Años
después, cuando fui profesor de esa disciplina en la universidad durante más de
tres décadas, las nociones de cultura me persiguieron con tenaz obstinación, sin
que lograra dominar ese término tan profundo como intrincado. Edward B. Tylor, en
1871, la definió como “una totalidad compleja que abarca los conocimientos, las
creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y todas las demás capacidades
y hábitos adquiridos por el ser humano como miembro de la sociedad”. A diferencia
de otros animales, los humanos actuamos, no por instintos, sino por aprendizaje
y condicionamientos de la cultura.
Es
decir, la cultura es todo, absolutamente todo, lo material y lo espiritual, aquello
que los seres humanos somos capaces de crear, hacer y pensar en el hábitat que ocupamos,
y en lugar de ser un ente estático, constituye algo dinámico, cambiante, diverso,
a menudo conflictivo. Durante la carrera, otras teorías, sobre todo de ilustres
antropólogos, vinieron a enriquecer mis nociones de cultura: la de Bronislaw Malinowski,
para quien es “una herencia social”; la de Ralph Linton, que buscó el basamento
cultural de la personalidad al hablar de “modelos de comportamiento”; la de Clyde
Kluckhohn, que la definió como “modelos de vida históricamente creados, plan para
vivir”; y la que no podía faltar, la del estructuralista Claude Lévi-Strauss, para
quien la cultura era “todo fragmento de humanidad”.
Cuestiono
la creencia de que la cultura, según un criterio muy extendido, sea sinónimo de
“alta cultura”, o las manifestaciones sublimes de las artes y las letras de un país,
por oposición a la “cultura popular” o “cultura de masas”. Entre nosotros, desde
hace tiempo, hay una profunda crisis de la llamada alta cultura en los campos de
la literatura, las artes visuales y la música, sin que se vislumbre un cambio significativo,
pese al otorgamiento de premios anuales a las mejores creaciones en poesía, cuento,
novela y teatro, entre otros, y a la concesión misma del Premio Nacional de Literatura
en los inicios de cada año. ¿Cuánto hace que no se publica una obra excepcional
y trascendente en cualquiera de esos géneros?
De
todos es sabido que han muerto los grandes maestros que en la segunda mitad del
siglo pasado representaron lo más selecto del pensamiento, la creación literaria,
plástica y musical, sin que la generación de relevo, que hoy sobrepasa los sesenta
años de edad, haya adquirido aún pleno ascendiente sobre las nuevas promociones.
La
“atomización” de la vida social, la “anomia” ‒para
decirlo con el término inventado por Émile
Durkheim‒
han dislocado todas las estructuras y relaciones colectivas, trayendo como consecuencia
más notoria un vacío de movimientos literarios y corrientes que serían portavoces
de las nuevas orientaciones, ideas y prácticas más avanzadas. Se han esfumado casi
todos los encuentros, tertulias, peñas para analizar y discutir; ya nadie tiene
tiempo para eso. Vivimos inmersos en una cotidianidad que nos devora, con múltiples
reclamos que no dejan espacio para pensar o crear.
La
supresión de los suplementos culturales y revistas de alcance nacional ha reducido
a su mínima expresión la crítica literaria y solo aparecen comentarios de obras
y autores a cargo de conocidas figuras que mantienen columnas en los diarios locales.
El debate de ideas está prácticamente ausente de nuestro ámbito y los medios de
comunicación, en los que por demás se privilegia el “marketing” político, la crónica
amarilla por más abyecta que sea, los deportes, la farándula y el “kitsch” publicitario
en prensa, radio y televisión. Es cierto que circula mucha información en las redes
sociales, gracias a la universalización de la tecnología digital, pero la gente
está más interesada en el morbo que suscita la vida privada de otras personas que
en el conocimiento per se.
Los
intelectuales y artistas, otrora tan activos, parecen haber caído en un profundo
silencio. Los intelectuales, esa categoría social tan aguerrida y beligerante hace
medio siglo, ha visto esfumarse su “poder simbólico”: esa capacidad relativa de
influir con sus ideas en el curso de los acontecimientos culturales de su tiempo,
es decir, su autoridad para hacerse escuchar por quienes tienen en sus manos la
conducción de los asuntos públicos que atañen a todos.
A
la hora de establecer los caracteres de nuestra cultura, todas las precedentes definiciones
permanecen como un sustrato al que puedo recurrir, pero que siempre quedará limitado
a ciertos aspectos que no incluyen el universo de una abstracción tan vasta. Para
empezar, nuestra cultura no es un todo unitario, sino una totalidad constituida
por distintos elementos étnicos (taínos, españoles, africanos); un cosmos de múltiples
expresiones subculturales y contraculturales, yuxtapuestas o en conflicto, heterogénea,
plural, diversa, que ha tenido una evolución histórica accidentada y conformado
el perfil “mulato” que caracteriza a nuestra población en el conjunto de las Antillas
hispánicas. Esto ha sido estudiado a fondo por diversos especialistas, como puede
comprobarse en Ensayos sobre cultura dominicana
(1988), libro editado por Bernardo Vega bajo el sello editorial de la Fundación
Cultural Dominicana.
El
primer rasgo que llama la atención al proyectar la mirada sobre nuestra media isla
es que la dominicana, desde hace décadas, ha dejado de ser colectividad rural para
transformarse en urbana, que ya no depende de los cultivos tradicionales de café,
cacao, tabaco, caña de azúcar, ni su población se dedica al conuco, pues las dos
terceras partes residen en las zonas urbanas, laboran en la actividad burocrática,
comercial o industrial, sobre todo en Santo Domingo y Santiago de los Caballeros,
ciudades que concentran un alto porcentaje de la misma.
Este
crecimiento se ha producido de manera espontánea, sin ninguna planificación, arrojando
un saldo de abigarrada aglomeración de sectores que podríamos estratificar convencionalmente
en “altos”, “medios” y “bajos”. Pero lo que llama la atención es el incremento de
núcleos marginados que se caracterizan por el hacinamiento, la escasez de servicios,
el desempleo, la insalubridad, la baja escolaridad, aspectos que contrastan con
el rápido crecimiento vertical de sectores residenciales de la clase media alta
y de la élite social en impresionantes torres de lujo que en la capital de la república
se concentran en el llamado Gran Santo Domingo.
¿Qué
tienen en común las élites económicas y sociales acaudaladas, con sus estilos de
vida miméticos de las subculturas minoritarias de modelos metropolitanos de Estados
Unidos y Europa, con las de los grupos marginados y excluidos que viven del asistencialismo
más atroz? Muy poco, o casi nada, pues mientras las primeras, entre otras cosas,
disfrutan de los placeres que proporcionan el confort y los productos que se derivan
de sus riquezas, que poseen apartamentos en el exterior o suntuosas villas en áreas
costeras exclusivas del país y comulgan con la idea de convertir “en bien supremo
nuestra natural propensión a divertirnos”, para decirlo con las fulminantes palabras
que Mario Vargas Llosa empleó en “Las civilización
del espectáculo” (2012), las segundas vegetan a la sombra de la exclusión social
y la falta de oportunidades, de buenos ingresos, educación, empleo y salud, y tienen
que conformarse con la manipulación política populista que las neutraliza con ayudas,
o se ven empujadas a la delincuencia.
A
mi entender, las corrientes contraculturales de nuestra sociedad no son los colectivos
feministas que defienden el derecho de las mujeres al aborto; ni los ambientalistas
que denuncian la destrucción de nuestras reservas forestales, las fuentes acuíferas
y el medio ambiente en sentido general; ni los representantes de los LGTBIQ, que
en los últimos tiempos alzan su voz para denunciar los abusos que padecen en una
sociedad machista y homofóbica, y han pasado de ser una subcultura subterránea a
una de protesta abierta, que se atreve a desafiar los convencionalismos sociales
y la hostilidad colectiva para mostrarse tal como son. Tampoco serían los millares
de inmigrantes haitianos que intentan sobrevivir en un medio al que han llegado
compelidos por las brutales condiciones de vida de su país, adaptándose como pueden
a las nuevas circunstancias.
Las
contraculturas más temibles hoy día estarían formadas por categorías sociales convertidas
en auténticas camarillas que con sus acciones desvertebran el precario equilibrio
de la sociedad; los grupúsculos de funcionarios y congresistas corruptos que, salvo
honrosas excepciones, viven bajo el techo de la impunidad gracias a la quiebra de
la justicia; las pandillas delincuenciales que representan una temible amenaza para
la seguridad ciudadana; los actores del narcotráfico, el lavado de dinero, el delito
de cuello blanco, y en contrapartida, el robo a mano armada perpetrado por individuos
sumidos en la pobreza y la ignorancia, que apelan al asalto callejero y practican
la “cultura del pillaje”, flagelo que ha convertido el país, sobre todo las ciudades,
en un territorio inseguro y peligroso.
Rosario
Espinal escribió en su libro “Democracia epiléptica
en la sociedad del clic” (2006), que en el país hay tres ramificaciones de la
delincuencia, las cuales también podemos considerar como expresiones de nuestra
cultura actual: “delincuencia de la pobreza, delincuencia de las redes (robo de
vehículos, narcotráfico, tráfico de personas), delincuencia de la riqueza (que se produce a través de instituciones
establecidas y favorece a grupos empresariales como los del sector bancario)”. A
lo que se refiere la brillante socióloga es a que vivimos en un país de débiles
instituciones, donde las tropelías más descabelladas se repiten impunemente sin
cesar, ante el asombro de todos; en medio del creciente endeudamiento que compromete
nuestra soberanía; en el marco de una democracia fallida llena de iniquidades; con
“partidos políticos” cuyas acciones constituyen cada día un escarnio a la dignidad
colectiva, mientras nos encaminamos a ciegas hacia un futuro incierto plagado de
temores.
El
diagnóstico de ese sucinto panorama no deja resquicio para una mirada optimista
de nuestra cultura de cara al porvenir. De todos modos y guardando las distancias,
aunque el papel del intelectual esté muy restringido en la actualidad, debemos intentar
esclarecer el debate y hacer consciente de lo que ocurre a la ciudadanía. Por eso,
para concluir, repito la frase que escribió Albert Camus hace siete decenios en
la introducción de “El hombre rebelde”
(1951): “El propósito de este ensayo es un esfuerzo para comprender mi tiempo”.
Y, diría yo: para contribuir a transformar nuestra ominosa realidad.
_____
JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR nació en Santo Domingo, el 2
de mayo de 1946. Es educador, narrador, ensayista y crítico literario. Ha sido catedrático
en distintas universidades del país y profesor Fulbright en los Estados Unidos.
Es asesor de la Fundación Corripio y subgerente del Departamento Cultural del Banco
Central de la República Dominicana. En dos ocasiones ha recibido el Premio Anual
de Cuento, por Las máscaras de la seducción
(1983) y La carne estremecida (1989).
En 2009 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de
su obra y su consagración a las letras.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 191 | dezembro de 2021
Curadoria: Soledad Alvarez (República Dominicana, 1950)
Artista convidado: José García Cordero (República Dominicana, 1951)
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