sábado, 11 de dezembro de 2021

PEDRO LUIS PRADOS S. | El otro lado del lenguaje —El lenguaje poético—

 


Las dificultades que presenta el estudio del lenguaje, a pesar de la cotidianidad de su uso y la instrumental utilización como recurso primario de la comunicación, requiere un examen que permita desentrañar las complejas relaciones que guarda su ordenamiento como un sistema convencionalmente estructurado para poder penetrar en las capas interpuestas entre el signo y su significado. Más allá de la hermenéutica que permite la comprensión de sus símbolos y la estructuración semiótica de los signos, adentrarse en las posibilidades de su uso como instrumento capaz de ordenar conceptos y transmitir ideas, demanda un enfoque que lo libere de sus arquetipos constitutivos y abra la posibilidad al examen desde la interioridad de su composición y las formas de articular sus relaciones. En esa dirección una fenomenología del lenguaje, como forma de aproximación, nos ofrece la posibilidad de lograr la comprensión del lenguaje poético más allá del marco interpretativo del orden simbólico que la hermenéutica pueda ofrecer y con claras ventajas sobre los enfoques psicologistas sobre la naturaleza de la obra poética.

Es un recorrido a través de la teoría del lenguaje para llegar al núcleo de la creación literaria, desbrozando las dificultades que arrastran las explicaciones metafísicas y su noción de lo absoluto y el subjetivismo con su reducción intimista de la conciencia, para alcanzar la comprensión de aquello que es esencial al lenguaje poético: la metáfora.

 

El universo de las palabras

En una obra conocida sobre teoría del lenguaje y que en su época marcó las pautas en los trabajos de clasificación y análisis del lenguaje podemos leer: “El proceso en el que algo funciona como signo puede llamarse semiosis se ha considerado que este proceso implica tres (o cuatro) factores: lo que actúa como signo, aquello a que el signo alude, y el efecto que produce en determinado intérprete en virtud del cual la cosa en cuestión es un signo para él. Estos tres componentes de la semiosis pueden denominarse, respectivamente, el vehículo sígnico, el designatum, y el interpretante; el intérprete podría considerarse un cuarto factor. Estos términos explican, de manera superficial, los factores implícitos en la afirmación común de que un signo alude a algo para alguien.” [1] Así, Charles Morris procede a la disección del lenguaje a partir del tipo de relaciones de los signos y significados, sin ocuparse del otro aspecto medular de toda la teoría de los signos, la multiplicidad de acepciones a las cuales puede estar expuesto el lenguaje, sin que necesariamente se someta a un orden preestablecido de los conceptos, como tampoco al juego semiótico de las relaciones entre los signos.

Desde el punto de vista de una mecánica global del lenguaje el planteamiento es correcto, todo signo alude algo que tiene significado para alguien, toda palabra lanzada describe una hipérbole sobre su objeto y se lanza detrás de aquella otra conciencia a la cual va dirigida. Muchas cosas se han dicho sobre el lenguaje, éste instrumento maravilloso que con sus signos y significados acaba por domeñar el pensamiento y pensamos, dicen algunos entusiastas lógicos del lenguaje, por el hecho de que poseemos códigos lingüísticos que nos permiten designar los contenidos de pensamiento. El lenguaje ha ordenado el mundo de la misma forma que la palabra divina ordenó la creación.

¿Es posible ese ordenamiento del mundo a partir del lenguaje? ¡Sí y no! Si, porque conlleva a la formulación de conceptos mediante los cuales las categorías del pensamiento funcionan, en ese sentido designa lo existente y es un vehículo que nos dirige a la aprehensión de la cosa designada. No, porque esta herramienta maravillosa, como producto social y como expresión proyectiva del sujeto, es ambiguo y multívoco y puede conducir a la construcción de lo irreal y por lo tanto designa una esfera óntica cuya verificación no corresponde a un orden proposicional. Esto ha llevado a algunos analistas, inclusive al mismo autor del texto citado, a distinguir entre el lenguaje lógico —que expresa los contenidos del pensamiento científico y el cual está articulado sobre proposiciones que expresan un tipo de verdad—; y el lenguaje paralógico o metalenguaje —con el cual se regodea el habla afectiva, se expresa el sentimiento y se constituye en poesía—.

Hablar de la existencia de dos tipos de lenguaje de conformidad al designatum al cual hace referencia al signo tiene una extraordinaria ventaja empírica, por un lado separa el mundo en dos hemisferios —¡aquí los hombres de ciencia, la lógica y la verdad; allá los poetas y sus acólitos!—; por otro, establece a nivel del concepto, la prioridad de la articulación lógica del lenguaje como fundamento del saber —basta recordar el reconocimiento que en su momento recibió el Positivismo Lógico como fundamento teórico para alcanzar una validación científica del conocimiento filosófico.

Pero la caracterización del lenguaje según su uso no se puede sustentar bajo la distinción que se haga con respecto al objeto al cual está dirigido, el habla es una, las palabras son las mismas, el sentido expresivo y proyectivo del lenguaje es el mismo. Todo está allí conformado por palabras que se entrelazan, por continuidad o contigüidad, como quieran verlo los analistas, para mostrar al mundo en su diversidad y complejidad, a fin de cuentas es el mundo el único y verdadero designatum del lenguaje —sea este el mundo natural cosificado en su materialidad, las ideas en su plano de abstracción o los sentimientos como contenidos afectivos—. Ninguno de estos entes a los cuales se dirige la intencionalidad existe fuera del mundo, el ser-en-el-mundo es su condición natural para utilizar la expresión sartreana, y su designación es lo que importa esencialmente al lenguaje.

La materia prima de la que está hecho el lenguaje son sonidos y símbolos que en su momento se articulan para formar palabras con un significado que guarda relación, dado el caso de que pueda expresarlo, con un significante. Si en su relación significante las palabras pueden tener la propiedad de estructurar códigos que se instituyan como una convención de común comprensión, ésta sería una de sus propiedades, pero no la única. El lenguaje, más que cualquier otra obra humana, está condicionado al ser del hombre. Su uso cotidiano, la elasticidad de los significados, la apertura múltiple de sus relaciones, las flexiones impuestas por las cosas, lo hacen una cosa viva que en su ser contiene la necesidad humana. Lenguaje y necesidad hacen posible la comunicación, pues si hay algo que comunicar es porque la necesidad de hacerlo obliga al uso de las palabras y los signos van a ser la referencia de esa condición abstracta, pero imperiosa del ser-uno-con-los-otros.

Algunos argumentos a favor de las propiedades informativas del lenguaje sobre la base de su carácter unidireccional, tienen fundamento cuando se trata de la especificidad del mensaje científico, el cual por sus propios requerimientos preposicionales invocan el mayor grado de aproximación entre signo y significado. Pero las propias exigencias de esa dirección única conllevan a la apertura de la estructura del lenguaje para introducir modificaciones sustanciales que alteran todo el orden constituyente del mismo, como lo afirman algunos teóricos del positivismo lógico de la cualidad del lenguaje como sustento de los conceptos. Para estos, el mundo aparece como una totalidad susceptible a la comprensión mediante la acción definitoria del lenguaje, palabra y significado dan la consistencia a la realidad mediante un proceso que permite establecer predicados lógicos que hacen válidos los juicios. Con esta distinción entre juicios de valor y predicados lógicos se determina el criterio de verdad y se establece, de un solo tajo, como bien lo formula Georges Moore, la separación entre literatura y ciencia, y, de hecho, el papel aséptico de la filosofía.

 ¿No es precisamente la forma de lenguaje informativo utilizado por las ciencias discursivas, formales y factuales, las que con mayor frecuencia introducen neologismos, formulaciones sígnicas o nuevas relaciones sintácticas? ¿No se ha constituido por las matemáticas y la lógica una nueva estructura semántica que sólo tiene significado convencional sobre la base de sus propias proposiciones? ¿Acaso es posible decodificar algunos niveles de abstracción del habla científica con los elementos del habla común? Las tres interrogantes tienen respuesta en su propia formulación sobre la base de las evidencias cotidianas que arroja el lenguaje informativo. Si hay alguna actividad humana que retuerce, exprime y comprime el lenguaje más allá de lo razonablemente estimado por el sentido común, es la información científica. Lo cual es comprensible si se toma en cuenta la intensidad de los aportes que el conocimiento científico hace al saber contemporáneo y para el cual el habla tradicional carece de conceptos apropiados para su caracterización. Como ejemplo podemos mencionar el impacto cognitivo y lingüístico provocado por el desarrollo y difusión del uso de la computadora en la sociedad contemporánea, lo cual ha hecho de uso común una gran cantidad de neologismos, procedentes en su mayoría del inglés —a los cuales ni siquiera se ha hecho un esfuerzo por encontrarle un equivalente en otros idiomas— y, como podemos comprobar en el habla cotidiana, se ha generalizado el uso de términos que anteriormente estaban limitados a especialistas en física o electrónica, contribuyendo con esto a una transformación radical del lenguaje colocando en entredicho el ancestral mito académico de la pureza del lenguaje.


Pero volvamos a nuestro tema: la creación del lenguaje poético. Si bien es cierto que existen lenguajes diferentes desde el punto de vista epistemológico cuando nos referimos al conocimiento del objeto designado y que cada uno de esos lenguajes se refiere a una esfera óntica, cuyas singularidades necesitan ser cualificadas simbólicamente, también es posible que cada una de esas esferas ónticas, cuando es asumida como forma de conocimiento, adquiere un particular tipo de verdad. Si el lenguaje científico aspira a ser el transmisor de la verdad y el ordenador de los conceptos lógicos; ¿que función le corresponde al lenguaje poético?, ¿cuál es el designatum de sus connotaciones alegóricas?, ¿qué es ese modo del habla que desde los griegos ha sido objeto de la preocupación teórica del pensar?

La lógica debería llevarnos a responder las preguntas por orden inverso, debemos plantearnos qué es el habla poética en sentido estricto, antes de adentrarnos en la maraña de sus funciones y posibilidades. Por lo menos así quedaría satisfecha la función informática que le asigna el saber científico y podríamos deslindar o poner entre paréntesis aquella función que para nosotros es secundaria en la descripción eidética del lenguaje poético. En primer lugar, debemos decir que el habla corresponde a la cotidianeidad del hombre, que sus presupuestos son la totalidad del mundo y que su ordenamiento lógico y conceptual está en lo que ella es como existente. Pero indudablemente esto no satisface la necesidad del conocimiento histórico-lógico que aspira el saber en su conjunto de preposiciones afirmativas y verificativas. ¡Se aspira a la verdad y la logicidad de sus fundamentos! No obstante, ya hemos establecido que este lenguaje puede, bajo circunstancias determinadas obtener un significado diferente, cuando se le exige un grado de plasticidad para lograr la designación de figuraciones que no pueden entrar en el contexto de sus posibilidades predicativas.

La materia prima del poeta son las palabras, así como del pintor los colores y del escultor la piedra. A ella debe lo que él es, y su moldeado es el resultado de su trabajo. De lo contrario tendríamos una subversión del orden de los criterios del arte que negarían de salida su existencia como forma de mostrar al mundo. Pero el habla poética se diferencia del contexto general del habla porque muestra al mundo de otra manera y ese mundo que muestra, aunque está inserto en la inmediata realidad material de la naturaleza, no es la naturaleza; y si se refiere a la idealidad del pensamiento, tampoco es el pensamiento en su prístina formalidad lógica. El mundo que muestra la poesía, la finalidad del habla poética, es la esencia del mundo que está oculta por la representación que en principio quiere hacer patente las ciencias.

"La poesía es la leyenda del desocultamiento de lo existente” [2] nos dice Heidegger con alguna aproximación a la caracterización del habla poética. Alguna decimos, porque su interpretación excede la función del habla poética al concederle mostrar la verdad de lo existente en su verdad absoluta. Es cierto que la poesía esta allí mostrándonos la verdad de lo existente, pero lo existente en otra forma del existir, en el existir oculto en la vida afectiva: en el sentimiento. La poesía nos muestra el sentir de la verdad, con sus implicaciones e imbricadas relaciones vividas por la conciencia. Esa es su gran paradoja y su innegable confrontación con la verdad lógica del lenguaje de la información. El lenguaje poético es, sobre todo, expresión.

La expresión poética es una forma de proponer el mundo en lo que éste no tiene de verificable, por eso asume el papel de ser interlocutor real, en la forma de existente en el mundo, entre la conciencia y el sentimiento, pues no invoca la racionalidad ni la lógica, sino a esa forma de existir como experiencia estética que es el sentimiento. Si en alguna forma nos conmueven los Veinte poemas de amor de Neruda es en el sentir, en la individual y única experiencia que tenemos de asumir el mundo. Las metáforas, símiles, alegorías y símbolos del habla poética, hacen referencia al mismo mundo que el lenguaje científico, pero lo hacen de una manera diferente porque su captación del mundo está más allá de los fenómenos que alcanza a decodificar el tipo de lenguaje utilizado por las ciencias.

El habla poética, por su propia facultad comunicativa de la verdad que permanece oculta en los pliegues del sentimiento no se circunscribe al riguroso orden de preposiciones lógicas. Es, por el contrario, parte del habla que expresa el sentido común, forma parte de la vida cotidiana, se muele entre los conceptos que maneja el quehacer empírico del mundo “amanual”, es la verdad dicha frente a lo inmediato. Por eso el habla poética es una forma de asumir el mundo en su permanente contingencia y a eso debe su universalidad.

Fenomenológicamente el mito, la imaginación, la fantasía, en su contexto de irrealidad, son tan reales como la mesa o como un pensamiento pensado de la ciencia natural o de la teoría del ser. La conciencia del minotauro, como inexistente, es tan válida como la teoría de la gravitación universal, ambas son contenidos de conciencia reflexiva y subsisten en el mismo plano de lo vivido como vivencia en la conciencia, pues a ambos corresponde un acto intencional de igual significación y contenido. De allí que su función reveladora de la verdad no es tan metafórica, pues es capaz de revelar un tipo de verdad no proposicional, pero que constituye una verdad en la conciencia como forma de existir.

El habla poética es, en ese sentido, una forma alegórica de mostrar la verdad de la vivencia del mundo y del mundo como existente. Se adelante al lenguaje científico en su afán de mostrar la verdad que todavía no ha sido descubierta, pero que permanece allí con ese velo de lo enigmático y oscuramente presentido. ¿Acaso el mito, no es una representación simbólica de algo que todavía la ciencia no ha podido abordar en su totalidad? El teatro griego, en sus propósitos primarios aspira a mostrar un mundo de pasiones y sentimientos vividos en su ingenuidad, y que el psicoanálisis y la historia muestran veinticinco siglos después. ¿No representa Las troyanas una denuncia a todas las guerras coloniales?, ¿no es Troya el arquetipo de todas las guerras coloniales? ¿Sarajevo, Chechenia, Panamá, Irak, no recogen todos y cada uno de los elementos de la estrategia aquea? Pero es obvio que si la literatura puede, como acto de premonición, mostrarnos la cara oculta de los hechos, también puede jugar con el reino de la fantasía y la imaginación para mostrarnos un inexistente irreal, [3] una forma de existente que solo existe por y para el poeta y constituye una parte sustancial de su ser-en-el-mundo.

Si el habla poética tiene una función marcada por su propia finalidad es la inclinación a proponer la fantasía y lo imaginario como una forma radical de intencionalidad del contexto del mundo. Los signos se extreman a tal punto que hacen estallar el objeto significado, lo transmutan y terminan diciendo otra cosa. La palabra, signo articulado en el fondo comunicante de su finalidad, pierde su sentido original y se convierte en algo que ya no es palabra sino cosa a la cual se eleva a la categoría poética. Porque el lenguaje poético reniega de los significados, propugna por un significado encerrado en su propia idealidad.

La palabra, materia prima del hecho poético, es signo y significante que aspira a encerrar la totalidad del mundo en su doble identidad. Esa finalidad es descrita con precisión por el crítico canadiense Northrop Frye: "En todas las estructuras verbales literarias la dirección final del significado es interna. En literatura, los criterios de significado externo son secundarios, ya que las obras literarias no pretenden describir ni aseverar, razón por la cual no son verdaderas, no son falsas y , sin embargo, tampoco son tautológicas, o al menos no en el sentido en que una afirmación tal como «lo bueno es mejor que lo malo» es tautológica. Acaso la mejor manera de describir el significado literario sea llamándolo hipotético y una relación hipotética o supuesta con el mundo exterior es parte de lo que usualmente se quiere decir con la palabra «imaginativo»" [4]

La cita de Frye nos vuelve al punto de partida, lo imaginativo, lo imaginario, la imaginación, la irrealidad como inexistente en la conciencia vuelve a tomar carta de naturaleza y se planta a la puerta del escritor para desafiarlo, a interrogarlo sobre las posibilidades del habla para describir su particular forma de realidad. La restitución de lo imaginario como elemento de comunicación es la particularidad del lenguaje literario, aunque esa imagen fantástica tenga o no relación directa o tangencial con la materialidad del mundo. El ser de la literatura es el ser de lo imaginario que busca en la analogía del lenguaje la restitución de la imagen vivida en la conciencia como irrealidad inexistente, es decir como otra realidad existente en la conciencia. Los nueve círculos del infierno descritos por Dante Alighieri vuelven a ser reales —con los gemidos de los condenados, con las flagelaciones incandescentes, con los pasajes tremebundos y los castigos eternos—cada vez que nos situamos en actitud interesada frente a sus páginas. En un acto de re-creación, utilizando la expresión de Sartre, volvemos a dar existencia a los personajes, dramas y salas de la Divina Comedia cada vez que nos situamos intencionalmente frente a la obra.

Pero se nos preguntará, ¿la literatura no es también transmisora de sentimientos? En efecto, gran parte de los temas asumidos literariamente son afectividades que, en modo de expresión, aspiran a provocar un sentimiento similar en el lector. De qué otra manera podría conmovernos un poema de Gabriela Mistral o un relato de Vargas Llosa que no fuera por la carga sentimental que encierra el mensaje. Pero ese sentimiento no necesariamente es una experiencia vivida, la relación del movimiento interno del sentimiento no es realmente experimentada, no en la mayoría de los casos, por el autor ni tampoco por el lector, quienes en circunstancias concretas sólo la viven como una internalización afectiva y no como una experiencia vivida. Podemos analizar el sentimiento, motivar una explicación psicoanalítica de su contenido, investigar las instancias de la creación de la obra, pero nada de eso nos devolverá la realidad de la experiencia creadora de la obra.

Decir con Neruda, por ejemplo: … “/De otro. Será de otro. Como antes de mis besos/”… "/Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero /” sugiere la complejidad del sentimiento amoroso afectado por la tristeza que genera la pérdida del objeto amado, aparejada a la imposibilidad de suplir esa ausencia con una transferencia que supere la perturbación sufrida en la gratificación narcisista del mundo. He perdido un objeto que «me pertenece» y ante la imposibilidad de recuperarlo vivo la tristeza que expreso con adjetivaciones y verbos que la evocan. Esa pertenencia que se me escapa y que puede ser apropiada por otro hace más notoria la pérdida del contenido narcisista del mundo, representado en este caso por la mujer perdida y que desangra el contenido afectivo en una prolongada lamentación: … “/Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,/ mi alma no se contenta con haberla perdido/” ­­. Pero ni el Poema veinte en su totalidad puede describir con la precisión del lenguaje lógico la vaguedad y contradicción del sentimiento. Por el contrario, se ofrece la imagen contradictoria del querer y no querer en la misma instancia temporal. La posibilidad de la literatura radica precisamente en la utilización de estos elementos y en el potencial imaginativo con que es utilizado.

Si el habla de la literatura establece la unicidad del signo y significado, y si ese significado a lo sumo corresponde al reino de lo imaginario, ¿qué función puede tener la literatura? ¡El compromiso! nos diría Sartre con ese mismo entusiasmo desplegado en ¿Qué es la literatura? Pudiera ser, es comprensible que si la literatura se plantea la libertad como finalidad primordial, el compromiso sería el coadyuvante necesario para alcanzar esa libertad. Pero la literatura en principio no tiene la fuerza para imponer, por sí sola, la libertad como una condición mediadora en las relaciones con los hombres. De allí que el compromiso sería, si acaso, una consecuencia marginal y voluntaria que asume el escritor como parte de su actividad. La obra comprometida tiene, como expectativa, la libertad de los demás y por eso está vinculada a los actos coyunturales y presentes dentro de los cuales es posible hacer un planteamiento temático. Pero realmente no tiene la capacidad de sustentarse ni de sustentar nada más que aquello que, como parte del discurso, está obligada a decir. Un claro ejemplo tenemos en la literatura soviética dentro del realismo socialista.

¡Expresar las experiencias!, ¡mostrar la vida!, ¡testimoniar lo que somos! Tan huecas serían estas explicaciones como lo era la anunciación del superhombre del Zaratustra nietzscheano. La vida, como corriente continua de vivencias individualizadas no puede ser recogida por la literatura, ni siquiera pueden ser enunciadas orgánicamente. La literatura contemporánea ha dado muestras de la imposibilidad de recoger las tramas existenciales de un individuo en un esfuerzo por totalizar, mediante la palabra, la complejidad de las dialécticas inherentes a la propia vida, basta con referirnos a los esfuerzos hechos por el mismo Sartre para lograr un estudio “comprehensivo” [5] de Jean Genet y Gustav Flaubert. Por otra parte, los supuestos del vitalismo materializados por el arte, al estilo de lo propuesto por Ortega y Gasset o G. Simmel, serían válidos si tuvieran la capacidad de mostrar al hombre en su elección y proyecto. Esto implicaría una empresa gigantesca que tendría como principal tarea la revitalización de todo el lenguaje, para adecuarlo a las condiciones y situaciones que representaría ese esfuerzo descriptivo y crítico que elevara al hombre al epicentro del cosmos y lograra, finalmente, una literatura en que cada cual reconociera, mediante un proyecto plasmado por el lenguaje, un destino común e irreductible. Pero esos supuestos sólo son eso, supuestos.

De manera que la literatura, si tiene una función es proporcionar los elementos expresivos para que la imaginación, y con ella toda la carga fantástica de la irrealidad emerja como una corriente marina dentro de la gran masa oceánica que son las experiencias humanas. Desde ese punto de vista la literatura no tiene ninguna finalidad práctica —¿y qué arte lo tiene?—. Sus elementos constituyentes, las palabras y la imaginación, viven casi autónomamente y se mueven con la soltura natural con que las imágenes se desplazan en el mundo de la imaginación. Ser conciencia imaginante es una tarea impuesta al escritor y debe vivirla como plenitud de ser, como ser escritor. La función del escritor y de la literatura es, y lo aceptamos, proponer el mundo en su totalidad y diversidad; en sus contradicciones y sus analogías, en sus grandes fracasos colectivos y en sus esperanzadores proyectos. Pero proponer ese mundo demanda del escritor una cualidad especial que le permite ver y proyectarse por encima de los demás: la imaginación.

 

Lenguaje y comunicación

Ya hemos señalado que la literatura tiene como instrumento la palabra y como recurso la imaginación. Pero, ¿cuáles son los motivos que lleva a empuñar la pluma?, ¿qué causas promueven la estructuración del discurso literario? Simple y llanamente podríamos decir: ¡los demás! Cierto. Se escribe para los demás. El escritor propone a los demás. Tiene algo que decir a los demás. Pero la estructuración interna del lenguaje que es la obra literaria, que obedece a un modelo verbal autónomo, está relacionada con el placer, la belleza y el interés. Son precisamente estos elementos los que tiene en mente el escritor cuando se empeña en la tarea de hilvanar las palabras con el objetivo de hacer llegar algo a los demás. En ese sentido la literatura es un acto de generosidad que espera ser correspondido en la gratificación del lector.


Hasta aquí toda la exposición ha girado en torno al lenguaje poético y a sus vínculos con el sentimiento estético y a la noción de belleza en la literatura, de manera que no es necesario insistir en los componentes de placer y belleza inherentes a la obra literaria. Pero si es necesario distinguir qué se considera como el principal foco de interés en la obra de creación. En el complejo ordenamiento de conceptos que caracteriza su obra, Heidegger, en Ser y tiempo, señala que el hombre revela su ser-en-el-mundo como proyecto y, para aclararlo, divide la expresión en proyecto, dándole la connotación de ir hacia como parte de la elección de ser-en-el-mundo. El estado de yecto heideggeriano consiste plenamente con el estar interesado, ir hacia algo interesante que está más allá del presente y que en cierta forma testimonia el pasado (el autor lo liga con lo que él llama «avidez de novedades»), como una de los rasgos existenciales del hombre y como parte de su historicidad. De allí que el Ser-ahí se caracteriza por estar abierto hacia el futuro, su ser-en–el mundo está determinado por el proyecto, de allí el interés por las novedades, porque ellas son, en alguna forma, la anunciación de lo venidero. El interés es una forma de estar conectado al mundo y de establecer esa conexión con los demás, consiste básicamente en mantener la intencionalidad correlacionada con el otro y desde esa correlación proponer el mundo. [6] Desde este punto de vista el propósito de Heidegger es restablecer la historicidad del Ser-ahí en la misma condición existencial en que la había colocado Husserl, al plantearse la historicidad del hombre como el ser-el-uno-con-el-otro en una temporalidad compartida y que implica, de hecho, la experiencia colectiva.

Sobre todo, se trata de una forma de ser-el-uno-con-otro en un plano de reciprocidad mantenida por el interés. El estado de yecto está presente en la obra mientras dure ese acto de comunicación articulado con base a las palabras y se mantenga el interés por el elemento del discurso literario que ha logrado hacer efectiva la relación comunicante. El interés, en todo caso, es una relación que se desarrolla sobre una situación hipotética entramada por la imaginación del escritor y que le concederá la consistencia a la obra literaria. Desde ese punto de vista la obra revela su existencia no como simple materialidad inerte, cosificada como el objeto que es, su dimensión real está en las vivencias que puede generar como elemento comunicante del pensamiento y que reproduce en los demás el sentido de realidad que le ha querido conceder el creador.

Pero aquí encontramos la primera dificultad en la función comunicante del lenguaje escrito, pues no podría afirmarse que la reproducción del discurso literario la realice el lector en un simple acto de “re-creación” como lo señala Sartre. El discurso es reconstruido y reelaborado por el lector siguiendo ciertos parámetros y ordenamientos, pero con base a sus propias vivencias y captación del mundo. La obra adquiere así nuevas significaciones y se escinde a favor de la multívoca interpretación de los demás. El carácter de la obra literaria como “obra abierta” señalado por Umberto Eco adquiere en la literatura más importancia que en cualquiera otra forma expresiva, pues las palabras, el orden en que han sido establecidas, los recursos con los que se hace énfasis en los contenidos esenciales —lo que Husserl denomina actos de cumplir el sentido— remiten a múltiples posibilidades de aprehender el contenido, sin que necesariamente implique una desviación o adulteración del contenido semántico. Sobre el particular nos dice F. Abad Nebot: “La lengua es un sistema «abierto». Por ello el hablante puede clasificar renovadoramente la realidad; resulta ser así, más que un sistema, un desistema estructurado, lo que es suficiente para la intercomprensión. De allí que en la lengua se integran una suma de diferencias, permitiendo que cada hablante establezca en la trama diferenciada del lenguaje lo que tiene para él, en términos de pensamiento o relevancia ideológica, mayor importancia. En otra palabra, ejerce una intención proyectiva sobre aquello que en realidad le importa.

Dentro de ese contexto el lenguaje reproduce la realidad mediata o inmediata propuesta por el creador, sea esta resultado de la conciencia “imaginante” o contenido de conciencia del mundo, procurando así establecer un vínculo de asociación que en términos empíricos constituye la comunicación. Expresa el lenguaje una forma de ser-con-el-otro en el cual los involucrados se convierten en conciencia constituyente por medio de la cual se devela el mundo e interactúan los individuos. Los contenidos del lenguaje literario son, de esta forma la sustancia misma de la comunicación y constituyen, desde el punto de vista fenomenológico, la esencia de esa comunicación.

Contrario a la forma como el lenguaje científico se adhiere al protocolo impuesto por la realidad, el lenguaje literario establece sus propias modalidades tratando de mostrar, más que demostrar, las interioridades de la conciencia y elaborando un discurso que propende más al llamamiento sentimental que a la comprobación de hechos como datos dados de la realidad. De esta forma la constitución semántica del habla —en el lenguaje literario— presupone las estructuras lógicas y culturales del emisor y tienen, por consiguiente una propiedad locutoria enmarcada en una situación determinada de la cual hay que extraer, en el proceso de comunicación, los significados conexos.

Descubrir los significados conexos en el lenguaje literario y determinar los planos en que la comunicación describe los estados de conciencia de los agentes participantes más allá del análisis estructural o de la semiología, es una tarea por hacer que demanda la descripción de esa esencia inmanente al propio proceso de comunicación: El lenguaje. A partir de allí la fenomenología podrá descubrir los procesos que el análisis estructural sólo sugiere como consecuencia de su particular interés en la articulación de los signos dentro de sistemas preestablecidos, o que la semiología sólo percibe a través del comportamiento del lenguaje dentro de sistemas de referencias diferenciales. Esta tarea queda abierta como una propuesta para examinar la acción recíproca entre lenguaje e imaginación en la creación literaria.

 

Lenguaje y expresión; la metáfora

En páginas anteriores señalábamos que la «expresión» era el lenguaje del sentimiento y que como tal tenía una finalidad comunicativa al establecer un código gestual, simbólico o verbal propio de la naturaleza de la relación; y que el gesto, por ejemplo, como una de las formas utilizadas para expresar un sentimiento, poseía la capacidad de sugerir un estado afectivo sobre el cual se espera una reacción. De la misma manera que una caricia o un rostro contraído sugieren al otro amor u odio que espera ser correspondido o rechazado

Pero, ¿cómo el lenguaje adquiere o se manifiesta como medio expresivo para transmitir estados afectivos o proporcionar los elementos necesarios para generar la empatía en la obra de arte? Es obvio que la experiencia cotidiana nos dice que esa propiedad se desarrolla en el propio contexto en el cual se usa el lenguaje, y que sus propiedades comunicativas tienen su sentido en la medida que se generan y se aplican por la plasticidad entre los signos y lo que estos significan. Esto en principio es cierto, pero la solución a un problema como éste es mucho más compleja y demanda un examen de las propiedades del lenguaje como vehículo en la transmisión de ideas, al igual de su misma estructura óntica.

El examen de las cualidades del lenguaje como instrumento que permite la comunicación y las formas cómo éste se adecua de conformidad a las necesidades inherentes a los significados de esa comunicación, nos conduce directamente al establecimiento de los patrones diferenciales entre el significado y la expresión como pautas en la hermenéutica del lenguaje cuando es asumido como instrumento de la imaginación. Ortega y Gasset en un esfuerzo por desentrañar las dificultades inherentes al lenguaje literario, llega a señalar que las expresiones tienen como particularidad la revelación de algo que permanece oculto y que se pone de manifiesto por un impulso vital; mientras que el lenguaje expone identidades con significado en las que subyacen una forma de manifestación de la realidad. Distinción que, evidentemente, pone en cada extremo los diversos usos de un recurso de comunicación que por su naturaleza objetiva, se mantiene indiferente y unitario a pesar de las aplicaciones que diversos tipos de “lenguajes” quieren extraer de él.

No obstante, la distinción de Ortega y Gasset sólo roza la superficie del problema, pues se concentra en la expresión y la designación del lenguaje como puntos terminales del problema, limitándose al carácter simbólico de éste. Pero, cuando nos referimos a la expresión el contexto representativo posee una cantidad de acepciones casi ilimitada, las cuales sería necesario deslindar para poder centrarnos en la expresión que la imaginación revela a través del lenguaje. En primer lugar, la expresión tiene la particularidad de poner de manifiesto aquello que en términos de definición del lenguaje no puede ser caracterizado, pues contiene rasgos emotivos o afectivos que requiere de otro tipo de medios, medios expresivos, para hacer patente el mensaje. En ese sentido, el uso de la expresión no se limita al lenguaje, pues tiene una gran cantidad de recursos para manifestar la condición de un estado afectivo o de revelar una idea en particular. En ese caso la mediación del lenguaje sólo es una de las diversas formas como puede expresarse algo que requiere ser revelado y que carece de un soporte de realidad que lo haga susceptible a una definición o una caracterización.

Maurice Merleau-Ponty, en su Fenomenología de la percepción ensaya una fenomenología del cuerpo como medio expresivo en la que destaca la importancia del gesto y de la propia expresión corporal como una forma de “lenguaje”, que adquiere codificación en la identificación simbólica que hacemos con el Otro. Y es que, sin duda, una de las formas más inmediatas e instintivas de comunicación es el cuerpo, pues la capacidad de revelar situaciones emotivas o afecciones corporales e, incluso, transmitir simbólicamente relaciones ostensivas mediante gestos fisiognómicos es parte de su propia naturaleza. Esta capacidad expresiva es utilizada como recurso por el trabajo de creación, en particular por la danza, el teatro y otras formas de artes representativas que demandan la transmisión de estas situaciones mediante un medio no convencional, ya sea como instrumento aleatorio del discurso lingüístico o como portador del mensaje de expresión corporal en el que se revela, por la sugerencia de la imagen, la condición afectiva.


Pero esta no es la única forma como la expresión cobra sentido a través de un elemento que no es el lenguaje. En todas las manifestaciones artísticas, y por eso son denominadas formas expresivas, la expresión tiene la función de mostrar el contenido imaginario que se vuelca en la obra. Su condición natural no es designar ni demostrar como lo haría el lenguaje común o lo formularía el lenguaje científico, su propósito es mostrar las posibilidades endopáticas de una irrealidad develada en la conciencia por la imaginación. No obstante, encontramos una diferencia entre la expresión que revela la creación producto de la imaginación y la expresión gestual manifiesta por el cuerpo. La primera se caracteriza por poseer una serie de elementos complementarios (armonía, composición, equilibrio, forma, ritmo, movimiento) que a pesar de ser un medio de mostrar aquello que se manifiesta como acto individual, adquiere un grado de universalidad por los propios valores adjudicados al objeto creado. La segunda, por el contrario, muestra un sentido que algo acaece una vez y en su particularidad, ya que puede variar de una situación o individuo a otro, con una infinita variedad de gestos que se presentan indistintamente para mostrar emociones o sentimientos, muchas veces con expresiones contradictorias.

De allí surgen diversos puntos de vista sobre la particularidad y la universalidad de los fenómenos expresivos, pues en el contexto gestual propio de la dinámica del cuerpo la expresión tiene una revelación restringida al campo de observación para el cual pueden tener sentido. Se refiere así, a la condición personal e íntima del gesto de dolor o alegría que en determinadas circunstancias se expresa como reflejo de una condición afectiva o física, la cual tiene contenido perceptivo para aquel que de manera inmediata tiene la experiencia (vivencia) compartida de la situación. Aunque, en algunos casos hay una forma extendida y de comprensión generalizada de la expresión gestual, resultado de la generalización de la expresión y que no tiene ninguna condición valorativa ni en la que medie un proceso de abstracción, como es el caso de la inclinación vertical o el movimiento lateral de la cabeza para asentir o disentir, comprensible más allá de cualquier lenguaje formal o informal.

Por otro lado, el uso de la expresión para mostrar el contenido sintético de un acto imaginario implica la utilización de recursos plásticos, cuya mímica —ya sea esta en pintura escultura, danza o teatro— tiene la facultad de mostrar de forma gestual ese contenido. De allí la intención de Nijinsky de llevar la danza al límite de la expresión corporal para lograr la máxima pureza en la muestra afectiva. En la otra posición encontramos que el uso de esos recursos plásticos permiten expresar en metáforas —ya sea en la literatura o la música— la construcción imaginaria de una vivencia interior tal como lo hace la poesía mediante un proceso que permite despojar el lenguaje de su capacidad denotativa; al igual que la pintura abstracta, en la cual la metáfora se sobrepone a la cualidad mímico-gestual, ya que el color o la reducción simbólica de la forma son los medios con los cuales se van a revelar los contenidos imaginarios. En ambos casos, los elementos expresivos tienen un grado de comprensión convencional que los hace de aceptación generalizada valorativamente. Razón por la cual algunos estudiosos del tema como F. Schwartzmann, hacen la distinción entre “expresiones significativas” y “expresiones en sentido amplio”, para designar aquellas que contienen un sentido generalizado y aceptado a través de una ponderación, como el caso del arte, y aquellas que tienen la propiedad de exteriorizar disposiciones íntimas.

En el caso del lenguaje literario, el uso expresivo está condicionado por la utilización del lenguaje denotativo. Su principal elemento constitutivo son esas palabras que la escritura ha utilizado para designar los objetos de la realidad cotidiana, de manera que no puede hablarse de una autonomía del recurso expresivo como tampoco de un lenguaje expresivo propio. Desde el punto de vista del estructuralismo, Roland Barthes señala que la identidad entre el lenguaje y la literatura radica en la utilización del primero por la segunda como un instrumento para expresar la idea, la belleza o la pasión; en todo caso el lenguaje acompaña siempre al discurso literario mostrándole el espejo de su propia estructura. Desde el punto de vista fenomenológico la situación sería la misma, porque todo el poder de la imaginación y la fuerza creativa estaría suspendida en un limbo de posibilidades sin el instrumento capaz de revelar esos contenidos, a menos que recurrieron a otro medio expresivo y, entonces, ya no sería literatura. El contenido eidético, el noema, del hecho literario es el lenguaje que como comunicante expresivo proporciona los medios necesarios para establecer la comunicación entre el narrador y el lector.

Pero como la actividad estética es la transformación activa del material que utiliza, ese material que utiliza la creación literaria demanda una nueva forma de constitución, una nueva identidad que sin abandonar los elementos estructurales del lenguaje, propone otros usos y modalidades representativas. De allí que a la tradicional relación entre el signo literario y la significación denotativa, anteponga una nueva carga significante, en la cual el objeto intencional no es un fenómeno del mundo material, sino un objeto imaginario que será objeto de una descripción indirecta, mediante el uso alegórico del lenguaje para lograr que esa conciencia traslúcida en la cual todos los objetos adquieran realidad, sea conciencia de sentimiento o conciencia de lo bello. En esa búsqueda de las formas que se adecuen a esa descripción que requiere el “lenguaje expresivo” las palabras proyectan imágenes diferentes y crean estructuras semióticas propias con las cuales logra provocar estados anímicos. Tal como lo procura hacer la música con la combinación de las notaciones musicales para lograr el orden melódico capaz de transmitir un sentimiento.

Es en ese núcleo de convergencias entre el lenguaje y la expresión resurge la particular forma de ser de la metáfora. Resurge, decimos, porque la metáfora siempre ha estado presente como componente sustantivo del lenguaje, en la forma de coadyuvante designativo o como sustituto del elemento denotativo cuando la palabra impedida de dirigirse sin mediaciones al significado, requiere de un rodeo que sugiera de manera indirecta el objeto. El gran fracaso del lenguaje ha sido no haber podido eliminar la metáfora como instrumento mediador entre el signo y el significado. Tanto para los filósofos ansiosos de alcanzar la claridad del pensamiento mediante el lenguaje, como para los científicos que se han visto en la necesidad de crear un lenguaje paralelo para orientar sus argumentaciones, la metáfora ha sido un lastre del cual no se han podido liberar.

Pero ese camino de abrojos para la ciencia ha sido un lecho de rosas para el lenguaje narrativo. La metáfora y todas las figuras vinculadas a la creación de imágenes literarias es lo que ha dado consistencia y finalidad al lenguaje narrativo y a la poesía. Su particular forma de expresar el mundo de la imaginación mediante el engarce simbólico de las palabras proporciona un instrumento plástico el cual puede adecuarse a la diversidad de situaciones que demanda la creación. Juego de aproximaciones y sustituciones, la metáfora proyecta e introyecta al mismo tiempo un mundo que necesita ser reconstruido en sucesivos actos de identificación endopática. Convertido en recurso expresivo, el lenguaje ha perdido su función comunicante y se ha transformado en una materialidad inerte de la cual se apropia el poeta como el escultor de apropia de la piedra. Moldeada, tallada y pulida por innumerables yuxtaposiciones y superposiciones, la metáfora termina por establecer códigos paralógicos que sólo son referenciales como juicios de valor. Invadiendo el terreno de la lógica y subordinando el saber por el criterio indiferenciado de la metáfora, el lenguaje expresivo ha terminado por socavar el fundamento epistemológico de las ciencias y la filosofía, provocando una reacción que desde los primeros escarceos de la lingüística y el positivismo lógico, hasta los andamiajes del estructuralismo, la semiótica y ahora desde el pensamiento posmoderno se esmeran en construir baluartes defensivos contra esa intromisión solapada del lenguaje literario.

       En esa dirección el planteamiento central de la filosofía posmoderna preconizada por Jacques Derrida es proporcionar una estrategia que contribuya a desconstruir el pensamiento y, a partir de allí, lograr un nuevo orden conceptual que proporcione una aproximación válida al conocimiento. La desconstrucción se presenta así como una estrategia, no como método, con la cual se planifican las acciones a seguir en ese esfuerzo por abrir el significado que subyace sobre el orden aparente de los significantes. Es una acción de múltiples orientaciones que tienen como tarea inmediata la supresión de la metáfora y el doble significado en el discurso que debe conducir hacia el conocimiento. Derrotar la metáfora y la erradicación de la metafísica son los objetivos de esa desconstrucción debe abrir paso al saber posmoderno, el cual, al decir de Lyotard —otro de los sacerdotes de esta nueva orden— debe liberarse de los mitos y de los grandes sistemas para poder encontrar en la cotidianeidad de los hechos el verdadero sentido de la Historia.

Muy próxima a la Fenomenología de Husserl y de la “Destrucción de la Metafísica” proclamada por Heidegger, la propuesta desconstructiva de Jacques Derrida se propone liberar de los elementos accesorios que corrompen el lenguaje, para lograr alcanzar la esencia del conocimiento. En esta declaración de guerra a los significados ocultos del lenguaje, al regodeo de las palabras sobre la realidad, subyace de igual manera la intención de acabar con el saber elaborado, construido, sobre el orden (¿o desorden?) del lenguaje hablado y la contaminación del lenguaje escrito. El fin del fonocentrismo, ese dominio irracional del habla sobre la escritura, que según Derrida ha caracterizado el pensamiento occidental desde las alegorías de Platón, terminará también con el logocentrismo, el dominio que la razón occidental, desde la cumbre de la metafísica, ha impuesto a todas los órdenes del conocimiento para lograr aquel primer objetivo de Husserl de convertir a la Filosofía como ciencia pura, siguiendo los postulados de aquel opúsculo que lleva el mismo título.

Si algo contribuye al ocultamiento de esa verdad que debe cimentar el saber es el lenguaje, de allí la necesidad de lograr su depuración, de producir una abertura con un golpe tan sólido que sus proposiciones se “desmigajen” y dejen ver su interior ahíto de inexactitudes. Pero, ¿cómo lograr esa abertura, sin romper el orden proposicional del lenguaje estructurado sobre conceptos que mantienen una sólida relación entre signo y significado?, ¿cuál será el recurso teórico que permita lograr esa ruptura sin quedar inmerso en el logicismo aséptico del positivismo lógico?

¡La desconstrucción!, Responde Jacques Derrida, con una publicación que tiene todas las intenciones de un manifiesto. La desconstrucción en las fronteras de la Filosofía —cuyo subtítulo es “La retirada de la metáfora”— formula el propósito de dejar sentadas las bases de esa nueva estrategia, que dará por cancelado el uso de un lenguaje desgastado por el estiramiento y distorsión de sus contenidos para adecuarlos a la intención de la palabra. En principio se trata de atender “…la necesidad de analizar y revelar las condiciones tropológicas (figuras, metáforas, metonimias, pero también traducciones, transferencias, errancia, envíos) del lenguaje de la filosofía: el juego de la metaforicidad en y bajo el texto filosófico, y la clausura del campo de la representación (o del lenguaje como representación.”) como bien señala el prologuista japonés de la citada obra de Derrida. [7]

La desconstrucción, como señala el autor de Mal de archivo, es una estrategia que tiene como finalidad desautorizar, en la teoría y en la práctica los axiomas hermenéuticos que identifican la obra como totalidad, como también de la simplicidad o individualidad de la firma, es decir del sujeto que avala esa obra. Por un lado, la obra, como también el sistema epistemológico está sujeto a una abertura que permita desmontar los postulados hipotéticos que l estructura, la repercusión de ese proceso descontructivo cambiaría los cimientos del saber mismo y con ello de toda la ciencia. Pero, en la misma dirección, esa firma que suscribe ese pensamiento está sometida una puesta en evidencia, su individualidad ya deja de pertenecerle y él y su obra se convierten en archivos abiertos y como tal sometido a una reconversión de todos sus postulados. De la misma forma, señala Derrida, en que el correo electrónico desconstruye el carácter críptico del archivo hiponémico —o archivo documental que se opone al archivo mnémico como recurso de la memoria— y convierte lo privado en público, poniendo la información al alcance de todos y una vez abierto, se pone de manifiesta su vulnerabilidad y el carácter metonímico de su contenido. [8]

Pero, volvamos a nuestra preocupación inicial sobre el futuro de la metáfora ante el discurso posmoderno de la desconstrucción. Ya, en ¿Qué es metafísica? Heidegger se lamentaba, en una reflexión sobre la fidelidad del lenguaje con el pensamiento: “¡nos venció la metáfora!” Luego de todo el gigantesco esfuerzo para lograr la “destrucción” de la metafísica se percata que el verdadero problema de la filosofía no es la propensión de buscar en lo Absoluto las respuestas a los vacíos ontológicos que dejaba la pregunta por el Ser, sino que la dirección de la pregunta era desviada por el lenguaje que, incapaz de desdoblar los significados en nociones precisas sobre el contenido del pensamiento, terminaba por hacer alusiones indirectas sobre sí mismo, se convertía en metáfora antes de alcanzar la verdad. Así, de la misma manera que Husserl llegará a la conclusión, después de la reducción eidética de los supuestos que hacían posible la geometría, que su esencia era el espacio y por lo tanto a eso debía toda su posibilidad como contenido noemático de la conciencia, de la misma manera podemos señalar que, luego de la reducción de los elementos accesorios propios del lenguaje poético que la esencia de la poesía —desde cualquier modelo expresivo y más allá del esencialismo que pretende encontrar Heidegger en la poesía de Hölderlin y que de alguna forma lo devuelve a la metafísica, de lo cual se retracta después— es la metáfora. Sin ella sería imposible elaborar un modelo constructivo de imágenes que el lenguaje lógico es incapaz de lograr desde sus presupuestos estrictamente demostrativos. De allí que el gran triunfo de la metáfora y la garantía de la sobrevivencia del lenguaje expresivo y con ello de la poética, es la pervivencia de la metáfora como recurso de lenguaje para expresar aquellas otras realidades que el mundo de la imaginación y la cotidianeidad de la comunicación nos demanda. Sin lugar a dudas, la metáfora es el recurso de lenguaje único e irremplazable que permitió —desde el tránsito de la comunicación ostensiva que posibilitó al hombre ser-uno-con-el-otro en el proceso de conocimiento e identificación del mundo, hasta la elaboración de los complejos sistemas lingüísticos— abrir las posibilidades de transmitir ese conocimiento íntimo que la conciencia “imaginante” construye como forma paralela al mundo en el contexto de otra realidad.

 

NOTAS

1 Charles Morris; Fundamentos de la teoría de los signos, Paidos, Buenos Aires, 1985.

2. Martin Heidegger: La obra de arte, Fondo de Cultura Económica, México, 1989.

3. El concepto de “inexistente” en la fenomenología de Husserl significa “existente en” como contenido de conciencia. De ninguna manera como una forma de carencia de ser.

4. Northrop Frye: Anatomía de la crítica, Caracas, Monte Avila Editores, 1977. pp.103

5. El término “comprenhensivo” es utilizado como el esfuerzo de totalización de la historicidad del sujeto buscando la relación dialéctica entre principios a fines con miras a establecer la unidad sintética del proyecto existencial.

6. Todo el esfuerzo desplegado en Ser y tiempo de Heidegger es establecer las formas como la existencia del Ser-ahí se sitúa en el flujo de la temporalidad como elección y pro-yecto, del cual se desprende la historicidad y la condición existencial del hombre. Plantearse una ontología de ese pro-yecto que se lanza más allá de la condición fáctica del presente hacia el futuro, implica necesariamente formular una filosofía de la libertad que tiene como eje motor la voluntad nietzcheana y una revisión crítica de la ontología hegeliana.

7. El contenido de la Quinta Meditación de Husserl está destinado a esclarecer el problema de la intersubjetividad para refutar las objeciones hechas a la fenomenología de ser un solipsismo trascendental, en ese sentido el autor de las Meditaciones cartesianas propone una monadología trascendental como camino para lograr la comunicación con el otro mediante la llamada “apresentación” o “apercepción analógica”, la cual es descrita como “…el hecho de que sólo una similitud que, dentro de mi esfera primordial, enlace aquel cuerpo físico con mi cuerpo físico puede ofrecer el fundamento de motivación para la aprehensión analogizante del primero como otro cuerpo orgánico” ( Husserl: Meditaciones cartesianas, pp. 147). En el caso de Heidegger el planteamiento se centra en la “cura existenciaria del Ser-ahí” como condición primaria del estado de “yecto” que significa estar-en-el-mundo: “Aquello que hace frente al cotidiano “curarse de” en el público “uno con el otro” no son los útiles y obras, sino al par lo que “acontece” junto con ellos: las gestiones, empresas, incidentes, accidentes. El “mundo” es al par suelo y escenario y en cuanto tal entra también en el cotidiano ir y venir” (Heidegger: Ser y tiempo, pp. 418). El problema tiene sus más inmediatos antecedentes en la tesis hegeliana de las conciencias contrapuestas en la “presentación” descrita en la Fenomenología del espíritu y se extiende a toda la filosofía existencial, en particular en Sartre quien elabora un extenso discurso de las relaciones interpersonales sobre la base de la objetivación del ser-para-otro en el Ser y la nada y del cuerpo como mediador intersubjetivo en la Fenomenología de la percepción de Merlau-Ponty.

8. F. Abad Nebot: El signo literario, EDAF, Madrid, 1977.




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