domingo, 24 de abril de 2022

ARMANDO ROMERO | Encuentros con Enrique Molina, poeta pájaro

 


Nada hay más comparable a la naturaleza que la poesía de Enrique Molina. Este adjetivo, que al parecer de algunos iría mejor con la obra de Pablo Neruda, define bien la fuerza con que Molina enfrenta el poema, la imagen. La naturaleza en Neruda está domesticada, puesta en función del poeta como centro. En Molina es un golpe de viento que levanta olas, las cuales forman la metáfora, el verso, el poema, que se afirma en lo inusitado, en la pasión de un amante que se consagra en el otro, ya sea la mujer amada y deseada, o el lector que la ve estallar contra sus mismos ojos, abriendo puertas a nuevos abismos de belleza.

Es así como llegó la palabra de Enrique Molina a mis barrios polvorientos de Cali, en la vieja Colombia de siempre, violenta e impredecible. Era la Antología de la Poesía Viva Latinoamericana (1966) de Aldo Pellegrini que la traía, junto a una pléyade de excelentes poetas, que el ojo visionario de Pellegrini enseñaba a América Latina. Pero no fue sino hacia el otoño de 1973 cuando la suerte, esa vieja amiga de lo fortuito, me puso frente a la puerta del poeta en su casa de la calle Florida, creo no equivocarme, en Buenos Aires. Era un edificio viejo, elegante. Edgar Bayley, mi gran amigo de siempre, había llamado por teléfono al poeta para concertar mi cita. Eran cerca de las 8 de la noche. Yo pensaba lo que le iba a decir al poeta apenas abriera la puerta. Pero no, lo hizo su esposa y me dijo que esperara un momento. El poeta estaba en su estudio y debía decirle que yo acababa de llegar. Luego de un breve intervalo reapareció la señora y me dijo que podía pasar. Por un pasillo llegué a una puerta. Ella la abrió y entré. No puedo decir que fue sorpresa, más bien fue un golpe de lo inesperado. El poeta estaba sentado en un escritorio de caoba oscura, con la mirada fija en mí, su pelo blanco contrastaba con lo oscuro de su traje. Pero, a mi vista, era un hombre inmensamente pequeño, diminuto, ya que detrás de él estaba con su rostro alargado, su gran sombrero de copa que tocaba el techo, su levita de inmensos botones, sus guantes blancos, gigantesco, “el espantapájaros” de Oliverio Girondo. Yo sabía de oídas que este inmenso ser de la poesía y sus delirios, años antes se había paseado por el centro de Buenos Aires anunciando la salida del libro así titulado de Girondo. Por supuesto que no pude unirlo a esa realidad. Fue sólo cuando Enrique Molina, con gran sonrisa, me lo presentó con una venia. Extraña paradoja que preparó el poeta para recibirme, quiero pensar. Él, cuya figura vigorosa, marcada por el sol de los mares, tenía siempre tendencia a imponerse, quedaba ahora reducida a ser la del poeta niño frente a la imaginación de Girondo.

Fue una noche hermosa, un paseo por los poemas de amigos conocidos y admirados. Su fervor por la poesía de Juan Sánchez Peláez, su cariño entrañable por Eugenio Montejo, Jorge Gaitán Durán, Fernando Charry Lara. Por un momento se detuvo y me preguntó por Álvaro Mutis. “No conozco su poesía”, me dijo. Esto me sorprendió y le dije que su libro Los elementos del desastre había sido publicado en Buenos Aires, Losada, 1953. “No, siguió, sólo supe de él por las notas de Octavio Paz y ahora por la relación que establece Guillermo Sucre entre él y yo en su libro La máscara, la transparencia. Al despedirme, cuando me estaba firmando algunos de sus libros para regalármelos, le pedí por favor que me diera algunos para enviárselos a Mutis y que yo le traería luego una copia del libro de Mutis en Buenos Aires, que yo había comprado en las calles de esta ciudad hacía unos días.


De regreso a Caracas, donde yo vivía en aquel entonces, le envié los libros a Mutis, con la dirección de Molina y el pedido de que él quería leer otros de sus libros. Una amistad creció en ese momento, y pocos años después Molina visitó México y se encontró por primera vez con Mutis. El mismo Mutis me contó algo singular que pasó en ese encuentro: “Estábamos sentados en la sala de mi apartamento, bebiendo un buen escocés, cuando Enrique, al poner sus manos entre los cojines del sofá, encuentra algo y sorprendido me lo muestra. Es un pájaro de múltiples colores, esplendentes, muerto. Yo no podía saber de dónde venía este pájaro, ya que Carmen y yo nunca tuvimos pájaros en casa. Era un misterio que se quedó sin resolver. Sólo la poesía.” Poco tiempo después Molina publica su poema “Crónica de un encuentro con Maqroll el Gaviero”. Cito un pequeño fragmento:

 

La sagrada savia de México subía por las piedras

hacia el corazón de los dioses,

y de pronto

un loro fulminado cayó sobre el sofá, junto a Maqroll,

una joya de las constelaciones,

un indescifrable mensaje, una ofrenda en el viento

inmenso.

 

Este poema, publicado en la revista bonaerense Crisis, en 1976, cayó en mis manos y para cerrar el círculo se lo envié de inmediato a Mutis, quien no lo había visto todavía.

Volví a ver a Enrique varias veces en Buenos Aires en esa ocasión de 1973 pero los tumultos que se levantaron con la muerte de Allende ese año, la llegada de Perón a Buenos Aires, y los vientos de violencia política que se sentían por toda la ciudad, hicieron estos encuentros fugaces, de ocasión. Fue en Guadalajara, a comienzos de la década del 1990, cuando coincidí con él invitados a la Feria del Libro en esa ciudad. También estaban presentes Ludwig Zeller, Eliseo Diego, Álvaro Mutis y Ernesto Cardenal, entre otros poetas importantes. Era una reunión donde Cardenal recibía grandes elogios de los poetas mexicanos, entre ellos Jaime Labastida. Recuerdo la indignación de Mutis al ver que poca atención le prestaban a Molina. “Aquí está uno de los más grandes poetas de siempre en América Latina y esta gente ni siquiera se da cuenta”, me decía disgustado.

En 1994 visité Buenos Aires y quise ver a algunos de los poetas amigos sobrevivientes para aquel entonces. Francisco Madariaga y Enrique Molina eran los únicos. Ambos estaban convaleciendo de múltiples dolencias, graves. Molina me recibió en su apartamento y su esposa Genoveva, a quien yo ya conocía de México, fue muy atenta pero le advirtió a Enrique que ella me iba a brindar un escocés, pero él no podía tomar. Nos bebimos toda la botella, fue lo que fue.

Le pregunté por el “espantapájaros”, dónde estaba. Me dijo que en un depósito, comido por los insectos, abandonado. Él nada podía hacer. Ya no le pertenecía. Así como su novela sobre Camila O’Gorman, robada, plagiada. Por un rato se quedó en silencio. Y de pronto fue todo un chispear de viva luz sus ojos y se bajó un buen trago de escocés. La tormenta había pasado.

Entonces me habló, con su voz fuerte, tronante. Me habló de Buenaventura, esa tierra de nuestro Pacífico colombiano poblada en su mayoría por negros. “Soy racista al revés, me dijo, odio a los blancos”. Esa tierra de “Alta marea” donde los amantes antípodas se encuentran y el mar los separa. Me habló de los pájaros, de esas gaviotas que siempre cruzaron su cielo. De esa arena oscura que toca el Pacífico en las regiones del trópico, del calor en las noches y el baile en los prostíbulos. Del cuerpo de las mujeres. Del mar y sus transformaciones. Y “esa es mi ciudad, Buenaventura. Yo no soy de Buenos Aires, esto es un accidente. Soy de Buenaventura”, me repetía. Y así como el hielo se iba diluyendo en nuestros vasos, el poeta Enrique Molina, frente a mis ojos, se iba diluyendo en poesía. Su voz era cada vez más fuerte, era un canto, un brotar de imágenes enredadas en las lianas, en los manglares de mi infancia, cuando yo había visto con mis propios ojos de dónde surgía este manantial. Como pude le hablé de Cajambre, de los ríos y la selva. Y todo era ahora un ritual acuático, un correr de savia marina. “Todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa”, había escrito.

Ya en la puerta del ascensor (Genoveva había conseguido terminar este encuentro) el poeta me tomó del brazo y me dijo: “Es la poesía, es el amor, lo sabemos bien. Está escrito.”

 

 

ALTA MAREA

 


Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan

se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo

la errónea maravilla de sus noches de amor

las constelaciones pasionales

los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través de las piedras sus plegarias y cóleras

sus dramas de secretas injurias enterradas

sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas

el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el furor de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas

los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños

la mirada de pulpo de la memoria

los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono

dos o tres libros y una camisa en una maleta

llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles de la tormenta

el hotel da al mar

tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca

tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles o

enfundadas en ropas polvorientas

pasan cementerios de pájaros

cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos informes

cada noche cuando te desvestías

la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros hasta el techo

los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas

puertas desconocidas rostros vírgenes

los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura

siempre a punto de partir

siempre esperando el desenlace

la cabeza sobre el tajo

el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo

 

Y ese reguero de sangre

un continente sumergido en cuya boca aún hierve la espuma de los días indefensos bajo el soplo del sol

el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de lentejuelas insaciables

esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta en otro cielo en otro infierno

regresaba en un barco

una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal como un enorme galápago

todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del trabajo marítimo con el desplomado trono de las olas y el árbol de la hélice que pasaba justamente bajo mi cucheta

éste es el mundo desmedido el mundo sin reemplazo el mundo desesperado como una fiesta en su huracán de estrellas


pero no hay piedad para mí

ni el sol ni el mar ni la loca pocilga de los puertos

ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la boca de las aguas y de los campos con las violencias de este planeta que nos pertenece y se nos escapa

entonces tú estabas al final

esperando en el muelle mientras el viento me devolvía a tus brazos como un pájaro

en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo en la punta y el cabo de Manila fue recogido

todo termina

los viajes y el amor

nada termina

ni viajes ni amor ni olvido ni avidez

todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la bestia que acecha en el sol de su instinto

todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su dicha y a sus muertos

todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa

unos labios lavados por el diluvio y queda atrás

el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la vehemencia del verano y el remolino de las hojas sobre las sábanas vacías

y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón de su presa

en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones

donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso

y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed intacta y sin raíces

cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan. 

 

 


ARMANDO ROMERO | (Cali, Colombia, 1944) Poeta, narrador y crítico literario, perteneció al grupo inicial del nadaísmo, movimiento vanguardista literario de la década del 1960 en Colombia. Doctorado en Pittsburgh, actualmente vive en los Estados Unidos donde es profesor de Literatura de la Universidad de Cincinnati. Ha publicado numerosos libros de poesía, narrativa y ensayo. En el 2008 recibió el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Atenas, Grecia. Algunos de sus libros: El poeta de vidrio (1979), Las combinaciones de vidas (1989), A rienda suelta (1991), Cuatro líneas (2002), De noche el sol (2004), El color del Egeo (2016).

 

 


JULIA SOBOLEVA | Nascida na Letônia, 1990, é uma artista de mídia mista baseada no Reino Unido. Seus processos envolvem pintura e colagem em imagens fotográficas encontradas, além de performance e vídeo. Nascida e criada em uma era pós-soviética e não sendo capaz de encontrar seu próprio lugar contra o passado complicado de sua nação, Julia explora as noções de loucura e realidade, família, tabu e trauma transgeracional em seu trabalho. Ela obteve um mestrado em ilustração na Manchester School of Art e passou a trabalhar como educadora e ilustradora freelance. Entre suas mais recentes exposições, destacam-se “Einblick 6: Julia Soboleva” Hamburgo, 2021), “I Have Found the Light in the Darkness” (Itália, 2021), “Danse” (França, 2021), “Please Don’t Mind Me While I Ugly Cry” (Grécia, 2022), e “The Rogues Gallery” (on line, 2022).

 


Agulha Revista de Cultura

Série SURREALISMO SURREALISTAS # 08

Número 207 | abril de 2022

Artista convidada: Julia Soboleva (Letônia, 1990)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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