del agua que tienen su equivalente en la existencia. Somos agua y somos tiempo. Cuando hemos discurrido lo suficiente, alcanzamos conocimiento y temperatura. Cuando el agua alcanza el grado óptimo para beberla se dice de ella que es “agua del tiempo”.

Agua del tiempo es un hallazgo de poesía, prosa y teatro, donde se hilvanan deseos, recuerdos, afectos, ideales e historia. Su autor nos dibuja el abrazo entre lo imaginario y lo real: el tiempo traducido adquiere la consistencia de una literatura imperecedera en forma de cuentos y poemas de gran belleza y sensibilidad, que nos acercan a una profunda conciencia del valor de la vida. Todo está aquí, flotando entre páginas; transcurre el autor con su tiempo, uno que todavía no nos da pistas si debemos nadar, o si por el contrario estamos inexorablemente destinados al naufragio, pero que nos insta a luchar para mantenernos vivos, en fin, es un libro humedecido por el tiempo y los recuerdos: el mundo soñado y el amargo, los amigos, los compromisos sociales, la búsqueda de la felicidad.


Si la poesía de Urriola Marcucci es el agua reposada en la nostalgia y la experiencia —un cántaro para beberse las horas—, su prosa y su dramaturgia se funden como corriente y torbellino. Fuertes y atemporales los conflictos se dispersan en estas páginas donde ya no es posible recoger el agua derramada, pues sus protagonistas no divagan en la incertidumbre porque desde el inicio lo han perdido todo. En “El ratón” dos niños deambulan en el abismo de una sociedad cuya marginalidad se nutre de los estigmas porque se ha acostumbrado a su propia indefensión; allí, donde la miseria humana habita, se apuesta a la violencia cotidiana, dejando a flote la desconfianza que en su momento generaron las ideas y las utopías de transformaciones sociales: “Todas la noches es lo mismo. Vienen esos y madre me saca del cuarto. ¿Por qué madre se encerrará con esos…? Luchito dice que madre es puta. Pero madre dice que así se gana la vida.” La inequidad y la inocencia fundidos en un abrazo que entrelaza palabras y sentimientos encontrados; desde que Urriola Marcucci escribió “El ratón”, ¿cuánto habrá adelgazado esa brecha entre la sobrevivencia y la vitrina en que se convierte la ciudad? ¿Cuántos niños-ratones más tienen que ahogarse en el balde apenas nacidos, llegar hasta el fondo del pozo mientras sus madres sostienen, de cualquier manera, como pueden y con los que pueden la casa? ¿Cuántos pierden la inocencia no bien empezando a caminar el mundo?

 En “La sal” está el oprimido, el poder que oprime al más débil, el canje de los destinos de una pirámide en donde se sacian los que nunca están satisfechos. Y está también La Ley, en mayúsculas, kafkiana y absurda, cuya balanza se inclina donde colocan los billetes: “—¡Enén, entréguese!… ¡Está preso! El viejo siente de pronto que empequeñece, hasta no ser más que una minúscula partícula de sal. Un frío intenso le recorre el cuerpo. Sus piernas tiemblan desesperadamente. Sólo entonces comprende: La Ley estaba presente aceptando el reto. Pero él nunca hubiera pensado que la Ley fuera del interés de algunos hombres; y mucho menos que la tendría tan cerca en poco tiempo.”


“Ñagare” es un himno a la explotación de nuestros pueblos primigenios, a su fortaleza y a su fragilidad alimentada por el progreso de unos pocos, a esa existencia invisible para la mayoría que a veces cuesta romper porque los han arrinconado en el mutismo: “La jornada había sido larga y penosa, interrumpida a intervalos, para que Lorenzo recobrara las energías. La mujer lo miraba compasiva. Sabía que no duraría mucho tiempo así; lo sabía por experiencia. Había visto a su padre primero y después a sus dos hermanos, venir en igual estado que Lorenzo de allá de la Finca, “de rociar con humo” las matas de guineo, y estos no habían durado siquiera una luna”. Poesía y belleza descarnada cohabitan, mientras, en un lenguaje limpio y preciso algunas frases realmente estremecen: “La selva se encendió de insectos. Un prolongado silencio se hizo entre los dos.”

Si la narrativa estremece, la obra de teatro es una cresta transparente que se esculpe en la superficie y que, elevándose, se convierte en ola. Privados del aire, los protagonistas de “El nudoprocuran avanzar en un mundo de contradicciones donde la suerte está echada a menos que se enfrente la tragedia con la vida misma. Como Ionesco en El rinoceronte y mucho antes que Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, Urriola Marcucci, en la figura de El Maestro, transcribe un bellísimo y terrible argumento sobre la alienación, cuando dice: “Esa es la realidad... Ver el mundo así, es tener los ojos


abiertos, eso es despertar y asomarse por la ventana para ver la otra cara de la humanidad; pero Uds. son demasiado cobardes para abrir los ojos... (Pausa). ¡Tú enloquecerías si llegaras o despertar…!”. El nudo acordona las arterias de la sociedad y los cuellos de los que claman libertad.

Ornel Urriola Marcucci nos traslada hasta esos días donde elucubraba sobre el porvenir y contemplaba lo actuado, siempre muy fiel a sí mismo, siempre libre y justo como su palabra. Encontramos la mirada del poeta, pero también la del historiador, la del filósofo, la del padre, el esposo y el hijo, la mirada del amigo. Están allí las esquirlas de la Guerra fría, y las otras, las de la traición y la ruptura; éstas últimas son las heridas del tiempo que no se puede cambiar, porque siempre hay cosas que perdemos en el río y otras que se aferran a nuestra piel y nos cambian. Pero también estas heridas son importantes: si se sobrevive a ellas, un tronco milenario acoge la existencia, como un baobab o un corotú, para sostenernos el cuerpo frente a futuros embistes. Quien haya estado cerca de un gran árbol podrá identificar la fuerza y la vida que transmite.

Es natural que donde corre el agua, crezcan los árboles más grandes y frondosos. En sus páginas encontramos el agua del tiempo, y también el árbol, los cuentos, los sueños, los ideales y los poemas.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 193 | dezembro de 2021

Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)

Artista convidado: Ela Urriola (Panamá, 1971)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

logo & design | FLORIANO MARTINS

revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES

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