Capítulo I. De cómo somos continuamente solicitados por las imágenes y nos es difícil explicar la importancia de mirar un cuadro
Acompáñame unos minutos,
estimado lector. No puedo prometerle que vaya a escribir algo que jamás se haya
dicho. Pero sí que voy a escribir sinceramente, lo cual ya es mucho para estos tiempos.
Vivimos inmersos en un mundo de imágenes. Vaya noticia. Sin embargo, por más que
se repita esto hasta el hartazgo, nunca antes había sido tan cierto, tan desmesuradamente
cierto. Nuestros cuerpos están dispuestos, por así decirlo, en el centro de miríadas
de círculos concéntricos: acechados por las más diversas solicitaciones. A cada
golpe de vista, una invitación a ver y a ser vistos. Pantallas de iphones, tablets y teléfonos celulares, ordenadores, televisores, cajeros automáticos,
anuncios publicitarios, etiquetas de productos, propaganda política, señalética
del tránsito, carteles luminosos y de los otros, de los impresos y de los pintados.
Imágenes digitales, fotográficas, electrónicas, portátiles, de tinta impresa sobre
papel, recortadas en plástico, acrílico, traslúcidas, coloridas, luminosas, eléctricas.
La ciudad es una intrincada colmena de indicaciones y de indicadores que nos reclama,
incesante. No todas las imágenes compiten por nuestro dinero. Eso sí, intentan secuestrar
nuestro tiempo. Tomar una porción de nuestras vidas como si nuestra atención pudiera
ser saqueada impunemente. Segundo a segundo. Entonces, estimado lector, siento que
se torna ardua la tarea de explicar, de explicarnos a nosotros mismos, pero en especial
a las generaciones de mujeres y hombres que han crecido entre estas pantallas, por
qué motivo debieran traspasar el umbral de un museo, de una galería, de una casa
de subastas y detenerse a mirar una pintura. Cuál es la razón que empujaría a alguien
a ignorar el prodigioso conjunto de imágenes visto, oído o percibido con sus completos
o embotados sentidos durante días, meses y años, para concentrarse y ofrendar un
valioso momento de su existencia a ese silencioso espacio rectangular y casi plano,
a esa imagen puesta en la pared. ¿Qué significa este detenerse ante una imagen pintada?
¿Es algo que yo, como observador, debería imitar? ¿Es algo que no puedo o no debo
hacer? ¿Es un objeto a adquirir? ¿Es algo digno de adorar? ¿Debo interpretarlo o
leerlo como si se tratase de un idioma poco frecuente pero útil en algún sentido?
¿Guarda un secreto? ¿Esconde una trampa? ¿De qué me sirve? ¿Cuánto tiempo deberé
destinarle? Allí, justo enfrente de mis ojos, tengo el elefantito que un señor pintó
sobre un sofá que parece un elefante y el gato que parece un mono. Pero ni el elefantito,
ni el sofá, ni el gato, ni el señor que los pintó, me han dicho nada. ¿O me lo han
dicho todo?
Capítulo
II. Del momento que un señor que se apellida Iturria empezó a crear
No era entonces un señor
sino un niño. Un purrete de unos tres años que apenas balbuceaba. ¿A dónde vas Ignacio?
Le preguntó la madre. A ver mis cosas. Respondió el niño, seseando un poco en las
tres eses de la frase. Caminaba, según el hombre dice que le dijeron de mayor, como
si estuviera urgido por un asunto importante. El asunto era la parte de atrás de
una radio en una habitación en penumbras. El niño se detiene a observar las luces
de las válvulas eléctricas y los cablecitos enmarañados que se ven por una hendija
del aparato. La voz de la radio suena delante pero el niño la ignora y estudia,
como sólo un niño puede hacerlo, la parte de atrás del artefacto. Ciertamente a
la búsqueda de un mundo interior, fuera y dentro de sí. El niño se conecta con lo otro en la contemplación, antes incluso
que con el garabato y el dibujo. Es ya todo ojo. Y no va por la parte sabida, la
del frente. Aun hoy, hombre dedicado a mirar como pintor profesional, lo que busca
es parecido a lo que sintió aquel niño que desaparece en el acto de contemplar la
parte de atrás de un objeto. Porque Iturria pintando se invisibiliza, desaparece
su yo, sus problemas, su mundo exterior, su contorno, deja momentáneamente de existir
para fundirse en aquello que pinta. Esto me ha dicho hace unos días. Lo segundo
que me contó y se relaciona con esta anécdota, es una reflexión personal en el taller.
Me dijo que uno es niño y crece, y luego viene la adolescencia y más adelante uno
se establece en el ser adulto. Establecer fue la palabra que empleó. Y que la cuestión
es no establecerse. No amarrarse, pienso yo, como si la vida consistiera en trepar
por territorios estancos, definitivos, clausurados. Lo que propone el pintor es
un ir y venir por estas etapas. Pienso. No se trata de evitar las responsabilidades
de la vida adulta o de escapar hacia un mundo intocado y puro. Se trata de no centrarse
en una idea convencional del ser, impuesta socialmente y darla por hecho. Esto pienso
mientras Iturria contempla con sus ojos de niño las obras en el taller.
Capítulo
III. Lemuel Gulliver se encuentra con Ignacio Iturria y juntos naufragan en un país
desconocido
Volar es hacer que las cosas
se vuelvan pequeñas. Hay otras formas de hacerlo. El viaje por tierra o por mar
es una de ellas. Al visitar otros países y conocer nuevas costumbres el viajero
toma distancia de su entorno habitual, mira de diferente modo, descubre relaciones
insospechadas entre los paisajes, las personas y las historias que hay detrás: de
los paisajes, de las personas y de sí mismo. Hacia mediados de los años ochenta
la pintura de Ignacio Iturria opera una transformación crucial y las figuras de
sus pinturas se empequeñecen y enflaquecen giacomettianamente. Endebles figuritas
que proyectan nerviosas sombras y se enfrentan a un mundo desproporcionado en el
que parecen, sin embargo, moverse a sus anchas. Los espaciales y más luminosos cuadros
pintados en Cadaqués han quedado atrás. Quizás fueron como la tormenta que debió
atravesar el cirujano Lemuel Gulliver para arribar a Liliput. En otro sentido, en
tanto observadores o testigos de sus cuadros, nos resulta difícil identificarnos
con las frágiles criaturas que habitan los oscuros lavabos, las mesas solitarias,
los roperos desvencijados, los cuartos iluminados por tristes lamparillas colgantes.
Observamos la peripecia de estos personajes enclenques con cierta simpatía y conmiseración,
porque nos hemos transformado sin quererlo en los reyes de Brobdingnag, el país
de grandes montañas y de personas gigantes a las que el ahora pequeño Gulliver tiene
por cometido agradar. La pequeñez de las figuras iturrianas nos ha vuelto seres
importantes pero indefensos, a los que sólo consuela la pasiva e indiscreta contemplación.
El mundo pictórico de Iturria, tan vasto en intertextualidades y símbolos, es, desde
esta perspectiva, un mundo cerrado, más aún que el de otros pintores, pues las relaciones
escalares imponen ciertas normas contemplativas que no son horizontales, en el sentido
que damos a esta expresión cuando hablamos de relaciones humanas. Tras el aparente
aspecto lúdico e incluso infantil de sus creaciones asoma también un aspecto ríspido
y desesperanzado. También Jonathan Swift (1726) fue leído como autor de cuentos
para niños, siendo como es, uno de los padres del anarquismo moderno.
Capítulo
IV. De cómo los personajes de sus pinturas, los iturrianos, poseen habilidades especiales,
son desafiantes y nos recuerdan al proyectar sus sombras que también nosotros, los
espectadores, tenemos las nuestras
Estos seres
que tienen algo de títere de barro, muñeco de alambre y dibujo de párvulo, concentran
en su continuo accionar –¿qué accionan?, ¿la idea de un juego infinito?– las memorias
de todos los niños que el pintor fue y del que continúa siendo. Con los brazos estirados
al cielo, encerrados en botellas, en placares, en cajones, en casas, en cuadros
dentro del cuadro dentro del cuadro, montando caballos, elefantes, bicicletas, dominando
un balón, trepando edificios, amándose… siempre los habitantes de Iturria, los iturrianos,
demuestran una consciencia del presente no exenta de curiosidad y desparpajo. De
hecho, no son personajes resignados –rara vez “bajan los brazos”– sino más bien
perseveran y asumen los obstáculos y avatares que les toca en suerte con una actitud
frontal, desafiante, que interpela a la vez al acontecimiento intradiegético –es
decir, aquello que viven al interior del cuadro– y al observador más allá del soporte
pictórico. Personitas frágiles pero valerosas, anónimas pero descaradas, los iturrianos
son legión y se resisten a la extinción de su especie por más que las condiciones
de vida a las que estén sometidos los lleve a veces a una expresión desesperada.
No cabe duda de que son seres mentales, construidos a base de pomos de pintura e
imaginación: el valor plástico es demiúrgico –se los ve comportarse a veces como
marionetas– y sus acusadas sombras negras nos recuerdan una y otra vez que también
nosotros, los espectadores, proyectamos las nuestras en el efímero teatrillo de
la vida.
Capítulo
V. De cómo la memoria es materia constitutiva de la pintura y los elefantes son
llamados a cumplir una tarea relevante
El elefante es el animal
totémico de Iturria. Animal memorioso si los hay. ¿La memoria es la principal materia
de la que están constituidos estos cuadros? Los elefantes son maleables como nubes.
“Por su forma redondeada y su color gris blanquecino, se consideran símbolo de las
nubes. Por los cauces del pensamiento mágico, de eso se sigue la creencia en que
el elefante puede producir nubes y de ahí la mítica suposición de la existencia
de elefantes alados. La línea elefante, cima de monte, nube, establece un eje universo.
Probable derivación de estos conceptos de clara impronta primitiva, el uso del elefante
en la Edad Media como emblema de la sabiduría, de la templanza, de la eternidad
e incluso de la piedad” (Cirlot, 1978). Tantos atributos para un animal podría resultar
sospechoso. Pero los elefantes de Iturria no son como cualquier elefante mitológico.
Son animales muebles, de uso cotidiano, que habitan el espacio al mismo tiempo que
son habitados. Si, por ejemplo, en la tradición india los paquidermos sirven de
cariátides del universo, en la tradición de Iturria, los humanos son las cariátides
de los elefantes.
Tres rostros
desconcertados se arraciman como dedos en cada una de las dos patas del sofá-elefante.
Este contiene en su asiento a otro pequeño elefantito que observa y/o dialoga con
un gato o mono situado en lo alto del respaldo. Y este gato-mono porta, como atributo
inesperado, otro rostro en el extremo de su arqueada cola. El sofá-elefante tiene
un solo ojo para escudriñar el diálogo que sucede entre el elefante pequeño en su
regazo y el gato en lo alto del respaldo, ese que lleva otra cara en su cola, y
que, pensándolo un poco, quizás esta última también participe de la conservación
entre su dueño –su portador– y el elefante chico. En el suelo, los rostros apiñados
en las patas del sofá-elefante no pueden saber lo que sucede en el asiento de arriba
aunque no se descarta que dialoguen entre sí, de una pata a otra. O quizás comenten,
como lo haría el coro de una tragedia griega, esta incapacidad de comunicación de
todos con todos, o mejor dicho, esta imposibilidad de transmisión del lenguaje de
la pintura al lenguaje verbal. Ahora bien, no deberían faltar en un bestiario iturriano
las siguientes entradas: jirafa, mono, gato, perro, león, caballo, buey, mariposa,
rinoceronte, tigre, vaca, dinosaurio, mujer y hombre, y todas las combinaciones
fantásticas posibles entre ellos y los utensilios de uso cotidiano. En el universo
de Iturria todos los animales pueden transformarse en muebles y todos los muebles
en animales. No se trata de una cosificación del paisaje sino de una animalización
vivificante, en donde el juego subvierte sus propias reglas y siempre hay una salida
o una entrada reversible. Finalmente, y ya situados en aparente contradicción con
lo antedicho respecto a la pintura de Iturria como un mundo sellado, se podría afirmar
que la pintura de Iturria está enteramente abierta a las interpretaciones en tanto
permite al observador inmiscuirse en un país fantástico en donde los roles son intercambiables.
De ese modo, al menos como virtualidad, el espectador interviene en el juego y adivina
o induce en sí mismo la transformación incesante de los seres y las cosas. Pues
los recuerdos, estimado lector, son como los elefantes, parecidos a las nubes.
Capítulo
VI. De cómo la tradición pictórica se puede fundir en la paleta del pintor con una
visión escatológica para fijar marcas de pertenencias
Visión escatológica
que pone en juego las maquinarias del inconsciente colectivo –inexistente como programa
en los dos maestros de la pintura uruguaya citados–, una crítica a la enajenación
social y a la burocracia existencial, a lo Kafka, sazonada con pizcas de humor y
de sátira. Hablamos de la escatología en el sentido apocalíptico del término, en
la atmósfera turbia de una profecía funesta, pero también en el otro, en el sentido
de la revulsión intestina. “El olor a podredumbre –afirma Berger (1997, 55) en un
maravilloso ensayo autobiográfico– y de allí el olor a putrefacción, a corrupción.
El olor a muerte, sin duda. No conduce, sin embargo, a la vergüenza ni al pecado
ni al mal, tal como el puritanismo con su desprecio por el cuerpo ha tratado de
demostrar. Sus colores son el dorado bruñido, el marrón oscuro, el negro: los colores
del cuadro de Rembrandt de Alejandro el Grande con su yelmo.” Berger, se está refiriendo,
claro a está, a los colores de la mierda, no como elementos denigrantes o negativos
desde el punto de vista estético, sino como exacto reverso del poder, del fingimiento,
del discurso edificante de los moralistas. En ese sentido, el color de la tierra
y el color de la mierda aportan una carga valorativa semejante. Pero hay otra referencia
en la que, a nuestro entender, no se ha reparado lo suficiente. Vivimos al borde
de un río marrón grande como mar. Un río de aguas revueltas, sedimentosas, cuyos
valores plásticos son, desde el punto de vista de su significación simbólica y de
su utilización pictórica, únicos. Al contraste de los cielos intensamente azules
se debate el Río de la Plata que arrastra fangosas corrientes amarronadas y violáceas,
con ribetes de espuma beige claro, blanco y siena. En algunos cuadros de Iturria
se podría imaginar que el artista ha embebido sus pinceles directamente de este
paisaje acuoso, sin preámbulos ni médium tintóreo alguno. La pintura es también,
antes que la paleta, una circunstancia mental.
Capítulo
VII. De cómo en un extraño país la pintura fagocita a la tecnología y las máquinas
pasan a estar al servicio del hombre
Uno de los temas más caros
al artista es la relación entre la naturaleza del hombre y la naturaleza de las
máquinas: computadoras, cajas registradoras, radios, lamparitas, máquinas fotográficas
y de escribir: son el soporte ideal para un ensayo sobre la eterna modernidad de
la pintura. Iturria interviene lúdicamente los artefactos con figurillas animales
y humanas que se sirven de aquellos como plataforma de despegue, que utilizan el
hueco de una máquina de escribir como piscina, que cuelgan de los hilos de un teléfono
ficticio y juegan a hacer carreras de bicicletas en grandes piezas de teclado. Las
siluetas de elefantes, perros y caballos se contornean como animales presos en un
coto, una suerte de zoológico privado y laberíntico. En este país de Iturria, las
máquinas son presentadas como remanentes lúdicos más que serviciales, o bien, sirven
en tanto disparadores de utopías improductivas.
Capítulo VIII. Del contrato
que firmamos con las obras sin saberlo y otros devaneos a modo de conclusión
Llegado a este recodo del
camino nos proponemos detenernos a responder algunas de las interrogantes formuladas
al principio del viaje. O extender el territorio de las dudas y ampliarlas, pero
en confianza. En verdad, cada respuesta depende del estímulo pictórico recibido
y de quien lo provoca. Suscribo la tesis de Amos Oz (2008) cuando sugiere que entre
un escritor y un lector se firma en el comienzo de toda narración un contrato silencioso.
“Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluyendo los que son insinceros.
A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre
el escritor y el lector, a espaldas del protagonista. Es el caso del inicio del
Quijote y de Ayer mismo, de Agnón. Hay contratos engañosos, en los cuales el autor
parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde
el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y
sin darse cuenta de que ese “entre bastidores” no es en realidad lo de detrás de
bambalinas sino solamente un nuevo decorado; mientras que el lector se imagina que
es parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima.” Naturalmente,
el desarrollo lineal y temporal de la escritura favorece esta idea que nos propone
Oz de un contrato, pues en la medida que el lector se va adentrando en el relato
desvela paso a paso la historia. Y en ese sentido, parecería ser un proceso muy
diferente a la contemplación de un cuadro o de una pieza escultórica, donde el mundo
“narrado” se nos presenta como un todo o como algo ya dado. Sin embargo, en la pintura
y las artes plásticas también hay una invitación y descubrimientos. No existe la
observación de buenas a primeras. Hay una primera instancia de ver y otra de mirar,
y luego otra más y siempre una nueva. Si es cierto que la pintura no cambia su faz
física, somos nosotros los que cambiamos y se modifica nuestra percepción de la
obra. Toda ella exige en el momento de su encuentro la suspensión de la credibilidad
en términos racionales y la concesión de nuestro tiempo, que pasa a ser el tiempo
de la obra. No se trata de enfrentar a una realidad construida como quien acomete
una tarea hercúlea, sino de preguntarnos a qué clase de juego se nos está invitando
a jugar. Para un espectador “externo” que observara a quien observa un cuadro, el
contrato entre el pintor y el contemplador pudiera parecerse al que firma un comprador
compulsivo en un escaparate. Pero no para aquel que comienza el diálogo y se afana
por descubrir los mecanismos del juego propuesto. Las buenas pinturas ofrecen una
enorme cantidad de caminos que hacen que nos sea imposible sustraernos a la posibilidad
de penetrar en su mundo, más imperiosamente de lo que estamos habituados frente
a imágenes en movimiento, imágenes cuyo deslizamiento tiene un efecto hipnótico
en nuestras retinas, más superficial y pasajero. Las pinturas nos esperan. “¿Cuándo
puede decirse que un cuadro está terminado? –se pregunta John Berger (1995, 94)–.
No cuando finalmente corresponde a algo que ya existe, como el segundo zapato de
un par, sino cuando se cumple el momento ideal previsto para su contemplación, de
la manera en la que el pintor siente o calcula que debería ser. El largo o breve
proceso de pintar un cuadro es el proceso de construcción de ese momento.” La obra
de Ignacio Iturria es una invitación permanente al juego, a descubrir en la pintura
misma las soluciones formales que hacen posible la transmisión de ideas plásticas,
con ironía, con amargura, con desparpajo, con audacia. “Claro es que nunca se puede
predecir enteramente el momento de su contemplación –confiesa Berger– y, por lo
tanto, el cuadro tampoco puede satisfacerlo en su totalidad. Pese a ello, todos
los cuadros, por su misma naturaleza, van dirigidos a ese momento.” Internarnos
en una pintura de Iturria es escudriñar la parte de atrás de las cosas, como aquel
niño que mira a escondidas una radio, para seguir imaginando el espacio que media
entre su imaginación y el momento en que comienza nuestro juego.
NOTA
1. Versión sintética de
un texto publicado por el autor en Brecha,
16/05/2003.
Referencias
John Berger (1995): Páginas
de la herida; Editorial Visor, Madrid.
___ (1997): “Una carga de mierda”, en Cada vez que decimos adiós, Ediciones de
la flor, Buenos Aires.
Juan
Eduardo Cirlot (1978): Diccionario de símbolos;
Editorial Labor, Barcelona.
Amos Oz (2008): La
historia comienza; Ediciones Siruela, Barcelona.
Jonathan Swift (1726): Travels into Several Remote Nations of the World, in Four Parts. By Lemuel
Gulliver, First a Surgeon, and then a Captain of Several Ships. Para estos apuntes, se consultó Aneto Publicaciones, Zaragoza, 2012.
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Número 194 | dezembro de 2021
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