Ambos
poetas clausuran el siglo xix y abren el xx, tanto ontológica como literariamente.
En primer lugar, con ellos comienza uno de nuestros grandes dilemas: la relación
conflictiva con un medio que dificulta la subsistencia tanto de espacios de creación
como del mismo poeta. Molina es nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo
que luego se transformará, en otros poetas, en compromiso político. De hecho, es
en el Modernismo donde comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos,
Molina y Froylán Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de Sandino.
En otras palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará definiendo
nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo general, aunque esto
no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente personal, mientras la prosa,
especialmente la crónica, podía llenarse de historia, sobre todo al adoptar el discurso
antiimperialista. Esto explica que Molina y Turcios escribieran crónicas y artículos
incendiarios en contra de la ocupación norteamericana, sin dejar de ser simbolistas
y parnasianos en sus textos personales.
En
segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre todo, en la de Molina, comienzan
a definirse los que, en mi opinión, son los cuatro discursos que han dominado nuestra
poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético. Quizá no haya
poeta hondureño que no se mueva entre estos discursos. Reconozco la prevalencia
de los dos primeros, lo amoroso y lo militante, a lo largo del siglo xx; Roberto
Sosa (1930-2011), quien sigue siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional,
está marcado por esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro
poeta de su generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán
Castelar (1941), Rigoberto Paredes (1948-2015), José Luis Quesada (1948), Galel
Cárdenas (1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e, incluso,
a quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951), José González
(1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949) y David Díaz Acosta (1951).
Aunque
esto suene a encasillamiento, no hay duda de que estos poetas comparten rasgos esenciales
en términos generacionales y discursivos. Tampoco hay que negar la importancia de
la presencia de Roberto Sosa, quien influye en muchos de ellos y a veces termina
eclipsándolos.
Otros
poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho más privada y hasta hermética, marcada
por preocupaciones existenciales que se traducían en dilemas metapoéticos; esta
línea, que no llega a ser corriente, proviene de Domínguez, pasa por Jorge Federico
Travieso (1920-1953), se formula con mayor claridad en Oscar Acosta (1933-2014)
y alcanza su mayor expresión en Antonio José Rivas (1935-1995) y Edilberto Cardona
Bulnes (1935-1991); más tarde aparece concentrada (quisiera decir, crispada) en
Livio Ramírez (1943), quien vuelve a Molina y se replantea los conflictos éticos
y estéticos del Modernismo. Con un tono y preocupaciones distintas, a esta línea
pertenece parte de la poesía de Segisfredo Infante (1956).
Tras
esta nómina de hombres, en lo que a la poesía escrita por mujeres se refiere, el
siglo xx estuvo dominado por Clementina Suárez (1906-1991), quien, desde los años
treinta, irrumpió con una poesía anómala, por su rebeldía y heterodoxia, en un medio
que seguía siendo provinciano; la poesía amorosa se volvió erótica y el oficio de
poeta se planteó como un compromiso ético que adoptó un discurso no político, sino
civil. Para las poetas de los ochenta y noventa, Suárez se convirtió en la
poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.
Nuestro
siglo xx no estuvo marcado por la ruptura, sino por la transición generacional;
no hubo en nuestra poesía esos enfrentamientos generacionales feroces que ocurrieron
entre poetas de tantos países. Quizá se deba a que la mayoría de los escritores
frecuentaba los mismos espacios y, sobre todo, al traspaso de posiciones éticas
y estéticas frente al medio, la situación del país y el papel de la poesía; un título
de Fausto Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa
que todo fuera armonía, pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho,
de un mismo grupo, nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del
oficio.
Dramas
públicos, apegos privados
La
escisión modernista entre la persona pública y la privada se profundiza y llega
a definirse por completo en la llamada Generación de la Dictadura. A pesar de haber
crecido en el período de la dictadura de Tiburcio Carías Andino (1932-1948), la
persona pública de estos poetas se definió por dos circunstancias históricas: la
Revolución Cubana y el movimiento izquierdista centroamericano que se inició en
los años sesenta. De ahí provienen los dos libros que definen la poesía comprometida
de Roberto Sosa: Los pobres (1969) y Un mundo para todos dividido
(1971). Estas circunstancias también fueron esenciales para libros como El fugitivo
(1963) y Cifra y rumbo de abril (1964) de Pompeyo del Valle. Sin embargo,
ambos poetas llegan a un choque violento con la realidad después de haber establecido
una relación directa y hasta íntima con las cosas en sus primeros libros. A pesar
de la militancia política, nunca abandonaron este tono en su poesía. De hecho, Pompeyo
del Valle volvió por completo a la poesía amorosa en sus últimos libros. Así, esa
relación sencilla y hasta inocente con las cosas reaparece, para el caso, en Caligramas
(1959) y Muros (1966), de Roberto Sosa. En «Tegucigalpa», del segundo libro,
dice: «Vivo en un paisaje / donde el tiempo no existe / y el oro es manso. / Aquí
siempre se es triste sin saberlo. / Nadie conoce el mar / ni la amistad del ángel.
/ Sí, yo vivo aquí, o más bien muero. / Aquí donde la sombra purísima del niño /
cae en el polvo de la angosta calle. / El vuelo detenido y arriba un cielo que huye
(1966, p. 24). Y en «Niños del arroyo», de Pompeyo del Valle: «Los niños del arroyo
juegan con pequeños / trozos de luna que sacan del agua sucia. / Los niños del arroyo
fabrican, con estos / pequeños trozos brillantes, agudas navajitas / con las cuales
se complacen en herir alegremente / el corazón de sus madres tristes» (1991, p.
32).
Un
elemento que define a estos poetas, así como a los otros miembros de su generación,
es el uso que hacen de la metáfora, producto de una relación con el lenguaje que
se vuelve esencial en la poesía posterior. No es que en estos primeros libros se
busque la expresión directa, sino una nueva retórica que se afianza en una metáfora
iluminada por la sencillez cotidiana: «trozos de luna que sacan del agua sucia».
Hasta el espacio se prestaba a este tipo de poesía. Precisamente, en el poema de
Sosa reaparece ese sabor provinciano de Tegucigalpa que Molina detestaba. La diferencia
estriba en el hecho de que Sosa encubre ese color local, que atrapaba a Molina,
a través de un discurso metafórico que universaliza la experiencia en la provincia.
Por otra parte, el polvo de las calles angostas, del primer poema, y los arroyos
de agua sucia, del segundo, delatan esa modernidad periférica que define el carácter
de la ciudad. La sombra de la crónica modernista se pasea por ese «cielo que huye»
en el poema de Sosa. Además, en los poemas citados hay una atmósfera de violencia
—el niño que cae en el polvo, en Sosa, o las navajitas que hieren a las madres,
en Del Valle— que impide volver a esa relación sencilla y transparente con las cosas
que se encontraba en la poesía anterior. Las influencias eran otras, sobre todo
la Generación del 27, Vallejo, Neruda, la poesía italiana, etcétera. Luego vendrían
el Surrealismo, la Antipoesía, la poesía alemana, Eliot y Pound, por mencionar a
algunos. Si la poesía hondureña anterior no había pasado, por decirlo así, por 1922
—año esencial para la literatura contemporánea por la aparición del Ulises de
Joyce, La tierra baldía de Eliot, Trilce de Vallejo y Altazor
de Huidobro—, nuestra tardía vanguardia estaba empeñada en ponerse al día. Esta
vanguardia es, en realidad, una postvanguardia que logró darle otra dimensión a
nuestra literatura, incorporándola al universo descubierto por Vallejo, Huidobro,
Neruda y los poetas españoles del 27. Sólo así se explica esa renovación lingüística,
sobre todo metafórica, impulsada por esta generación. Esto generó una obra que,
si bien ha sido muy diversa, se ha caracterizado por la convivencia de los dos proyectos
ya señalados: el público, sobre todo en Sosa, Del Valle y Nelson Merren; y el privado,
especialmente en Oscar Acosta, Antonio José Rivas y Edilberto Cardona Bulnes. Esto
no implica que la separación sea absoluta y que estos poetas no compartan temas
y actitudes similares.
A
propósito, hay dos temas casi ineludibles en la literatura hondureña: la patria
y Francisco Morazán; sobre este último han aparecido antologías completas y varias
novelas y libros de ensayo. Volver a estos temas es parte de una necesidad ontológica
que busca definir la identidad nacional o la hondureñidad a partir de eventos históricos
que quizá nunca pierdan vigencia. Aunque este tema requiera un estudio aparte, cabe
mencionar que Morazán, el hombre y el mito, es el símbolo esencial de una identidad
posible que el hondureño siente que le fue arrebatada en el siglo xix y a la que
todavía se siente con derecho. Por lo tanto, Morazán se ha convertido en lo que
Fredric Jameson califica de «una alegoría nacional» (1972, p. 24) en la que se proyectan
las aspiraciones, no del todo definidas, de una colectividad. Esto permite que la
discusión trascienda el ámbito meramente intelectual y adquiera los visos de una
preocupación ciudadana. Al ser transformado en discurso, dentro del gran registro
que define nuestra nacionalidad, el nombre de Morazán entra fácilmente en el espacio
de la manipulación y, de hecho, de más está decir que desde ese mismo nombre, plagiado
por la demagogia, se han ganado elecciones presidenciales.
Asimismo,
tanto en los temas amorosos como en los civiles, parece que la poesía hondureña
se ha visto obligada a pagar una deuda histórica con el siglo xix. Los conflictos
del presente hacen que se vuelva a los temas civiles decimonónicos por una necesidad
ontológica de redefinir la hondureñidad. Sin embargo, es paradójico que al Morazán
antiespañol se le cante, para usar un término de la época, en formas del Romanticismo
español. El regreso al Romanticismo implica, así, una dependencia que también ha
contribuido al aislamiento de nuestra literatura. Por esa necesidad intrínseca del
hondureño de definir una identidad que siempre ha sido elusiva, no sorprende que
un poeta tan cercano a la poesía pura como Acosta o un poeta tan íntimo como Jorge
Travieso busquen señas de identidad, no como poetas, sino como hondureños, frente
a Morazán. Sin embargo, en el caso de estos poetas es la relación personal con el
lenguaje la que acaba imponiéndose al tema civil. Es decir, la solución siempre
es textual porque el compromiso es primero con la poesía.
En
la poesía hondureña es frecuente este diálogo con nuestros antepasados patrióticos
(los próceres decimonónicos) o literarios (poetas ya fallecidos). En ambos casos
se trata de definir una identidad nacional, en el primer caso, y poética, en el
segundo. Esto último es parte de una tradición heredada de los medallones modernistas;
recordemos que, en Azul, Darío le dedica varios poemas o «medallones» a algunos
poetas con los que se identifica y que definen su propia identidad artística. Lo
mismo ocurre en la poesía hondureña, desde los medallones de Molina hasta los poemas
que el mismo Acosta y Livio Ramírez le han dedicado a Molina.
En
Acosta reaparece ese dilema que llevó a Froylán Turcios a apegarse al Romanticismo
y que hizo que Pompeyo del Valle abandonara la poesía comprometida y se autocalificara
de poeta amoroso; esto es parte de ese apego «a la vieja concepción cultural del
yo», del que hablaba Rama (1985, p. 33). El hecho de que muchos poetas hondureños
hayan vuelto, por decisión o convicción, a una poesía tan tradicional en el tono
y los temas ha contribuido a restarle dimensión internacional a nuestra literatura.
Por una parte, las influencias que han transformado la literatura universal nos
han llegado tarde y, por otra, nos hemos apegado a un paternalismo intelectual que
nos ha impedido establecer una distancia saludable entre nosotros y nuestros mayores.
Además, hemos caído en la trampa de un maniqueísmo discursivo que tiene sus bases
en nuestra realidad sociopolítica. A esto ha contribuido una crítica escasa y complaciente
que termina canonizando al poeta y volviendo intocable su obra. Además, en muchos
casos, el crítico termina imponiendo sus predilecciones.
Algo
le falta a la poesía hondureña: una actitud de enfrentamiento generacional, de reacción
de un movimiento literario respecto a sus predecesores. Se trata de una literatura
sin parricidios, en la que los jóvenes en ninguna época han asumido con claridad
y determinación esa actitud que Monsiváis señala a propósito de los jóvenes escritores
mexicanos de varias generaciones: «Si no somos distintos al pasado inmediato nunca
habitaremos el presente» (2000, p. 54). No ocurrió, para el caso, la saludable irreverencia
antidariana que liberó a la Generación del 25 en Nicaragua y definió su rebeldía
tanto estética como política. A pesar de lo prematuro de esta revuelta, su actitud
era necesaria para acabar no con Darío, sino con el desgaste ditirámbico que se
hacía del Modernismo. Por el contrario, la literatura hondureña, en general, está
plagada de transiciones generacionales. Hay que dejar claro que el hecho de carecer
de una tradición literaria vuelve difícil la tarea de definir a cada generación.
La convivencia, en una misma época y en los mismos espacios intelectuales, de poetas
que supuestamente pertenecen a distintas generaciones ha hecho posible una transición
sin violencia entre diferentes estilos y perspectivas éticas y estéticas. Al único
extremo que se ha llegado es al ataque personal, que a pesar de su virulencia no
ha impedido el traspaso de influencias y credos literarios.
Hay
varias circunstancias que explican esta actitud, es decir, la falta de una tradición
de la ruptura. Por una parte, se debe a la longevidad de las dos estéticas que marcaron
nuestra literatura durante el siglo xx: el Romanticismo, filtrado a través del Modernismo,
y la poesía militante. El primero no fue abandonado en el Modernismo ya que, por
el contrario, fue esencial para definir las bases estéticas y hasta políticas de
éste. Así, en el primer Modernimo se funden la tradición romántica —que ocurrió
en América, en los primeros libros de Darío, y en España, en el sempiterno credo
becqueriano de Jiménez— y la renovación neo-simbolista. Como señalé, en la literatura
hondureña de principios de siglo convivieron románticos y modernistas, haciendo
que, incluso bien entrado el siglo, el Modernismo no abandonara su filiación romántica
decimonónica, ni en la obra de Turcios ni en la poesía de Travieso, aunque en este
último se da una transición hacia la generación posterior. Esta convergencia generó,
entre otras actitudes, una «pureza amorosa» que no abandonó a muchos de los poetas
de la segunda mitad del siglo, como Acosta, Del Valle, Sosa y Rivas. A pesar de
la distancia estética y política, no ocurrió ningún rompimiento violento, como no
fueran los ataques, no a la poesía, sino al poeta. Esto último tampoco ha contribuido
a definir a cada generación, pues a algunos poetas se les aísla de sus contemporáneos
para volverlos blanco fácil de la agresión. Cardona Bulnes está marcado por esta
experiencia. De hecho, Helen Umaña señala que «Roberto Sosa, en 1981, lo incluyó
—junto con José Luis Quesada [1948], José Adán Castelar [1941] y Rigoberto Paredes
[1948]— entre los representantes de la “novísima poesía hondureña”» (1992, p. 264).
La intención, en este caso, no es encontrarle un lugar a Cardona Bulnes dentro de
la tradición literaria hondureña, sino aislarlo de la generación a la que en realidad
pertenece: la del cincuenta. Al separarlo de este grupo, se niega tanto su diálogo
con Acosta y Rivas como las propuestas renovadoras de su poesía. Además, su obra
está alejada, generacional y estéticamente, de los poetas entre los que Sosa lo
ubica, quienes se inscriben dentro de la otra estética que ha dominado nuestro siglo
literario: la de la poesía militante o comprometida. Ésta se extendió a lo largo
de la segunda mitad del siglo y ha hecho coincidir a poetas de distintas épocas:
desde Sosa, cuya obra abarca más de cuatro décadas, hasta los que comenzaron a publicar
en los ochenta e, incluso, en los noventa, como David Díaz Acosta (1951) y José
Antonio Funes (1963).
Entre tradición y renovación
Dice Monsiváis que los
jóvenes escritores buscan ser diferentes del pasado inmediato para conquistar su
propio presente. En nuestra poesía, los jóvenes han conquistado su presente sin
rupturas violentas; en muchos poetas jóvenes se refleja nuestro apego a las transiciones
generacionales. Lo que sí ha cambiado es la percepción del papel de la poesía; la
palabra ya no asume los deberes de otras generaciones y otras épocas. Para el caso,
el discurso militante, prevalente en la poesía de fines de los sesenta a los ochenta,
ha perdido su importancia, sobre todo por los cambios ocurridos en la región centroamericana;
algunos poetas asociados a este discurso dieron el giro hacia la poesía amorosa,
como Pompeyo del Valle y Rigoberto Paredes. No quiere decir que el compromiso poético-político
haya desaparecido; esto fue evidente después del golpe militar de 2009.
El
gran conflicto librado por los modernistas entre el poeta y el medio ha cambiado,
pero sólo para empeorar. A la severidad de la crisis económica se suma una violencia
sin precedentes, ahondada por el narcotráfico; cada día se sobrevive peligrosamente
mientras se buscan espacios de creación. Sin embargo, los poetas más recientes no
responden a esta crisis desgarradora con una postura discursiva en la que la ética
y «el deber» ciudadanos se imponen a la estética, como lo hicieron algunos poetas
de otras generaciones frente al militarismo; en otras palabras, no se recurre a
la tan trajinada denuncia ciudadana que tan mala poesía nos dejó. No se le da la
espalda a la historia; ésta entra ahora a la poesía convertida en una experiencia
asumida desde una voz estrictamente personal.
Los
cambios históricos van a la par de cambios estéticos. La mal llamada poesía de denuncia
da paso a búsquedas personales centradas en trascender la inmediatez o, mejor dicho,
la trampa de la poesía escrita para poner a prueba un discurso sociopolítico. Esto
se refleja en la poesía de José Antonio Funes, por ejemplo, quien comenzó a publicar
a fines de los ochenta, en una época en la que todavía se vivían las secuelas del
terrorismo de Estado, así como llegaba la marea de los conflictos de los países
vecinos. Su primer libro, Modo de ser (1989), es fundamental para entender
el paso de una poesía pública –donde se asume el discurso comprometido con la realidad
histórica– a una poesía privada –en la que la solidaridad ciudadana se vierte a
través de la experiencia personal–. En su primer libro se advierte un tono intensamente
humano y solidario que se ahondará en su poesía posterior, la que, sin abandonar
la presencia del dolor humano, se vuelve mucho más personal. Esto ocurre, para el
caso, en «Bajo una verde sombra», poema de ineludible raigambre histórica que, a
través de la presencia del padre, se asume como un drama personal; al final del
poema, la dignidad del padre se impone a la humillación histórica y personal.
La
gravedad del tono de gran parte de la primera poesía de Funes da paso, en su poesía
posterior, al distanciamiento saludable entre poeta y mundo que llega con la madurez;
el poeta descubre que, sin dejar de ser valedera, la experiencia del drama también
puede verse desde un centro no ocupado por el poeta. En algunos casos, el filtro
lo da el humor. El tema que en la poesía de Funes mejor se presta a esta descentralización
del drama personal es el amoroso.
Menciono
este asunto de la gravedad en el tono porque me parece que es una característica
compartida por muchos jóvenes poetas. En ellos se advierte una seriedad en la escogencia
de la temática, en su tratamiento y en el mundo de referencias literarias y vivenciales
a las que remite la poesía; esto puede ser parte del hecho de asumir el oficio con
una seriedad que lo pone por encima de la banalidad y la brutalidad del medio. Se
crea, así, una poesía que busca afincarse en la universalidad de la condición humana,
no en una percepción anacrónica de la historia. Un buen ejemplo de ello es la poesía
de Marco Antonio Madrid; su poesía, sobre todo su primer libro, La blanca hierba
de la noche (2000), está anclada en un mundo de referencias clásicas; de la
misma manera, a la temática le corresponde un lenguaje que se mueve, con gran versatilidad
y eficacia, entre la gravedad y la transparencia. Aunque muchos poetas hayan frecuentado
la biblioteca griega, a quien más se acerca Madrid dentro del canon nacional es
a Edilberto Cardona Bulnes, poeta con el que comparte algunas de sus preocupaciones
estéticas, aunque sin llegar al hermetismo de la poesía pura, tan característico
de Bulnes. Alguna vez me pregunté por el sentido que tiene el convocar lo clásico
en una ciudad de las Honduras; su sentido, como bien lo entienden ambos poetas,
reside en el hecho de querer universalizar la experiencia humana, trascendiendo
así el tan trajinado asunto de las literaturas nacionales; la poesía, parafraseando
a Paz, es un asunto de lenguaje, no de fronteras.
El
primer libro de Madrid es una noticia feliz en la poesía hondureña; es una obra
de madurez que no da cabida al «nada mal, para ser un primer libro». Por el contrario,
se trata de un libro reposado, cuya solidez reside en un trabajo cuidadoso del lenguaje
que le permite iluminar viejos temas. Hay en este libro, como en el segundo de Madrid,
La secreta voz de las aguas (2010), el apego a un lenguaje que el tiempo
ha puesto a prueba; esto lo reflejan los títulos de sus libros, así como la mayor
parte de los títulos de sus poemas. Es un lenguaje que, como los temas abordados,
evoca otras épocas y otra concepción del oficio de hacer poesía. Entre el exceso
de poesía pública ligada a causas, Madrid es un poeta de poetas, sobre todo en su
primer libro; en el segundo, la gravedad del lenguaje da paso a una mayor transparencia,
como el López Velarde —a quien me remite esa vida mínima y entrañable de «las tierras
altas»— que regresa al pueblo, su «edén subvertido», y encuentra a la prima Águeda.
Finalmente,
el hecho de que Madrid le rinda homenaje, en uno de sus poemas, al modernista Juan
Ramón Molina constituye en sí una de las tradiciones de la literatura hondureña.
Me refiero a esa necesidad, tanto literaria como ontológica, que nos lleva a volver
a eventos y personajes de un pasado que quedó mal resuelto; por eso, para el caso,
nuestra narrativa vuelve a Francisco Morazán, el general decimonónico de sueños
truncados; por eso nuestra poesía vuelve a Molina, el poeta abatido por el medio.
Se podría ir más lejos y decir que ambos son dos de nuestros padres inconclusos.
Atrapado
en el provincialismo tegucigalpense, Molina fue nuestro primer flâneur. Por
ello, es el primero que se plantea la posibilidad del mito urbano, es decir, con
él comienza la tradición poética de inventarle mitos a la ciudad. Tegucigalpa entra,
así, en la mitología literaria universal, como tantas ciudades del mundo. Borges,
dice Sarlo, le inventó mitos a Buenos Aires; y uno piensa en el Montevideo de Benedetti,
la Ciudad de México de Pacheco, La Habana de Lezama, entre tantos etcéteras notables.
Al igual que Morazán y Molina, Tegucigalpa es otro de nuestros grandes mitos literarios,
por lo que ha sido tema recurrente de muchos de nuestros poetas.
La
poesía de Rebeca Becerra entra en esta mitología, y, como Molina, se pasea Sobre
las mismas piedras (2002), título de su primer libro. Si bien Molina se sentía
atrapado en Tegucigalpa y la aborrecía, Becerra asume de frente el diálogo con la
ciudad, la desafía «con algo de infierno en los ojos», como dice en el mismo libro.
Es sumamente revelador que Becerra escriba una poesía de espacios cerrados; sus
cuatro libros, dos todavía inéditos, ocurren y transcurren en espacios confinados:
la ciudad, en Sobre las mismas piedras y en El principio y el fin;
la tumba, en Las palabras del aire (2006); la casa y el cuerpo, en Esa
voz que se consume. De hecho, la ciudad, la casa y el cuerpo son espacios recurrentes
en su poesía. Se trata de un encierro ontológico, creativo y hasta políticamente
opresivo; esto último es patente en poemas sobre los efectos del terrorismo de Estado,
tema éste que acerca su poesía a una de nuestras más perecederas tradiciones. Sin
embargo, como Funes, Becerra asume el «terrorífico insomnio» como un drama personal
que lo aleja de la diatriba pública. Quizá el mejor ejemplo sea Las palabras
del aire, un gran poema orgánico que constituye uno de esos poco frecuentes
casos en que nuestros poetas se enfrentan a la arquitectura del libro-poema; como
una cinta de Moebius, el libro se mueve entre dos realidades, el sueño y la vigilia;
su gran lección quizá sea el que nos obligue a preguntarnos de qué lado están la
vida y la muerte.
El
movimiento dentro de espacios cerrados también es recurrente en la poesía de Salvador
Madrid. Tengo a mano dos de sus libros inéditos: Mientras la sombra y El
resplandor de los ojos cerrados, títulos de por sí sugerentes, pues remiten
a ese choque de realidades que se acechan constantemente. Se vive en medio de esa
fisura que puede expandirse en el lugar y en el tiempo; de ese centro feroz surge
la poesía de Salvador Madrid. Esto explica el tono desafiante y hasta beligerante
de la mayor parte de sus poemas. Repito, ya no estamos en el territorio de la denuncia
política, pero sí hemos vuelto a replantearnos viejos dilemas, abiertos y dejados
inconclusos por los modernistas. El siglo que media los agravó; los nuevos poetas
los reasumen como conflictos ontológicos, sin buscar resolverlos, pues esa tarea
no les corresponde.
Existe,
sí, la conciencia de habitar un lugar que es un tiempo endurecido, mal hecho, imperfecto:
«Insistimos en creer / que la perfección es intocable / y que para nosotros lo imperfecto
/ es el único destino» («Sin quemar las naves», de Mientras la sombra). Esta
es, francamente, una admisión dolorosa, vista en todo su peso histórico, pues habla
de un país pesado de imperfecciones, ese «país asesinadísimo», que decía Livio Ramírez.
No es que se busque la apócrifa «tierra ideal», como se dice en el mismo poema;
estos poetas buscan, como lo hicieron tantos, un lugar digno o con al menos cierta
cercanía a la dignidad. Pero tampoco se trata de pose o de militancia, pues también
se reconocen los límites de la poesía; estos poetas han aprendido, y muy bien, la
lección: primero hay que sobrevivir para después hacer poesía. Ésta es lo que se
pasa en limpio –como hacíamos en los cuadernos de la escuela primaria– del caos.
La poesía surge de esta relación conflictiva, por lo que se vuelve un punto de mira,
ese panóptico ocupado por el poeta; esto, como he dicho, explica el hecho de que
el joven poeta se vea en el centro: «El hombre joven sabe que la única ventana /
a la que puede asomarse en su vida / es el agujero en el pecho del hombre viejo»
(«Dialéctica», de Mientras la sombra); también explica ese tono sentencioso
que reaparece en Salvador Madrid.
Como
en el caso de Becerra, en la poesía de Salvador Madrid existe la presencia constante
de una amenaza que se vuelve mucho más tenebrosa por ser impredecible. Se trata
del mismo conflicto histórico al que ahora les toca enfrentarse a estos poetas.
La respuesta es un discurso metapoético, quizá como la única forma de encarar el
grave asunto de la supervivencia creativa y existencial; esto de ser «cronista de
los despojos» («Ordenanza del caído», de Mientras la sombra), puede fácilmente
convertirse en una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes amenazó
a tantos poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con claridad, como
ocurre en la poesía de Salvador Madrid, quien dialoga directamente con el mundo
interior y con el mundo transitado por la tradición. Reconocerse o no parte de una
tradición fronteriza no es una de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable
por compartir historias y espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos
poetas constituyan una generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en ellos
temas y preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz reconocible,
lo que no es poco decir. Todo ellos también comparten la convicción de que, en un
país empecinado en hacerle honor a su nombre, los libros, como dice Funes, no nos
dan «la prueba del cielo», pero sí de la existencia.
Ese
afán de ser distintos del pasado inmediato para conquistar su presente, como decía
Monsiváis, lleva a los jóvenes de cada generación a inventarse precursores, como
quería Borges. Quien se vislumbra como uno de esos precursores, y, hasta ahora,
el más significativo, es Edilberto Cardona Bulnes, el poeta ninguneado por sus pares
y ahora rescatado tanto por narradores, como Mario Gallardo, Giovanni Rodríguez
y Gustavo Campos, como por poetas, entre ellos Marco Antonio Madrid, Salvador Madrid
y Rolando Kattan. No existe el peligro de que Cardona Bulnes termine eclipsándolos,
como el efecto que Roberto Sosa tuvo en algunos de los poetas de los 70 y 80; se
trata, más bien, de reclamarlo como maestro porque su obra, como la de estos jóvenes,
se aleja de la inmediatez del discurso histórico-político que marcó, en gran medida,
a dos generaciones: la de Sosa y la de Adán Castelar. Los jóvenes también reconocen
en Cardona Bulnes lo que Foucault llamaba una mala escritura, es decir, la
escritura que se rebela al canon literario y sociohistórico: se rompe, así, con
una tradición discursiva, aunque esa ruptura no sea total; como mencioné, no dejamos
de pagar una deuda con nuestros antepasados, sobre todo literarios.
Este
dilema al que se enfrentaron por primera vez románticos y modernistas entre tradición
y renovación reaparece, para el caso, en Animal no identificado (2013), de
Rolando Kattan, quien, como Cardona Bulnes, busca la tradición afuera, aunque no
se desprenda del todo de los confines nacionales. Su libro se inscribe en el afán
borgiano de la historia universal, y tiene la virtud, no muy frecuente en la poesía
hondureña, de no tomarse tan en serio y hasta llegar a deleitarse en los pequeños
accidentes de la Historia, como en su «Tratado sobre el cabello», poema en el que
al despeinado Einstein le sigue Hitler, «el de los cabellos más ordenados» (2013,
p. 16). Por esa necesidad que padece todo escritor de «ordenar hacia atrás la historia
literaria que conocemos», como dice Beatriz Sarlo (2016), vale decir que en la poesía
de Kattan se reconoce al lado del humor intelectual, de corte borgiano, que Rigoberto
Paredes introdujo en la poesía hondureña, el tono sentencioso presente en la poesía
de los jóvenes antes mencionados. Es decir, tradición y renovación. Pero, repito,
Kattan busca otras tradiciones como muy pocos poetas hondureños lo han hecho; esto
le lleva a recorrer otras geografías intelectuales y humanas, desde la poesía china
(«A mi lado alguien lee un libro escrito en mandarín»), hasta las islas del Pacífico:
en su hermoso poema «Kiribati», la infancia y el futuro se buscan en una isla que,
a pesar de la lejanía, se vuelve parte de la mitología literaria, geográfica y personal.
Volvemos a la necesidad de inventarse mitologías y, en este caso, de buscarlas,
aunque esta vez no sea en las sagas nórdicas borgianas sino en la inmediatez y portabilidad
de Wikipedia. Pero no todo es búsqueda transfronteriza, pues en este libro también
están las calles de las Honduras, la cabañuela, las canicas de la infancia, la botánica
nacional con sus árboles («Poética») que recuerdan aquel almendro del patio que
no les falta a tantos poetas hondureños, como el buey dariano. Buscar otras tradiciones
no implica desapego de la tradición reconocible; esto se hace por elección o convicción.
Esta no es una anomalía, pues el mismo Borges pasaba de Evaristo Carriego a Stevenson.
Lo que persiste, invariablemente, es el dilema, al que tanto he aludido y que ni
románticos ni modernistas fueron capaces de resolver.
A
la velocidad intelectual modernista los jóvenes responden con una proliferación
de publicaciones autogestionadas y de pequeñas editoriales independientes que ha
acelerado la producción de libros. A esto se suman la promoción y, sobre todo, la
autopromoción cibernética. Habrá que darle tiempo a este torbellino para tener una
idea más clara del panorama de la poesía hondureña de principios de siglo. Sin embargo,
no sorprende que algunos de estos jóvenes se enrumben por los caminos predecibles
de toda iniciación poética: Rimbaud, Bukowski y, sin desentonar, el infrarrealismo
de Bolaño; no es casual que Cardona Bulnes entre en esa nómina de anómalos. Tampoco
sorprende que vayan de la tradición oriental a las «tierras altas» del interior,
del universo al patio, de las grandes urbes literarias a Tegucigalpa.
NOTA
Ensayo
originalmente publicado en Cuadernos
Hispánicos, enero de 2017.
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Número 195 | dezembro de 2021
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