Los toscos campesinos o los depurados
y reiterativos rostros femeninos, de hermosos ojos y fisonomías griegas, ceden su
lugar a estos nuevos personajes estilizados, como prototipos simbólicos que exaltan
también la belleza étnica en que Poleo pareciera complacerse. Toda su pintura hasta
ahora había sido esencialmente dibujística y la composición estaba en ella determinada
racionalmente por un plan previo. En los años siguientes, a partir de 1960, posiblemente
bajo la influencia del “manchismo” de la pintura informalista, Poleo se libera de
toda sujeción planimétrica y geométrica para buscar apoyo en el color y las tintas,
empleadas con la intención de crear en la obra atmósferas infusas, que ya no reflejarán
las posiciones verticalizadas y enhiestas de sus personajes del período surrealista,
sino más bien las zonas intemporales y borrosas de los sueños: atmósferas poéticas
que tienden a cerrarse sobre sí mismas, como una memoria perdida entre las ondas
del tiempo.
Héctor Poleo es el artista que evoluciona
de una época a otra solicitado por el reclamo de contemporaneidad de los conceptos
artísticos, y que al renovarse técnicamente no sacrifica a su nuevo cambio estilístico
los valores esenciales que habían prevalecido en su arte. Lo que sí ha sacrificado
es la actividad del artista comprometido con lo social, en beneficio de una expresión
cada vez más subjetiva y, posiblemente, mística.
Está por verse el papel que el surrealismo ha jugado en el arte
venezolano. Es evidente que este
rol ha sido mejor estudiado en la literatura
y su influencia la encontramos en las
vanguardias de los años 40 y 60;
primero, en los integrantes del
grupo literario Viernes, José Ramón Heredia,
Luis Fernando Álvarez y, sobre todo,
en Otto de Solay luego, en el llamado
Techo
de la Ballena, agrupación
subversiva que tuvo entre sus filas
a Alberto Brandt, por actitud el más surrealista de todos nuestros pintores. Investigadores como el rumano Stefan
Baciu han situado a nuestro máximo
poeta, José Antonio Ramos Sucre,
como el primer escritor de lenguaje surrealista, por orden de aparición,
en Venezuela.
Pero este creador solitario, que
describió paisajes fantásticos,
no tuvo ninguna relación con el movimiento
surrealista de París y dudamos que
se haya interesado por éste. Sencillamente, se nutrió de las mismas fuentes de los surrealistas, es decir, de la poesía
moderna y fue, como aquéllos, gran
lector de los románticos alemanes
y de los poetas simbolistas, de Baudelaire,
Rimbaud, Nerval, Aloysius Bertrand, de quienes adoptó la forma del poema en prosa.
El único artista de la generación
de 1912 en quien vemos asumir una conciencia
del absurdo, que transgrede los planos lógicos de captación de la realidad, fue
Armando Reverón. Sin embargo, la
actitud más congruente de este artista
fantástico, se emparentará más con
el Dadaísmo que con el Surrealismo propiamente. Sin embargo, hablamos sólo de parentesco. Hay que tener cuidado. La única referencia importante
en la obra de Armando Reverón, aparte
de la que procede de su formación
en la Academia de Bellas Artes, es la del
Impresionismo. En la perspectiva que nos interesa destacar aquí, Reverón sólo puede ser visto
como hombre y como constructor
de un cierto tipo de anti-arte,
de objetos complementarios de su pintura, o involucrados en un contexto mágico,
conforme al cual se llenan de un significado esotérico y subversivo. Su concepto pictórico cabe perfectamente
dentro del espacio y la forma naturalistas. Sus fantasías tienen
manifiesto carácter figurativo.
Reverón ignoró el Dadaísmo y el Surrealismo.
Nos interesa su actitud, su idea de lo
fantástico, que en él es absorbido por la vida, de forma tal que ha de llegar a la locura a través
de la vivencia misma de un
orden absurdo, que hace de él (y no de su obra) el verdadero personaje surrealista.
La reacción de signo contemporáneo
contra el paisajismo se resuelve
más tarde, hacia 1936, en un realismo
social, con influencia de la escuela mexicana.
Dentro de este estilo, surge quien va a ser el más ortodoxo de nuestros pintores de imagen surrealista: Héctor
Poleo (Caracas, 1918). Aunque se formó en la Academia de
Bellas Artes de Caracas (de la que
egresó en 1937), fue México el país que contribuyó a la proyección internacional, que muy pronto
iba a hacerse patente en
el estilo con el cual Poleo recogió una temática latinoamericana, de signo social, escapando así al marco localista
de la pintura venezolana. Sus campesinos, esculturalmente construidos, pedían en lo formal
soluciones monumentales, una atmósfera épica, dotada de dramatismo y fascinación,
que se hacen constantes en
su obra y que posibilitan, en una primera etapa, el hallazgo de un humanismo americano que se inspiraba,
formalmente, en la pintura clásica.
Sus obras comienzan por exaltar la belleza física del mestizo, a tiempo que
hacían reflejar en éste los problemas derivados
del colonialismo y el vasallaje. Pintura modelada, aunque de recursos técnicos asombrosamente simples, volúmenes
rotundos y disposición racional, de formas sólidas que tienden al estatismo de la composición. La laboriosa ejecución pone en evidencia el fino
dibujo en contorno que está en la
base de la construcción plástica.
En 1940 inició este realismo de contenido
americanista, que culminó hacia 1944,
año en que Poleo se encuentra de
nuevo en Caracas. Un viaje por los países
andinos le permitió profundizar
la temática campesina, resuelta con
una fuerza que podía compararse con la
del mexicano Diego Rivera. El último cuadro de esta serie es un paisaje pintado en Nueva York, en 1945, y cuyo título,
En lucha por la tierra, era de por sí elocuente; sin embargo, su solución
espacial se apoya en composiciones
en perspectiva de pintores del Renacimiento, tal como se puede apreciar en obras de Guirlandaio
y Benozzo Gozzoli (en temas como la
“Adoración
de los Reyes Magos”). El
paisaje ocupa aquí gran parte del
cuadro y resulta agrandado para enfatizar
su monumentalidad, haciendo de él un
motivo protagónico, de la misma forma
que sucederá en sus primeras obras
surrealistas. Poleo se establece
en Nueva York en 1945, donde disfrutará
más tarde de una beca de la Fundación Guggenheim. Es el año en que termina la Segunda Guerra Mundial. Confesaría
después, que el pesimismo que
lo embargaba hacia esta época, contribuyó
a la visión apocalíptica bajo la
cual enfoca la serie de obras que podemos caracterizar dentro de una etapa surrealista, a lo largo de este
período que va de 1945 a 1949,
uno de los más significativos de su carrera.
En ese año Poleo se radica en París y da término a la etapa mencionada, pasando ahora a una figuración
de signo apolíneo.
La influencia más importante que
actúa sobre Poleo es la de Salvador Dalí
(1904), genial pintor español con quien tiene técnicamente más de un punto en común. Por ejemplo, el gusto de los
grandes espacios abiertos, precisos
y continuos, con objetos en primer
plano, dentro de una perspectiva metafísica,
como se aprecia en “Bacanal”, obra de Dalí pintada en 1939, o como en “Persistencia de la memoria”,
de 1936. Esta misma decoración abierta, decantada y extremadamente detallada en sus planos
lisos, que viola la lógica del enfoque o punto de vista del naturalismo, se encuentra
en la obra del artista venezolano, si bien
en éste los escenarios tienen casi siempre franca relación con el paisaje latinoamericano
y, aún más, con el venezolano. Mesetas
erosionadas, que nacen en su obra como
una premonición del futuro, cuyos signos
quedan demasiado visibles en ciertos lugares
de la geografía que la configuran en el
surrealismo de Poleo una visión derrotista,
con nombre y apellido: el destino del
país, la identidad del habitante, el sometimiento
a fuerzas destructivas, formas del desastre que el poeta transgrede simbólicamente
al plano de las catástrofes bélicas. En
“Ciudad heroica”,
(1945) uno de los primeros cuadros de la serie, vemos una iglesia que podría ser la Catedral de caracas sostenida por puntales, destacando en un orden de arquitectura bamboleante, para indicar que el último
punto de resistencia se quebrará muy pronto.
Es la destrucción ecológica, que aquí ha cavado cráteres milenarios, absolutamente idénticos a sí mismos, como es el tiempo fijo. La noción de intemporalidad se pone de manifiesto en todo el período de figuración escultural
de Poleo, incluyendo a sus pinturas del
realismo social, con sus sólidas configuraciones de personajes andinos. Lo apreciamos también en la etapa surrealista, intensificada a su extremo más tenso, aquél en el cual se anula. Gravedad tensa y expectante, más allá de la cual nada
puede pasar, porque ya se ha superado el límite
de la esperanza; la neutralidad del sufrimiento,
más bien, en que los personajes se concentran
para reconocerse como individualidades, pero también como tipos ideales, impone al tiempo una presencia misteriosa que
escapa del instante y que pareciera fijarse en un marco supraterrenal. Es un impulso hacia
lo simbólico, constante en Poleo, por el
cual la anécdota es sacrificada a lo inmemorial,
el individuo al prototipo humano, el tiempo
a la eternidad. Aun cuando se deja seducir
por las conformaciones sádicas a lo Dalí, tal como se aprecia en una serie de gouaches de 1947, Poleo vuelve reiteradamente a la figura clásica, al hombre cuya integridad
física es respetada sólo para inscribirla en los signos de devastación, en muros destrozados
que enmarcan otros episodios, lánguidas
figuras o rostros nostálgicos, sufrientes. Obsérvese su obra más importante, pintada en 1947, “Regreso a la noche”,
que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Se trata, evidentemente, de una obra inspirada
en el desastre de Hiroshima, al que se
alude al fondo de un paisaje enervado,
visto a través de un hueco de forma acorazonada,
abierto en el muro; apreciamos una secuencia
simbolizada en tres momentos: el hongo atómico
al fondo, luego una pareja de jóvenes enmarcada por un portarretratos que no es
más que el hueco de una ventana incrustada
a un muro despedazado y finalmente la
habitación donde están las dos figuras
femeninas, distantes y aisladas a su vez
entre sí por la barrera de un brocal. Del cuadro que ha estado allí, colgado en el fondo de la habitación,
queda sólo el marco, que deja ver la pared
en la cual se abre el boquete, y por éste,
descubrimos el plano de la pareja, en perspectiva,
ya descrito. Pero es que ¿el cuadro estuvo
allí llenando ese marco de madera carcomida,
o sencillamente consiste en todo eso:
en la pared y el paisaje con sus figuras al fondo? La realidad es ambigua y así nos la muestra Poleo en esta obra. No
sabremos dónde termina la memoria y dónde
comienza lo real. Las obras de este período reflejan las obsesiones de Poleo, el
terror cruel de la noche, que él atribuye al fin de la civilización, después de lo ocurrido en Hiroshima. Las visiones surrealistas dejan de ser, por esto, manifestaciones ortodoxas de un estilo pictórico que vio en las asociaciones oníricas, una puerta de acceso al juego. O, como decía Dalí: “La fotografía coloreada de la irracionalidad concreta
y del mundo imaginario en general”. Para
Poleo, lo fantástico es la verdad de lo
terrible, no una demostración de los recursos
de una pintura entendida como vía de escape a los sueños, por omisión de la realidad, por voluntad de escándalo. De aquí su capacidad significante, su atmósfera que compromete la sinceridad de un artista
latinoamericano, que se ve a sí mismo
reflejado en una angustia que él hace
suya. Esto se puede apreciar en la serie
de los autorretratos, que pinta entre
1947 y 1949, y con la cual pone fin a
la etapa surrealista. Autorretratos extraños,
en los cuales aparece nuevamente ese reiterado
marco físico, tan pronto de madera como
de concreto, y que no sirve tanto para rodear la figura vejada, envejecida, lacerada,
reducida a su caricatura, como para apuntalar el simulacro de su derrumbe, la “emoción pública” de su caída, como decía Balzac. Apuntalada para que no se caiga, como un parapeto de Jerónimo Bosch.
Un subterfugio, un clisé de la
cultura popular, y pone al descubierto la comicidad de esta relación entre un plano fingido y un
plano real. Un poco antes, Poleo había dicho que sus personajes están obligados a mirar de frente como si posaran
para un público; pero no amplía la perspectiva
natural utilizando un recurso mecánico como el telón, sino que acude a un equivalente
metafórico de la decoración
arquitectónica, que aparece y desaparece, con sabia disposición metonímica, detrás o a los lados de sus peripuestas
figuras. El marco arqueológico, como en
la perspectiva del realismo del siglo XIX, está resumido en estos elementos esenciales en que
se apoya la anécdota, y hace de lo que rodea
al individuo el ambiente mismo donde, desamparado y al descubierto, provoca en el espectador
una cierta sonrisa.
El tiempo es una dimensión que tiene
valor para la pintura como verificación
de los procesos que llevan
a la creación y, por tanto, a su fijación y detención del producto artística Rara vez la crítica repara ante
la importancia que, dentro del espacio de la obra, llega a tener el tiempo. La cronología, la periodicidad,
el currículum, son como los casilleros que, al aprisionarla, se encargan de privar a
la obra de su continuum para hacer de ella un objeto. Por esta inserción, la vida del artista,
ella misma, corre el peligro de trocarse también en objeto, paralelamente a la obra,
impidiendo que la conciencia
del tiempo sea aprehendida como una relación viva y, en consecuencia, como una categoría de valor de la obra de
arte (independientemente
de que ésta sea un objeto fijo o móvil). El tiempo físico debería ser, así pues, objeto de estudio de la obra de
arte.
JUAN CALZADILLA | (Venezuela, 1930) es un poeta, ensayista, artista plástico y crítico de arte. Fue cofundador del grupo El Techo de la Ballena, en 1961, así como de la revista Imagen (1984). Ganador del Premio Nacional de Cultura de Venezuela 1996 Mención Artes plásticas. En su extensa obra poética, encontramos libros como Primeros poemas (1954), Dictado por la jauría (1962), Ciudadano sin fin (1969), El ojo que pasa (1979), Principios de Urbanidad (1997), Diario sin sujeto (1999), Aforemas (2004) y Noticias del alud (2009). Este ensayo pertenece al libro Movimientos y vanguardia en el arte contemporáneo en Venezuela (1978), gentilmente enviado por su autor.
TRAVIS SMITH (Estados Unidos, 1970) | Artista gráfico conocido por diseñar carátulas de álbumes para bandas de heavy metal. El periódico Chronicles of Chaos lo considera sin duda uno de los artistas gráficos más talentosos del heavy metal actual. Entre 1998 y 2022 ha realizado más de 100 proyectos gráficos completos (no solo las portadas) para varias bandas de heavy metal, incluyendo Devin Townsend, Katatonia, Nevermore, Opeth, Anathema, Black Crown Initiate, Soilwork, King Diamond, Novembre, Avenged Sevenfold, Strapping. Young Lad, Perséfone, Riverside y Overkill. La base de su trabajo consiste principalmente en la creación completa del arte de cada álbum. Es conocido por un estilo oscuro e introspectivo que se basa en gran medida en la fotografía, compuesta digitalmente con varios otros medios. También se utilizan texturas acrílicas, así como acuarelas, pasando por un proceso de digitalización y posterior superposición sobre matrices fotográficas. Tenerlo con nosotros como artista invitado es una forma de reconocer la belleza de su creación. En una breve conversación, nos autorizó a utilizar todo este material.
Agulha Revista de Cultura
Série SURREALISMO SURREALISTAS # 13
Número 212 | julho de 2022
Artista convidado: Travis Smith (Estados Unidos, 1970)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
concepção editorial, logo, design, revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS
ARC Edições © 2022
∞ contatos
Rua Poeta Sidney Neto 143 Fortaleza CE 60811-480 BRASIL
https://www.instagram.com/floriano.agulha/
https://www.linkedin.com/in/floriano-martins-23b8b611b/
Nenhum comentário:
Postar um comentário