Es un recorrido a través de la teoría del lenguaje
para llegar al núcleo de la creación literaria, desbrozando las dificultades que
arrastran las explicaciones metafísicas y su noción de lo absoluto y el subjetivismo
con su reducción intimista de la conciencia, para alcanzar la comprensión de aquello
que es esencial al lenguaje poético: la metáfora.
El universo de las palabras
En
una obra conocida sobre teoría del lenguaje y que en su época marcó las pautas en
los trabajos de clasificación y análisis del lenguaje podemos leer: “El proceso
en el que algo funciona como signo puede llamarse semiosis se ha considerado que
este proceso implica tres (o cuatro) factores: lo que actúa como signo, aquello
a que el signo alude, y el efecto que produce en determinado intérprete en virtud
del cual la cosa en cuestión es un signo para él. Estos tres componentes de la semiosis
pueden denominarse, respectivamente, el vehículo sígnico, el designatum, y el interpretante;
el intérprete podría considerarse un cuarto factor. Estos términos explican, de
manera superficial, los factores implícitos en la afirmación común de que un signo
alude a algo para alguien.” [1] Así, Charles Morris procede a la disección
del lenguaje a partir del tipo de relaciones de los signos y significados, sin ocuparse
del otro aspecto medular de toda la teoría de los signos, la multiplicidad de acepciones
a las cuales puede estar expuesto el lenguaje, sin que necesariamente se someta
a un orden preestablecido de los conceptos, como tampoco al juego semiótico de las
relaciones entre los signos.
Desde el punto de vista de una mecánica global
del lenguaje el planteamiento es correcto, todo signo alude algo que tiene significado
para alguien, toda palabra lanzada describe una hipérbole sobre su objeto y se lanza
detrás de aquella otra conciencia a la cual va dirigida. Muchas cosas se han dicho
sobre el lenguaje, éste instrumento maravilloso que con sus signos y significados
acaba por domeñar el pensamiento y pensamos, dicen algunos entusiastas lógicos del
lenguaje, por el hecho de que poseemos códigos lingüísticos que nos permiten designar
los contenidos de pensamiento. El lenguaje ha ordenado el mundo de la misma forma
que la palabra divina ordenó la creación.
¿Es posible ese ordenamiento del mundo a partir
del lenguaje? ¡Sí y no! Si, porque conlleva a la formulación de conceptos mediante
los cuales las categorías del pensamiento funcionan, en ese sentido designa lo existente
y es un vehículo que nos dirige a la aprehensión de la cosa designada. No, porque
esta herramienta maravillosa, como producto social y como expresión proyectiva del
sujeto, es ambiguo y multívoco y puede conducir a la construcción de lo irreal y
por lo tanto designa una esfera óntica cuya verificación no corresponde a un orden
proposicional. Esto ha llevado a algunos analistas, inclusive al mismo autor del
texto citado, a distinguir entre el lenguaje lógico —que expresa los contenidos
del pensamiento científico y el cual está articulado sobre proposiciones que expresan
un tipo de verdad—; y el lenguaje paralógico o metalenguaje —con el cual se regodea
el habla afectiva, se expresa el sentimiento y se constituye en poesía—.
Hablar de la existencia de dos tipos de lenguaje
de conformidad al designatum al cual hace referencia al signo tiene una extraordinaria
ventaja empírica, por un lado separa el mundo en dos hemisferios —¡aquí los hombres
de ciencia, la lógica y la verdad; allá los poetas y sus acólitos!—; por otro, establece
a nivel del concepto, la prioridad de la articulación lógica del lenguaje como fundamento
del saber —basta recordar el reconocimiento que en su momento recibió el Positivismo
Lógico como fundamento teórico para alcanzar una validación científica del conocimiento
filosófico.
Pero la caracterización del lenguaje según su uso
no se puede sustentar bajo la distinción que se haga con respecto al objeto al cual
está dirigido, el habla es una, las palabras son las mismas, el sentido expresivo
y proyectivo del lenguaje es el mismo. Todo está allí conformado por palabras que
se entrelazan, por continuidad o contigüidad, como quieran verlo los analistas,
para mostrar al mundo en su diversidad y complejidad, a fin de cuentas es el mundo
el único y verdadero designatum del lenguaje —sea este el mundo natural cosificado
en su materialidad, las ideas en su plano de abstracción o los sentimientos como
contenidos afectivos—. Ninguno de estos entes a los cuales se dirige la intencionalidad
existe fuera del mundo, el ser-en-el-mundo es su condición natural para utilizar
la expresión sartreana, y su designación es lo que importa esencialmente al lenguaje.
La materia prima de la que está hecho el lenguaje
son sonidos y símbolos que en su momento se articulan para formar palabras con un
significado que guarda relación, dado el caso de que pueda expresarlo, con un significante.
Si en su relación significante las palabras pueden tener la propiedad de estructurar
códigos que se instituyan como una convención de común comprensión, ésta sería una
de sus propiedades, pero no la única. El lenguaje, más que cualquier otra obra humana,
está condicionado al ser del hombre. Su uso cotidiano, la elasticidad de los significados,
la apertura múltiple de sus relaciones, las flexiones impuestas por las cosas, lo
hacen una cosa viva que en su ser contiene la necesidad humana. Lenguaje y necesidad
hacen posible la comunicación, pues si hay algo que comunicar es porque la necesidad
de hacerlo obliga al uso de las palabras y los signos van a ser la referencia de
esa condición abstracta, pero imperiosa del ser-uno-con-los-otros.
Algunos argumentos a favor de las propiedades informativas
del lenguaje sobre la base de su carácter unidireccional, tienen fundamento cuando
se trata de la especificidad del mensaje científico, el cual por sus propios requerimientos
preposicionales invocan el mayor grado de aproximación entre signo y significado.
Pero las propias exigencias de esa dirección única conllevan a la apertura de la
estructura del lenguaje para introducir modificaciones sustanciales que alteran
todo el orden constituyente del mismo, como lo afirman algunos teóricos del positivismo
lógico de la cualidad del lenguaje como sustento de los conceptos. Para estos, el
mundo aparece como una totalidad susceptible a la comprensión mediante la acción
definitoria del lenguaje, palabra y significado dan la consistencia a la realidad
mediante un proceso que permite establecer predicados lógicos que hacen válidos
los juicios. Con esta distinción entre juicios de valor y predicados lógicos se
determina el criterio de verdad y se establece, de un solo tajo, como bien lo formula
Georges Moore, la separación entre literatura y ciencia, y, de hecho, el papel aséptico
de la filosofía.
¿No es precisamente
la forma de lenguaje informativo utilizado por las ciencias discursivas, formales
y factuales, las que con mayor frecuencia introducen neologismos, formulaciones
sígnicas o nuevas relaciones sintácticas? ¿No se ha constituido por las matemáticas
y la lógica una nueva estructura semántica que sólo tiene significado convencional
sobre la base de sus propias proposiciones? ¿Acaso es posible decodificar algunos
niveles de abstracción del habla científica con los elementos del habla común? Las
tres interrogantes tienen respuesta en su propia formulación sobre la base de las
evidencias cotidianas que arroja el lenguaje informativo. Si hay alguna actividad
humana que retuerce, exprime y comprime el lenguaje más allá de lo razonablemente
estimado por el sentido común, es la información científica. Lo cual es comprensible
si se toma en cuenta la intensidad de los aportes que el conocimiento científico
hace al saber contemporáneo y para el cual el habla tradicional carece de conceptos
apropiados para su caracterización. Como ejemplo podemos mencionar el impacto cognitivo
y lingüístico provocado por el desarrollo y difusión del uso de la computadora en
la sociedad contemporánea, lo cual ha hecho de uso común una gran cantidad de neologismos,
procedentes en su mayoría del inglés —a los cuales ni siquiera se ha hecho un esfuerzo
por encontrarle un equivalente en otros idiomas— y, como podemos comprobar en el
habla cotidiana, se ha generalizado el uso de términos que anteriormente estaban
limitados a especialistas en física o electrónica, contribuyendo con esto a una
transformación radical del lenguaje colocando en entredicho el ancestral mito académico
de la pureza del lenguaje.
La lógica debería llevarnos a responder las preguntas
por orden inverso, debemos plantearnos qué es el habla poética en sentido estricto,
antes de adentrarnos en la maraña de sus funciones y posibilidades. Por lo menos
así quedaría satisfecha la función informática que le asigna el saber científico
y podríamos deslindar o poner entre paréntesis aquella función que para nosotros
es secundaria en la descripción eidética del lenguaje poético. En primer lugar,
debemos decir que el habla corresponde a la cotidianeidad del hombre, que sus presupuestos
son la totalidad del mundo y que su ordenamiento lógico y conceptual está en lo
que ella es como existente. Pero indudablemente esto no satisface la necesidad del
conocimiento histórico-lógico que aspira el saber en su conjunto de preposiciones
afirmativas y verificativas. ¡Se aspira a la verdad y la logicidad de sus fundamentos!
No obstante, ya hemos establecido que este lenguaje puede, bajo circunstancias determinadas
obtener un significado diferente, cuando se le exige un grado de plasticidad para
lograr la designación de figuraciones que no pueden entrar en el contexto de sus
posibilidades predicativas.
La materia prima del poeta son las palabras, así
como del pintor los colores y del escultor la piedra. A ella debe lo que él es,
y su moldeado es el resultado de su trabajo. De lo contrario tendríamos una subversión
del orden de los criterios del arte que negarían de salida su existencia como forma
de mostrar al mundo. Pero el habla poética se diferencia del contexto general del
habla porque muestra al mundo de otra manera y ese mundo que muestra, aunque está
inserto en la inmediata realidad material de la naturaleza, no es la naturaleza;
y si se refiere a la idealidad del pensamiento, tampoco es el pensamiento en su
prístina formalidad lógica. El mundo que muestra la poesía, la finalidad del habla
poética, es la esencia del mundo que está oculta por la representación que en principio
quiere hacer patente las ciencias.
"La poesía es la leyenda del desocultamiento
de lo existente” [2] nos dice Heidegger con alguna aproximación a la caracterización
del habla poética. Alguna decimos, porque su interpretación excede la función del
habla poética al concederle mostrar la verdad de lo existente en su verdad absoluta.
Es cierto que la poesía esta allí mostrándonos la verdad de lo existente, pero lo
existente en otra forma del existir, en el existir oculto en la vida afectiva: en
el sentimiento. La poesía nos muestra el sentir de la verdad, con sus implicaciones
e imbricadas relaciones vividas por la conciencia. Esa es su gran paradoja y su
innegable confrontación con la verdad lógica del lenguaje de la información. El
lenguaje poético es, sobre todo, expresión.
La expresión poética es una forma de proponer el
mundo en lo que éste no tiene de verificable, por eso asume el papel de ser interlocutor
real, en la forma de existente en el mundo, entre la conciencia y el sentimiento,
pues no invoca la racionalidad ni la lógica, sino a esa forma de existir como experiencia
estética que es el sentimiento. Si en alguna forma nos conmueven los Veinte poemas
de amor de Neruda es en el sentir, en la individual y única experiencia que tenemos
de asumir el mundo. Las metáforas, símiles, alegorías y símbolos del habla poética,
hacen referencia al mismo mundo que el lenguaje científico, pero lo hacen de una
manera diferente porque su captación del mundo está más allá de los fenómenos que
alcanza a decodificar el tipo de lenguaje utilizado por las ciencias.
El habla poética, por su propia facultad comunicativa
de la verdad que permanece oculta en los pliegues del sentimiento no se circunscribe
al riguroso orden de preposiciones lógicas. Es, por el contrario, parte del habla
que expresa el sentido común, forma parte de la vida cotidiana, se muele entre los
conceptos que maneja el quehacer empírico del mundo “amanual”, es la verdad dicha
frente a lo inmediato. Por eso el habla poética es una forma de asumir el mundo
en su permanente contingencia y a eso debe su universalidad.
Fenomenológicamente el mito, la imaginación, la
fantasía, en su contexto de irrealidad, son tan reales como la mesa o como un pensamiento
pensado de la ciencia natural o de la teoría del ser. La conciencia del minotauro,
como inexistente, es tan válida como la teoría de la gravitación universal, ambas
son contenidos de conciencia reflexiva y subsisten en el mismo plano de lo vivido
como vivencia en la conciencia, pues a ambos corresponde un acto intencional de
igual significación y contenido. De allí que su función reveladora de la verdad
no es tan metafórica, pues es capaz de revelar un tipo de verdad no proposicional,
pero que constituye una verdad en la conciencia como forma de existir.
El habla poética es, en ese sentido, una forma
alegórica de mostrar la verdad de la vivencia del mundo y del mundo como existente.
Se adelante al lenguaje científico en su afán de mostrar la verdad que todavía no
ha sido descubierta, pero que permanece allí con ese velo de lo enigmático y oscuramente
presentido. ¿Acaso el mito, no es una representación simbólica de algo que todavía
la ciencia no ha podido abordar en su totalidad? El teatro griego, en sus propósitos
primarios aspira a mostrar un mundo de pasiones y sentimientos vividos en su ingenuidad,
y que el psicoanálisis y la historia muestran veinticinco siglos después. ¿No representa
Las troyanas una denuncia a todas las guerras coloniales?, ¿no es Troya el arquetipo
de todas las guerras coloniales? ¿Sarajevo, Chechenia, Panamá, Irak, no recogen
todos y cada uno de los elementos de la estrategia aquea? Pero es obvio que si la
literatura puede, como acto de premonición, mostrarnos la cara oculta de los hechos,
también puede jugar con el reino de la fantasía y la imaginación para mostrarnos
un inexistente irreal, [3] una forma de existente que solo existe por y para
el poeta y constituye una parte sustancial de su ser-en-el-mundo.
Si el habla poética tiene una función marcada por
su propia finalidad es la inclinación a proponer la fantasía y lo imaginario como
una forma radical de intencionalidad del contexto del mundo. Los signos se extreman
a tal punto que hacen estallar el objeto significado, lo transmutan y terminan diciendo
otra cosa. La palabra, signo articulado en el fondo comunicante de su finalidad,
pierde su sentido original y se convierte en algo que ya no es palabra sino cosa
a la cual se eleva a la categoría poética. Porque el lenguaje poético reniega de
los significados, propugna por un significado encerrado en su propia idealidad.
La palabra, materia prima del hecho poético, es
signo y significante que aspira a encerrar la totalidad del mundo en su doble identidad.
Esa finalidad es descrita con precisión por el crítico canadiense Northrop Frye:
"En todas las estructuras verbales literarias la dirección final del significado
es interna. En literatura, los criterios de significado externo son secundarios,
ya que las obras literarias no pretenden describir ni aseverar, razón por la cual
no son verdaderas, no son falsas y , sin embargo, tampoco son tautológicas, o al
menos no en el sentido en que una afirmación tal como «lo bueno es mejor que lo
malo» es tautológica. Acaso la mejor manera de describir el significado literario
sea llamándolo hipotético y una relación hipotética o supuesta con el mundo exterior
es parte de lo que usualmente se quiere decir con la palabra «imaginativo»"
[4]
La cita de Frye nos vuelve al punto de partida,
lo imaginativo, lo imaginario, la imaginación, la irrealidad como inexistente en
la conciencia vuelve a tomar carta de naturaleza y se planta a la puerta del escritor
para desafiarlo, a interrogarlo sobre las posibilidades del habla para describir
su particular forma de realidad. La restitución de lo imaginario como elemento de
comunicación es la particularidad del lenguaje literario, aunque esa imagen fantástica
tenga o no relación directa o tangencial con la materialidad del mundo. El ser de
la literatura es el ser de lo imaginario que busca en la analogía del lenguaje la
restitución de la imagen vivida en la conciencia como irrealidad inexistente, es
decir como otra realidad existente en la conciencia. Los nueve círculos del infierno
descritos por Dante Alighieri vuelven a ser reales —con los gemidos de los condenados,
con las flagelaciones incandescentes, con los pasajes tremebundos y los castigos
eternos—cada vez que nos situamos en actitud interesada frente a sus páginas. En
un acto de re-creación, utilizando la expresión de Sartre, volvemos a dar existencia
a los personajes, dramas y salas de la Divina Comedia cada vez que nos situamos
intencionalmente frente a la obra.
Pero se nos preguntará, ¿la literatura no es también
transmisora de sentimientos? En efecto, gran parte de los temas asumidos literariamente
son afectividades que, en modo de expresión, aspiran a provocar un sentimiento similar
en el lector. De qué otra manera podría conmovernos un poema de Gabriela Mistral
o un relato de Vargas Llosa que no fuera por la carga sentimental que encierra el
mensaje. Pero ese sentimiento no necesariamente es una experiencia vivida, la relación
del movimiento interno del sentimiento no es realmente experimentada, no en la mayoría
de los casos, por el autor ni tampoco por el lector, quienes en circunstancias concretas
sólo la viven como una internalización afectiva y no como una experiencia vivida.
Podemos analizar el sentimiento, motivar una explicación psicoanalítica de su contenido,
investigar las instancias de la creación de la obra, pero nada de eso nos devolverá
la realidad de la experiencia creadora de la obra.
Decir con Neruda, por ejemplo: … “/De otro. Será
de otro. Como antes de mis besos/”… "/Ya no la quiero, es cierto, pero tal
vez la quiero /” sugiere la complejidad del sentimiento amoroso afectado por la
tristeza que genera la pérdida del objeto amado, aparejada a la imposibilidad de
suplir esa ausencia con una transferencia que supere la perturbación sufrida en
la gratificación narcisista del mundo. He perdido un objeto que «me pertenece» y
ante la imposibilidad de recuperarlo vivo la tristeza que expreso con adjetivaciones
y verbos que la evocan. Esa pertenencia que se me escapa y que puede ser apropiada
por otro hace más notoria la pérdida del contenido narcisista del mundo, representado
en este caso por la mujer perdida y que desangra el contenido afectivo en una prolongada
lamentación: … “/Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,/ mi alma no
se contenta con haberla perdido/” . Pero ni el Poema veinte en su totalidad puede
describir con la precisión del lenguaje lógico la vaguedad y contradicción del sentimiento.
Por el contrario, se ofrece la imagen contradictoria del querer y no querer en la
misma instancia temporal. La posibilidad de la literatura radica precisamente en
la utilización de estos elementos y en el potencial imaginativo con que es utilizado.
Si el habla de la literatura establece la unicidad
del signo y significado, y si ese significado a lo sumo corresponde al reino de
lo imaginario, ¿qué función puede tener la literatura? ¡El compromiso! nos diría
Sartre con ese mismo entusiasmo desplegado en ¿Qué es la literatura? Pudiera ser,
es comprensible que si la literatura se plantea la libertad como finalidad primordial,
el compromiso sería el coadyuvante necesario para alcanzar esa libertad. Pero la
literatura en principio no tiene la fuerza para imponer, por sí sola, la libertad
como una condición mediadora en las relaciones con los hombres. De allí que el compromiso
sería, si acaso, una consecuencia marginal y voluntaria que asume el escritor como
parte de su actividad. La obra comprometida tiene, como expectativa, la libertad
de los demás y por eso está vinculada a los actos coyunturales y presentes dentro
de los cuales es posible hacer un planteamiento temático. Pero realmente no tiene
la capacidad de sustentarse ni de sustentar nada más que aquello que, como parte
del discurso, está obligada a decir. Un claro ejemplo tenemos en la literatura soviética
dentro del realismo socialista.
¡Expresar las experiencias!, ¡mostrar la vida!,
¡testimoniar lo que somos! Tan huecas serían estas explicaciones como lo era la
anunciación del superhombre del Zaratustra nietzscheano. La vida, como corriente
continua de vivencias individualizadas no puede ser recogida por la literatura,
ni siquiera pueden ser enunciadas orgánicamente. La literatura contemporánea ha
dado muestras de la imposibilidad de recoger las tramas existenciales de un individuo
en un esfuerzo por totalizar, mediante la palabra, la complejidad de las dialécticas
inherentes a la propia vida, basta con referirnos a los esfuerzos hechos por el
mismo Sartre para lograr un estudio “comprehensivo” [5] de Jean Genet y Gustav
Flaubert. Por otra parte, los supuestos del vitalismo materializados por el arte,
al estilo de lo propuesto por Ortega y Gasset o G. Simmel, serían válidos si tuvieran
la capacidad de mostrar al hombre en su elección y proyecto. Esto implicaría una
empresa gigantesca que tendría como principal tarea la revitalización de todo el
lenguaje, para adecuarlo a las condiciones y situaciones que representaría ese esfuerzo
descriptivo y crítico que elevara al hombre al epicentro del cosmos y lograra, finalmente,
una literatura en que cada cual reconociera, mediante un proyecto plasmado por el
lenguaje, un destino común e irreductible. Pero esos supuestos sólo son eso, supuestos.
De manera que la literatura, si tiene una función
es proporcionar los elementos expresivos para que la imaginación, y con ella toda
la carga fantástica de la irrealidad emerja como una corriente marina dentro de
la gran masa oceánica que son las experiencias humanas. Desde ese punto de vista
la literatura no tiene ninguna finalidad práctica —¿y qué arte lo tiene?—. Sus elementos
constituyentes, las palabras y la imaginación, viven casi autónomamente y se mueven
con la soltura natural con que las imágenes se desplazan en el mundo de la imaginación.
Ser conciencia imaginante es una tarea impuesta al escritor y debe vivirla como
plenitud de ser, como ser escritor. La función del escritor y de la literatura es,
y lo aceptamos, proponer el mundo en su totalidad y diversidad; en sus contradicciones
y sus analogías, en sus grandes fracasos colectivos y en sus esperanzadores proyectos.
Pero proponer ese mundo demanda del escritor una cualidad especial que le permite
ver y proyectarse por encima de los demás: la imaginación.
Lenguaje y comunicación
Ya
hemos señalado que la literatura tiene como instrumento la palabra y como recurso
la imaginación. Pero, ¿cuáles son los motivos que lleva a empuñar la pluma?, ¿qué
causas promueven la estructuración del discurso literario? Simple y llanamente podríamos
decir: ¡los demás! Cierto. Se escribe para los demás. El escritor propone a los
demás. Tiene algo que decir a los demás. Pero la estructuración interna del lenguaje
que es la obra literaria, que obedece a un modelo verbal autónomo, está relacionada
con el placer, la belleza y el interés. Son precisamente estos elementos los que
tiene en mente el escritor cuando se empeña en la tarea de hilvanar las palabras
con el objetivo de hacer llegar algo a los demás. En ese sentido la literatura es
un acto de generosidad que espera ser correspondido en la gratificación del lector.
Sobre todo, se trata de una forma de ser-el-uno-con-otro
en un plano de reciprocidad mantenida por el interés. El estado de yecto
está presente en la obra mientras dure ese acto de comunicación articulado con base
a las palabras y se mantenga el interés por el elemento del discurso literario que
ha logrado hacer efectiva la relación comunicante. El interés, en todo caso, es
una relación que se desarrolla sobre una situación hipotética entramada por la imaginación
del escritor y que le concederá la consistencia a la obra literaria. Desde ese punto
de vista la obra revela su existencia no como simple materialidad inerte, cosificada
como el objeto que es, su dimensión real está en las vivencias que puede generar
como elemento comunicante del pensamiento y que reproduce en los demás el sentido
de realidad que le ha querido conceder el creador.
Pero aquí encontramos la primera dificultad en
la función comunicante del lenguaje escrito, pues no podría afirmarse que la reproducción
del discurso literario la realice el lector en un simple acto de “re-creación” como
lo señala Sartre. El discurso es reconstruido y reelaborado por el lector siguiendo
ciertos parámetros y ordenamientos, pero con base a sus propias vivencias y captación
del mundo. La obra adquiere así nuevas significaciones y se escinde a favor de la
multívoca interpretación de los demás. El carácter de la obra literaria como “obra
abierta” señalado por Umberto Eco adquiere en la literatura más importancia que
en cualquiera otra forma expresiva, pues las palabras, el orden en que han sido
establecidas, los recursos con los que se hace énfasis en los contenidos esenciales
—lo que Husserl denomina actos de cumplir el sentido— remiten a múltiples posibilidades
de aprehender el contenido, sin que necesariamente implique una desviación o adulteración
del contenido semántico. Sobre el particular nos dice F. Abad Nebot: “La lengua
es un sistema «abierto». Por ello el hablante puede clasificar renovadoramente la
realidad; resulta ser así, más que un sistema, un desistema estructurado, lo que
es suficiente para la intercomprensión. De allí que en la lengua se integran una
suma de diferencias, permitiendo que cada hablante establezca en la trama diferenciada
del lenguaje lo que tiene para él, en términos de pensamiento o relevancia ideológica,
mayor importancia. En otra palabra, ejerce una intención proyectiva sobre aquello
que en realidad le importa.
Dentro de ese contexto el lenguaje reproduce la
realidad mediata o inmediata propuesta por el creador, sea esta resultado de la
conciencia “imaginante” o contenido de conciencia del mundo, procurando así establecer
un vínculo de asociación que en términos empíricos constituye la comunicación. Expresa
el lenguaje una forma de ser-con-el-otro en el cual los involucrados se convierten
en conciencia constituyente por medio de la cual se devela el mundo e interactúan
los individuos. Los contenidos del lenguaje literario son, de esta forma la sustancia
misma de la comunicación y constituyen, desde el punto de vista fenomenológico,
la esencia de esa comunicación.
Contrario a la forma como el lenguaje científico
se adhiere al protocolo impuesto por la realidad, el lenguaje literario establece
sus propias modalidades tratando de mostrar, más que demostrar, las interioridades
de la conciencia y elaborando un discurso que propende más al llamamiento sentimental
que a la comprobación de hechos como datos dados de la realidad. De esta forma la
constitución semántica del habla —en el lenguaje literario— presupone las estructuras
lógicas y culturales del emisor y tienen, por consiguiente una propiedad locutoria
enmarcada en una situación determinada de la cual hay que extraer, en el proceso
de comunicación, los significados conexos.
Descubrir los significados conexos en el lenguaje
literario y determinar los planos en que la comunicación describe los estados de
conciencia de los agentes participantes más allá del análisis estructural o de la
semiología, es una tarea por hacer que demanda la descripción de esa esencia inmanente
al propio proceso de comunicación: El lenguaje. A partir de allí la fenomenología
podrá descubrir los procesos que el análisis estructural sólo sugiere como consecuencia
de su particular interés en la articulación de los signos dentro de sistemas preestablecidos,
o que la semiología sólo percibe a través del comportamiento del lenguaje dentro
de sistemas de referencias diferenciales. Esta tarea queda abierta como una propuesta
para examinar la acción recíproca entre lenguaje e imaginación en la creación literaria.
Lenguaje y expresión; la metáfora
En
páginas anteriores señalábamos que la «expresión» era el lenguaje del sentimiento
y que como tal tenía una finalidad comunicativa al establecer un código gestual,
simbólico o verbal propio de la naturaleza de la relación; y que el gesto, por ejemplo,
como una de las formas utilizadas para expresar un sentimiento, poseía la capacidad
de sugerir un estado afectivo sobre el cual se espera una reacción. De la misma
manera que una caricia o un rostro contraído sugieren al otro amor u odio que espera
ser correspondido o rechazado
Pero, ¿cómo el lenguaje adquiere o se manifiesta
como medio expresivo para transmitir estados afectivos o proporcionar los elementos
necesarios para generar la empatía en la obra de arte? Es obvio que la experiencia
cotidiana nos dice que esa propiedad se desarrolla en el propio contexto en el cual
se usa el lenguaje, y que sus propiedades comunicativas tienen su sentido en la
medida que se generan y se aplican por la plasticidad entre los signos y lo que
estos significan. Esto en principio es cierto, pero la solución a un problema como
éste es mucho más compleja y demanda un examen de las propiedades del lenguaje como
vehículo en la transmisión de ideas, al igual de su misma estructura óntica.
El examen de las cualidades del lenguaje como instrumento
que permite la comunicación y las formas cómo éste se adecua de conformidad a las
necesidades inherentes a los significados de esa comunicación, nos conduce directamente
al establecimiento de los patrones diferenciales entre el significado y la expresión
como pautas en la hermenéutica del lenguaje cuando es asumido como instrumento de
la imaginación. Ortega y Gasset en un esfuerzo por desentrañar las dificultades
inherentes al lenguaje literario, llega a señalar que las expresiones tienen como
particularidad la revelación de algo que permanece oculto y que se pone de manifiesto
por un impulso vital; mientras que el lenguaje expone identidades con significado
en las que subyacen una forma de manifestación de la realidad. Distinción que, evidentemente,
pone en cada extremo los diversos usos de un recurso de comunicación que por su
naturaleza objetiva, se mantiene indiferente y unitario a pesar de las aplicaciones
que diversos tipos de “lenguajes” quieren extraer de él.
No obstante, la distinción de Ortega y Gasset sólo
roza la superficie del problema, pues se concentra en la expresión y la designación
del lenguaje como puntos terminales del problema, limitándose al carácter simbólico
de éste. Pero, cuando nos referimos a la expresión el contexto representativo posee
una cantidad de acepciones casi ilimitada, las cuales sería necesario deslindar
para poder centrarnos en la expresión que la imaginación revela a través del lenguaje.
En primer lugar, la expresión tiene la particularidad de poner de manifiesto aquello
que en términos de definición del lenguaje no puede ser caracterizado, pues contiene
rasgos emotivos o afectivos que requiere de otro tipo de medios, medios expresivos,
para hacer patente el mensaje. En ese sentido, el uso de la expresión no se limita
al lenguaje, pues tiene una gran cantidad de recursos para manifestar la condición
de un estado afectivo o de revelar una idea en particular. En ese caso la mediación
del lenguaje sólo es una de las diversas formas como puede expresarse algo que requiere
ser revelado y que carece de un soporte de realidad que lo haga susceptible a una
definición o una caracterización.
Maurice Merleau-Ponty, en su Fenomenología de la
percepción ensaya una fenomenología del cuerpo como medio expresivo en la que destaca
la importancia del gesto y de la propia expresión corporal como una forma de “lenguaje”,
que adquiere codificación en la identificación simbólica que hacemos con el Otro.
Y es que, sin duda, una de las formas más inmediatas e instintivas de comunicación
es el cuerpo, pues la capacidad de revelar situaciones emotivas o afecciones corporales
e, incluso, transmitir simbólicamente relaciones ostensivas mediante gestos fisiognómicos
es parte de su propia naturaleza. Esta capacidad expresiva es utilizada como recurso
por el trabajo de creación, en particular por la danza, el teatro y otras formas
de artes representativas que demandan la transmisión de estas situaciones mediante
un medio no convencional, ya sea como instrumento aleatorio del discurso lingüístico
o como portador del mensaje de expresión corporal en el que se revela, por la sugerencia
de la imagen, la condición afectiva.
De allí surgen diversos puntos de vista sobre la
particularidad y la universalidad de los fenómenos expresivos, pues en el contexto
gestual propio de la dinámica del cuerpo la expresión tiene una revelación restringida
al campo de observación para el cual pueden tener sentido. Se refiere así, a la
condición personal e íntima del gesto de dolor o alegría que en determinadas circunstancias
se expresa como reflejo de una condición afectiva o física, la cual tiene contenido
perceptivo para aquel que de manera inmediata tiene la experiencia (vivencia) compartida
de la situación. Aunque, en algunos casos hay una forma extendida y de comprensión
generalizada de la expresión gestual, resultado de la generalización de la expresión
y que no tiene ninguna condición valorativa ni en la que medie un proceso de abstracción,
como es el caso de la inclinación vertical o el movimiento lateral de la cabeza
para asentir o disentir, comprensible más allá de cualquier lenguaje formal o informal.
Por otro lado, el uso de la expresión para mostrar
el contenido sintético de un acto imaginario implica la utilización de recursos
plásticos, cuya mímica —ya sea esta en pintura escultura, danza o teatro— tiene
la facultad de mostrar de forma gestual ese contenido. De allí la intención de Nijinsky
de llevar la danza al límite de la expresión corporal para lograr la máxima pureza
en la muestra afectiva. En la otra posición encontramos que el uso de esos recursos
plásticos permiten expresar en metáforas —ya sea en la literatura o la música— la
construcción imaginaria de una vivencia interior tal como lo hace la poesía mediante
un proceso que permite despojar el lenguaje de su capacidad denotativa; al igual
que la pintura abstracta, en la cual la metáfora se sobrepone a la cualidad mímico-gestual,
ya que el color o la reducción simbólica de la forma son los medios con los cuales
se van a revelar los contenidos imaginarios. En ambos casos, los elementos expresivos
tienen un grado de comprensión convencional que los hace de aceptación generalizada
valorativamente. Razón por la cual algunos estudiosos del tema como F. Schwartzmann,
hacen la distinción entre “expresiones significativas” y “expresiones en sentido
amplio”, para designar aquellas que contienen un sentido generalizado y aceptado
a través de una ponderación, como el caso del arte, y aquellas que tienen la propiedad
de exteriorizar disposiciones íntimas.
En el caso del lenguaje literario, el uso expresivo
está condicionado por la utilización del lenguaje denotativo. Su principal elemento
constitutivo son esas palabras que la escritura ha utilizado para designar los objetos
de la realidad cotidiana, de manera que no puede hablarse de una autonomía del recurso
expresivo como tampoco de un lenguaje expresivo propio. Desde el punto de vista
del estructuralismo, Roland Barthes señala que la identidad entre el lenguaje y
la literatura radica en la utilización del primero por la segunda como un instrumento
para expresar la idea, la belleza o la pasión; en todo caso el lenguaje acompaña
siempre al discurso literario mostrándole el espejo de su propia estructura. Desde
el punto de vista fenomenológico la situación sería la misma, porque todo el poder
de la imaginación y la fuerza creativa estaría suspendida en un limbo de posibilidades
sin el instrumento capaz de revelar esos contenidos, a menos que recurrieron a otro
medio expresivo y, entonces, ya no sería literatura. El contenido eidético, el noema,
del hecho literario es el lenguaje que como comunicante expresivo proporciona los
medios necesarios para establecer la comunicación entre el narrador y el lector.
Pero como la actividad estética es la transformación
activa del material que utiliza, ese material que utiliza la creación literaria
demanda una nueva forma de constitución, una nueva identidad que sin abandonar los
elementos estructurales del lenguaje, propone otros usos y modalidades representativas.
De allí que a la tradicional relación entre el signo literario y la significación
denotativa, anteponga una nueva carga significante, en la cual el objeto intencional
no es un fenómeno del mundo material, sino un objeto imaginario que será objeto
de una descripción indirecta, mediante el uso alegórico del lenguaje para lograr
que esa conciencia traslúcida en la cual todos los objetos adquieran realidad, sea
conciencia de sentimiento o conciencia de lo bello. En esa búsqueda de las formas
que se adecuen a esa descripción que requiere el “lenguaje expresivo” las palabras
proyectan imágenes diferentes y crean estructuras semióticas propias con las cuales
logra provocar estados anímicos. Tal como lo procura hacer la música con la combinación
de las notaciones musicales para lograr el orden melódico capaz de transmitir un
sentimiento.
Es en ese núcleo de convergencias entre el lenguaje
y la expresión resurge la particular forma de ser de la metáfora. Resurge, decimos,
porque la metáfora siempre ha estado presente como componente sustantivo del lenguaje,
en la forma de coadyuvante designativo o como sustituto del elemento denotativo
cuando la palabra impedida de dirigirse sin mediaciones al significado, requiere
de un rodeo que sugiera de manera indirecta el objeto. El gran fracaso del lenguaje
ha sido no haber podido eliminar la metáfora como instrumento mediador entre el
signo y el significado. Tanto para los filósofos ansiosos de alcanzar la claridad
del pensamiento mediante el lenguaje, como para los científicos que se han visto
en la necesidad de crear un lenguaje paralelo para orientar sus argumentaciones,
la metáfora ha sido un lastre del cual no se han podido liberar.
Pero ese camino de abrojos para la ciencia ha sido
un lecho de rosas para el lenguaje narrativo. La metáfora y todas las figuras vinculadas
a la creación de imágenes literarias es lo que ha dado consistencia y finalidad
al lenguaje narrativo y a la poesía. Su particular forma de expresar el mundo de
la imaginación mediante el engarce simbólico de las palabras proporciona un instrumento
plástico el cual puede adecuarse a la diversidad de situaciones que demanda la creación.
Juego de aproximaciones y sustituciones, la metáfora proyecta e introyecta al mismo
tiempo un mundo que necesita ser reconstruido en sucesivos actos de identificación
endopática. Convertido en recurso expresivo, el lenguaje ha perdido su función comunicante
y se ha transformado en una materialidad inerte de la cual se apropia el poeta como
el escultor de apropia de la piedra. Moldeada, tallada y pulida por innumerables
yuxtaposiciones y superposiciones, la metáfora termina por establecer códigos paralógicos
que sólo son referenciales como juicios de valor. Invadiendo el terreno de la lógica
y subordinando el saber por el criterio indiferenciado de la metáfora, el lenguaje
expresivo ha terminado por socavar el fundamento epistemológico de las ciencias
y la filosofía, provocando una reacción que desde los primeros escarceos de la lingüística
y el positivismo lógico, hasta los andamiajes del estructuralismo, la semiótica
y ahora desde el pensamiento posmoderno se esmeran en construir baluartes defensivos
contra esa intromisión solapada del lenguaje literario.
En
esa dirección el planteamiento central de la filosofía posmoderna preconizada por
Jacques Derrida es proporcionar una estrategia que contribuya a desconstruir el
pensamiento y, a partir de allí, lograr un nuevo orden conceptual que proporcione
una aproximación válida al conocimiento. La desconstrucción se presenta así como
una estrategia, no como método, con la cual se planifican las acciones a seguir
en ese esfuerzo por abrir el significado que subyace sobre el orden aparente de
los significantes. Es una acción de múltiples orientaciones que tienen como tarea
inmediata la supresión de la metáfora y el doble significado en el discurso que
debe conducir hacia el conocimiento. Derrotar la metáfora y la erradicación de la
metafísica son los objetivos de esa desconstrucción debe abrir paso al saber posmoderno,
el cual, al decir de Lyotard —otro de los sacerdotes de esta nueva orden— debe liberarse
de los mitos y de los grandes sistemas para poder encontrar en la cotidianeidad
de los hechos el verdadero sentido de la Historia.
Muy próxima a la Fenomenología de Husserl y de
la “Destrucción de la Metafísica” proclamada por Heidegger, la propuesta desconstructiva
de Jacques Derrida se propone liberar de los elementos accesorios que corrompen
el lenguaje, para lograr alcanzar la esencia del conocimiento. En esta declaración
de guerra a los significados ocultos del lenguaje, al regodeo de las palabras sobre
la realidad, subyace de igual manera la intención de acabar con el saber elaborado,
construido, sobre el orden (¿o desorden?) del lenguaje hablado y la contaminación
del lenguaje escrito. El fin del fonocentrismo, ese dominio irracional del habla
sobre la escritura, que según Derrida ha caracterizado el pensamiento occidental
desde las alegorías de Platón, terminará también con el logocentrismo, el dominio
que la razón occidental, desde la cumbre de la metafísica, ha impuesto a todas los
órdenes del conocimiento para lograr aquel primer objetivo de Husserl de convertir
a la Filosofía como ciencia pura, siguiendo los postulados de aquel opúsculo que
lleva el mismo título.
Si algo contribuye al ocultamiento de esa verdad
que debe cimentar el saber es el lenguaje, de allí la necesidad de lograr su depuración,
de producir una abertura con un golpe tan sólido que sus proposiciones se “desmigajen”
y dejen ver su interior ahíto de inexactitudes. Pero, ¿cómo lograr esa abertura,
sin romper el orden proposicional del lenguaje estructurado sobre conceptos que
mantienen una sólida relación entre signo y significado?, ¿cuál será el recurso
teórico que permita lograr esa ruptura sin quedar inmerso en el logicismo aséptico
del positivismo lógico?
¡La desconstrucción!, Responde Jacques Derrida,
con una publicación que tiene todas las intenciones de un manifiesto. La desconstrucción
en las fronteras de la Filosofía —cuyo subtítulo es “La retirada de la metáfora”—
formula el propósito de dejar sentadas las bases de esa nueva estrategia, que dará
por cancelado el uso de un lenguaje desgastado por el estiramiento y distorsión
de sus contenidos para adecuarlos a la intención de la palabra. En principio se
trata de atender “…la necesidad de analizar y revelar las condiciones tropológicas
(figuras, metáforas, metonimias, pero también traducciones, transferencias, errancia,
envíos) del lenguaje de la filosofía: el juego de la metaforicidad en y bajo el
texto filosófico, y la clausura del campo de la representación (o del lenguaje como
representación.”) como bien señala el prologuista japonés de la citada obra de Derrida.
[7]
La desconstrucción, como señala el autor de Mal
de archivo, es una estrategia que tiene como finalidad desautorizar, en la teoría
y en la práctica los axiomas hermenéuticos que identifican la obra como totalidad,
como también de la simplicidad o individualidad de la firma, es decir del sujeto
que avala esa obra. Por un lado, la obra, como también el sistema epistemológico
está sujeto a una abertura que permita desmontar los postulados hipotéticos que
l estructura, la repercusión de ese proceso descontructivo cambiaría los cimientos
del saber mismo y con ello de toda la ciencia. Pero, en la misma dirección, esa
firma que suscribe ese pensamiento está sometida una puesta en evidencia, su individualidad
ya deja de pertenecerle y él y su obra se convierten en archivos abiertos y como
tal sometido a una reconversión de todos sus postulados. De la misma forma, señala
Derrida, en que el correo electrónico desconstruye el carácter críptico del archivo
hiponémico —o archivo documental que se opone al archivo mnémico como recurso de
la memoria— y convierte lo privado en público, poniendo la información al alcance
de todos y una vez abierto, se pone de manifiesta su vulnerabilidad y el carácter
metonímico de su contenido. [8]
Pero, volvamos a nuestra preocupación inicial sobre
el futuro de la metáfora ante el discurso posmoderno de la desconstrucción. Ya,
en ¿Qué es metafísica? Heidegger se lamentaba, en una reflexión sobre la fidelidad
del lenguaje con el pensamiento: “¡nos venció la metáfora!” Luego de todo el gigantesco
esfuerzo para lograr la “destrucción” de la metafísica se percata que el verdadero
problema de la filosofía no es la propensión de buscar en lo Absoluto las respuestas
a los vacíos ontológicos que dejaba la pregunta por el Ser, sino que la dirección
de la pregunta era desviada por el lenguaje que, incapaz de desdoblar los significados
en nociones precisas sobre el contenido del pensamiento, terminaba por hacer alusiones
indirectas sobre sí mismo, se convertía en metáfora antes de alcanzar la verdad.
Así, de la misma manera que Husserl llegará a la conclusión, después de la reducción
eidética de los supuestos que hacían posible la geometría, que su esencia era el
espacio y por lo tanto a eso debía toda su posibilidad como contenido noemático
de la conciencia, de la misma manera podemos señalar que, luego de la reducción
de los elementos accesorios propios del lenguaje poético que la esencia de la poesía
—desde cualquier modelo expresivo y más allá del esencialismo que pretende encontrar
Heidegger en la poesía de Hölderlin y que de alguna forma lo devuelve a la metafísica, de
lo cual se retracta después— es la metáfora. Sin ella sería imposible elaborar un
modelo constructivo de imágenes que el lenguaje lógico es incapaz de lograr desde
sus presupuestos estrictamente demostrativos. De allí que el gran triunfo de la
metáfora y la garantía de la sobrevivencia del lenguaje expresivo y con ello de
la poética, es la pervivencia de la metáfora como recurso de lenguaje para expresar
aquellas otras realidades que el mundo de la imaginación y la cotidianeidad de la
comunicación nos demanda. Sin lugar a dudas, la metáfora es el recurso de lenguaje
único e irremplazable que permitió —desde el tránsito de la comunicación ostensiva
que posibilitó al hombre ser-uno-con-el-otro en el proceso de conocimiento e identificación
del mundo, hasta la elaboración de los complejos sistemas lingüísticos— abrir las
posibilidades de transmitir ese conocimiento íntimo que la conciencia “imaginante”
construye como forma paralela al mundo en el contexto de otra realidad.
NOTAS
1 Charles Morris; Fundamentos de la
teoría de los signos, Paidos, Buenos Aires, 1985.
2. Martin Heidegger: La obra de arte, Fondo de Cultura Económica, México,
1989.
3. El concepto
de “inexistente” en la fenomenología de Husserl significa “existente en” como contenido
de conciencia. De ninguna manera como una forma de carencia de ser.
4. Northrop Frye: Anatomía
de la crítica, Caracas, Monte Avila Editores, 1977. pp.103
5. El término
“comprenhensivo” es utilizado como el esfuerzo de totalización de la historicidad
del sujeto buscando la relación dialéctica entre principios a fines con miras a
establecer la unidad sintética del proyecto existencial.
6.
Todo el esfuerzo desplegado en Ser y tiempo de Heidegger es establecer las formas
como la existencia del Ser-ahí se sitúa en el flujo de la temporalidad como elección
y pro-yecto, del cual se desprende la historicidad y la condición existencial del
hombre. Plantearse una ontología de ese pro-yecto que se lanza más allá de la condición
fáctica del presente hacia el futuro, implica necesariamente formular una filosofía
de la libertad que tiene como eje motor la voluntad nietzcheana y una revisión crítica
de la ontología hegeliana.
7.
El contenido de la Quinta Meditación de Husserl está destinado a esclarecer el problema
de la intersubjetividad para refutar las objeciones hechas a la fenomenología de
ser un solipsismo trascendental, en ese sentido el autor de las Meditaciones cartesianas
propone una monadología trascendental como camino para lograr la comunicación con
el otro mediante la llamada “apresentación”
o “apercepción analógica”, la cual es
descrita como “…el hecho de que sólo una similitud que, dentro de mi esfera primordial,
enlace aquel cuerpo físico con mi cuerpo físico puede ofrecer el fundamento de motivación
para la aprehensión analogizante del primero
como otro cuerpo orgánico” ( Husserl:
Meditaciones cartesianas, pp. 147). En el caso de Heidegger el planteamiento se
centra en la “cura existenciaria del Ser-ahí” como condición primaria del estado
de “yecto” que significa estar-en-el-mundo: “Aquello que hace frente al cotidiano
“curarse de” en el público “uno con el otro” no son los útiles y obras, sino al
par lo que “acontece” junto con ellos: las gestiones, empresas, incidentes, accidentes.
El “mundo” es al par suelo y escenario y en cuanto tal entra también en el cotidiano
ir y venir” (Heidegger: Ser y tiempo, pp. 418). El problema tiene sus más inmediatos
antecedentes en la tesis hegeliana de las conciencias contrapuestas en la “presentación”
descrita en la Fenomenología del espíritu y se extiende a toda la filosofía existencial,
en particular en Sartre quien elabora un extenso discurso de las relaciones interpersonales
sobre la base de la objetivación del ser-para-otro en el Ser y la nada y del cuerpo
como mediador intersubjetivo en la Fenomenología de la percepción de Merlau-Ponty.
8. F. Abad
Nebot: El signo literario, EDAF, Madrid, 1977.
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 193 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidado: Ela Urriola (Panamá, 1971)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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