BREVES APUNTES SOBRE METODOLOGÍA Y DIALÉCTICA
En el seno de la Table ronde internationale
du C. N. R. S. (Centre Nacional de la Recherche Scientifique), y su publicación
Collage et montage au théâtre et dans les autres arts durant les années vingt,
no se eligió directamente el collage y el montaje como objetos de estudio sino que,
tras una búsqueda del nexo que permitiera relacionar el teatro con otros registros
expresivos, concluyeron que era precisamente la interdisciplinariedad de esos registros,
el punto de unión que buscaban (Denis Bablet, 1978), siendo, tal y como lo ha propuesto
Erika Billeter en esta misma publicación, no únicamente una cuestión técnica, sino
un problema artístico nuevo, “la integración de la realidad en el mundo de los cuadros
artificiales” (Denis Bablet, 1978). Tampoco en las jornadas de estudio organizadas
por Claude Amey y J. P. Olive en la Universidad Paris y la MSH Paris Nord en noviembre
del 2002, se estableció el fragmento como objeto en sí, sino en tanto que elemento
susceptible de sintetizar la nueva situación cultural, caracterizada por haberse
enfrentado a un cuestionamiento inaudito de las fronteras que separan el arte de
la vida (Claude Amey et J. P. Olive, 2004).
El Grupo m de semiótica encuentra
la intertextualidad del collage en su supuesto lenguaje al definir no ya el collage,
sino su técnica, en la toma de un cierto número de elementos de obras, objetos,
mensajes preexistentes, y en su integración posterior en una creación nueva para
producir una totalidad original en la que se manifestaron rupturas de distintos
tipos (Groupe m, 1978), y aún más cuando este grupo de investigación hace partícipe
a las operaciones de selección y combinación de las partes constitutivas del discurso
semiótico (Groupe m, 1978). Henri Béhar, al tratar la literatura de vanguardia y
aplicarle el principio de collage, afirma que éste mina no los canales de transmisión,
los referentes situacionales, contextuales, o la sustancia, la forma del mensaje
o el mensaje mismo, sino los propios códigos del lenguaje (Henri Béhar, 1988). No
podemos interpretar su interdisciplinariedad en la trascripción o transposición
de un canal a otro (Henri Béhar, 1988). La ruptura de géneros es una de las características
intrínsecas al collage, y la aportación más importante del dadaísmo quizás sea la
de hacer definitiva esta confusión, fase fundamental en la liberación de la poesía
del dictado del lenguaje (Henri Béhar y Michel Carassou, 1996). Por esta razón la
semiótica es la disciplina que más ha estudiado el collage recientemente, aunque
incluso el grupo m haya cuestionado la posibilidad de una definición definitiva
(Groupe m, 1978). Como ejemplos de acercamientos al collage y al fotomontaje desde
la semiótica, podemos citar las ponencias presentadas por Yve-Alain Bois –“The Semiology
of Cubism”– y por Rosalind Krauss –“The Motivation of the Sign”– en el simposio
Picasso and Braque, celebrado en Museum of Modern Art de Nueva York en 1989,
ambos a partir de las teorías saussurianas que establecen la arbitrariedad del signo
(James Leggio, 1992). Benjamin H. D. Buchloh, por su parte, atribuye a Rosalind
Krauss el haber sido la primera en aplicar la semiótica de Peirce a la obra de Duchamp
y de otros artistas seguidores (en “Pintura, índice, monocromo: Manzoni, Ryman,
Toroni”, Benjamin H. D. Buchloh, 2004). Por otra parte, y en relación al collage
surrealista, es imprescindible recordar el trabajo de Elza Adamowicz, 1998. Quizás
haya sido Umberto Eco pionero en acercarse desde la semiótica al collage y a fenómenos
plásticos cercanos (Umberto Eco, 2002).
En cambio, todo apunta a
que, cuando se hubo tomado plena conciencia del collage y pudo citarse algunos de
sus precedentes literarios, desde Baudelaire y Rimbaud hasta Lautréamont, Mallarmé
y Jarry, es decir, con la revisión del surrealismo, se supo que, más que conformar
un lenguaje nuevo, el collage buscaba la disolución misma del lenguaje. Esta ofensa
a lo establecido, que empieza de lleno con la vertiente pictórica, ya se centró
mucho antes en preocupaciones similares dentro del terreno literario –por ejemplo,
la confrontación de la imprenta y del periodismo con la alta literatura por parte
de Mallarmé (Del periodismo lamenta Mallarmé su función de reportaje basado en “narrar,
enseñar, incluso describir”, contagiando a otros géneros literarios. En cambio,
él se apropia de la tipografía en Un coup de Dés para sus propios fines metalingüísticos:
“Un libro como no me gustan, los desparramados y privados de arquitectura. Ninguno
escapa decididamente, al periodismo… La excusa, a través de todo este azar, que
el ensamblaje se ayudó, solo, por una virtud común”, y “hay que cortar siempre el
comienzo y el fin de lo que se escribe. Nada de introducción, nada de final”, Stéphane
Mallarmé, 2002. Mallarmé no desprecia la imprenta, pero sí el hecho de que el periodismo,
consecuencia de su mecánica, tan sólo haya legado a los otros géneros un afán representativo
que niega la autonomía, no de la narración ni de la poesía tan siquiera, sino del
libro mismo, principal objetivo en su carrera poética.) –, no puede responder únicamente
a razones artísticas incapaces de explicar por sí mismas los cambios acaecidos en
la Historia del Arte. El lenguaje, tanto literario como plástico, es atacado por
ser la emanación de un estado de separación que acarrea cierta sociedad en una determinada
época y, por tanto, hablando de alienación, atañe a la dialéctica fundamental existente
entre el sujeto y el objeto. El lenguaje artístico es atacado en tanto que es el
producto de un desajuste general entre la expresión cultural y su época. Es en este
fenómeno donde radica nuestro punto de vista histórico.
No se trata, en lo referente
al collage y sobre todo al ready-made, de diferenciar y suponer qué es una
obra de arte y qué no lo es (Hans Sedlmayr sitúa la superación del querer hacer
arte como una de las consecuencias de lo que él denomina “revolución del arte moderno”.
Hans Seldmayr, 1990). Más al contrario, es necesario buscar los puntos comunes que
el arte tiene con los restantes trasuntos vitales, y éstos se encuentran indudablemente
en la dialéctica sujeto-objeto que, hasta el siglo XIX, se había resuelto según
los principios aristotélicos de mimesis y diégesis. Hegel, al ubicar el trasunto
estético en esta dialéctica, vuelve a unificarlo con el resto de las disciplinas
de la filosofía y con los demás aspectos fenomenológicos de la vida, mientras que
Kant hizo depender la estética del juicio en función de los principios de placer
y displacer. Para Hegel hay un soporte universal objetivo que se define por la dialéctica
misma. Es más, su filosofía es una filosofía de la estética y se desprende de ella:
“La filosofía del arte constituye un anillo necesario en el conjunto de la filosofía”
(G. W. F. Hegel, 1997), junto con la religión y la filosofía misma, tres estratos
del desarrollo del espíritu que podemos identificar con tres niveles de conocimiento:
en el mismo orden, el arte es la manifestación sensible del Espíritu Absoluto, la
religión su manifestación sentimental y la filosofía el concepto sistemático racional
(G. W. F. Hegel, 2003). Según este argumento, el arte en su evolución busca la reconciliación
de la idea con la materia, siendo esta última la necesidad del sujeto en su superación.
El arte surge de este enfrentamiento, por lo que el sujeto necesita del objeto para
conocerse a sí mismo (el hombre, al ser consciente necesita materializarse, y en
ocasiones encuentra en los objetos la manera de hacerlo: “a través de los objetos
exteriores, intenta encontrarse a sí mismo”. G. W. F. Hegel, 1997) y –utilizando
con este fin el pensamiento– para que la idea se manifieste a los sentidos, constituyendo
ella la forma que actúa sobre la materia objetiva y que bien puede acoplarse de
manera simbólica, artificial o independiente. Es así que el arte constituye una
segunda naturaleza, pero que, frente a la estética de Kant, necesita de la autonomía
del objeto para poder vislumbrar la dialéctica base (respecto al idealismo subjetivo
de Kant, Hegel apunta: “Pero incluso esta conciliación total o en apariencia es,
a fin de cuentas, sólo subjetiva, es decir, realizada por el sujeto, y existe sólo
en virtud de su juicio; no responde a la verdad y a la realidad en sí”, G. W. F.
Hegel, 1997). La belleza natural ya no es el fin de la estética en tanto que filosofía
del arte, sino la particularización sensible del concepto, el acoplamiento de la
idea a la forma sobre la materia (“Esta filosofía del arte comprende … la idea de
lo bello en el arte, o el ideal considerado en su generalidad”, G. W. F. Hegel,
2003). Sólo atenderá a la belleza que emana del Espíritu mientras que el objeto
sólo saldrá de su finitud y de su dependencia de sí mismo en el momento en que el
sujeto lo hace bello, acto por el que este último –entendido como abstracción– perderá
su condición (G. W. F. Hegel, 2003).
Las interpretaciones que
se han ido sucediendo a lo largo del siglo XX, la psicología de la percepción, el
formalismo de Greenberg y la aplicación de la lingüística de Saussure al arte mediante
la semiótica, tienen en común la necesidad del subjetivismo para que se produzca
un juicio estético, una supremacía del sujeto que lleva a desvirtuar la realidad
exterior, y cuyos medios impositivos sobre el objeto han llegado a presentarse como
objetos en sí mismos, mientras que se tornan en instrumentos con el análisis postestructuralista
de Barthes, Derrida y Kristeva. El proceso de autonomía del lenguaje retrocede,
según Michel Foucault, al siglo XIX, entre otros factores por el nacimiento de la
gramática, que deriva en la lingüística como ejercicio metalingüístico. En realidad,
cuando la semiótica se desarrolle durante los años sesenta del siglo pasado, el
lenguaje ya está objetivado. Como este último pensador citado señala, en el siglo
XVI el lenguaje no era “un sistema arbitrario; está depositado en el mundo y forma,
a la vez, parte de él, porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como
un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que
descifrar. La gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee
para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho
más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas,
las hierbas, las piedras y los animales” (Michel Foucault, 2004). Es en aquel entonces
cuando el lenguaje adquiere, ante todo, la naturaleza de ser escrito, mientras que
los sonidos de la voz pasan a ser su traducción precaria. En cambio, es en el siglo
XIX cuando el lenguaje se repliega sobre sí mismo, “adquiere su espesor propio,
despliega una historia, unas leyes y una objetividad que sólo a él le pertenecen.
Se ha convertido en un objeto de conocimiento entre otros muchos: al lado de los
seres vivos, al lado de las riquezas y del valor, al lado de la historia de los
acontecimientos y de los hombres” (Michel Foucault, 2004). Enseguida se impone sobre
la comunidad que lo practica, dada su responsabilidad histórica en el conocimiento
de la realidad: “La interpretación, en el siglo XVI, iba del mundo (cosas y textos
a la vez) a la Palabra Divina que se descifraba en él; la nuestra, en todo caso
la que se formó en el siglo XIX, va de los hombres, de Dios, de los conocimientos
o de las quimeras a las palabras que los hacen posibles; y lo que descubre no es
la soberanía de un discurso primero, es el hecho de que nosotros estamos, antes
aun de la menor palabra nuestra, dominados y transidos ya por el lenguaje” (Michel
Foucault, 2004). De esta manera las alternativas respecto al objeto exterior, cercado
por “un acto de conocimiento puro de toda palabra”, se reducen a dos: “hacerlo transparente
a las formas del conocimiento o hundirlo en los contenidos del inconsciente”, de
ahí el formalismo del pensamiento y el psicoanálisis. Incluso ambas finalidades
pueden imbricarse en un terreno común, el del estructuralismo y el de la fenomenología,
por ejemplo, en la “tentativa de poner al día las formas puras que se imponen, antes
de todo contenido, a nuestro inconsciente; o a un esfuerzo por hacer llegar hasta
nuestro discurso el suelo de la experiencia, el sentido del ser, el horizonte vivido
de todos nuestros conocimientos” (Michel Foucault, 2004).
Así como Marshall MacLuhan
encuentra la objetivación moderna del lenguaje a partir de la imprenta, Jean Clair
localiza esta cosificación a finales del siglo XVIII en el nacimiento mismo de la
lingüística (con los estudios de J. G. Herder y Johann G. Hamann) dentro del marco
del primer romanticismo alemán y de sus investigaciones sobre la identidad nacional
a partir de los caracteres del idioma (Johann Gottlieb Fichte). Se trataba de buscar
un origen natural al lenguaje, un carácter orgánico impropio por su idiosincrasia
constructiva. Esta confusión coincide en el tiempo con el comienzo de la industria
que presenta sus productos de fabricación desconocida al consumidor como si existiesen
desde la eternidad, aspirando a imitar el comportamiento orgánico de las formas
naturales. Es más, estas investigaciones de tipo romántico tienen como precedente
las de Giambattista Vico que, un siglo antes, ya había intentado encontrar el origen
de las palabras en las onomatopeyas y en las palabras monosilábicas, de las cuales
se desprende su carácter meramente emocional. Cuando Jean Clair distingue en el
lenguaje la función comunicativa de la expresiva, y encuentra la abstracción de
la expresión en las consecuencias de estos primeros pasos hacia la lingüística,
nosotros entendemos que la función expresiva es la manifestación de la palabra misma,
que corre de forma paralela a la función del collage y del ensamblaje consistente
en manifestar unos objetos que se nos han presentado absolutamente opacos dentro
de una nueva naturaleza. Así que si Clair piensa que por esta razón el expresionismo
ha sido el único lenguaje del siglo XX que ha permanecido en el tiempo, nosotros
creemos que esta función expresiva es en el fondo manifestante y, por lo tanto,
se encuentra en la base de los restantes ísmos. De esta función únicamente reveladora
de la palabra y del objeto del pensamiento romántico alemán, nace la fenomenología
de Hegel que estudia la relación del sujeto con el objeto. Ya no habrá valores universales,
pero tampoco por esta razón éstos deben ser sustituidos por otros subjetivos, sino
desconocidos, impenetrables (Jean Clair, 1998).
En la discusión en torno
al collage ya no podemos hablar de obra de arte, ni tan siquiera para preguntarnos
qué es y qué participa de su categoría. Su dilema implica un cambio en la percepción
acontecido en el XIX y que se materializará culturalmente en la centuria siguiente,
no sólo del lenguaje, sino de todo el conjunto de los objetos de la realidad exterior.
EL COLLAGE
COMO FENÓMENO HISTÓRICO
Si entendemos el arte como el encuentro
de dos categorías opuestas, la materia y la forma, la atención tanto tradicional
como de sus derivaciones actuales ha tendido a centrarse en la forma, por entender
que es ahí donde se localiza la acción del artista, el lado subjetivo de la creación.
El predominio de unas técnicas muy definidas hasta el siglo XX –en pintura ante
todo el óleo sobre lienzo, la acuarela, etc.–, también ha condicionado considerablemente
este punto de vista; incluso es necesario para establecer un paralelismo entre lenguaje
y artes plásticas, entendiendo las palabras, los fonemas y sus códigos, como correlatos
de la materia empleada en las artes plásticas, que hasta el siglo XIX era muy concreta
y cuyo manejo era fruto de una formación en principio artesanal y luego académica.
No sólo la aplicación del
lenguaje, también la psicología de la forma, pues lo que sostiene el uso lingüístico
es la psicología tal y como advierte el propio Saussure. El predominio del kantianismo
en las corrientes de interpretación enturbia la dialéctica sujeto-objeto, así como
la de la forma-idea derivada. En este ocultamiento, la materia queda relegada y
olvidada sin permitir calibrar y ahondar en las aportaciones del arte contemporáneo
en toda su magnitud porque, al margen de la abstracción, de la pérdida formal de
la representación, la introducción de nuevos materiales es lo que ha propiciado
la conexión de la obra con el exterior y su posterior disolución, si bien también
la abstracción llevada a su último grado (por ejemplo la tela monocroma, Denys Riout,
1996), ha convertido el cuadro en un objeto más que se agrega a la realidad objetiva,
perdiendo su ficción potencial al hacer de su superficie una opacidad que no permite
que la visión penetre en ningún espacio irreal, y todo esto unido a la importancia
del gesto, que concibe la pintura sin principio ni fin, como un ensayo, la materialización
de un ejercicio que se prolonga en series de cuadros perdiendo éstos un valor per
se. La primacía de la forma no sólo atañe a la semiótica del arte, a la psicología
de la forma y al formalismo en general, se remonta a la historia de los estilos
de Wölfflin y a los estudios simbólicos e iconográficos de Gombrich y Panofsky.
Y no sólo eso: al ignorar la crítica y la historia la importancia de la materia
al margen de su manipulación, al sistematizar los recursos materiales en un lenguaje
–muchas veces por la misma actividad del artista al repetir los medios por él descubiertos
hasta convertirlos en una técnica–, se desecha la selección como acto creativo.
Llegados a este punto formulamos
la siguiente pregunta: ¿forma parte el collage de la historia material del arte
contemporáneo? Si contestásemos afirmativo de manera rotunda sesgaríamos la dialéctica
forma-materia. Y aunque es cierto que la aportación del collage al arte es sobre
todo material por extenderlo a todo tipo de sustancias y objetos posibles, este
hecho tan sólo constituye una base que necesita ser confrontada con la manipulación
que posteriormente sufren estos materiales por parte de los creadores. Verdaderamente,
a partir de esta apertura de límites, el artista podrá crear sus propios materiales,
que además pasarán a identificarlo en cierta manera, o simplemente podrán ser escogidos
y descubiertos; pero con el concepto de collage se puede tomar un material que ya
esté íntegramente constituido formalmente (un ready-made o un objeto natural),
incluso con su propia iconografía preexistente (una fotografía o una ilustración).
De esta manera, el collage se desplaza desde el material hasta la propia iconografía.
Las imágenes visibles tanto en un collage novelado de Ernst como en un fotomontaje,
incluso en los combine-paintings de Rauschenberg, lógicamente no tendrán
el mismo funcionamiento que en la pintura ilusionista anterior, aunque esto no impide
su valoración plástica e iconográfica. El collage supone la apertura a cualquier
tipo de materiales y componentes con tal de que sean enfrentados en la obra, tanto
por ser distintos (desde el papier collé cubista hasta el combine-paintig)
como por contener imágenes que no se corresponden lógicamente (collages de Max Ernst),
o por contraponer irracionalmente distintas formas (fotomontajes dadaístas). No
se trata sólo de una cuestión material (tampoco se restringe a lo formal y a la
negación de la imagen, tal y como creyeron Clement Greenberg y sus sucesores), pero
el collage rescata las posibilidades materiales como contenido connatural a él en
todos los sentidos posibles (discursivo, poético, sígnico, narrativo, simbólico…
y sobre todo constructivo), tras haber permanecido ocultas desde la sistematización
de las técnicas en la artesanía y posteriormente en la Academia. Así, el collage
es capaz incluso de romper el concepto técnico. Esencialmente la obra artística
se disuelve por una ruptura de los marcos, ahora que su propio concepto es susceptible
de ser aplicado a la realidad misma.
De esta dialéctica entre
materia y forma se desprende una dualidad crítica: el idealismo objetivo de Hegel
y el materialismo histórico de Marx. Como bien señala Florence de Mèredieu, la historia
material del arte atañe tanto a la “realidad física concreta” del idealismo objetivo,
como a las “infraestructuras socio-económicas” del materialismo histórico. Ambos
mantienen en cierta medida un punto de vista histórico, al menos evolutivo, si bien
con el materialismo histórico éste pasa a formar parte intrínseca de los fenómenos.
Este punto de partida permite analizar el trabajo de aquellos artistas que se han
mantenido tanto en la tradición dialéctica como los que no, es decir, los que han
buscado la liberación del concepto (minimalismo y arte conceptual) como a los que
persiguen la liberación del espíritu (Malevitch, el surrealismo, Klein, Beuys…)
(Florence de Mèredieu, 2004), siempre que partamos de la obra misma con el fin de
desvelar los factores históricos que participan de su creación.
NUEVA CONCEPCIÓN DE LA REALIDAD
Según la evolución estética de
Hegel se suceden tres grandes épocas: la simbólica –con hegemonía de las artes orientales–,
la clásica –caracterizada por el equilibrio entre la idea y su materialización sensible–,
y la romántica –determinada por el triunfo del cristianismo y la superación espiritual-.
El criterio distintivo es el grado de liberación del espíritu de la primera situación
de extrañamiento del sujeto frente al objeto. Para que ambos –sujeto y objeto– se
liberen de su aislamiento, necesitan involucrarse en cierta objetivación del sujeto
para que el objeto se subjetive. De esta manera ya no viven los dos en sí mismos
sino para sí mismos. Este concepto de extrañamiento que para Hegel es el origen
de la cultura (G. W. F. Hegel, 2000) y que tan bien puede explicar el primer acercamiento
electivo del creador al objeto preexistente para integrarlo en una estructura nueva
–el collage–, es en sí la base de todo fenómeno, es decir, es a-histórico. Sólo
el avance en la liberación del espíritu permitirá establecer una evolución que tras
la época romántica llega al polémico “fin del arte” anunciado por Hegel, el cual
según nuestra exposición es entendido como la superación de la sensibilidad artística
hasta alcanzar la manifestación sentimental del Espíritu propia de la religión y
la racionalidad sistemática filosófico-científica, prosiguiendo de esta manera los
anillos consecutivos de la filosofía establecida por este pensador. Consecuentemente,
podríamos justificar desde su estética la desmaterialización que ha sufrido la obra
de arte tras la Segunda Guerra Mundial, desde la objetividad hasta el concepto pasando
antes por el lenguaje expresionista abstracto a pesar de las divergencias existentes,
porque este desprendimiento de la materia ya lo experimentó el arte al final de
la etapa romántica hegeliana al elevar la poesía a la hegemonía que Hegel sitúa
más allá de cualquier material posible –incluso de la palabra escrita o hablada–,
al reunir las restantes artes en su universalidad por ser el mejor medio de manifestación
del Espíritu (G. W. F. Hegel, Estética II, 1988). Con la poesía el símbolo
se hace signo: “La poesía es el arte general, el más comprensivo, aquel que ha conseguido
elevarse a la más alta espiritualidad. En la poesía, el espíritu está libre en sí,
se ha separado de los materiales sensibles, para hacer de ellos signos destinados
a expresarla. El signo no es aquí un símbolo, sino algo completamente indiferente
y sin valor, sobre el cual el espíritu ejerce un poder de determinación” (G. W.
F. Hegel, 1997). Julia Kristeva aún distingue el símbolo del signo en un marco histórico,
produciéndose el paso de uno al otro a finales de la Edad Media en función del poder
reificador del símbolo respecto a las trascendencias universales, mientras que el
signo refiere a unidades más concretas, aunque ambos compartan el carácter dualista
y el poder jerarquizante. El signo proyectaría las cualidades del símbolo sobre
una realidad concreta. Y mientras los símbolos se encadenan de manera disyuntiva
pudiendo excluirse entre ellos o simplemente no alcanzando la conjunción, el signo
se encadena de manera no disyuntiva (Julia Kristeva, 2001). Al respecto,
debemos advertir de que si llegamos a considerar signos los fragmentos de un collage,
podríamos soldar las fracturas que hacen de él un collage propiamente dicho, para
lo cual tendríamos que liberar el signo de su función significadora, tal y como
han sugerido los últimos posicionamientos de la semiótica en los años sesenta y
setenta.
Con esta superación de orden
espiritual también se liberó la realidad objetiva exterior, la cual verá nacer su
representación en la poesía burguesa y en la pintura de género holandesa, es decir,
en el marco de una sociedad burguesa protocapitalista. Ante esta representación
de la realidad, Hegel se pregunta directamente si estamos ante un hecho artístico
propiamente dicho, localizando la posible respuesta en las habilidades técnicas
del artista. Quizás este último tipo de obras, cuyos criterios miméticos han prevalecido
hasta el siglo XX reproduciendo el extrañamiento entre sujeto y objeto, reflejan
nuestro desconocimiento técnico de una realidad que es ajena precisamente por estar
representada. Ésta es la situación general en que se encontraba el espectador de
principios del siglo anterior, mientras que el estatus alcanzado por la pintura
era correlativo a los bienes de consumo que la Revolución Industrial puso en circulación.
Si la alienación en Hegel es fenomenológica a pesar de su perspectiva histórica,
la de Marx es histórica en sí misma, de la misma manera que la dialéctica para Hegel
es la ciencia del desarrollo de una conciencia, y para Marx es la ciencia del movimiento
de la materia determinado por la historia (“De Hegel à Lénine”, Henri Pastoureau,
1992). En la inversión del idealismo de Hegel por Marx, la materia pasa a anteceder
a la idea, pues ésta se transfiere al pensamiento (“Epílogo a la segunda edición
alemana de El Capital”, 1873, Karl Marx, 2000, tomo I, libro I). El extrañamiento
del objeto abarca desde su propia producción –en la que la mano de obra recibe un
sueldo que no se corresponde con el valor real de lo que produce– hasta su compra,
donde al valor de uso se le añade el valor de cambio que actúa como una máscara,
una abstracción arbitraria en último término que cubre la verdadera realidad del
objeto, comenzando por el hecho de que el paso de un valor a otro significa el paso
de la cualidad a la cantidad (Karl Marx, 2000, tomo I, libro I), de lo que se desprende
la capacidad del objeto manufacturado desde el momento que pierde su referente de
uso, de contener materializada y oculta una cantidad determinada de trabajo invertido
por horas (la trascendencia de esta alienación histórica del hombre puede deducirse
de estas palabras de Francastel: “Les actions et les objets figuratifs permettent
à l’homme, suivant des plans différents, de traduire ses sensations en les matérialisant
suivant un ordre déterminé et modifiable” [Las acciones y los objetos figurativos
permiten al hombre, siguiendo planes diferentes, traducir sus sensaciones materializándolas
siguiendo un orden determinado y modificable]. Pierre Francastel, 2000. Al ser separado
de los objetos y de sus propios actos en la producción, el hombre no puede materializar
su interior). A este misterio se suman los materiales inéditos para la población
consumista y la intervención de la máquina en su fabricación (Francastel añade a
la nueva concepción de los objetos industriales la abundancia de materiales inéditos
con los que se fabrican y que vienen a sumarse al extrañamiento. Pierre Francastel,
2000).
Para Françoise Monnin la
Revolución Industrial ha jugado un importante papel en el nacimiento del collage,
destacando la aplicación en 1913 de la primera cadena de montaje en las fábricas
Ford de Detroit (François Monnin, 1996). Pero lo que resulta más curioso es que
tanto Florence de Mèredieu (Florence de Mèredieu, 2004) como Pierre Daix (Pierre
Daix, 2002), Lewis Mumford (Para este autor, las dos corrientes opuestas del arte
contemporáneo son, por un lado, una tendencia a convertir la objetividad y el orden
mecánico en un tema artístico –cubistas y constructivistas– y, por otro, una búsqueda
del lenguaje infantil y primitivo, una vuelta al origen. Lewis Mumford, 1968.
Ambas corrientes son según él opuestas, mientras que para nosotros están absolutamente
imbricadas. Por ejemplo, el surrealismo no puede desligarse del primitivismo ni
de la poética mecánica del automatismo) y Octavio Paz (Octavio Paz, 1990, donde
pone en relación el interés por el auge del viaje en la poesía moderna y la necesidad
de buscar alternativas a la belleza occidental ante la pérdida de la noción del
tiempo, consecuencia de la modernidad y del cuestionamiento de los principios fundamentales),
ven en la industria por un lado, y en el descubrimiento de las artes primitivas
por otro, los dos detonantes fundamentales para el despegue del arte contemporáneo.
Los objetos exóticos que proceden de las colonias del imperialismo industrial aparecen
revestidos de un aura extraña y se insertan en el mercado como un producto de consumo
más. Pero todavía existe otra convergencia entre industria y primitivismo (“… la
aparición del ferrocarril, el barco de vapor y el telégrafo, por no hablar de los
avances en armamento, que facilitaron las conquistas coloniales de las potencias
occidentales y pusieron al hombre blanco en contacto con las regiones más remotas
del globo. Tampoco fueron las exposiciones las únicas nuevas fuentes de información
acerca de los productos y monumentos de tierras lejanas. El reciente invento de
la fotografía se puso al servicio de empresas tan ambiciosas como la exploración
arqueológica de la India, y desde mediados del siglo XIX salieron al mercado cada
vez más libros con láminas fotográficas”, E. H. Gombrich, 2003. Este historiador
también hace confluir la industria con el auge del primitivismo: “El concepto de
lo primitivo … derivó su significado de la idea de progreso”, E. H. Gombrich, 2003.
Sin embargo, esta convergencia es por negación: se define lo primitivo por oposición
al grado de desarrollo alcanzado en Occidente por la Revolución Industrial): a pesar
de los adelantos científicos y técnicos de la sociedad, los objetos vuelven a ser
tan extraños al individuo como lo fueron los objetos naturales para el hombre primitivo
(de hecho, el coleccionista de objetos, que personifica tan bien la situación del
individuo en el contexto capitalista, no distingue los objetos naturales de los
artificiales, ni los usos a los que estuvieron destinados o si son fruto de cierta
tecnología. Maurice Rheims, 1959). La manera de reaccionar ante ellos es el bricolage
de Lévi-Strauss, la lógica taxonómica del pensamiento mítico que parte de lo
concreto para desviarlo hacia una función nueva: “… hay algo paradójico en la idea
de una lógica cuyos términos consisten en sobras y pedazos, vestigios de procesos
psicológicos o históricos y, en cuanto tales, desprovistos de necesidad” (Claude
Lévi-Strauss, 1988. Francastel cree que son los historiadores y especialistas en
sociedades primitivas los que más tienen que decir acerca de la naturaleza estética
de los objetos artísticos. Pierre Francastel, 2000).
No sólo por la influencia
que pudo ejercer el arte negro en Picasso (Picasso negó que imitase formalmente
el arte negro contenido en el Museo del Trocadéro de París, en lo que quizás fuese
una reacción contra las interpretaciones de muchos críticos e historiadores que
quisieron ver en este arte el origen del cubismo En la entrevista con Malraux titulada
Tête d’obsidienne, Paris, 1974. Citado entre otros por E. H. Gombrich,
2003. Sin embargo, sí acepta otras influencias consideradas “primitivas”, como
el arte íbero y el egipcio), Vlaminck o Matisse, sino también por la opacidad del
objeto compartida con la primera apreciación de este arte como mercancía –la negación
de la ficción perspectiva que hace de la obra un objeto–, y con la pintura monocroma
de Rodchenko y la importancia de la faktura para los constructivistas rusos.
Los objetos primitivos se presentan extraños, de orígenes desconocidos, son incentivos
de la curiosidad (una visión de la época acerca del arte primitivo la ofrece la
encuesta para el Bulletin de la Vie Artistique realizada por Félix Fénéon
en 1920 a distintos etnógrafos, exploradores, artistas, coleccionistas y galeristas,
con motivo de la apertura de una sala en el Louvre dedicada a estas artes. Félix
Fénéon, 2000. Francastel cita a Lévi-Strauss para demostrar que toda sociedad diferente
a la nuestra constituye en sí misma un objeto. Pierre Francastel, 2000) hasta que
Carl Einstein reclame la asimilación comprensiva del arte negro (Carl Einstein,
2002). Es entonces cuando el objeto exótico deja de ser extraño para servir de referencia
a posibles alternativas de belleza que solventen la pérdida del principio de realidad
(Octavio Paz, 1990). Se plantea desde este momento si la obra de arte “primitiva”
es verdaderamente una obra de arte, porque en su origen no fue destinada a la observación,
sino que se le atribuyó poderes mágicos que pudiesen reconciliar al hombre con el
todo del Universo. La obra de arte destinada a la visualización procede en realidad
de la revolución perspectivista del Renacimiento, y llega al siglo XIX vacía de
contenidos simbólicos; ya no representa el dominio racional del hombre. La presencia
de los objetos aislados en el mercado ha hecho caer sus principios humanistas, así
como el conocimiento de estos objetos mágicos y la magia misma, sobre todo con el
surrealismo –aunque también cuando los futuristas se auto-proclamaron “primitivos
modernos”–, vuelven a ser el medio de conocimiento más apropiado para la comunión
del objeto con el sujeto, reconciliación que Octavio Paz, refiriéndose al arte mágico,
denomina justamente eléctrica. Se trata del momento en que el objeto mágico nos
invita a dejar de ser nosotros mismos y ser otro, pretensión común al objeto de
consumo, cuando cualquier cosa puede llegar a ser mágica dependiendo de su relación
con el poseedor, porque la magia no reside en el objeto en sí sino en el encuentro
con el sujeto (léanse las respuestas de Octavio Paz al cuestionario planteado en
André Breton, 1991. En castellano, Octavio Paz, 1983). De todas formas, el arte
considerado primitivo no dejará de inspirar nuevos contenidos para una realidad
infranqueable a lo largo del siglo XX.
Este hecho prueba que, a
lo largo de la historia, ha habido una sustitución paulatina de la alienación natural
por la alienación social (este proceso es uno de los cometidos de los historiadores
según Francastel. Pierre Francastel, 2000. En una conferencia pronunciada ante la
Asociación de la Federación Democrática de Hammersmith en Kelmscott House, el 30
de noviembre de 1884, William Morris daba por completa la conquista de la naturaleza,
y reclamaba la organización de la vida del hombre –gobernador de las fuerzas naturales–
como la principal meta del momento. En “Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”, William
Morris, 2004. Esta conferencia fue publicada por primera vez en 1887 en Commonweal.
Octavio Paz también coincide en esta idea de que la historia del hombre consiste
en su propia enajenación en beneficio de sus mitificaciones, las cuales la modernidad
le ha negado. Octavio Paz, 1982). A partir del siglo XIX las mercancías se presentan
como si fuesen naturales, mientras que los cuadros muestran de manera ficticia una
realidad imitada (“Simultanément, il ne s’agit plus de rechercher une conciliation
entre les produits de l’activité mécanique de la société et les arts, mais de définir
les conditions nécessaires de l’art nouveau dans une civilisation où les produits
de la machine constitueront en quelque manière un milieu natural” [Simultáneamente,
ya no se trata de investigar una conciliación entre los productos de la actividad
mecánica de la sociedad y las artes, sino de definir las condiciones necesarias
del nuevo arte en una civilización donde los productos de la máquina constituirán
de alguna manera un entorno natural]. Pierre Francastel, 2000. Mumford cree que
la razón de que el hombre actual acepte el orden impersonal, la regulación, las
repeticiones y la estandarización radical que impone la industria, es su capacidad
de aceptar sin engañarse los materiales dados naturalmente por las fuerzas del medioambiente
desde su génesis. Lewis Mumford, Arte y técnica, 1968). El espectador, para
tomar conciencia de su situación, deberá negar la ficción y asimilar la opacidad
de la obra esencial, aunque latente. Cabe la posibilidad de una reconciliación de
la alienación fenomenológica hegeliana del sujeto en el objeto, con la enajenación
de Marx, de fundamento histórico y basada en el fetichismo de la mercancía: ésta
última reproduce ilusoriamente la primera para sustituirla, el valor de cambio representa
al valor de uso al comienzo de su historia bajo los mismos principios miméticos
que Aristóteles aplicó a la poética (resulta curioso cómo incluso Octavio Paz –especialista
en máscaras, Octavio Paz, 2004– confunde, al hablar del surrealismo, la funcionalidad
con los valores del mercado. Octavio Paz, 1983), porque la mercancía está destinada
a enmascarar la naturaleza misma (Paz comenta cómo en el siglo XIX la realidad de
pronto se desvaneció y se disgregó. Octavio Paz, 1990. Hecho que atribuye a la industrialización,
a las ciencias relativas, a la pérdida de prestigio de la razón y a la muerte de
Dios anunciada antes que Nietzsche por Max Stirner y por Jean Paul Richter, 2005.
A partir de esta pérdida de la realidad, no tardan en extraviarse las nociones de
espacio y tiempo, lo que desencadenó el fervor por el viaje en busca de nuevos espacios
alternativos y el conocimiento de los objetos exóticos. Ejemplos literarios los
tenemos en la locomotora de Whitman, en Orient-Express de Valéry-Larbaud,
La prosa del transiberiano de Cendrars, el automóvil y el aeroplano futuristas
etc.). Por esta razón la ficción de la pintura es la clave de la mercancía y de
la organización social, y cuando el constructivismo y el dadaísmo atenten contra
la mimesis aristotélica, ya no podremos restringir este ataque al ámbito del arte,
que simplemente sufre un desajuste respecto a los medios de producción industriales
sustitutos del anterior taller (marco laboral restringido ahora al pintor y al escultor),
sino contra todas las contradicciones burguesas en su sentido más amplio.
La mercancía, gobernada por
lo cuantitativo del valor de cambio que hace depender un objeto de otro, únicamente
puede obtener su singularidad –el aura benjaminiana de la realidad, su identidad–
por la exclusividad del encuentro azaroso en los escaparates de los pasajes (“Hace
un rato, cuando cruzaba la avenida a toda prisa, dando saltitos en el lodo, a través
de ese caos viviente en el que la muerte nos llega al galope por todos los lados
a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, se me cayó de la cabeza al fango
del macadam. No he tenido el valor de recogerla.”. Charles Baudelaire, 1981. La
crítica que este poeta francés lanza a la fotografía es comprensible desde el punto
en que ésta sirve de modelo a la pintura por apartarla de su verdadero cometido
–la belleza–, y centrarse únicamente en la imitación de la realidad, queja cercana
a la concepción de aura ofrecida por Benjamin posteriormente. Esta representación
técnica y mecánica de la realidad conlleva la pérdida de lo imaginario y lo impalpable
por sustituir a la memoria en su función. Charles Baudelaire, 2005). Es en ese punto
culminante del encuentro único definido por un “jamás” –como especifica Benjamin–,
donde fluye la identidad perdida por el extrañamiento, donde surge “un amor no tanto
a primera vista como a última vista” (Walter Benjamin, 1998. Octavio Paz plantea
claramente esta nueva situación del poeta en la modernidad: “En un mundo de cojos,
aquel que habla de que hay seres con dos piernas es un visionario, un hombre que
se evade de la realidad. Al reducir el mundo a los datos de la conciencia y todas
las obras al valor trabajo-mercancía, automáticamente se expulsó de la esfera de
la realidad al poeta y a sus obras”. Octavio Paz, 1983). La identidad perdida del
objeto en su elaboración y uso, por no responder ya a una finalidad auténtica sino
artificial –excusa del mercado e interés creado–, es sustituida por los encuentros
que van conformando la identidad del sujeto: “en el fondo es esa consciencia del
yo la que le presta a la mercancía que callejea” (Walter Benjamin, 1998). El propio
Baudelaire reconoce esta fusión de la identidad con lo observado:
El poeta disfruta del privilegio incomparable de poder, a su gusto, ser él
mismo o ser otro. Como esas almas errantes en busca de un cuerpo, entra, cuando
lo desea, en el personaje de cada cual. Sólo para él está todo vacante (…)
El paseante solitario y pensativo obtiene una embriaguez singular de esta
comunión universal (…)
Eso que los hombres llaman amor es muy pequeño, muy limitado y débil comparado
con esa inefable orgía, con esa santa prostitución del alma que se entrega entera,
poesía y caridad, a lo imprevisto que se muestra, a lo desconocido que pasa. (Charles
Baudelaire, 1983)
Y aunque tan distintos e
incluso en ocasiones opuestos, Rimbaud comparte con él esta identificación con los
encuentros experimentados en el exterior: “Desde hacía mucho tiempo me vanagloriaba
de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades
de la pintura y de la poesía modernas. Me gustaban las pinturas idiotas, rótulos,
decoraciones, telones de saltimbanquis, enseñas, cromos populares; la literatura
pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos con faltas de ortografía, novelas
de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos de la infancia, viejas óperas, estribillos
bobos, ritmos ingenuos.” (Arthur Rimbaud, 1998. Hugnet pone
en relación esta Alquimia del verbo de Rimbaud con el collage, Georges Hugnet,
“Collage et montage”, Dictionnaire du Dadaïsme, 1916-1922, Éditions Jean-Claude
Simoën, Paris, 1976. Georges Hugnet, 2003). Quizás no
comparta Baudelaire la abstracción de Rimbaud, pero ciertamente ésta actúa a nivel
objetual. Las palabras son conceptos que en el ensamblaje sintáctico alcanzan su
revelación en tanto que objetos, por eso es este último poeta uno de los referentes
del grado cero de la escritura de Barthes. Este autor atribuye a Rimbaud, y no a
Baudelaire, el haber roto con la poesía clásica dependiente de la prosa cualitativamente
(Roland Barthes, 1972). Mediante esta abstracción Rimbaud consigue un lenguaje propio
de la poesía (sinestesias entre colores y letras en Voyelles) que no tiene
porqué restringirse a la palabra, sino que es susceptible de aplicarse a las demás
artes, tal y como han practicado muchos de sus seguidores del siglo XX, e incluso
a la realidad misma, porque su idiosincrasia radica en el hecho de que se ubica
al margen de la lógica (Pere Gimferrer, 2005. El escritor vanguardista rumano Benjamin
Fondaine relaciona a Rimbaud y su Carta a la vidente con el azar dadaísta,
una necesidad de las cosas creadas fuera de sí mismas. Benjamin Fondane “Signification
de Dada”, texto inédito y sin datar, y recogido en Petre Raileanu et Michel Carassou,
1999). La poesía pasa a ser, indirectamente como en el caso de Baudelaire, un medio
de conocimiento de la realidad contradictoria, implícita en la estética de Hegel
y en la filosofía de Novalis (“El artista es la síntesis del teórico y del práctico”,
Novalis 1974. Estos escritos datan entre 1795 y 1800), sólo que ahora precisa como
requisito poético –como ocurre en la adopción de la dialéctica por el materialismo
histórico– de la pérdida del idealismo (“No existe orden ni desorden donde no hay
una idea semejante que ejerza una influencia sobre la enumeración y la división
de los objetos”, Novalis 1974).
Conocida es la máxima “Je
est un autre” presente en la Lettre du voyant de Rimbaud, por la cual los
surrealistas Marcel Jean y Arpad Mezei entendieron un desdoblamiento del yo que
reclama una síntesis que encontrará en la realidad cotidiana gracias a la transmutación
que la alquimia verbal facilita (Marcel Jean y Arpad Mezei, 2001. También contamos
con el juicio de Marcel Raymond sobre su obra: “Rimbaud señala, pues, al poeta como
tarea “hacerse vidente”, esto es, despertar en su espíritu las facultades adormecidas
que le pondrán en relación con lo real cotidiano”, Marcel Raymond, 1983). En última
instancia, esta identificación con el exterior también es la meta ansiada por Baudelaire.
Se trata de una alternativa a la función servil del lenguaje como representación
de la naturaleza, y que ahora se asimila para encarnarse en ella (Marcel Jean y
Arpad Mezei, 2001). Esta posibilidad evoluciona latente en algunas fuentes literarias
muy concretas: la poesía de Lautréamont al definir lo bello como un encuentro fortuito
(“Es bello (…) como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina
de coser y de un paraguas”, Conde de Lautréamont, 1997), en las derivas del Doctor
Faustroll de Jarry por un París convertido en marismas (Alfred Jarry, 1980), en
los intentos por alcanzar el absoluto de Mallarmé y en la estética de la sorpresa
del espíritu moderno de Apollinaire (Roger Shattuck, 1991. Novalis ya había identificado
el romanticismo con el arte de la sorpresa, Novalis, 1974), hasta llegar a la disolución
de la identidad en los collages de Max Ernst (Max Ernst cita en Más allá de la
pintura (1936), para referirse al collage, L’alchimie du verbe de Une
Saison en Enfer de Rimbaud. También recurre al encuentro fortuito de Lautréamont.
Max Ernst, 1982. Werner Spies, 1984, advierte que estos precedentes literarios no
aportan una técnica determinada que Ernst aplique a la pintura, sino una analogía
que para nosotros construye un espíritu nuevo definido –como ya hizo Roger Shattuck–
por el acto de yuxtaponer). Nace un concepto nuevo de poesía que no implica la articulación
de un lenguaje bajo unas normas encaminadas a alcanzar una mayor belleza, como señala
Barthes, sino una naturaleza contradictoria cuya primera dialéctica se asienta entre
el sujeto y el objeto (Novalis asegura que el objeto de la poesía no está en la
poesía misma sino en lo maravilloso, y que el poeta invoca al azar, Novalis,
1974 y 355), haciendo así del autorretrato su tema principal. Ya no es un problema
que atañe solamente a unos poetas determinados; pasa a ser cuestión de todos. Antes
que Isidore Ducasse, Hegel anunció el fin del arte en la superación del espíritu,
e incluso advirtió el ocaso de la dependencia a unas técnicas determinadas. Con
ello profetizó la propiedad del arte y de su nivel superior, la poesía, como algo
extensivo a todo el mundo en función de su “talento personal” (G. W. F. Hegel, Estética
I, 1988). Esta idea fue desarrollada posteriormente por Marx y Engels, pero
desde un punto de vista materialista, al distinguir la democratización del arte
como uno de los síntomas de la sociedad comunista (“En una sociedad comunista no
hay pintores, sino, todo lo más, hombres que, entre otras cosas, pintan”. Esta cita
pertenece a su Die deutsche ideologie, recogida en K. Marx y F. Engels, 1969.
En esta misma página Marx relaciona el origen del artista con la división del trabajo.
Arturo Schwarz encuentra un paralelismo claro entre esta afirmación y los ready-mades
“anartísticos” de Duchamp. Arturo Schwarz, 2000, lo que aprueba la máxima profética
lanzada por Apollinaire respecto a Duchamp en 1913: “Quizás esté reservado reconciliar
el Arte y el Pueblo a un artista tan despreocupado por la estética y tan preocupado
por la energía como Marcel Duchamp”. Guillaume Apollinaire, 1994). Sin embargo,
lo relevante de esta disolución del artista consiste, como apunta el mismo Marx,
en que es consecuencia de la desaparición de la división del trabajo, lo que implica
el hundimiento de la identificación poesía-arte-trabajo correlativo a la liberación
de la dependencia técnica y a la posibilidad de considerar poéticamente todos los
aspectos que se desprenden de la realidad misma: Novalis, a partir de los principios
de elección, combinación y ritmo como método, unifica las distintas manifestaciones
artísticas, desde la música hasta la pintura y la poesía, siendo éstas desprendidas
de la naturaleza por la acción del sujeto. La poesía, ahora hegemónica por ser la
más efectiva a la hora de liberar al espíritu de lo sensible –según Hegel–, puede
ser localizada en cualquier ámbito de la realidad negativa por definición respecto
al sujeto, en palabras de Novalis en todo tipo de libros y tratados, incluso en
los asuntos de negocios (Novalis, 1974, donde afirma además: “El poeta necesita
de las cosas y de las palabras como teclas, y toda la poesía se basa sobre
activas asociaciones de ideas”), como posteriormente apuntarán los dadaístas Tzara
y Paul Dermée. Frente a la belleza de las leyes rígidas que gobernaron la estética
del pasado, ahora el fin último es la manifestación de uno mismo, objetivo considerado
una necesidad moral porque deriva de la moral misma, la lucha contra los límites
naturales, la dominación de lo natural (G. W. F. Hegel, 1997), que en la sociedad
industrial se transforma en la lucha contra las condiciones sociales al ser presentados
los objetos manufacturados como naturales. Cuando el sujeto se revela mediante la
resolución poética de la dialéctica, el objeto se manifiesta, negando de esta manera
que la representación de la realidad sea el fin último del arte (G. W. F. Hegel,
1997), porque la síntesis se suma a la naturaleza preexistente (“El arte es complemento
de la naturaleza/ El arte es la naturaleza complementaria”, Novalis, 1974)
para invitar a un nuevo sujeto a una nueva experiencia estética. Todo parece coincidir
en el marco de las contradicciones del mercado industrial, pues la sentencia de
Marx de que el mundo no debe ser explicado sino construido (“Los filósofos se han
limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”,
undécima tesis de Tesis sobre Feuerbach, manuscrito de 1845, citado en Jaime
Brihuega, 1996. No intentamos ver en la vanguardia un seguimiento de las teorías
marxistas, más bien una superación de las mismas porque, cuando nació el nuevo arte,
la sociedad ya pudo conocer la función correctora que tuvo El Capital a finales
del siglo XIX y principios del XX, al advertir de los peligros de la concentración
de las ganancias. Octavio Paz, 1990. En realidad, son pocos los movimientos vanguardistas
que se han inspirado directamente en el marxismo, y algunos se han opuesto a él
directamente. La voluntad de transformación revolucionaria de la vanguardia histórica
no coincide con las consecuencias reales de la II Internacional. Nuestra intención
es observar cómo El Capital de Marx y el arte vanguardista son resultados
de una nueva situación del objeto propiciada por la Revolución Industrial, que desprende
un nuevo mercado que acabará dominando la industria misma), surge de una crítica
a la representación y a la consecuente separación implícita en su análisis de la
mercancía, que oculta el valor de uso de los objetos. Recordemos cómo el grupo de
la revista Documents –dirigida por Georges Bataille– reclamaba un materialismo
radical que rescatase el valor de uso de los objetos, incluyendo sus funciones fetichistas
y los mitos del arte primitivo, una labor continuada posteriormente por el estructuralismo
de Lévi-Strauss que relaciona la necesidad taxonómica con la diferenciación entre
unos grupos humanos y otros a partir de la desviación de la función de diversos
seres naturales apropiados (el totemismo como bricolaje. El concepto de bricoleur
de Claude Lévi-Strauss se encuentra en Claude Lévi-Strauss, 1988, donde establece
un correlato entre lenguaje y tecnología al tomar el pensamiento restos psicológicos
e históricos para una formación mitológica y totémica, así como el bricoleur
toma fragmentos que han quedado fuera del “discurso” tecnológico. También el autor
señala el carácter necesario y a posteriori de esta transacción y préstamo).
El collage, constituido así
como un fenómeno histórico que suscitó –junto con la abstracción– el gran cambio
del arte del siglo XX, responde a una nueva situación del objeto que acontece más
allá de las fronteras del arte. Por esta razón, la visión ofrecida generalmente
por la historiografía y la crítica acerca del extrañamiento de las partes constitutivas
de un collage, sea al nivel que sea (iconográfico, formal o material), no se corresponde
con la realidad del gesto constituyente, dado que es la realidad la que se presenta
extraña de antemano en el marco del mercado, mientras que el collagista en cuestión
intentará otorgar nuevas funciones a los objetos alienados que, no obstante, escapan
de los anteriores medios de conocimiento racional y de las disposiciones miméticas
o narrativas aristotélicas. La salida que la obra artística del siglo XX ha escogido
frente a esta crisis de la realidad ha consistido, en un principio, en huir de su
propia condición artística para alcanzar la coherencia entre su forma y su contenido,
entre su forma y su materia, porque ésta es la única vía de hacer reconocible la
realidad arrebatada: el collage y la producción artística contemporánea en general,
tan sólo podrá hablar de su propio proceso de elaboración, de sí misma, y nunca
de referencias que les son ajenas por nacer de la escisión de sus niveles de comprensión,
y con ello nos referimos a los análisis iconográficos, lingüísticos y formales llevados
a cabo en vistas a su recuperación institucional y artística. Por encima de si es
arte, lo decisivo en el collage es la reconstrucción del tiempo vivido, la construcción
–o la solidificación del gesto– de uno mismo.
NOTA
Ensayo originalmente publicado
en la revista de la AACA – Asociación Aragonesa de Críticos de Arte, Saragoza, diciembre de 2007.
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MANUEL SÁNCHEZ OMS (España, 1974). Además de ser conocido como teclista y bajista de diversos grupos de música experimental (Kärnvapen attack, Metano y Ma-gyar), es Doctor en Historia del Arte y ha trabajado como investigador y profesor en la Universidad de Zaragoza durante diez años aproximadamente (2003-2012). Ahí ha formado parte de diversos equipos de investigación. Con anterioridad ha publicado "L’écrevisse écrit. La obra plástica" (PUZ, 2006) y "Terapia Marx. Poesía, teatro y surrealismo en el cine" (Mala Raza, 2009), y ha comisariado diversas exposiciones, entre ellas "Sahún. La construcción incesante de la pintura 1961-2007" en el Palacio de Sástago de Zaragoza. Actualmente es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y de la Junta Directiva de la Asociación Aragonesa de Críticos de Arte.
PIERRE MOLINIER (França, 1900-1976). Fue pintor, fotógrafo, diseñador y creador de objetos. En 1955, Pierre Molinier se puso en contacto con André Breton y en 1959 se exhibía en la Exposición Surrealista Internacional. En ese momento, definieron el propósito de su arte como para mi propia estimulación, indicando la dirección futura en una de sus exhibiciones en la muestra surrealista de 1965: un consolador. Entre 1965 y su suicidio en 1976, hizo una crónica de la exploración de sus deseos transexuales subconscientes en Cent Photographies Erotiques: imágenes gráficamente detalladas de dolor y placer. Molinier, con la ayuda de un interruptor de control remoto, también comenzó a crear fotografías en las que asumía los roles de dominatriz y súcubo que antes desempeñaban las mujeres de sus cuadros. En estas fotografías en blanco y negro, Molinier, ya sea solo con maniquíes de muñeca o con modelos femeninos, aparece como un travesti, transformado por su vestuario fetiche de medias de rejilla, liguero, tacones de aguja, máscara y corsé. En los montajes, un número improbable de miembros enfundados en medias se entrelazan para crear las mujeres de las pinturas de Molinier. Declaró: En la pintura, pude satisfacer mi fetichismo de piernas y pezones. Su principal interés con respecto a su sexualidad no era ni el cuerpo femenino ni el masculino. Molinier dijo que las piernas de ambos sexos lo excitan por igual, siempre que no tengan pelo y estén vestidas con medias negras. Sobre sus muñecas dijo: Si bien una muñeca puede funcionar como un sustituto de una mujer, no hay movimiento, no hay vida. Esto tiene cierto encanto si se está ante un cadáver hermoso. La muñeca puede, pero no tiene que convertirse en el sustituto de una mujer.
Agulha Revista de Cultura
Número 220 | dezembro de 2022
Artista convidado: Pierre Molinier (França, 1900-1976)
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editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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