sexta-feira, 17 de junho de 2022

MAURICIO D. AGUILERA LINDE | Estrellas de mar: Maria Irene Fornes y la reescritura femenina del melodrama



El 10 noviembre de 1983, tres años después del comienzo de la Era Reagan, Maria Irene Fornes, tras un primer estreno californiano, presenta Mud (“Fango”) en el Theater for the New City de Nueva York bajo su propia dirección escénica. Lejos del mundo de clase media de los años treinta, de ociosidad campestre, croquet, cacería y comodidades típicas de una casa victoriana en la campiña de Nueva Inglaterra; y en las antípodas de las convenciones de la comedia de salón, que dominaban Fefu and her Friends (1977), Mud es el primer intento de dirigir la mirada a la mujer trabajadora en un entorno rural, sin acceso a la educación y a la sanidad. Durante los años comprendidos entre 1980 y 1984 la administración Reagan reduce drásticamente los presupuestos destinados a la asistencia social a las desempleadas y sobre todo a las madres solteras. El sueldo de las clases obreras baja un 9%, el mismo porcentaje en que se incrementa el salario de las clases más altas. En 1982 el número de pobres debido a la recesión económica es de 1.6 millones. A esta cifra se le suman unos 557.000 nuevos indigentes tras el recorte de los programas de subsidio (Ruíz, DuBois: 2000).

Analizada casi treinta años después, “Mud” tiene muchas más similitudes que diferencias con respecto a la producción dramática anterior, si bien es cierto que plantea nuevos resortes formales que revelan hasta qué punto el teatro de Fornes es profundamente político y antirrealista. Es Bonnie Marranca quien, en un artículo de 1984, “The Real Life of Maria Irene Fornes”, subraya por primera vez el carácter expresionista del lenguaje teatral de Fornes. “Mud es el ejemplo más austero de este estilo producido a este lado del Atlántico” (1984); un lenguaje que vincula con los experimentos teatrales de Bond, Kroetz, Fassbinder, Wenzel etc. y que supone una reformulación del teatro épico brechtiano y del gestus como punto de partida de la creación dramática: los signos proxémicos o kinésicos dejan de caracterizar a los actantes para convertirse primordialmente en significantes de un mensaje político. El esfuerzo titánico de Fornes, doble por ser solitario en el teatro americano, consiste en construir un espacio dramático donde los personajes ya no se definen por su contenido psicológico y donde el peso narrativo de la acción dramática se minimiza en pos de un lenguaje que se convierte en signatura inequívoca de la condición política. En 1992 Marranca vuelve a definir el leguaje fornesiano como teatro épico, y por tanto, como un lenguaje enraizado en el teatro de moralidad medieval. “Si Brecht utilizó esta fórmula para hacer proselitismo de su religión secular del comunismo… Fornes la hace suya para representar las vidas espirituales de las mujeres el tipo de decisiones que toman y el porqué” (1992).

El punto de partida de mi reflexión sobre el teatro de la autora cubano-americana es precisamente este. No cabe duda de que la puesta escena y la selección de elementos teatrales en su obra están mucho más cercanas a una concepción expresionista o antimimética, que, lejos de reproducir los mecanismos de ilusión escénica, provoca que el espectador se distancie críticamente a fin de interrogar nociones incuestionables y desnaturalizar verdades aprendidas. No en vano, Fornes ha sido definida como una “materialista feminista” (Dhawan, 1996). Su método dramático se convierte en un laboratorio en el que desarrollar lo que Judith Fetterley denomina la verdadera función del arte femenino: “oponer resistencia a la propia cultura, historia, y a los textos literarios de los antepasados” a fin de “iniciar el proceso de exorcizar la mente masculina que ha sido implantada en nosotras” (Fetterley, 1978). En otras palabras, el teatro de Fornes es revisionista, pues obliga al espectador a “mirar de nuevo, y ver con nuevos ojos, y a entrar en un texto viejo desde una nueva dirección crítica” (Rich, 1979) con el objeto de crear un foro en el que, en palabras de Linda Gordon, se transforme “lo invisible en visible, el silencio en ruido, lo quieto en puro movimiento” (Gordon, 1986: 21). Si su teatro ha sido definido como un exponente del feminismo cultural, lo es primordialmente porque es el lugar donde se reescriben “mitos y contramitos” (ibid.) con el objeto de desacralizar y desenmascarar los mecanismos de representación de género de la ideología dominante.

Mi propósito es sugerir una nueva lectura de Mud desde estos presupuestos. Dado que la construcción del rol genérico es “tanto el producto como el proceso de su representación” (de Lauretis, 1987), Fornes utiliza, como Brecht en otro sentido, la fórmula melodramática como banco de pruebas para desmitificar y desnaturalizar la iconografía del género femenino. El melodrama no sólo es una forma estética que se opone a la estrategia naturalizadora del realismo y que consigue, por tanto, anular la reinscripción de las relaciones de poder de clase y género. El melodrama, como discutiré más adelante, es el locus donde se interrogan los patrones tradicionales de orden moral y social, y donde “las verdades básicas éticas y psíquicas” se someten a prueba en pos de un nuevo universo moral (Denver, 2003). Como sucede con otras piezas teatrales de Fornes, Mud reescribe además muchos de los resortes del melodrama cinematográfico, en concreto el triángulo amoroso, la pieza clave del romance; y sobre todo retoma la imagen central de la estrella de mar del cortometraje mudo L’étoile de mer (1928) de Man Ray. El resultado es un contradiscurso (discours en retour) en el más puro sentido foucauldiano: Fornes se alimenta de las imágenes tradicionales de las mujeres del arte patriarcal con el fin de subvertir las premisas que las sustentan, y parodia, en el sentido posmoderno (Hutcheon 1985) las convenciones del melodrama. El arte no es, como afirma Sue-Ellen Case, “un espejo de la vida”, sino “una fuerza activa de manipulación social” (1989: 126). Es, por tanto, un fin profundamente político y didáctico el que inspira a nuestra autora: sólo mediante la reapropiación de la imaginería femenina en el arte, dictada por la mirada masculina, se puede desestabilizar los modelos dominantes, les grands récits, de la modernidad. Sólo a través de la reutilización del melodrama se pueden subvertir las tradicionales relaciones de género. Es precisamente un proceso “autorreflexivo” y “autocrítico” cuyo objeto es interrogar verdades interesadas lo que constituye, en palabras de Teresa de Lauretis (2007), la meta de la epistemología feminista.

 

1. Melodrama en Fornes: la parodia antimelodramática y el triángulo amoroso

Gayle Austin en Feminist Theories for Dramatic Criticism distingue tres etapas de crítica feminista que ella aplica en el teatro:

 

1. Trabajar dentro del canon; examinar las imágenes de las mujeres.

2. Expandir el canon: centrarse en las mujeres escritoras; y

3. Dinamitar el canon: cuestionar las nociones básicas de todo el campo de estudio, incluyendo la formación del canon. (1990)

 

Desde los comienzos más tempranos Fornes ha mostrado una preocupación particular por construir un teatro iconoclasta cuyo último fin fuese desmantelar “la casa del amo” pero con las propias herramientas de éste, contradiciendo de este modo la famosa sentencia de Audre Lorde. Dhawan (1996) analiza los comienzos teatrales de Fornes como claros ejemplos de la tradición del teatro del absurdo en tanto que rompe deliberadamente con todos los elementos formales del realismo escénico. Gilman define a la autora como una “parodista radical” (Gilman, 1999); y Worthen (1989) subraya la “teatralidad ecléctica y reflexiva” de la obra dramática fornesiana.

Es en la reutilización del melodrama, no obstante, donde la autora encuentra un campo de experimentación que le permite exponer la ficción de la dinámica de los géneros en el espacio reducido del ámbito doméstico. The Successful Life of 3 (1965) y Molly’s Dream (1968) ilustran cómo Fornes emplea los elementos antimiméticos del absurdo (diálogos esticomíticos dominados por falacias tipo non sequitur; monólogos inesperados; desvaríos verbales; elementos circenses y del vodevil, canciones…) al servicio de estructuras melodramáticas parodiadas (romance con triángulo en el primero; melodrama de frontera en el segundo) con el objeto de exponer las inconsistencias propias de las relaciones entre hombres (dominantes y poseedores) y mujeres (objeto de discordia masculina). Si el conocimiento de lo personal, de la esfera privada, se convierte en lo político por antonomasia (MacKinnon 1982), nada mejor que acudir a la fórmula teatral donde los roles genéricos, con sus pautas de actuación y protocolos sociales, están inequívocamente sobredeterminados, y donde la dialéctica de los sexos se caracteriza por una teatralidad estilizada y, por ende, antinatural.

El melodrama como género teatral popular, absorbido siglos más tarde por la industria cinematográfica norteamericana, ha recibido demasiada atención crítica en los últimos años. William Sypher lo define en su modalidad decimonónica como la “dialéctica de dos fuerzas absolutas en conflicto hacia una resolución: la buena heroína contra el malvado villano” (1981). Peter Brooks en su clásico The Melodramatic Imagination (1976) analiza la aparición histórica del género como la expresión de “la ansiedad” provocada tras la ruptura de “los esquemas de orden moral tradicionales” tras la Revolución Francesa y la pérdida de la “cohesión social” (1976) “La destrucción revolucionaria de las instituciones sociales y la correspondiente erosión de los valores convencionales” trajeron consigo “que las formas culturales y las prácticas significantes dependientes de los mismos comenzaran asimismo a ser cuestionadas” (Murphy 1999). La necesidad de crear un nuevo orden, una nueva cosmología moral, se traduce en la expresión de un deseo que transgrede “las restricciones sociales y las represiones psicológicas” (Murphy 1999). Por ello el melodrama es un género definido por el exceso, por la poética de la histeria, por subordinar el resto de los elementos a un único fin: la exposición de las emociones puras e intensas, o lo que Sergei Balukhatyi en su Poética del melodrama denominó “teleología emocional” (cf. Landy, 1991)


El carácter potencialmente subversivo del melodrama es un hecho ampliamente reconocido. Aunque “moralmente conservador y partidario del status quo político” (Gerould 1994), el melodrama “tiende a favorecer la causa de los desposeídos antes que aquellos en el poder”. No en vano “el tema central de la inocencia oprimida ha sido comúnmente percibido como una incitación a la rebelión contra la tiranía”. El melodrama articula, en palabras de Grimsted, lo no pronunciado, lo jamás dicho, y, por tanto, se convierte en “el eco de los que históricamente han sido privados de voz” (Grimstead, 1971). El teatro de izquierdas ha utilizado muy frecuentemente la fórmula melodramática: desde G. B. Shaw, “el terrorista”, en palabras de Bertolt Brecht (1964: 10), quien desde postulados de socialismo fabiano recurrió a las diferentes variantes melodramáticas de la pièce bien faite (romance, histórico, cristiano etc.) para dinamitar principios ideológicos inamovibles hasta Brecht, Valle Inclán y Artaud. El melodrama se convierte, afirma Juan Carlos Rodríguez, “por su desmesura y por su tan contradictorio ‘populismo’ en el banco de pruebas de todos los intentos posteriores de romper con el teatro burgués” (1984). En el melodrama doméstico, con su visión binaria del mundo, escindida en buenos y malvados, hombres y mujeres, ricos y pobres, cobra un relieve escénico y moral sin precedentes la voz de los desposeídos y los débiles.

Dual por naturaleza, subversivo en tanto que promueve la agitación social y el desafío de las normas, y regresivo al mismo tiempo, pues reinscribe los modelos normativos, el melodrama familiar, adoptado por Hollywood, ha sido el que mayor interés crítico ha generado en los últimos años. El ensayo clásico de Elsaesser, “Tales of Sound and Fury” (1972), seguido de “Notes on Sirk and Melodrama” de Laura Mulvey (1977-1978) han destacado el papel ideológico antagónico del melodrama frente a la ideología dominante sobre todo dentro del sistema de binarios de género. La función del melodrama hollywoodiense durante los años cuarenta y cincuenta es la de formular una crítica devastadora de la ideología dominante y de revelar, a través del sufrimiento de los personajes femeninos (el discurso de la histeria), las fisuras y desajustes del sistema. Mulvey, sin embargo, subraya el carácter aliado del melodrama con respecto a la ideología dominante, pues se convierte en válvula de escape de tensiones irresueltas. Es el vacío irresoluble entre lo femenino y el sistema patriarcal lo que constituye el quid de la contradicción inherente del melodrama.

 

Ante la ausencia de una cultura de opresión coherente el simple hecho del reconocimiento tiene una importancia estética. Hay una satisfacción confusa en ser testigo del modo en que se fragua la diferencia sexual bajo el patriarcado y erupciona dramáticamente en la violencia dentro de su propio terreno, la familia. (1977-1978)

 

Mulvey distingue además en su análisis cinematográfico (1975) el sistema de miradas escindido entre la mirada masculina y la imagen femenina: de un lado, el protagonista masculino, activo y contemplador; de otro, la imagen de la mujer como objeto de deseo (fetichismo erótico) o como la encarnación maligna del Otro sexual (voyeurismo sádico).

Si el melodrama “orquesta conflictos de género a un nivel altamente simbólico” (Gledhill, 1994) y se convierte en el locus de imágenes normativas y transgresoras de lo femenino por antonomasia, no resulta descabellado que sea éste el lenguaje teatral más apropiado para corregir la lente misógina de la cultura masculina dominante a través de la creación de roles subversivos del status quo. Gabrielle Hyslop, en un ensayo clásico titulado “Deviant and Dangerous Behavior: Women in Melodrama” (1985), analiza cómo la heroína se transforma en el portador de la moralidad y la virtud, en un mundo equívoco donde nada es lo que parece y donde se hace perentorio recuperar la legibilidad moral (Gunning, 1994). La mujer del melodrama es la manzana de discordia entre dos polos irreconciliables. El triángulo formado por la heroína, el héroe y el villano es la prueba de fuego de la virtud femenina: madre, esposa o hija, “ángel de la casa”, su obligación no es otra que la de ser “el adhesivo moral que mantiene unida a la familia” (Hyslop, 1985). “Excesivamente virtuosa, naturalmente doméstica y débil físicamente como moralmente fuerte” (1985) es el exponente pasivo del triunfo de una sociedad estable y virtuosa, construida sobre el pilar de la familia. Por el contrario, la heroína que se muestra incapaz de proteger los valores de fidelidad, maternidad, lealtad y obediencia se convierte en la mujer caída y debe sufrir castigo e incluso morir, puesto que encarna el error moral.

Mud opera sobre la base el triángulo amoroso. Mae, “una joven voluntariosa”, “decidida” y “firme en sus propósitos” es la heroína trágica del conflicto entre dos hombres: Lloyd, un veinteañero “de aspecto desaliñado” y enfermizo, desdentado, pero de buen corazón; y Henry, un cincuentón de mente filosófica que apenas sabe leer (1986). Una de las metáforas marinas sobre la que la obra se detiene es la del cangrejo ermitaño cuyas características lee Mae en la escena 9 y que resultan reveladoras de la rivalidad masculina por la posesión del objeto femenino: “En ocasiones [el ermitaño] quiere la concha de otro ermitaño y entonces se produce la lucha. A veces el propietario es desalojado. Otras es el propietario quien gana y se queda” (1986). Aunque en una primera versión, Mud era un duólogo, más tarde Fornes añadió una tercera figura paternal que modificaría, tras diferentes ensayos, en un aspirante más a las atenciones sexuales y cuidados de Mae. De este modo, la obra repite un recurso teatral el dilema de una mujer atrapada entre dos hombres que ya había ensayado en 1965 en The Successful Life of 3 (Él, un joven apuesto y 3, un madurito entrado en carnes, se disputan la posesión de Ella, una joven sexy, 1987) y que dos décadas más tarde repetiría con variantes en “Sarita” (Julio, el amante pendenciero; Fernando, el hombre mayor; y Mark, el chico americano). En palabras de 3, la “rivalidad masculina” se convierte en el juego de tiro de cuerda de los dos aspirantes al uso y disfrute de Ella (1987).

Concebida como un rosario de diecisiete escenas que progresan hacia un final trágico (la muerte de la protagonista) y que algunos críticos han comparado con las estaciones de un vía crucis (Robinson 1997), Mud reutiliza elementos de la tradición melodrámatica como la elección del trío, ingrediente fundamental del romance, y la secuenciación de las escenas, congeladas durante ocho segundos y que “crean la impresión de un fotograma detenido”, algo no muy alejado de los “tableaux” vivientes del melodrama, en su afán moral de “presentar los signos de un modo claro, impactante y sin ambigüedades” (Gunning, 1994). Desde la primera acotación escénica se advierte un marcado interés en crear un escenario alejado del realismo y repleto de connotaciones simbólicas, tal vez bíblicas. El espacio es un cobertizo de madera “de un color y textura parecida a la de un hueso secado al sol”, asentado sobre “un promontorio de tierra de cinco pies [un metro y medio aproximadamente] que cubre todo el perímetro de la habitación” (1986; el subrayado es mío). Gólgota (Gol Goatha, monte de ejecución, en arameo), el lugar de los huesos donde Jesús fue sacrificado, resuena en el desenlace de la obra con el sacrificio de Mae. Baker (2002) apunta la posibilidad de que el nombre de la protagonista (pronunciado [mei]) sugiera un mensaje simbólico de crecimiento y renovación. “Mayo marca la estación de la floración y de nuevos comienzos” (2002). La heroína marca con sus actos, algunos visibles, otros adivinados a través de los diferentes ejemplos de gestus, “el potencial de cambio” (ibid.). Sus deseos de aprender y de comenzar una vida nueva al final de la obra la convierten en el personaje decisivo. En palabras de Fornes, “es su mente la que importa durante toda la obra. (…) Es a causa de esa mente, la mente de Mae, una mente de mujer por lo que la obra existe” (Betsko y Koenig, 1987).

Sin duda, es Mae quien ocupa la posición central. Aparece en dieciséis de las diecisiete escenas. Como Olympia en The Conduct of Life, nunca se muestra desocupada: el carácter mecánico, prosaico de las tareas domésticas en las que la vemos entregada en repetidas ocasiones (la observamos planchar en las escenas 1, 4 y 12; poner y retirar la mesa en las escenas 3 y 4; tronchar judías verdes en la escena 8) nos da una idea de su carácter simbólico como Magna Mater: su función es la de hacer del mundo un lugar ordenado, limpio y la de cuidar y alimentar a quienes viven con ella. La limpieza se convierte en la signatura de un mundo que aspira a ser mejor. Mae quiere “morir en un hospital. Con sábanas blancas. (…) Pies limpios. (…) Así es como voy a morirme. Me voy a morir limpia” (1986). Más tarde, en la mesa no duda en hacerle ver a Henry: “No tengas reparos en comer de nuestros platos. Están limpios” (1986). La limpieza aparece también ligada al conocimiento, pues es sólo este el que puede hacerle abandonar, en palabras de Emerson, “la circunstancia tirana” (1860); el lodo o fango en el que sus vidas están estancadas. “Voy a la escuela y aprendo cosas. Tu eres estúpido, yo no [le espeta la joven a Lloyd]. Cuando acabe la escuela me voy. ¿Me oyes?” (1986). La amenaza está servida desde la primera escena y por eso no resulta sorprendente que Lloyd le dispare cuando está a punto de llevar a cabo su despedida sin retorno.


Las diecisiete escenas desarrollan la búsqueda incansable de Mae del conocimiento como camino hacia una vida mejor, el abandono progresivo de sus tareas domésticas que son relegadas en el acto II a Lloyd (que sorprendentemente, se convierte en el cuidador de Henry) y la lucha de los dos hombres por restablecer a la heroína en su papel único de objeto del deseo masculino. Como Catherine MacKinnon afirma, “el hombre folla a la mujer. Sujeto, verbo y objeto” (1982). Henry, que Mae seduce fascinada por su mente (él sabe leer y bendecir la mesa y usa palabras que ella no entiende pero que la hacen sentir más noble) se transforma en el macho dominante cuando desplaza a Lloyd de la cama de la joven (es ella más bien quien le sugiere a este último el suelo y una manta del cobertizo) y de la mesa. Poco a poco comienza por mostrarse celoso de la existencia de un tercero. En la escena 7 confiesa que la presencia de Lloyd le resulta ofensiva y una escena más tarde le regala a Mae un pintalabios en un intento de revalidar la imagen de la joven como objeto de deseo fetichista. Tras su caída Henry involuciona físicamente: regresa a un estado infantil, cuasi-primitivo, no muy diferente a la animalidad de Lloyd.

La escena que abre la obra es reveladora del miedo masculino ante los movimientos no controlados de una mujer que comienza a mostrar signos de una incipiente autonomía. Mae aprende en la escuela cosas que Lloyd, analfabeto, ignora y que lo sitúan en clara desventaja, en una posición de inferioridad. Mae sabe algo que él desconoce y, por tanto, su rol de subordinada en las relaciones de poder queda en entredicho. No es gratuito que él se empeñe en restarle importancia a lo que ella aprende: “¿Tú crees que aprendes mucho en la escuela? (…) Aritmética, menuda cosa. Yo ya sé aritmética” (1986). Cuando los intentos de minimizar los esfuerzos escolares de Mae resultan en balde, pues ella se niega a hacerle partícipe de su saber, Lloyd cambia bruscamente el tema de la conversación e intenta recuperar su superioridad apelando al signo indiscutible de dominio masculino: el falocentrismo. “Te voy a follar hasta que se te ponga la cara morada” (1986). Mae le recuerda la pérdida de su potencia sexual. La prostatitis que sufre le ha acarreado un problema de disfunción eréctil. “Ya no se te levanta”, la joven le recuerda en el duelo verbal. Lloyd, sin embargo, confiesa seguir teniendo erecciones en un intento desesperado de reafirmar su virilidad. Cuando las palabras parecen no ser lo suficientemente convincentes, Lloyd pasa a los hechos: “en un solo movimiento le agarra de la muñeca, cruza su pierna izquierda y le pone la mano en el escroto” (1986) a la par que le conmina a tocarle y a hacer algo. Cuando los imperativos fracasan, Lloyd cambia de nuevo de discurso y le pregunta por la cena. Si su superioridad sexual ha quedado dañada, Lloyd puede al menos conservar parte de su papel dominante al perpetuar la posición de Mae como subordinada en el desempeño de las tareas domésticas.

Una escena que opera sobre mecanismos similares es la 15. Es ahora Henry quien, tras la caída y su incapacitación física, intenta recuperar parte del dominio masculino mediante la demostración de su erección y potencia sexual:

 

Soy potente. Puedo hacerte feliz Bésame, Mae (Le agarra la muñeca). Crees que un inválido no tiene sentimientos. No estoy inválido en mis partes. Se me pone dura aún. (Le coloca el brazo derecho alrededor de la cintura). Mae, te amo (La sostiene más firme. Comienza a mover la pelvis contra ella). Me corro… (1986)

 

En ambos casos Mae rechaza los avances de quienes sólo utilizan el acto sexual como un signo de perpetuación de la superioridad masculina, o en palabras de Gayle Rubin, como el más claro exponente “del vector de la opresión” (Cf. Cameron 2003). Los ermitaños que se enfrentan parecen condenados a quedarse sin caparazón.

Mud, por tanto, invierte las convenciones del melodrama doméstico en un intento de revelar las contradicciones inherentes al sistema de opresión patriarcal: la restauración de la moralidad del mundo no consiste en la perpetuación de la inocencia y castidad de la protagonista sino en la búsqueda de conocimiento como paso previo a la conquista de la autonomía. En lugar de presentar a la heroína como el mapa en el que se escribe perpetuamente el deseo masculino, o como el “adhesivo moral” de la unidad familiar (ella es hermana con Lloyd, esposa de Henry y madre con ambos) y receptáculo de todo lo que resulta enigmático y perverso, Mae es capaz de subvertir el modelo femenino normativo. Frente a los avances combativos de los ermitaños, ella encarna y se desvía de la imagen surrealista de la estrella de mar.

 

2. L’ étoile de mer (1928) en Mud

Una de las imágenes más poderosas y que mayor discusión crítica han suscitado en Mud es la de la estrella de mar. De los dos pasajes que Mae lee en voz alta uno hace referencia a los cangrejos ermitaños (un símbolo de la rivalidad masculina a la que hemos aludido anteriormente). El otro describe el equinodermo en los siguientes términos:

 

La estrella de mar no puede vivir fuera del agua. Si está húmeda y en la sombra es capaz de vivir durante un día. (…) La estrella de mar mantiene el agua limpia. Una estrella de mar tiene cinco brazos. Por eso se llama estrella de mar. Cada uno de los brazos tiene un ojo en la punta. Estos ojos no ven como nuestros ojos. El ojo de una estrella de mar no puede ver. Pero puede decir si es de día o de noche. Si una estrella de mar pierde un brazo puede hacerlo crecer de nuevo. Esto le lleva casi un año. Una estrella de mar puede vivir de cinco a diez años o quizá más, nadie lo sabe a ciencia cierta. (1986).

 

La identificación Mae y estrella de mar parece un hecho claro en la imaginería simbólica de la obra. Mae, como la estrella, mantiene el entorno limpio y como la misma “viv[e] en la oscuridad y [sus] ojos ven sólo una luz débil” (1986). Se ha analizado la imagen como emblemática de la aspiración de conocimiento de la protagonista, un conocimiento trascendentalista, como apunta Baker (2002), más emocional y basado en la intuición que racionalmente aprehendido, y que se presenta como base moral para descubrir la conducta de la vida, un tema central en Fornes. “Lo que es maravilloso de Mae es su amor al conocimiento”, declara la autora. “El conocimiento es lo amado. No es artista pero venera el arte” (Betsko y Koening, 1989). Como declara Marranca acerca de la dramaturgia fornesiana:

 

El conocimiento conquistado es una forma de poder, una manera de adueñarse de la vida propia, una guía para valorar las cosas importantes, el cultivo de las experiencias mundanas (…) Una de las mayores preocupaciones de Fornes en su obra es la evolución hacia un conocimiento más elevado y trascendente que arranca de un conocimiento sexual. El cuerpo es un cuerpo de conocimiento (Marranca, 1992).

 

Mae es, en palabras de Robinson, “otra de las estudiantes perpetuamente descontentas” del teatro de Fornes: lo que persigue es un conocimiento que le ayude a transformar su vida a fin de encontrar un mundo donde no se sienta “atosigada por los instintos primarios” y donde la espiritualidad tenga cabida (Robinson, 1997).


Gargano (1997) analiza la estrella de mar como una imagen de la “simetría caótica ‘que tiene cinco transformaciones distintas que dejan su forma aparente y su posición intactas’”, o como “el ser fractal por antonomasia” en tanto que “’beneficiario y víctima de la acción dinámica de la naturaleza’” (1997). La lucha de Mae por imponer orden, civilización, espiritualidad… se revela incapaz de acabar con el caos cosmogónico y esta incapacidad de aceptar su animalidad intrínseca y la inevitabilidad del desorden y el azar la convierten en víctima propiciatoria de la dinámica de la vida.

Hasta la fecha la crítica fornesiana no ha relacionado la imagen de la estrella en Mud con la película de Man Ray L’ étoile de mer (1928), pese a la formación pictórica de Fornes en París (1954-1957) y las constantes referencias cinematográficas que existen en su obra dramática. Se trata de un corto de unos escasos veinte minutos de duración, estrenado el 13 de mayo de 1928, de un claro tono onírico, tan grato para los surrealistas, reforzado por el uso de filtros de gelatina que distorsionan intencionadamente la imagen. El título y la trama están basados, presumiblemente, en un poema de Robert Desnos, que también participa en la cinta junto a André de la Rivière y la modelo Kiki de Montparnasse.

 

Poseo una estrella de mar (¿surgida de qué océano?), comprada a un chamarilero judío de la calle Rosiers, que es la personificación misma de un amor perdido, totalmente perdido, del que probablemente no habría conservado este emotivo recuerdo sin ella. Bajo su influencia escribí, en la forma más apropiada para las apariciones y los fantasmas de un guion, lo que Man Ray y yo mismo consideramos un poema sencillo como el amor, sencillo como un buenos días, sencillo y terrible como un adiós. (Desnos, Ray: 2007)

 

Un breve resumen de las líneas argumentales nos ayudará a entender la a relación intertextual con la obra de Fornes. Estamos de nuevo ante un triángulo amoroso: la historia que se nos narra, exclusivamente desde la mirada masculina, es una historia de “amor fou” e inevitable ruptura, dado la naturaleza caprichosa y voluble de la amada. La mujer, misteriosa y evanescente (“la mystérieuse” era el término que Desnos emplea en su poesía, cf. Sitney, 1979) se marcha al final con otro hombre y deja al amante sumido en el dolor, la enajenación y los recuerdos. El surrealismo define el término “amour fou” como un amor loco, salvaje, una especie de rapto de la razón que la visión del objeto amado, inaccesible e incapaz de ser aprehendido, produce. En el metraje la mujer es comparada con Cibeles, una Magna Mater, diosa de la Tierra, superior al propio Zeus, que Freud identificó en Totem y Tabú con una madre castradora de la que el hijo (Attis en este caso), en su rivalidad con el padre, se enamora con una fijación edípica, y a la que sus sacerdotes ofrecían el sacrificio de la emasculación (Belton, 1995: 198). En una de las escenas aparece ataviada con un gorro frigio (Cibeles era en efecto una deidad de Asia Menor) sujetando un cuchillo. La transformación del objeto amado en la diosa ya había sido sugerida en uno de los versos del poema de Desnos (Si belle! Cybèle?). El cortometraje se abre con la imagen una estrella de mar en un tarro de cristal en rotación, y desde ese instante aparece en múltiples planos asociado siempre a la imagen femenina, una femme fatale, castradora, voluptuosa, de apetito sexual voraz e inconstante.

No en vano, el primer intertítulo reza: “Les dentes des femmes son des objets si charmants qu’on ne devrait les voir qu’en rêve on à l’instant de l’amour” (“Los dientes de la mujer son objetos tan encantadores que uno no debería verlos sino en sueños o en el instante del amor”). Inmediatamente se yuxtapone un primer plano del movimiento cortante de los dientes que bordean cada una de las patas de la estrella de mar, que evidentemente, reflejan el miedo masculino a la castración, y que convierten el equinodermo en un símbolo poderoso de la vagina dentata. Si para Robert Desnos la estrella es una metáfora del amor perdido, no es menos cierto que el animal encerrado en un tarro de cristal se convierte en el símbolo de “intento del protagonista de transformar mediante la alquimia a la mujer evanescente e inmoldeable en una abstracción espiritual” (Kuenzli, 1994) a su alcance y bajo su control. Frente a la inconstancia femenina (“Et si tu trouves sur cette terre une femme à l’amour sincère”, esto es, “y si encuentras sobre la tierra a una mujer de amor sincero”) el objeto de la estrella envasada herméticamente ofrece un goce permanente, inalterable, a salvo de la sinrazón que el desamor produce. Les murs de la Santé junto a los que pasea el joven abatido aluden sin duda al manicomio. La pasión dolorosa sufrida por el amante abandonado se refleja asimismo en la saeta de Semana Santa y en la letra de “Los Piconeros” de Imperio Argentina: “Por su curpa, curpita tengo yo negro el corazón”.

Analizada desde el punto de vista de los roles genéricos, L’ètoile de mer construye una visión femenina como objeto de deseo masculino fetichista (sus piernas en contrapicado; su cuerpo desnudo en el lecho; su rostro en primer plano con los labios pintados en intenso carmín; sus pies sobre el libro); y como encarnación del Otro (sexual), diferente y por tanto amenazador, diosa sensual y castradora a un tiempo. La vagina dentata es, señala Ruth Markus (2000), junto a la mantis religiosa, uno de los símbolos más poderosos del surrealismo: permite recrear una visión patriarcal de la mujer como arquetipo negativo, pues ésta se convierte en la Terrible Madre Devoradora, y dibuja un mapa de los temores masculinos, al tiempo que revalida una posición misógina. La actitud del protagonista de la película de Man Ray es la de sustituir a la mujer de carne y hueso por “la fantasía y la creación de un mito” (Sitney 1979). La estrella de mar debe ser encerrada en un frasco hermético. De este modo puede contemplarse con la absoluta seguridad de quien se sabe protegido y a salvo.

La utilización de Fornes de la estrella de mar supone una reapropiación transformada de un símbolo tradicionalmente masculino, con una larga historia en la pintura surrealista, con objeto de construir una nueva narrativa de la feminidad. Como Nora, la protagonista de Ibsen, y como la mujer objeto de Man Ray, Mae aparece atrapada entre dos figuras masculinas dentro de una fórmula esencialmente melodramática. Su huída, sin embargo, no supone la elección de ninguno de los hombres sino el inicio de una nueva vida, autónoma, centrada en el conocimiento y en la búsqueda de un mundo mejor: “Me voy a buscar un lugar mejor en el que estar” (“I am going to look for a better place to be”). “Me voy y ya está” (“I’m going and that’s that”). Por primera vez, la presencia masculina no define ni guía lo que ocupa y preocupa a una mujer: “No me importa lo que hagas”, le dice a Lloyd. “Haz lo que quieras. Henry también. No me importa lo que haga” (1986) A diferencia de la estrella de mar surrealista, Mae no devora sexualmente a sus compañeros: sus avances sexuales, por el contrario, continúan durante toda la obra. En la reescritura del símbolo, la estrella de mar con la que Mae acaba identificándose (“Como la estrella de mar vivo en las tinieblas y mis ojos ven una luz débil. Débil y, sin embargo, me consume”, 1986) se convierte en la imagen de la búsqueda de conocimiento. Si bien es cierto que su muerte a manos de Lloyd cercena la posibilidad de ese inicio, lo que importa, en palabras de Marranca, es el hecho de “Mae es libre porque puede entender el concepto de libertad” (Marranca, 1984). Fornes ha transformado el contenido de la identidad impuesta a la mujer a través del símbolo marino y ha subvertido la estructura melodramática del triángulo amoroso en el que la mujer era objeto de disputa y mapa mudo sobre el que escribir el deseo masculino. Ahora son las palabras de Mae, y no otras, las que resuenan al final de la obra.

 

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MAURICIO D. AGUILERA LINDE | Profesor titular en la Universidad de Granada, España, donde ha estado enseñando literatura estadounidense desde 1992. Profesor invitado en la Universidad de Rutgers, Universidad de Delhi, Universidad de Utkal, Universidad de California en Berkeley, Ateneo de Manila, y académico invitado en Stanford en varias ocasiones, ha estado activamente involucrado en la investigación del drama estadounidense contemporáneo y la ficción corta. Sus intereses de investigación actuales se centran en la diáspora y la memoria, más específicamente en las historias de inmigración de las décadas de 1930 y 1940 y las disyunciones de los marcos de la memoria (“momentos poco hogareños”) y los choques entre lo pedagógico y lo performativo en la literatura poscolonial/étnica. Ha escrito varios artículos sobre el teatro y la ficción breve de Saroyan en revistas como American Drama (Universidad de Ohio) y Zeitschrift für Anglistik und Amerikanistik (De Gruyter), así como varios capítulos sobre las referencias intertextuales de la ficción breve de Saroyan sobre Álvaro Cepeda. Ha sido galardonado con el Fakir Mohan Saraswati Samman 2018 por su traducción al español de la obra maestra de Odia, Six Acres and and a Half.



FERNANDO FREITAS FUÃO | Arquiteto, artista e ensaísta brasileiro, nascido em 1956. Começou a fazer colagens em 1975, no mesmo ano em que ingressa na Faculdade de Arquitetura da Universidade Federal de Pelotas (1975-81). Em 1987 vai a Barcelona cursar o doutorado na Escuela Técnica Superior de Arquitetura, desenvolve a tese Arquitetura como collage. Em 2011, publica o livro A collage como trajetória amorosa (Editora UFRGS). Possui uma série de artigos e ensaios que giram em torno a Collage, assim como textos publicados sobre alguns collagistas. Articula interlocuções da collage com a filosofia, a arquitetura, a psicologia e a educação. Desenvolveu a pesquisa A collage no Brasil, arquitetura e artes plásticas, sob o viés do surrealismo (1992-1995. CNPq). Pertenceu ao Grupo Surrealista de São Paulo, liderado por Sergio Lima e Floriano Martins durante os anos 1990. Ministrou desde então uma série de cursos e oficinas sobre collage. Mantém o blog http://mundocollage.blogspot.com/ e https://fernandofuao.blogspot.com/

 



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