Es así como llegó la palabra de Enrique Molina a mis barrios
polvorientos de Cali, en la vieja Colombia de siempre, violenta e impredecible.
Era la Antología de la Poesía Viva Latinoamericana
(1966) de Aldo Pellegrini que la traía, junto a una pléyade de excelentes poetas,
que el ojo visionario de Pellegrini enseñaba a América Latina. Pero no fue sino
hacia el otoño de 1973 cuando la suerte, esa vieja amiga de lo fortuito, me puso
frente a la puerta del poeta en su casa de la calle Florida, creo no equivocarme,
en Buenos Aires. Era un edificio viejo, elegante. Edgar Bayley, mi gran amigo de
siempre, había llamado por teléfono al poeta para concertar mi cita. Eran cerca
de las 8 de la noche. Yo pensaba lo que le iba a decir al poeta apenas abriera la
puerta. Pero no, lo hizo su esposa y me dijo que esperara un momento. El poeta estaba
en su estudio y debía decirle que yo acababa de llegar. Luego de un breve intervalo
reapareció la señora y me dijo que podía pasar. Por un pasillo llegué a una puerta.
Ella la abrió y entré. No puedo decir que fue sorpresa, más bien fue un golpe de
lo inesperado. El poeta estaba sentado en un escritorio de caoba oscura, con la
mirada fija en mí, su pelo blanco contrastaba con lo oscuro de su traje. Pero, a
mi vista, era un hombre inmensamente pequeño, diminuto, ya que detrás de él estaba
con su rostro alargado, su gran sombrero de copa que tocaba el techo, su levita
de inmensos botones, sus guantes blancos, gigantesco, “el espantapájaros” de Oliverio
Girondo. Yo sabía de oídas que este inmenso ser de la poesía y sus delirios, años
antes se había paseado por el centro de Buenos Aires anunciando la salida del libro
así titulado de Girondo. Por supuesto que no pude unirlo a esa realidad. Fue sólo
cuando Enrique Molina, con gran sonrisa, me lo presentó con una venia. Extraña paradoja
que preparó el poeta para recibirme, quiero pensar. Él, cuya figura vigorosa, marcada
por el sol de los mares, tenía siempre tendencia a imponerse, quedaba ahora reducida
a ser la del poeta niño frente a la imaginación de Girondo.
Fue una noche hermosa, un paseo por los poemas de amigos
conocidos y admirados. Su fervor por la poesía de Juan Sánchez Peláez, su cariño
entrañable por Eugenio Montejo, Jorge Gaitán Durán, Fernando Charry Lara. Por un
momento se detuvo y me preguntó por Álvaro Mutis. “No conozco su poesía”, me dijo.
Esto me sorprendió y le dije que su libro Los
elementos del desastre había sido publicado en Buenos Aires, Losada, 1953. “No,
siguió, sólo supe de él por las notas de Octavio Paz y ahora por la relación que
establece Guillermo Sucre entre él y yo en su libro La máscara, la transparencia. Al despedirme, cuando me estaba firmando
algunos de sus libros para regalármelos, le pedí por favor que me diera algunos
para enviárselos a Mutis y que yo le traería luego una copia del libro de Mutis
en Buenos Aires, que yo había comprado en las calles de esta ciudad hacía unos días.
La sagrada savia de México subía por las piedras
hacia el corazón de los dioses,
y de pronto
un loro fulminado cayó sobre el sofá, junto a Maqroll,
una joya de las constelaciones,
un indescifrable mensaje, una ofrenda en el viento
inmenso.
Este poema, publicado en la revista bonaerense Crisis, en 1976, cayó en mis manos y para
cerrar el círculo se lo envié de inmediato a Mutis, quien no lo había visto todavía.
Volví a ver a Enrique varias veces en Buenos Aires en esa
ocasión de 1973 pero los tumultos que se levantaron con la muerte de Allende ese
año, la llegada de Perón a Buenos Aires, y los vientos de violencia política que
se sentían por toda la ciudad, hicieron estos encuentros fugaces, de ocasión. Fue
en Guadalajara, a comienzos de la década del 1990, cuando coincidí con él invitados
a la Feria del Libro en esa ciudad. También estaban presentes Ludwig Zeller, Eliseo
Diego, Álvaro Mutis y Ernesto Cardenal, entre otros poetas importantes. Era una
reunión donde Cardenal recibía grandes elogios de los poetas mexicanos, entre ellos
Jaime Labastida. Recuerdo la indignación de Mutis al ver que poca atención le prestaban
a Molina. “Aquí está uno de los más grandes poetas de siempre en América Latina
y esta gente ni siquiera se da cuenta”, me decía disgustado.
En 1994 visité Buenos Aires y quise ver a algunos de los
poetas amigos sobrevivientes para aquel entonces. Francisco Madariaga y Enrique
Molina eran los únicos. Ambos estaban convaleciendo de múltiples dolencias, graves.
Molina me recibió en su apartamento y su esposa Genoveva, a quien yo ya conocía
de México, fue muy atenta pero le advirtió a Enrique que ella me iba a brindar un
escocés, pero él no podía tomar. Nos bebimos toda la botella, fue lo que fue.
Le pregunté por el “espantapájaros”, dónde estaba. Me dijo
que en un depósito, comido por los insectos, abandonado. Él nada podía hacer. Ya
no le pertenecía. Así como su novela sobre Camila O’Gorman, robada, plagiada. Por
un rato se quedó en silencio. Y de pronto fue todo un chispear de viva luz sus ojos
y se bajó un buen trago de escocés. La tormenta había pasado.
Entonces me habló, con su voz fuerte, tronante. Me habló
de Buenaventura, esa tierra de nuestro Pacífico colombiano poblada en su mayoría
por negros. “Soy racista al revés, me dijo, odio a los blancos”. Esa tierra de “Alta
marea” donde los amantes antípodas se encuentran y el mar los separa. Me habló de
los pájaros, de esas gaviotas que siempre cruzaron su cielo. De esa arena oscura
que toca el Pacífico en las regiones del trópico, del calor en las noches y el baile
en los prostíbulos. Del cuerpo de las mujeres. Del mar y sus transformaciones. Y
“esa es mi ciudad, Buenaventura. Yo no soy de Buenos Aires, esto es un accidente.
Soy de Buenaventura”, me repetía. Y así como el hielo se iba diluyendo en nuestros
vasos, el poeta Enrique Molina, frente a mis ojos, se iba diluyendo en poesía. Su
voz era cada vez más fuerte, era un canto, un brotar de imágenes enredadas en las
lianas, en los manglares de mi infancia, cuando yo había visto con mis propios ojos
de dónde surgía este manantial. Como pude le hablé de Cajambre, de los ríos y la
selva. Y todo era ahora un ritual acuático, un correr de savia marina. “Todo fulgura
como un guijarro de Dios sobre la playa”, había escrito.
Ya en la puerta del ascensor (Genoveva había conseguido
terminar este encuentro) el poeta me tomó del brazo y me dijo: “Es la poesía, es
el amor, lo sabemos bien. Está escrito.”
ALTA MAREA
Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través de las
piedras sus plegarias y cóleras
sus dramas de secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el furor
de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas
los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto
con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono
dos o tres libros y una camisa en una maleta
llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles
de la tormenta
el hotel da al mar
tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca
tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles o
enfundadas en ropas polvorientas
pasan cementerios de pájaros
cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos informes
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros hasta
el techo
los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas
puertas desconocidas rostros vírgenes
los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura
siempre a punto de partir
siempre esperando el desenlace
la cabeza sobre el tajo
el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo
Y ese reguero de sangre
un continente sumergido en cuya boca aún hierve la espuma
de los días indefensos bajo el soplo del sol
el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de lentejuelas
insaciables
esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta
en otro cielo en otro infierno
regresaba en un barco
una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal como
un enorme galápago
todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del
trabajo marítimo con el desplomado trono de las olas y el árbol de la hélice que
pasaba justamente bajo mi cucheta
éste es el mundo desmedido el mundo sin reemplazo el mundo
desesperado como una fiesta en su huracán de estrellas
pero no hay piedad para mí
ni el sol ni el mar ni la loca pocilga de los puertos
ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la boca
de las aguas y de los campos con las violencias de este planeta que nos pertenece
y se nos escapa
entonces tú estabas al final
esperando en el muelle mientras el viento me devolvía a tus
brazos como un pájaro
en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo en la punta
y el cabo de Manila fue recogido
todo termina
los viajes y el amor
nada termina
ni viajes ni amor ni olvido ni avidez
todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la bestia
que acecha en el sol de su instinto
todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su dicha
y a sus muertos
todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa
unos labios lavados por el diluvio y queda atrás
el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la vehemencia
del verano y el remolino de las hojas sobre las sábanas vacías
y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón de
su presa
en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones
donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso
y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed intacta
y sin raíces
cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan.
ARMANDO ROMERO | (Cali, Colombia, 1944) Poeta, narrador y crítico literario, perteneció al grupo inicial del nadaísmo, movimiento vanguardista literario de la década del 1960 en Colombia. Doctorado en Pittsburgh, actualmente vive en los Estados Unidos donde es profesor de Literatura de la Universidad de Cincinnati. Ha publicado numerosos libros de poesía, narrativa y ensayo. En el 2008 recibió el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Atenas, Grecia. Algunos de sus libros: El poeta de vidrio (1979), Las combinaciones de vidas (1989), A rienda suelta (1991), Cuatro líneas (2002), De noche el sol (2004), El color del Egeo (2016).
JULIA SOBOLEVA | Nascida na Letônia, 1990, é uma artista de mídia mista baseada no Reino Unido. Seus processos envolvem pintura e colagem em imagens fotográficas encontradas, além de performance e vídeo. Nascida e criada em uma era pós-soviética e não sendo capaz de encontrar seu próprio lugar contra o passado complicado de sua nação, Julia explora as noções de loucura e realidade, família, tabu e trauma transgeracional em seu trabalho. Ela obteve um mestrado em ilustração na Manchester School of Art e passou a trabalhar como educadora e ilustradora freelance. Entre suas mais recentes exposições, destacam-se “Einblick 6: Julia Soboleva” Hamburgo, 2021), “I Have Found the Light in the Darkness” (Itália, 2021), “Danse” (França, 2021), “Please Don’t Mind Me While I Ugly Cry” (Grécia, 2022), e “The Rogues Gallery” (on line, 2022).
Agulha Revista de Cultura
Série SURREALISMO SURREALISTAS # 08
Número 207 | abril de 2022
Artista convidada: Julia Soboleva (Letônia, 1990)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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